21

Derna es el primer asentamiento civilizado en el que entramos. Es un pueblo de buen tamaño situado en la llanura costera, al pie de la montaña, convertido en puesto de mando temporal durante la ocupación de Rommel y ahora reducido a campamento de italianos y alemanes. Nuestras órdenes nos han llevado hasta el extremo oriental de Jebel Akhdar, el gran saliente que sobresale hacia el Mediterráneo entre Gazala y El Agheila. Bengasi se encuentra en su extremo occidental. Nosotros nos encontramos al nordeste.

Estamos en tierra de nadie. Los alemanes e italianos en retirada la han abandonado, pero Monty y el ejército británico aún no han llegado. Acercándonos desde el desvío de Martuba, podemos ver columnas de humo negro que se elevan desde la cima, donde los ingenieros del Eje han incendiado los depósitos de combustible del aeródromo de El Fatiah. Unos estallidos sordos resuenan en la llanura. Cualquier objeto de valor que no se puede transportar se destruye, para que los británicos no puedan aprovecharlo cuando lleguen. En la base de la montaña hay recintos con prisioneros de guerra, con las alambradas y las torres de vigilancia aún intactas. De repente, toda la ladera se estremece. Algo nos empuja hacia el lateral de la carretera, que discurre en una pendiente zigzagueante. Unas oleadas de polvo gris amarillento ascienden desde más abajo. Los equipos de demolición están destruyendo la carretera. Les damos media hora para despejar y luego descendemos como podemos entre la arena y las piedras reventadas. El lado oriental del poblado está conformado por el barrio nativo. De aquí en adelante los caminos y las carreteras estarán minados. Los ingenieros enemigos se dedicarán a destruir puentes y pasos, poniendo cargas de demolición en cada cruce que pueda retrasar el avance de la columna británica.

Derna se nos antoja un sucio poblacho, tragado por un depósito militar que aún lo es más. Hay folletos revoloteando sobre las calles asfaltadas, anunciando a la ciudadanía en alemán, italiano y árabe que la autoridad administrativa ya no puede garantizar la seguridad de las personas o las propiedades. Una escuela pintada de blanco y despojada de todo a excepción de la bandera nos deslumbra bajo el sol. El patio es un caos de muebles destrozados y pupitres infantiles. En una de las paredes puede leerse una de las proclamas a Mussolini: VINCEREMO, DUCE, VINCEREMO.

Nos adentramos en el poblado. Los enormes depósitos de combustible y parques móviles han sido evacuados e inutilizados. Se han establecido los cimientos de un hospital en una ciudad de tiendas; ahora no queda más que basura y catres militares rotos. Todas las casas y las tiendas están cerradas. Los patriarcas nativos acampan en el exterior. Tienen sillas y sofás destrozados, en los que se arrellanan al sol, con rifles Mauser y Enfield cruzados sobre las rodillas y rodeados de hijos y hermanos que lucen toda suerte de armas antiguas. Hay un alegre anciano bajo un parasol que exhibe la palabra CINZANO. En cuanto los ingenieros alemanes despliegan las minas y se marchan, los aldeanos corren para marcar los puntos, con barriles si los tienen, con sillas, palos y alambre si no, para protegerse a sí mismos y a sus hijos. Cuando los aldeanos se dan cuenta de que somos «ingliesi», nos hacen parar. Quieren que detonemos las minas por ellos. No estamos ni entrenados ni equipados para esa tarea, así que les decimos que no se muevan y que esperen la llegada de los zapadores británicos. En los grupos familiares árabes no se ven mujeres adultas, sólo niñas de menos de doce años, descalzas y con la cabeza tapada. Los chicos se muestran orgullosos y desafiantes. Grainger traduce otra consigna que figura en un mural del Duce: CREDERE, OBBEDIRE, COMBATTERE.

En el barrio europeo, las villas pintadas de tonos pastel lucen la palabra «CIVIL» en los muros de sus patios. Los arcenes de las carreteras que salen del poblado están llenos de camiones averiados y remolques de artillería. Giramos hacia el puerto, suponiendo que allí estará el verdadero saqueo. Hay un bonito hotel con el mirador reventado. Varias sillas de campo rotas jalonan una calle; los grifos no funcionan. No hay electricidad. En el césped que hay delante de las cabañas yacen unos colchones destripados a cuchillo, entre lámparas pisoteadas y mimbres deslavazados.

En la avenida principal, junto a la prefettura, se alza el esqueleto de un cine. Están proyectando una película del Oeste en alemán. Sondeamos las avenidas jalonadas de jacarandás. Punch divisa una especie de claustro: un convento abandonado que no ha sido saqueado. Puede que el enemigo lo haya dejado intacto por respeto a las hermanas. Abrimos a la fuerza la puerta de hierro empujando con la parte trasera del camión y entramos con las armas listas. Punch aparca bajo una estatua de la Virgen. Los envío a él y al nuevo mecánico, Jenkins, a buscar algún huerto o jardín donde podamos agenciarnos zanahorias o patatas. Collier se lleva a Oliphant y a Miller, nuestro ordenanza médico de Yorkshire, a registrar algunos edificios de la parte de atrás. Si hay alguna enfermería, nos llevaremos todas las vendas y medicamentos que podamos encontrar. Me quedo con Grainger y los demás en los camiones. Estamos alerta. Veo desaparecer a Miller en un patio, más allá de una columnata.

—¡Cuidado con las trampas explosivas!

Vuelve a aparecer casi de inmediato, indicando que nos acerquemos. Collier, Oliphant y yo entramos en el patio. Al pie de un muro hay un montón de cadáveres. La escayola que hay tras ellos ha saltado por los balazos. Registra los cuerpos mientras los demás cubrimos las azoteas y las rutas de entrada.

—¿Crees que son saqueadores? —pregunta Oliphant.

Collier cree que son desertores.

—Más bien unos infelices que quisieron huir.

Alguien se ha llevado las botas, probablemente los jóvenes nativos. Todos los cadáveres están descalzos.

—Ya es suficiente —digo—. Vámonos.

El comedor y la enfermería del convento han sido desvalijados. Sobre el suelo hay sacos de grano arrugados, abiertos a cuchillo; las botellas de vino y la porcelana están destrozadas; los contenidos de los muebles, esparcidos por el suelo embadurnados de parafina. Encontramos la sacristía. Punch rebusca en las taquillas.

—¿Qué demonios estás buscando? —inquiere Jenkins.

Punch se vuelve con una botella.

—La sangre de Cristo —sonríe.

Las poblaciones son un verdadero problema para la disciplina. Sólo llevamos aquí una hora y ya nos hemos convertido en un grupo de turistas y saqueadores. Es hora de largarse. Tomamos una de las carreteras que conducen al desvío que han construido los italianos. Varios grupos de pilluelos árabes se arremolinan en torno a nuestros vehículos pidiéndonos cigarrillos y chocolate.

Las laderas de las afueras están jalonadas de granjas y casas abandonadas. El lugar recuerda a Italia. En las cimas de las elevaciones pueden verse techumbres de teja roja y muros blancos.

Está todo abandonado. Las granjas son complejos fortificados con puertas de hierro y fortines con troneras para las armas.

Al tomar la ruta de Martuba, Collier ve un coche que se nos acerca por el este. Saco a ambos camiones de la carretera y los dispongo para enfrentarnos a él. El coche, al vemos, frena en medio de la carretera, a unos cuatrocientos cincuenta metros. Collier lo observa con los prismáticos.

—Que me aspen —dice.

—¿Qué?

—Periodistas.

A través de mis nuevos prismáticos alemanes veo caras sonrosadas y uniformes de corresponsales de guerra.

—¿Qué están haciendo?

—Discutir.

Digo a Grainger que se levante y los salude con el casco. De inmediato vemos pañuelos. Los periodistas también nos han visto.

—¡Canadienses! ¡Sudafricanos! —gritan, mientras su cochazo pasa junto a nosotros. El coche resulta ser un antiguo Humber cargado con corresponsales de prensa y radio que van de excursión desde las posiciones del VIII Ejército hasta la recién liberada Tobruk.

—¿Es que estáis chiflados? —dice Punch—. ¡Los boches están a menos de ocho kilómetros carretera arriba!

Los periodistas salen por tres de las cuatro puertas del coche (sólo el conductor, un lugareño, se queda en su sitio) para estrecharnos la mano y expresar su alegría por haberse encontrado con nosotros. Luego se retiran al arcén, donde se desabrochan camisas y chaquetas. Sudan a chorros. Son las cuatro de la tarde y todos están borrachos. El Humber es un taxi. Nos dicen que uno de los corresponsales lo ha alquilado esta mañana y sus colegas se han apuntado para que no les gane la mano a la hora de encontrar una historia. Al no encontrarse con el enemigo, han decidido seguir hacia el oeste. Y aquí están ahora, a noventa y cinco kilómetros del puesto aliado más avanzado. Les pregunto si alguno de ellos lleva armas.

—Sólo esto —dice uno, exhibiendo una botella de brandy por la mitad.

No tiene gracia. La seguridad de estos idiotas es ahora mi responsabilidad. Les ordeno que nos sigan fuera de la carretera, donde hay menos probabilidades que nos ataque la Luftwaffe. El problema es que, mientras tanto, uno de mis compañeros ha abierto la boca acerca de la masacre del convento. Los corresponsales quieren verlo con sus propios ojos. Se lo prohíbo. El cabecilla del grupo resulta ser Don Munro, de la CBC. He oído hablar de él. Tiene fama de excelente periodista.

—¿Qué hace con estos chiflados? —le pregunto.

No puedo dejar que nuestros huéspedes vayan por ahí sueltos sin escolta. Acabarían capturados o con un balazo en la cabeza. Si les ordeno que regresen a Tobruk, lo que harán será esperar hasta perdernos de vista y luego hacer lo que les venga en gana. Lo que está claro es que no pueden venir con nosotros. A juzgar por nuestras barbas y nuestros vehículos ya sabrán quiénes somos; si les damos la menor pista de adonde vamos, la noticia estará en primera plana mañana a la hora del té.

Los invitamos a comer. Tienen una cuña de queso Reggiano, que llevan en la nevera portátil, con jamón y salchichas dulces.

—Se estropeará si no nos lo comemos —dice Munro.

Admito que los periodistas saben divertirse. Aun sin mujeres a bordo, llevan una buena borrachera encima. No les dejaré que se acerquen a ninguna granja abandonada, tal como desean; no haría sino empeorar las cosas. En vez de ello, los invito a acampar con nosotros en las colinas, en una posición donde podamos defendernos. Eso sí, nada de hogueras por la noche. Hago que me prometan que, a cambio de nuestra protección esta noche, regresarán mañana a Tobruk. Al anochecer, las bravatas de nuestros huéspedes se van apagando. Se alegran de poder echarse a dormir bajo nuestros camiones mientras nosotros vigilamos.

Al final resultan ser unos tipos decentes. Uno de ellos, un sudafricano llamado Van der Brucke, tiene una Cruz de la Victoria de la Gran Guerra. Sus compañeros nos dicen que sirvió en la caballería. Ahora es dueño de su propio periódico en Durban y podría haberse quedado felizmente allí, escribiendo las historias que le llegasen por el cable.

—Pero no podía. La idea de que hubiera chicos como vosotros por aquí me atormentaba. —Collier y Punch se acercan. Hay algo en el veterano que les atrae. Dice que fue mayor. Collier lo invita a que se una a nosotros.

—Podría venirnos bien.

Es una broma, por supuesto, y el sudafricano lo sabe. Carraspea y sigue:

—Sería un honor morir con hombres como vosotros. —Me dice que soy un buen oficial, aunque excesivamente indulgente—. Debiste habernos disparado en la carretera. —Me pregunta que cómo sabía que no eran agentes alemanes.

Más tarde, comparto una taza de té con Munro, el canadiense. Ahora está sobrio y un poco arrepentido. Quiere ayudar. Me dice que extienda el mapa y lo enfoca con una linterna, cubriéndolo con la chaqueta.

—Monty no espera que haya enfrentamientos en Trípoli —dice—. Espera flanquear la ciudad a través de Jebel Nefusa. Rommel podría plantar cara, pero seguro que se replegará hasta aquí. —Da unos golpecitos sobre un punto al oeste de Medenine, Túnez—. La línea Mareth.

—Espere un momento —interrumpo—. Deje que llame a mi sargento y a alguien más.

Cuando llegan Collier, Punch, Oliphant y Grainger, Munro prosigue. Nos habla de la línea Mareth. La construyeron los franceses durante la última guerra para mantener a los italianos fuera de Túnez. Nadie sabe con exactitud cuántos emplazamientos defensivos tiene, el calibre de su artillería o la extensión de los campos de minas.

—Pero no es moco de pavo. Son sesenta y cinco kilómetros de lado a lado que bloquean todo el terreno abierto entre el mar y las montañas. Si Rommel llega tras la línea con las 15.ª y 21.ª Divisiones Panzer, la 90.a División Ligera, las divisiones blindadas italianas Ariete y Centauro y los paracaidistas de la Folgore, por no hablar de los refuerzos blindados y aéreos que imagino que enviará Hitler para paliar esta emergencia, caerán muchos de los nuestros tratando de sacarlo de ahí.

Munro averigua por nuestras expresiones que no sabíamos nada de esto.

—Mirad —dice—, todos sabemos quiénes sois y por qué estáis aquí. Estaba tomando una cerveza con vuestro jefe, Guy Prendergast, el día que envió a Tinker y a Popski a buscaros. Nadie sabe dónde fueron Wilder y Easonsmith el mes pasado, por lo que asumo que están con vosotros, o vosotros con ellos.

Quedamos impresionados.

—Por vuestras caras veo que aún no tenéis órdenes relacionadas con la línea Mareth —dice Munro—. Pero las recibiréis.

Sobre el mapa, indica el terreno escarpado al sur de la línea Mareth (Jebel Nefusa) y al suroeste del Gran Erg Oriental, un mar de dunas inexplorado tan vasto como el desierto de Egipto.

—Monty no puede sortear ese obstáculo directamente. Algunos bastardos tendrán que explorar la región para encontrar un rodeo. Supongo que ésa es ahora la tarea de Tinker y Popski.

—O puede que la nuestra, dentro de poco.

—Soló digo que no empecéis a contar los días que os quedan para estar saboreando un John Collins en la terraza del Shepheard. Os tendrán aquí fuera hasta que se acabe la fiesta, amigos.

Al día siguiente le entregamos a Munro el correo para que lo haga llegar al VIII Ejército. Tengo veintisiete cartas para Rose. Munro me promete que la telefoneará desde Haifa, y si no logra dar con ella, la buscará en persona para asegurarle que estoy bien.

Lo último que ocurre antes de salir del pueblo es que capturamos a un italiano. Para ser más precisos, el tipo se dirige a nosotros donde la carretera de Derna se une al desvío de Martuba y no deja de insistir hasta que aceptamos su rendición. Tiene cuarenta años y, evidentemente, es un recluta involuntario, descalzo y aterrorizado, lo que induce a Punch a pensar que es un desertor o que ha escapado de un pelotón de fusilamiento. Nos explica por gestos que es un experto mecánico de Fiat, pero cuando levantamos el capó del Te Aroha IV , abre los ojos como platos, como si fuese la primera vez que ve un motor en su vida. A mediodía nos detenemos para enviar un mensaje a El Cairo solicitando instrucciones. Nos dicen que nos deshagamos de él. También nos dicen que se ha anulado el ataque contra Rommel en Bengasi, al igual que nuestra misión de informar acerca del tráfico enemigo por las carreteras de la zona. Nuestras órdenes son reunimos dentro de tres días con Nick Wilder y el mayor Mayne en Bir el Gamara, en las montañas al sureste de Benina. Allí recibiremos nuevas instrucciones.

Dejamos al italiano a cinco kilómetros de un asentamiento árabe con un cuarto de botella de Pellegrino y un gorro de paja lleno de queso y jamón.

—Demonios —dice Collier, viendo cómo se aleja el tipo por el camino—, es la imitación de soldado más triste que he visto en mi vida.