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Avanzamos con las luces apagadas por la carretera recién asfaltada que une Benina con la línea de ferrocarril Bengasi-Solluch. Es de noche y llueve. Mil ochocientos metros por delante, los camiones y los jeeps de Nick y el mayor Mayne avanzan hacia el aeródromo del Eje en Benina. Mis dos camiones, con Collier, Grainger, Marks y Jenkins en uno, y Punch, Oliphant, Milier y yo mismo en el otro, nos acercamos a una intersección en L, desde donde cubriremos su retirada. Desde el primer momento tengo el presentimiento de que la fiesta saldrá mal.

Benina es un aeródromo y un centro de reparaciones. Alrededor del puerto de Bengasi hay otros campamentos satélite parecidos, como Regima y los dos de Berka.

El cuartel general ha decidido que el uso más eficaz de nuestra potencia de fuego conjunta no es contra el personal enemigo, es decir, Rommel, sino contra su aviación y sus talleres. Éste es el tipo de trabajo idóneo para el SAS y el LRDG. Así que nuestras órdenes han cambiado y ahora vamos a atacar Benina.

En cuanto a nuestro grupo de dos camiones (el mío y el de Collier), hemos cruzado Derna en tres noches, primero por la carretera asfaltada más allá de Beda Littoria y D’Annunzio, luego por las laderas de las colinas próximas a Maddalena y más tarde campo a través en dirección suroeste hasta llegar a Bengasi, en la costa. La montaña más cercana desde la que se divisa la ciudad se alza a unos ocho kilómetros de Benina, que es visible de día al final de una llanura que debería estar en plena estación del maíz y el melón, pero que ahora se encuentra embarrada, cubierta de ciénagas y canales de irrigación obstruidos.

Llueve mucho y hace frío. Sin techo, nos calamos hasta los huesos. La temperatura ha descendido hasta los cinco grados. Las armas están empapadas a pesar de sus cubiertas de lona. Conduzco yo. El volante es manejable gracias a su forma, pero los pedales de acero del freno y el embrague resultan muy resbaladizos bajo mis suelas.

Esperamos a oír las primeras explosiones. La mala suerte ha rondado esta operación desde su comienzo. Media jornada tras la salida de Derna, el Te Aroha IV empezó a inundarse y a renquear. Durante dos noches hemos tenido que vérnoslas con cortocircuitos en el sistema eléctrico, y los parches que hemos puesto no sirven de gran cosa con esta lluvia. Vamos por nuestro segundo y último árbol de transmisión, cuyos engranajes ya empiezan a hacer ruidos. La lista de averías del camión de Collier no es menos larga. Además, Miller, nuestro ordenanza médico, padece unas fiebres de origen desconocido. Está en condiciones de actuar, pero la enfermedad le ha afectado gravemente al oído y sufre delirios: dos veces ha llamado a los hombres por el nombre equivocado a pesar de conocerlos a estas alturas como si fuesen sus hermanos. Collier no se ha recuperado plenamente de sus quemaduras. De día se las arregla, pero por la noche se le escapa tan de prisa el calor corporal que no puedo contar con él para las guardias. Lo único que puede hacer es envolverse en todo lo que encuentra para aguantar hasta que sale el sol. Los demás estamos afectados por todas las dolencias e inflamaciones cutáneas, de estómago e intestinos que puedan asaltar a unos hombres que llevan demasiado tiempo sin probar la verdura fresca y lejos de sábanas limpias y una atención médica decente.

El viaje de Nick y el mayor Mayne ha sido tan accidentado como el nuestro. El equipo de Mayne fue atacado por unos Macchi 202 hace dos días, mientras descendían la montaña al este de Solluch. Los aviones alcanzaron a tres de sus cuatro vehículos. El recuento de bajas ha dejado dos muertos y dos heridos, y, a pesar de que los dos compañeros heridos vuelven a estar de servicio, la pérdida de dos buenos hombres ha tenido un efecto devastador en una patrulla cuyos miembros habían desarrollado una relación tan estrecha.

En cuanto a Nick Wilder, una tormenta de arena aisló a su patrulla de la de Mayne el día que partieron. Marchando medio a ciegas, uno de los camiones se despeñó por un wadi de doce metros. La enfermedad y los problemas mecánicos han causado la baja de otro camión y de cuatro hombres. Cuando mi Chev y el de Collier se encuentran con lo que queda de los equipos de Nick y Mayne en el oasis de Saunnu (nuestro nuevo punto de encuentro y retirada), la fuerza combinada se ha reducido a nueve vehículos, cuatro de ellos jeeps, y veintidós hombres.

Nuestro equipo avanza ahora pesadamente sobre alquitrán oscuro en busca de la intersección en L. De acuerdo con el mapa de la ruta de los aeródromos, en ese punto la carretera gira a la izquierda. Los camiones de Nick la han tomado hace treinta minutos. Después de asaltar el aeródromo, volverán a toda prisa por ella. Nuestro trabajo consiste en cubrir su retirada.

Pero ¿dónde está la L? Se suponía que estaba a menos de un kilómetro, pero hemos recorrido el doble de esa distancia, y nada. Pasamos por una señal que indica COLONIA ESPARZA. Está en nuestros mapas, justo pasando la intersección. ¿Nos la habremos pasado?

De repente, oímos una explosión en el este. Nos ponemos tensos, a la espera de un proyectil que nunca llega. Se produce una segunda explosión, seguida al poco por una tercera. Esperamos que salten alarmas y se enciendan focos, pero no ocurre nada.

—¿Qué demonios está pasando?

Seguimos adelante durante otro kilómetro y medio. Hay un cruce. Giro a la izquierda, seguido por el camión de Collier.

Pero la intersección es en forma de T, no de L. En el mapa no hay ninguna T. Collier y yo intercambiamos miradas. Hace una noche helada, pero los dos estamos sudando. ¿Nos hemos perdido?

—Apaga el motor —digo.

Escuchamos. Nada. De repente, todo el aeródromo estalla. Unas bolas de fuego amarillo saltan hacia el cielo, seguidas de enormes explosiones que hacen estremecerse la tierra. Oímos fuego de ametralladora y empezamos a ver trazadoras verdes y rojas que saltan en todas direcciones. Pasan más minutos. De repente, aparecen unos faros que se nos acercan a toda velocidad desde el aeródromo. Nuestros dos camiones, cubiertos parcialmente tras los arcenes elevados de arena, han tomado posiciones a los flancos de la carretera. Suponemos que son los jeeps y los camiones de Nick que vienen a toda velocidad atravesando la oscuridad.

Pero lo que oímos es el rugido de unos motores diesel y el chirrido del metal contra el alquitrán. Tres blindados pasan de largo: un M-13 italiano y dos Panzer Mark III alemanes. No nos ven. Giran a la derecha y se alejan por la misma carretera por la que hemos venido. Son los primeros carros que veo desde El Cairo. Me quedo impresionado por lo enormes y terroríficos que resultan. Tan pronto como pasan, Collier y Grainger se me acercan corriendo. Oímos más motores diesel y vemos más faros que se aproximan.

—Esta carretera —dice Collier— empieza a perder su encanto.

Retrocedemos con respecto a la intersección en busca de una posición desde la que podamos vigilar a los que se acerquen por la carretera sin ser tan visibles. Los camiones no han recorrido ni cincuenta metros cuando las ruedas del mío están a punto de acabar en un canal de irrigación de dos metros de profundidad. Estamos en medio de maizales y melonares. No veo por dónde rodear el canal. Es demasiado profundo para cruzarlo. Exploramos los bordes en busca de un puentecillo o un paso, pero el barro por el que conducimos embadurna las ruedas de tal manera que tenemos que detenernos y quitarlo con palas. Veo faros que se aproximan por el este y el oeste. De repente, una voz en italiano atraviesa la oscuridad.

Punch amartilla la Browning. En ese momento oímos el estrépito de una vajilla de campaña que cae al suelo, aderezado por una serie de furiosos juramentos latinos.

—¡Fuego!

Punch dispara a discreción. Tiene una probabilidad de mil a uno de acertar a alguien en esta negrura, pero, como siempre, el estruendo de la ametralladora hace que nos suba la adrenalina. Cuando Punch deja de disparar, oímos unos pasos que se alejan.

—Así los espaguetis harán un poco de ejercicio —dice Punch.

Reanudamos nuestro lento avance hacia la carretera. En el aeródromo siguen explotando las bombas. Los edificios son hangares y talleres. Nick y el mayor Mayne habrán hecho detonar los explosivos con mecanismos de acción retardada para poder estar bien lejos cuando eso ocurra, aunque también es posible que sigan allí, activándolos a medida que los plantan.

Sea como fuere, no podemos quedarnos aquí. Los italianos con los que acabamos de tropezamos podrían tener una radio para pedir refuerzos; o podrían lanzar una bengala e incluso recuperar el valor y volver aquí para jugar a los francotiradores con nosotros, o lanzarnos esas condenadas granadas que llaman «diablos rojos».

Se oyen más explosiones desde Benina. Al fin empiezan a sonar las sirenas. Vemos y oímos camiones de bomberos y ambulancias que circulan a gran velocidad entre los edificios, muchos de los cuales están ardiendo. No nos queda más remedio que abandonar la intersección. No podemos avanzar más y arriesgarnos a quedar acorralados, pero tampoco podemos dejar de lado nuestra misión de cubrir la retirada de nuestros camaradas.

Ai fin sacamos los camiones de los melonares y colocamos las ruedas embarradas sobre asfalto. De repente, el morro del camión de Collier se inclina hacia la derecha y se detiene. Yo también me paro. Oigo unos juramentos. Aún no sabe cómo, Collier ha pasado sobre una alambrada, parte de la cual se ha enrollado en su eje delantero y en la rueda anterior derecha, que, además, se ha pinchado por Dios sabe cuántos sitios. Jenkins rebusca unas tenazas entre las cajas de material. Me acerco corriendo. Collier rezuma su habitual calma.

—Vale, compañeros, aguantad. Voy a desmontar las gemelas —dice, refiriéndose a las ametralladoras Vickers K— y a buscar una posición en la carretera donde montarlas. —Da unos golpecitos en el lateral del camión—. Jenkins y Marks, no os pongáis nerviosos. No hay enemigos a la vista. Cerrad el pico y sacad la maldita rueda.

Le pregunto cuánto tiempo le llevará la reparación.

—Diez minutos.

Lo ayudo a desmontar las Vickers. Somos muy conscientes de la vulnerabilidad de nuestra posición. Tenemos que reforzarla, pero ¿durante cuánto tiempo? Ya hemos visto pasar un tanque M-13 y dos Panzer Mark III en dirección sur (es decir, entre nosotros y la ruta de escape). Y lo que es aún peor, como hemos comprobado en nuestra aventura en el melonar, tiene que haber patrullas en los laterales de la carretera por toda la zona, así como en el perímetro, las rutas de acceso al aeródromo y los carriles para vehículos de emergencia, por no hablar de los caminos rurales que usan los árabes para meter y sacar sus carros. Los soldados que nos hemos encontrado no tardarán en informar de nuestra incursión, si es que no lo han hecho ya. ¿Cuánto tiempo puede pasar antes de que corten todas las rutas que salen de aquí?

En la guerra, nada sale nunca conforme a lo planeado.

—Me voy a adelantar —le digo a Collier—. Tenemos que saber lo que pasa más arriba.

Le dejo con las Vickers a cargo de la protección del camino y de su camión. Punch, Oliphant, Miller y yo avanzamos hacia el oeste, en dirección al aeródromo.

Sigue lloviendo a cántaros. Voy en segunda, con los faros apagados, y de repente: ¡Un camello!

—¡Dios santo!

La bestia aparece de la nada, de frente, y es tan grande como un granero. Piso a fondo el freno. Punch, que está de pie en la Browning, cae encima de mi hombro y se estampa contra el parabrisas. De alguna manera, la inercia de la frenada permite que no salga volando. Aparecen otros dos camellos. Es un rebaño. Ninguno de ellos se molesta siquiera en alzar la mirada. El camión hace un derrape de 180 grados y se desliza sobre la carretera mojada con las cuatro ruedas bloqueadas. Punch cae de lado. Oliphant y Miller se agarran como pueden en la parte de atrás. El camión se detiene con la trasera orientada hacia los camellos, que aún no han reaccionado en modo alguno. Aparecen entonces dos árabes, golpeando la grupa de los animales con sus varas. Segundos después, la caravana se ha vuelto a fundir con la noche. Miller se acerca apresuradamente a Punch. Por puro milagro no está herido. El camión está bien.

Ahora sí que estamos agotados. Punch cubre de improperios mi habilidad de conducción mientras Miller y Oliphant maldicen a los camellos y todos hacemos lo propio con los árabes. En la frenada, una de las ruedas de repuesto y todos nuestros sacos de dormir, junto a la mitad de las raciones de agua, se han derramado sobre el asfalto.

—¡Luces! —grita Punch, mientras nos apretujamos para volver a subirlo todo.

Vemos cómo se acercan a la intersección desde el norte. Subimos nuestras cosas al camión, pero no hay tiempo para recogerlas todas.

—Podría ser Nick.

—Podría ser Collier.

—Podría ser medio ejército alemán.

Es esto último. Salimos de la carretera hacia los campos de cultivo aledaños. Antes de que el camión haya recorrido noventa metros, dos vehículos blindados todoterreno aparecen en el punto que acabamos de abandonar. Frenan. Los faros lanzan unos fogonazos en la oscuridad y descubren los restos de nuestro material sobre la carretera. Nos encontramos en un terreno abierto como el demonio, sin más cobertura que la oscuridad. Oigo órdenes tajantes en alemán.

Delante mismo de mis ojos, el parabrisas se desintegra. Algo caliente pasa muy cerca, por debajo de mi asiento. Los alemanes disparan a ciegas. Punch responde con la Browning. Giro el volante y piso el acelerador. Estamos en un barrizal. Las ruedas derrapan. El camión echa a andar a paso de tortuga. Grito a Punch que deje de disparar; los destellos del arma revelan al enemigo nuestra posición. Me obedece. Nos deslizamos y nos arrastramos durante lo que parecen minutos, pero en realidad son quince segundos. El enemigo barre el terreno con ráfagas. Oímos el sonido de al menos un cañón ligero y los eructos más graves de una 7,92.

Los vehículos blindados se dividen. Cada uno sale en una dirección diferente para acorralamos. Y lo más seguro es que estén pidiendo refuerzos por radio. Tenemos que rodearlos y regresar a la carretera. Pero ¿dónde está? Sé que avanzo en paralelo, pero no sé a qué distancia nos hemos quedado. Temo que en cualquier momento el camión caiga en un canal traicionero. Diviso una cañada que se cruza en ángulo recto. ¿Llevará a la carretera? Noto la lluvia en el rostro, mezclándose con la sangre que mana donde el cristal me ha herido. Los proyectiles que han pasado bajo los asientos han hecho pedazos el condensador. El agua hirviendo sale disparada por encima del capó hasta mi pierna y mi brazo derecho. Con un fuerte bandazo, el camión corcovea sobre un canal y acaba en una carretera sin asfaltar. ¿Dónde demonios estamos ahora?

Giro bruscamente hacia la derecha, todavía con los faros apagados. Chocamos de costado contra un bidón de aceite de ciento setenta litros colocado en medio de la carretera. Es un bloqueo de caminos. El camión rebota sobre este primer obstáculo (que, sin duda, está lleno de arena) y choca de cara contra otro. La inercia me arroja contra el volante y el vehículo se detiene en seco. El impacto me ha vaciado los pulmones. Soy consciente de que nos están disparando desde muy cerca. El capó del camión levita de una forma que desafía las reglas de la física. Vislumbro a un guardia a un lado de la carretera. Trazadoras amarillas rebotan contra la carrocería. Piso a fondo el acelerador. El camión avanza como puede. El mundo se ha convertido en una película muda. Un abrasador vendaval pasa por debajo de mí y siento cómo se desintegra la placa del suelo. En el asiento de la izquierda, Miller se ve lanzado de cara contra el salpicadero.

—¡Me han dado! —grita.

Me vuelvo hacia él. Le han arrancado la parte derecha del brazo, el hombro y la cavidad torácica, de tal modo que los huesos y las vísceras quedan a la vista. Cae a plomo hacia su izquierda, fuera del camión, tan rápidamente que, cuando intento agarrarlo, sólo logro asirlo por el cinturón. Vuelvo a meterlo dentro. Es un peso muerto inconsciente. Lo coloco en el asiento, gritándole que aguante, aunque sé que no me oye.

Siento, más que veo, que un segundo vehículo se acerca desde el norte. La máquina derrapa y se detiene de costado, atravesada en la carretera.

Es Collier.

No alcanzo a ver quién dispara sobre nosotros ni qué les ocurre. Oigo el atroz estruendo de las Vickers K y el repiqueteo de lo que supongo que es la Browning de Marks. Sigo agarrando a Miller con la mano izquierda.

Entonces aparecen Punch y Oliphant y sujetan a Miller. Me vuelvo hacia donde estaba el guardia. Quienquiera que nos estuviese disparando, ha desaparecido. Es un triste consuelo, pues el jaleo y los fuegos artificiales van a atraer a todas las tropas del Eje de la zona. Huelo a combustible y veo llamas en la parte posterior del camión. Punch carga con Miller hasta el camión de Collier. Un alto precio para cubrir la retirada de Nick. Ahora sólo nos queda una opción, y es la de salir de ese maldito sitio.

Milagrosamente, mi camión sigue funcionando. Punch y Oliphant se suben. Están arrojando bidones de combustible al suelo. Arranco el motor y seguimos a Collier de vuelta a la carretera principal.

Los soldados suelen decir que los problemas nunca vienen solos. Vemos más faros: dos nuevos pares que se nos acercan desde el sur. ¿Dónde están los vehículos blindados? Nunca llegamos a saberlo. Lo que está claro es que no hay forma de rodear las luces que se aproximan. Bloquean nuestra ruta de escape.

Frenamos en medio de la carretera. El capó acribillado rezuma líquido por todas partes y sale humo de debajo de la cabina. La primera no funciona, pero la segunda y la tercera aún parecen hacerlo. Jenkins grita que su Browning se ha averiado. Está claro que mi camión está en las últimas. ¿Debería abandonarlo? Barajo la posibilidad de amontonarnos los ocho en el camión de Collier. Pero ¿adónde podemos ir?

Nuestra única posibilidad son nuestras armas.

Las luces del enemigo siguen aproximándose. Están a noventa metros, pero sus luces largas ya se acercan a la zona donde nos encontramos.

Sacamos como podemos ambos camiones de la carretera. Nos apartamos lo justo para que no nos descubran las luces que se aproximan, pero no demasiado, para poder volver corriendo al asfalto en cuanto pasen de largo.

Si es que pasan de largo.

Ambos camiones se detienen uno junto al otro, de espaldas a la carretera. Recogemos y amontonamos arbustos para cubrimos.

Ahí llegan las luces. Ya podemos oír los motores del enemigo. Collier vuelve a subir para ponerse con las gemelas Vickers; Jenkins lo asiste con la munición. Punch está en una de las Browning de mi camión, mientras que Oliphant se coloca en la otra. Mark pone un cargador en su Thompson.

—No disparéis hasta que lo ordene —digo.

Empezamos a ver al enemigo con claridad.

Dos camiones Fiat de tres toneladas; transportes de infantería.

Los vehículos se aproximan a treinta kilómetros por hora y ruedan a treinta metros el uno del otro. Veo al conductor y a un oficial en el primero. El parabrisas está plegado. El oficial aún no nos ha visto. Está de pie en la plataforma, agarrado al retrovisor lateral. Veo que apunta hacia el frente.

El primer camión reduce la velocidad.

El segundo hace lo propio.

El oficial nos ve. Baja del vehículo y hace gestos para que ambos camiones se detengan. Se detienen. El oficial es muy joven y viste una gorra de bersaglieri. Apunta hacia nosotros mientras grita algo en italiano.

Lo que ocurre a continuación no lleva más de veinte segundos.

Los Fiat están cubiertos con lonas que protegen de la lluvia a los soldados de atrás. Los hombres viajan sobre dos bancadas de madera paralelas que recorren el camión de un lado a otro. Para desmontar, los soldados tienen que levantarse y ponerse en fila en la parte de atrás, soltar los cierres traseros y saltar a la carretera. En cuanto empiezan a hacerlo, ordeno que abran fuego.

Collier dispara con las Vickers K. Punch y Oliphant se unen con las Browning, y Mark con su Tommy. Yo también disparo mi Thompson, que he cogido a toda prisa de su soporte en la cabina.

Los italianos bajan desde la parte posterior de los camiones, de uno en uno o de dos en dos, como críos al salir de un autobús escolar. El oficial permanece en la carretera. Sólo tiene una pistola. Intenta disparar mientras las Vickers de Collier le dan de lleno en el pecho. La Vickers K tiene dos cañones gemelos. Su cadencia de fuego es de novecientos cincuenta proyectiles por minuto. Es un arma de aviación. Los objetivos para la que se ha diseñado son otros aviones, no la carne humana. No describiré su efecto en el joven oficial italiano, salvo diciendo que aquello que un instante antes era sólido, se vuelve líquido al siguiente.

Las Browning de Punch y Oliphant son ametralladoras del 303, armas diseñadas para usarse contra la infantería. Su cadencia de fuego es de ochocientos proyectiles por minuto. En la Gran Guerra, las Browning montadas sobre trípodes podían acabar sin problemas con compañías enteras de tropas a pie a una distancia superior a los cuatrocientos cincuenta metros. Esta noche, nosotros disparamos a no más de veinticinco metros. Eso equivale a disparar a quemarropa.

Al cabo de unos segundos, el primero de los camiones enemigos se ha desintegrado. La Vickers destroza la cabina, las ruedas estallan, el chasis cae a peso sobre las llantas. Nuestras trazadoras incendian el combustible que se derrama de los tanques agujereados y, finalmente, el Fiat salta por los aires envuelto en una bola de fuego naranja. El segundo camión da marcha atrás tan rápido como puede. Le disparo con mi Thompson. Veo cómo salta el parabrisas. El vehículo pierde el control y vuelca. Entonces los hombres tratan de salir a rastras. La mitad de los soldados del primer camión y un puñado de los del segundo han saltado a la carretera. Nuestras ametralladoras los abaten y los proyectiles que los atraviesan acribillan a los que aún están en los camiones. En un instante he agotado un cargador de cincuenta proyectiles. Las ametralladoras de Punch y Oliphant siguen disparando. Estamos tan cerca de los italianos que puedo verles los bigotes y los anillos de boda.

La potencia de fuego de las Vickers y las Browning es tan prodigiosa que genera un vendaval. Las lonas de los camiones se estremecen y salen volando, antes de incendiarse. Los italianos saltan fuera de los camiones, sumidos en un terror animal. Pocos son los que llevan encima sus armas, y ninguno trata de devolver el fuego. Lo único que hacen es saltar en busca de cobertura. Nuestras balas y trazadoras los atraviesan. Oigo cómo crepita la Browning de Punch a pocos centímetros de mi oído mientras escupe humo por el cañón. Nuestras balas distan mucho de arrancar la vida de nuestros enemigos con precisión quirúrgica. Los aniquilan en un holocausto. El espectáculo no se parece nada a lo que se ve en el cine, donde, tras la masacre, el suelo queda sembrado de formas claramente reconocibles como seres humanos, con sus piernas y sus brazos. Cuando terminamos, del enemigo no quedan más que sus despojos. Doy gracias al cielo por atisbar ese horror sólo a la luz de las trazadoras y de los camiones incendiados, y sólo durante el instante en el que me permito mirar. En mi mente, un pensamiento cobra más relevancia que cualquier otro: tenemos que matar o inutilizar a todos los hombres de los camiones. Permitir que sobreviva aunque sólo sea uño en la oscuridad, desde donde podría abatir a cualquiera de mis hombres, es impensable. Son enemigos armados que han venido hasta aquí con un solo objetivo: quitarnos la vida a mis compañeros y a mí. Tengo que quitársela a ellos antes. No hay verdad más contundente. Sin embargo, al mismo tiempo, nada puede alterar el hecho de que, bajo la insignia fascista de sus uniformes, esos hombres son padres, esposos o hijos.

Sigo disparando hasta que parece que no queda nada con vida.

—¡Alto el fuego!

Corro hasta el borde de la carretera, donde atisbo un tercer conjunto de luces que se aproxima desde el norte. Grito a Collier que se prepare para salir de allí. Volaremos mi camión y nos llevaremos todo el material en el suyo. De repente, las luces se detienen. Una bengala amarilla sale disparada hacia el cielo, seguida de otra roja.

—¡Es Nick!

La patrulla de Wilder nos alcanza en menos de treinta segundos. Tienen sus dos camiones y un Lancia italiano. Sin necesidad de recibir la orden, Punch y Oliphant empiezan a subir nuestras cosas a bordo. Cargan la Browning, las cajas de munición, las latas de agua y los bidones de combustible. Grainger impregna de combustible nuestro camión y enciende una cerilla. Nick contempla la carnicería de la carretera.

—Dios —dice—, qué desastre.

Subo a bordo del Lancia con el estruendo de la masacre aún en los oídos. Cuando los camiones arrancan, mi última mirada se fija en Punch, que regresa al Te Aroha IV, ahora pasto de las llamas, en busca de nuestros petates y la garrafa de ron que hay en la compuerta trasera.