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Desde Gadd el Ahmar, mi camión y el de Collier siguen en dirección noroeste, hacia Trigh el Abd, con la esperanza de bordear las estribaciones montañosas y virar al oeste antes de que alguna columna del Afrika Korps en retirada nos lo impida. Pero el lugar está hasta las cejas de boches. Las lluvias han convertido el desierto en un lodazal. Las columnas de transportes del Eje bloquean todas las carreteras. Nosotros también estamos bloqueados. Nos pasamos tres días bajo redes de camuflaje, con la presencia, hora tras hora, de aparatos Macchi y ME-110. Desplegar la radio o abrir fuego sería demasiado arriesgado; sólo nos queda tumbarnos miserablemente bajo los camiones y matar el tiempo con la lectura y el cuidado de nuestras armas.

Finalmente, a la cuarta mañana, el cielo clarea. Un viento helado desciende desde el norte. La superficie del desierto se convierte en una dura corteza. Encontramos un lugar donde cobijarnos y desplegamos la antena. El cuartel general nos indica que el enemigo se retira más de prisa de lo esperado. Se está abriendo un hueco entre Rommel, que se retira hacia el oeste, y Monty, que lo persigue infatigablemente. Recibimos nuevas órdenes: proceder hacia Bengasi a través de los caminos que conectan los asentamientos coloniales italianos (Luigi di Savoia, Beda Littoria, D’Annunzio), o tan cerca de ellos como sea prudente, e informar de lo que veamos.

Avanzamos hacia el oeste y el norte durante todo el día sobre un terreno arenoso pero decente, cruzando caminos anónimos que atraviesan los riscos. El desierto está salpicado de restos de convoyes y tumbas. Pasamos por los campos de batalla del verano, el invierno y la primavera del pasado año. A lo largo de carreteras con señalizaciones en inglés, alemán e italiano, yacen los restos calcinados de carros de combate y camiones de suministro, tanto nuestros como del enemigo. En las cabinas carbonizadas atisbamos los restos de los conductores y los oficiales de los convoyes, los jirones chamuscados de cuyos uniformes aún penden de sus huesos. Durante varias horas recorremos el vértice del Trigh. Pasamos por enclaves donde las columnas de suministros fueron atacadas. Se ve un lugar donde aguardaron los carros de combate, agazapados para la emboscada, noventa metros por detrás de un desnivel. Desde allí, atacaron a los camiones y los transportes blindados de la columna. Las víctimas, carcasas quemadas y acribilladas, se extienden a lo largo de varios kilómetros.

Allí donde los soldados han muerto alcanzados por munición explosiva no queda nada del cuerpo, salvo las botas. Los cadáveres han volado por los aires. De norte a sur, podemos ver los fosos donde, durante su retirada, los Honey y los Crusader de la 7.ª División Blindada tomaron posiciones y mantuvieron el tipo, tratando de ralentizar el avance de Rommel. Vemos que donde estaban situadas las armas anticarro que apoyaban a los carros de combate, ahora sólo queda la basura de los soldados, las redes y las gorras del desierto, los desechos de los campamentos. Todo lo que tenía algo de valor ha desaparecido. Los equipos de recuperación alemanes son expertos en convertir la basura en armamento, y lo que se dejan ellos se lo llevan los árabes. Las llanuras que hay entre elevaciones están jalonadas de montones chamuscados, restos de tanques con sus dotaciones dentro. Solo quedan enteros los más inservibles; los alemanes se han llevado todo lo que han podido. Muchos de los restos son Grant americanos, máquinas pesadas impulsadas por motores de aviación que emplean combustible de alto octanaje. Alrededor de esas chatarras inmóviles se arremolinan unos vapores tan inflamables, que sólo hace falta una bala extraviada para que todo salte por los aires. Alemanes e ingleses marcan las tumbas de sus hombres con un rifle clavado en el suelo del revés y un casco sobre la culata. Los italianos usan la versión del rifle y el salacot. Los soldados quitan los cerrojos de los rifles para inutilizarlos, pero los árabes se los llevan igualmente. Sus armeros, muy expertos, son capaces de fabricar cualquier pieza.

Sería razonable pensar que unas escenas tan horrorosas nos amedrentarían, pero en realidad estamos contentos.

—Seguimos respirando —observa Punch.

Tampoco estamos por encima de un prudente pillaje. Oliphant comprueba cada depósito de combustible; es increíble la cantidad de gasolina que se puede recuperar con un sencillo tubo de goma. Registramos de arriba abajo todas las cajas de herramientas de los vehículos blindados y los camiones de munición, y rebuscamos en las entrañas de los tanques. Prohíbo a los hombres que saqueen los cuerpos, pero eso no les impide hurgar en los bolsillos de las camisas y gabardinas sueltas. En los vehículos alemanes se puede encontrar tabaco, chocolate y salchichas enlatadas. Nuestros propios compañeros nos proporcionan cigarrillos, mermelada y dulces confitados. Los camiones italianos son el premio gordo, con delicadezas tales como peras y cerezas enlatadas, puros, Chianti y Frasead, agua Pellegrino e, incluso, champán. Arramblamos con latas de queso y sardinas, paquetes de Fatimas, Players o Gallagher’s Blues. Los mejores premios son las pistolas Luger, las banderas con la esvástica y los prismáticos Dienstglas. Tras hacerme con ellos, no dudo en tirar mis Taylor-Hobsons. Grainger se encuentra una hebilla con el Gott mit Uns, que Mark mejora con una pitillera de plata, seguramente el regalo de la mujer de algún mayor, con el siguiente mensaje grabado: GOTT STRAFE ENGLAND (Que Dios castigue a Inglaterra).

En la tierra yerma nos topamos con mochilas que ya han recibido las atenciones de otros carroñeros. Su contenido nos encoge el corazón: diarios y libretas de paga, carteras, fotos y cartas de las esposas. Recogemos esos objetos, los del enemigo y los nuestros, y los guardamos en una maleta que Punch ha rescatado de un vehículo de reconocimiento Daimler. Los entregaremos cuando contactemos con los mandos superiores. Unos objetos tan personales pueden aliviar el dolor de una joven viuda o suponer un grato recuerdo para un hijo o una hija.

Al atardecer del quinto día desde que salimos de Gadd el Ahmar, llegamos a la costa. A lo largo de la carretera de Martuba vagan interminables columnas de la infantería de Mussolini. Los alemanes se han quedado todos los transportes a motor, dejando las botas para sus aliados. Los italianos han recorrido más de ciento cincuenta kilómetros y aún les quedan otros trescientos por delante. Marchan sin orden alguno, despojados de su impronta de soldados. Podríamos capturar a cinco mil, pero ¿qué íbamos a hacer con ellos? Les dedicamos un hondo suspiro y seguimos adelante.

Una avería nos mantiene inmovilizados durante todo el día siguiente. Envío a Punch y a Jenkins, que ha sustituido a Durrance como mecánico, a buscar piezas entre los restos. Lo que más necesitamos son manguitos, conductos interiores y juntas. Regresan con los brazos llenos, además de dos radiadores y una placa de cárter.

Durante todo ese día, las columnas enemigas no dejan de pasar en su retirada hacia el oeste. De noche contemplamos cómo se unen los Panzer a sus compañeros y vemos los haces de las Verey que disparan para guiar a los rezagados. El mar no dista más de quince kilómetros; puedo olerlo. Los tintineos metálicos de los talleres de reparación del enemigo se oyen desde varios kilómetros de distancia. Un mensaje del cuartel general nos indica que el convoy de Wannamaker ha llegado al aeródromo 119 sin problemas. Nuestros heridos han sido evacuados en los bombarderos Bombay reconvertidos en ambulancias. Nos bebemos una botella de coñac para celebrarlo.

Empezamos a ver árabes. Habitualmente tímidos como las gacelas, los hombres de las tribus aparecen ahora en grupos de diez a veinte individuos, a pie o en camello. Huelen el saqueo. Al séptimo amanecer, rodeamos un campamento alemán recién abandonado. Los saqueadores senussi están por doquier arramblando con todo. Nos saludan mientras exclaman: «Inglesi! Inglesi!».

Intercambiamos té y azúcar por huevos y leche de cabra hervida. Los árabes son obeidis, de las montañas al sur de Derna. Conocen a Popski. Cuando averiguan que está por aquí y que somos sus amigos, nuestras reservas se incrementan. Un tipo con aspecto de pirata le da a Punch una Luger nueva, aún en su caja, a cambio de un reloj de pulsera y una cajetilla de cincuenta cigarrillos Woodbine. El jeque es un tipo larguirucho con la nariz de Disraeli y los dientes más blancos que he visto jamás. Mediante señales y palabras sueltas en inglés macarrónico nos hace saber que esos alemanes (los que acaban de abandonar el campamento) son lo único que queda de las formaciones de Rommel de aquí a El Cairo.

—Todos volando —dice, imitando con gestos el vuelo de los pájaros.

Y es verdad. Desde el promontorio en el que nos encontramos, podemos ver el humo de cinco columnas en retirada.

El jeque quiere unirse a nosotros. Le gustan nuestros camiones; son capaces de acarrear más botín que sus camellos y asnos. Declino educadamente. Le pregunto adonde irá ahora. Señala el norte.

—Pueblos —dice. Y sonríe burlonamente.