Necesitamos dos días más para que las patrullas localicen a los desaparecidos (todos ellos ilesos), reparen los camiones y los hombres descansen y se recuperen. Los demás heridos, incluido Standage pero no Collier (que rehúsa ser evacuado), llegarán al aeródromo 119 (a unos ciento cuarenta kilómetros al nordeste del oasis de Jarabub y doscientos de Halfaya) en cuanto los vehículos puedan transportarlos. El sargento Wannamaker, que padece disentería y tiene que regresar de todos modos, dirigirá la expedición.
El mayor Mayne ordena el traslado del campamento de Bir el Ensor, que al parecer ha sido atacado con dureza por los ME-110 diez horas después de nuestra marcha. La tercera noche, las patrullas se desplazan veinte kilómetros al este, lo máximo que pueden hacer los camiones en su lamentable estado, y otros veinticuatro hacia el sur durante la siguiente noche.
El plan ha cambiado. Monty y el VIII Ejército atacan El Alamein con más fuerza de lo que nadie podía pronosticar. Rommel se retira a toda prisa. Los aliados podrían llegar a Mersa Matruh en cuestión de días y Tobruk podría ser liberada poco después. Las nuevas órdenes nos mandan incluso más al oeste. Los informes de Inteligencia indican que Rommel sigue padeciendo desórdenes intestinales. Aparte de Trípoli, que está a ochocientos kilómetros, sólo Bengasi cuenta con instalaciones médicas adecuadas. El Zorro del Desierto tendrá que ir allí, o al menos eso cree el cuartel general. Nosotros haremos lo mismo.
La tercera patrulla se ha unido a nuestra expedición. El teniente de segunda Tinker salió de El Fayum con su T2, y después de atravesar Kufra y el cuello que separa los mares de arena por el mismo lugar que nosotros, Garet Chod, viró hacia el este para evitar Jarabub. Uno de los camiones de Tinker lleva a nuestros heridos; otro remolca a nuestro vehículo más dañado. Esta triste columna cubre ochenta kilómetros, hasta el campamento de Gadd el Ahmar, que está lo bastante al sur como para evitar a los aviones de reconocimiento del Eje y lo bastante al este como para hallarse a un día de marcha del aeródromo 119. Tinker es el oficial con el que compartí habitación en el campo de entrenamiento, aunque no llegamos a conocernos en persona porque él estaba de servicio. Con él, son doce hombres en tres camiones y dos jeeps, que llevan a nuestro amigo Popski junto con dos guías senussi de aspecto salvaje, así como una pareja de artilleros de Warwickshire que no se parecen a ningún soldado que haya visto antes.
—¿Quiénes son esos tipos? —le pregunto a Nick.
—Nunca le pregunto a Popski por sus asuntos. Pero una cosa sí te digo: esos cabrones saben cercenar un cuello.
En cuanto a Tinker, estoy encantado de conocerlo. Es neozelandés, como Nick, y a sus veintinueve años es un diablo agraciado con una densa barba negra que le confiere la seriedad de un hombre diez años más viejo. Sus compañeros dicen que es el mejor navegante del LRDG (aunque él ha llegado más lejos, a jefe de patrulla) y un especialista en el desierto. Cuando le pregunto por qué llevaba sus camiones con las luces encendidas cuando nos acechaban, responde con una sonrisa burlona:
—Para atraer vuestro fuego. Teníamos la luna a la espalda, podíamos ver el destello de vuestras gorras, pero no estábamos seguros de quiénes erais. No debía haber patrullas amigas en la zona, así que dimos por sentado que erais boches.
Tinker dice que su intención, una vez abriésemos fuego, era apagar de golpe las luces, desplegarse y devolver el fuego usando los destellos de nuestro fuego como dianas.
—Pero tus tiradores eran demasiado buenos —se ríe—. Disparamos una vez y tuvimos que salir corriendo.
Tinker es uno de esos tipos, como Mayne y Wilder, que han nacido para la guerra. Mayne, la estrella del rugby, es un ejemplo formidable, e incluso diría que temible, de ese tipo de gente. El sargento de patrulla de Tinker, Garven, me ha hablado de un ataque el año pasado contra el aeródromo alemán de Berka. Mayne dirigió a un equipo del SAS que se infiltró a pie, de noche, para colocar bombas incendiarias en los aviones. Una vez en el interior del perímetro, los asaltantes se dieron cuenta de que cada avión estaba custodiado por un centinela armado. Mayne mató a siete de ellos con su cuchillo, uno a uno, mientras recorría el campo plantando explosivos.
Al mismo tiempo, con nosotros, sus camaradas, es el compañero más amable y generoso que se pueda encontrar, alguien que saldría en busca de un amigo en apuros y que no escatimaría esfuerzos para hacer que te sintieras parte del equipo. Las historias de sus excesos con el alcohol son legendarias. Aun así, es un consumado erudito, un hombre de Cambridge procedente de una familia acomodada del Ulster, y un hombre de negocios de pura cepa. Posee una extraña delicadeza verbal: es capaz de jurar como el más soez de los soldados, pero sin emplear jamás el omnipresente término referente a la fornicación, que muchos soldados emplean una vez en cada diez palabras, ni cualquier término obsceno referido a una mujer o a cualquier parte de su anatomía.
El campamento de Gadd el Ahmar está lleno de wadis, que además de ofrecemos cobertura, nos proporcionan gran cantidad de agua procedente de una antigua cisterna romana. Varios grupos árabes saben de la llegada de Popski gracias a los canales oficiosos de comunicación del desierto. Los hombres de las tribus senussi odian a los italianos, que los expulsaron al desierto desde las fértiles tierras de pasto que bordean la costa, y cuyo método de ejecución favorito para cualquier árabe sospechoso de colaboracionismo con los británicos es colgarlo de un garfio clavado bajo la mandíbula. A la caída de la noche estamos a salvo de la aviación alemana, y los amigos árabes de Popski nos protegerán, ajenos a cualquier traición.
Preparamos el té en los cazos. La característica más poderosa del desierto es su eternidad. Me contoneo para dar forma a un asiento en la arena, con los hombros envueltos en el abrigo de felpa que me dio Jake y la espalda apoyada contra una rueda. Contemplo el campamento y los hombres afanados en sus quehaceres, los camiones y los jeeps dispersos entre las acacias del desierto, los árabes y sus rebaños, las hogueras, la bóveda celeste. Soy un inglés de a pie en la vastedad de la noche africana, rodeado de hombres que podrían descender de las legiones de César o de las falanges de Alejandro. El entorno es tan primitivo que no me sorprendería demasiado ver aparecer a Escipión el Africano en medio de la penumbra para sentarse sobre un bidón abollado. Wannamaker vigila a nuestros amigos árabes, como, a buen seguro, lo habían hecho Tolomeo o Aníbal hace más de dos mil años. Varios camaradas queridos han perdido la vida; yo mismo podría morir mañana mismo. Sin embargo, esto no hace sino que aprecie más el hecho de seguir con vida. Llegan olores de acacia y aceite de motor, sudor y excrementos de oveja. La alegría del momento, de estar en este lugar junto a estos hombres, es tan poderosa que se me humedecen los ojos. ¿Podré escribir a Rose acerca de esto? ¿Sentirá congoja al leerlo?
Al mismo tiempo, me doy cuenta de otra cosa: no soy un guerrero. No como mis compañeros. No soy un Paddy Mayne, ni un Nick Wilder, ni un Jake Easonsmith ni un Ron Tinker. Sé que si Mayne viajara siglos al pasado, encajaría bien entre los romanos o los macedonios más duros. Y los otros no le irían a la zaga.
Yo no me parezco a mis compañeros. Los admiro; ojalá fuese como ellos. Son hombres de acción, guerreros y asesinos. Yo no.
Esta aprensión es, paradójicamente, el inicio de mi auténtica vocación como oficial. Todas las epifanías genuinas parecen seguir este modelo: la cualidad que las define es la renuncia a las falsas ilusiones. El temor inicial es haber perdido algo. Hay que renunciar a una concepción propia muy querida, y uno se siente acongojado por ello. Sin embargo, eso es un error. Tras deshacerte del peso muerto de este engañoso y molesto bagaje descubres que te has vuelto más fuerte. De hecho, te vuelves más «tú mismo» al compadecer la concepción de tu propia persona con los hechos.
Yo era un oficial fracasado en la división acorazada. Carecía de empatía; no estaba hecho para dirigir a otros hombres. Sin embargo, al finalizar la guerra me había convertido en un comandante bastante hábil, cosa que defino conforme a los siguientes criterios: primero, desde el punto de vista de mis superiores, se podía contar conmigo para realizar la misión que me habían encomendado o, si resultaba imposible, para improvisar y dirigir los esfuerzos de mis hombres hacia una tarea secundaria tan útil como la primaria o mejor. Segundo, desde el punto de vista de mis subordinados, me había convertido en alguien a quien podían recurrir en busca de liderazgo, alguien que los protegiera de las intromisiones de los mandos superiores y que no les exigiera nada que él mismo no estuviese dispuesto a hacer. Proporcionaba a mis hombres un marco en el que eran libres de usar sus cualidades y su valor, su ingenio y su tenacidad.
Tinker se acerca y se deja caer a mi lado. Dice que sus órdenes, tras reabastecernos, son las de reconocer las «rutas» al sur y al oeste de Trípoli. Las órdenes proceden del VIII Ejército, de Montgomery en persona. Nuestro comandante en jefe está considerando la posibilidad de atacar el flanco izquierdo de Rommel. Pero antes tiene que estar seguro de que el terreno sea transitable en esta época para los blindados pesados. La misión de Tinker es crítica, pero en cuanto oye hablar del plan de Mayne de asaltar Bengasi, decide participar como sea.
Mayne lo rechaza. Él y Tinker tienen una buena pelea a cuenta de ello. Tinker aduce que no sólo ha estado varias veces en Bengasi durante pasados asaltos (al igual que Mayne), sino que también conoce la ruta hasta el hotel d’Italia, el lugar donde se asentó en el pasado el Kampfstaffel de Rommel, el cuartel general en retaguardia del mariscal de campo. Tinker dice que nos puede llevar hasta allí. Mayne insiste en su negativa. Tinker ya tiene sus órdenes. Pero, eso sí, le hace dibujar un mapa y describir en detalle cómo encontrar el sitio.
En la segunda noche, Collier se ha recuperado lo suficiente de sus quemaduras como para volver al servicio. Al menos eso es lo que dice él. Aún tiene los hombros bien untados con una grasa de oveja que ha obtenido de los árabes, pero jura que las quemaduras no son tan graves como parecen. No le creo, pero no seré yo quien le impida hacer lo que quiera. Standage se aferra sombríamente a la vida. Lawson le ha amputado la pierna izquierda hasta la rodilla y le ha entablillado la derecha. Tendemos a nuestro camarada lo más cómodamente posible en un camastro, sobre el camión del sargento Wannamaker, rebautizado como el «billete de vuelta a casa». Todos nos turnamos para hacerle compañía de noche.
Al tercer día, las patrullas se preparan. Todas viajarán por rutas separadas. Los T1 de Nick, junto con los equipos SAS de Mayne y los vehículos y hombres supervivientes de la R1 de Jake, se dirigirán hacia el oeste a través del desierto, entre Msus y Solluch, y llegarán a Bengasi desde el sur. Tinker rebasará Bengasi completamente y, pasados Agedabia y El Agheila, virará hacia el sur y al oeste para dirigirse a Trípoli. Wannamaker se dirigirá al aeródromo 119 con los heridos. Collier y yo, con los dos camiones que nos quedan, avanzaremos hacia el norte y el oeste, hacia Jebel Akhdar. Nuestras órdenes son seguir las rutas superiores que cruzan las colinas e informar sobre el tráfico del Eje a medida que avanzamos. Nos reuniremos con la T1 al cabo de cinco días en Bir el Qatal, en el desierto al sur de Bengasi, un punto que todos conocen menos yo. Oliphant vendrá con nosotros, con Grainger en la radio.
07.30, hora de ponerse en marcha. Compruebo la presión de las ruedas y apuro un cigarrillo cuando Collier se acerca sin decir nada.
—¿Qué? —le pregunto.
Se trata de Standage.
Enterrarlo es nuestro último acto antes de partir.
—Hasta siempre, compañero —dice Punch, mientras lanzamos unos chelines sobre la mortaja de tela. Nadie se avergüenza por llorar.
—Empezaba a envidiar a Standy —dice Punch—. Volvía a El Cairo.
Los soldados son supersticiosos. Tratamos de desterrar los miedos a toda prisa.
Ese día, nuestros camiones sólo recorren sesenta y cinco kilómetros sobre un terreno de gravilla. Pinchamos cuatro veces y, en una ocasión, tenemos que parar largo rato para reparar el carburador. Esa noche, mientras dormimos, llega un mensaje del cuartel general. Resulta que el Mamut que atacamos no era el de Rommel. Ni siquiera era un vehículo de mando, sino los antiguos aposentos del general Stumme, muerto semanas antes. Los alemanes lo habían reconvertido en un hospital móvil. Cuando nuestros compañeros lo atacaron, lo hicieron contra hombres enfermos y heridos.
Más tarde sabremos que el propio Rommel ni siquiera se encontraba en ese campamento, y nunca había estado allí. En el momento de nuestro ataque, se encontraba con la 15.a División Panzer en alguna parte al oeste de Kidney Ridge, en plena batalla de El Alamein.