Tardamos cuarenta y ocho horas, viajando de noche y descansando de día, en alcanzar el punto de reunión de Bir el Ensor, el Pulgar Inflamado. Apenas hemos descansado en todo el día.
A tres kilómetros del final del desierto, en plena huida, el motor del Te Aroha IV empieza a humear. Aún quedan cinco horas de sol. Podemos ver la polvareda de los vehículos blindados del Eje varios kilómetros por detrás de nosotros y el zumbido de los aviones al este y al oeste. Nos buscan a nosotros y a los otros. Al parecer, el enemigo ha tardado en darse cuenta de que el asalto no sólo provenía del cielo, sino también de nuestros camiones. En el desconcierto del momento, creyeron que nuestros camiones corrían para esquivar las ráfagas de los aviones. Para cuando se han dado cuenta de la realidad, les llevamos ventaja. Al anochecer, cuando hacemos la primera parada para recuperar el aliento, Punch descubre un balazo de gran calibre en el cárter y una fisura en el motor por la que se puede meter el dedo meñique.
—Ya os lo dije —dice—. Lleva funcionando treinta kilómetros con sólo dos cilindros.
El camión sigue adelante, a pesar de que pierde líquido y se sobrecalienta. Standage gime en la parte trasera. Está herido en las dos piernas. En la derecha, sólo son quemaduras y abrasiones, pero la izquierda la tiene casi amputada a la altura de la rodilla. La parte inferior está unida al resto gracias sólo a un fino jirón sanguinolento. No podemos hacer más que vendársela con fuerza e inyectarle una dosis de caballo de morfina. Punch y Collier le han hecho un espacio entre las ruedas de repuesto y las latas de combustible, y lo han colocado sobre nuestro saco de dormir, que quedó medio chamuscado por las balas trazadoras. A pesar de todo, tratamos de acomodarlo lo mejor posible. Sólo se queja del frío. Es gracioso, pero cuando hieren a un hombre empiezas a llamarlo por su apodo. Standage era «Stan» hasta hace poco, y ahora se ha convertido en «Standy». Collier le cede su dosis de morfina a pesar de que la necesita para aliviar sus propias quemaduras. Yo hago lo mismo. El coraje de Standage nos sobrecoge. El propio Collier tiene quemaduras en la espalda, el cuello y la mitad derecha de la cara. La barba se le ha chamuscado. El camión resopla con dificultad al avanzar por el llano. El radiador sigue hirviendo. Le han perforado el depósito de agua y sigue perdiendo a pesar de los parches. Lo rellenamos usando la «jarra de miel» con nuestra orina de toda la semana, que guardamos para tal emergencia. Temo que Collier vaya a entrar en shock. Él trata de disipar mis temores.
—Tengo todo el tiempo del mundo para morirme mañana —dice.
Cuando el motor se calienta demasiado como para seguir funcionando, lo dejamos en punto muerto. El esfuerzo nos lleva casi hasta al límite, pero no tenemos alternativa. Si abandonamos el camión, tendremos que cargar con nosotros el agua, la comida, la munición y las armas, por no hablar de Standage, cuya muerte será más llevadera envuelto en sábanas que arrastrado en una camilla. De hecho, gracias al cielo y a la morfina pierde el conocimiento. Seguimos empujando hasta que el motor se enfría, luego volvemos a ponerlo en marcha y seguimos conduciendo hasta que empieza a oler a quemado y las juntas echan humo. Empujar y conducir, empujar y conducir. La radio «A» se ha averiado en algún momento de la huida. Y, lo que es peor, se ha roto el teodolito. No podemos transmitir ni recibir, y tampoco podemos navegar. A eso de las 22.00 sentimos que el camión es menos difícil de empujar. Vamos cuesta abajo. Estamos tan confusos con la resaca de adrenalina, miedo y agotamiento, que empezamos a reímos. Damos una palmada de ánimo al camión antes de saltar dentro y dejarnos llevar. Es gracioso. El camión va cogiendo velocidad. Esta noche es luna nueva; es como conducir a través de una nube de tinta. Ni siquiera hay nadie al volante. ¿Contra qué podríamos chocar en medio del desierto?
—¡Frena! —grita Punch de repente.
Lo siguiente que sabemos es que el morro del Te Aroha IV está en el aire y que el chasis ha chocado contra el borde rocoso de un acantilado de quince metros. El camión pende sobre el precipicio. Standage lanza un alarido. El resto nos agarramos a lo que podemos y, tirando con cada fibra del cuerpo, logramos estabilizar la parte de atrás. Standage agoniza. Lo envolvemos con cada trozo de tejido que encontramos, implorando su perdón y prometiéndole que no se volverá a repetir.
—¡Malditos imbéciles! —dice Stan—. Me he despertado creyendo que estaba muerto.
Estamos agotados y helados. Ordeno un alto para descansar. Es una locura encender un fuego para preparar el té, pero tenemos que echarnos al estómago algo caliente y dulce. Apenas hemos empezado a tomarlo cuando el camión de Grainger aparece en la oscuridad.
Lleva una hora avanzando por el mismo acantilado y casi se despeña varias veces. Viene hacia nosotros, precedido por gritos en la distancia. Por Dios, ¡cómo nos alegramos de encontrarnos! La radio de Grainger sigue funcionando, al igual que el motor. Nos montamos con él. Sus hombres, Marks y Durrance, están sanos y salvos, pero no hay ni rastro del cabo Conyngham y Holden, así como del jeep.
—Lo más probable es que los boches los hayan capturado durante el tiroteo —dice Grainger.
Al amanecer, hemos situado ambos camiones bajo las redes y los sometemos a una profunda revisión. Pasamos todo el día descansando y comprobando las armas. También improvisamos sellos y tapones para las diversas fugas de las líneas y los manguitos del motor. Collier dice que sus quemaduras son superficiales. Yo no estoy tan seguro. Echamos mano de cada gramo de margarina que nos queda para engrasárselas. Incluso usamos aceite de motor, que al menos es estéril, recién sacado de la lata. Lo colocamos en una hamaca junto a Standage y tratamos de mantenerlo caliente. En el camión de Grainger hay otras dos dosis de morfina, que reservamos para Standage. Resulta asombrosa la lucidez que mantiene. Me pide que le lea. Saco de la mochila El paraíso perdido.
Standage no lo soporta. Pruebo con la Biblia, y eso tampoco funciona. Termino por leer el manuscrito de Stein. A Standage le gusta. Las alusiones homosexuales navegan en su mente. Me había olvidado de lo bueno que es el libro. Me alivia también a mí. Cuando nos cansamos, le hablo de Stein y de su muerte. Él me habla de su hija en Nueva Zelanda. Es un prodigio al piano. En la comunidad agrícola de las afueras de Wellington, donde vive con su familia, no hay profesor capaz de llevar a su hija al nivel que ellos creen que puede alcanzar. Standage y sus hermanos han puesto dinero entre todos para que la cría pueda vivir y estudiar en la ciudad.
—La echo mucho de menos —me dice—, pero cuando una chica tiene un don…
Mientras me está hablando de ello, me ocurre la cosa más extraña que se pueda imaginar. Me doy cuenta de lo que quiero hacer con mi vida. Es decir, mi vida como civil, si es que algún día la recupero. Quiero ser editor. No escritor. Carezco de ese don y no estoy hecho para la soledad.
Un editor. Tendré mi propia editorial y descubriré a mis propios escritores. ¿Cómo es que no se me ha ocurrido antes?
Se lo digo a Standy. Lo comprende en seguida.
—Las cosas le llegan a uno en los momentos más inesperados, ¿verdad, jefe?
Ser jefe de patrulla no es lo mío. Collier tiene mucha más madera. Pero los demás toman nota del desliz de Standage. Está tumbado bajo la red de camuflaje. Tiene la pierna mal vendada y entablillada, y su cabeza descansa sobre el bloque de roble que usamos para llevar el gato. Miro a Collier, que descansa de lado en la parte trasera del camión, sobre una hamaca improvisada, con la espalda, el cuello y la cara vendados. Cruzamos una mirada, a la que se unen Punch y Grainger.
Merced a esta muda ratificación, me convierto en comandante.
Los aviones de reconocimiento enemigos nos sobrevuelan durante todo el día. Henschel y Storch, y, a media tarde, una flotilla de cazas italianos Macchi. Al anochecer oímos un ruido de motor merodeando. Punch y yo nos ponemos en la Browning y apuntamos a la cúspide del wadi en el que nos encontramos. Un avión de reconocimiento Storch, con las cruces negras del Eje en ambas alas, aterriza en el llano y se detiene a doscientos metros de nosotros.
Se abre la escotilla y sale el piloto. Está solo. Punch lo apunta con la mira del arma. No tiene ni idea de que estamos aquí. Se quita los pantalones, se agarra a la punta del ala y suelta una defecación digna de un percherón. El dedo de Punch se curva sobre el gatillo; lo detengo posando una mano sobre su hombro.
—Si ese avión no regresa a su base esta noche, los boches enviarán más a buscarlo mañana. Punch cede, reacio.
El piloto vuelve a su Storch y emprende el vuelo.
—Me encantaría toparme con ese bastardo algún día —dice Punch—. Sólo para decirle lo cerca que estuvimos.
La noche siguiente, nos arrastramos hasta nuestra base en el Pulgar Inflamado. Nick Wilder nos espera allí, con los restos de la patrulla T1, dos camiones y seis hombres. También está lo que queda de la R1 de Jake, junto con el capitán Lawson, el oficial médico. Al propio Jake lo han evacuado veinticuatro horas atrás con la clavícula rota, junto con otros seis heridos del LRDG. Un mensaje de El Cairo les ha ordenado retirarse hasta Bir al Khamsa; se enviará otra patrulla para recogerlos. Jake ha pedido al doctor Lawson que se quede en previsión de los heridos que sin duda irán llegando.
Cuando estamos montando el campamento, llega el mayor Mayne con tres jeeps y seis soldados, entre ellos Cooper, Seekings y Mike Sadler. Faltan cuatro de sus comandos. Mayne tiene planeado descansar lo justo para comer y beber algo antes de regresar con los supervivientes en busca de los desaparecidos. No los dejará tirados a merced de un enemigo decidido a cazarlos.
Bir significa pozo en árabe. Nuestro campamento es el típico oasis lleno de moscas: un puñado de palmeras moribundas, unos cuantos cobertizos diseminados y el propio pozo, un círculo de piedras, argamasa y una tapa metálica llamada meit para proteger el agua de la arena. Una portezuela abatible permite el paso del cubo. Cuando el bir está seco, los hombres de la tribu abren la tapa y se deslizan dentro con una cuerda en busca de algo de agua. Los campamentos se extienden aquí y allá entre las acacias del desierto. Esta noche, además de nosotros, han acampado varios grupos tribales de árabes senussi. Se huelen sus camellos y se oye el tintineo de las campanillas de sus cabras y ovejas.
Sendas cruces marcan dos tumbas recientes. Nick me dice que han enterrado a otros tres compañeros a toda prisa mientras huían. Uno era Malcolm McCool, el sargento neozelandés que me enseñó mis aposentos el día que me uní a la patrulla. Otro era el cabo Mickey Lukich, un gimnasta olímpico que se unió al SAS como chófer de su fundador, David Stirling, y que ganó la Medalla Militar al heroísmo en el primer asalto a Bengasi.
Oscurece cuando nos instalamos. El capitán Lawson ha organizado la parte trasera de su camión a modo de hospital de campaña. Encomendamos a Standage a sus sabios cuidados. Collier sólo quiere grasa o mantequilla para sus quemaduras; sale con Punch para comprar o intercambiar algo con los árabes. Hay un taller de reparaciones. Grainger lleva nuestros camiones. Yo informo a Nick y al mayor Mayne, quienes se dirigen a mí como Chap y me estrechan la mano con sorprendente afecto. Sólo Dios sabe cuánto me alegro de verlos.
Las patrullas llevan ya más de un mes en misión. Todos los hombres lucen barba. Aquí, en el bir, hay agua para afeitarse, pero nadie la quiere. El vello facial se ha convertido en una divisa de honor; deshacerse de él devaluaría de alguna manera el sacrificio de nuestros camaradas caídos.
Antes de partir en pos de los desaparecidos, el mayor Mayne convoca una reunión. Durante varios minutos se habla de los hombres que hemos perdido y de los que han llegado heridos. Mayne calcula que el grupo de Jake estará ahora a medio camino de Bir al Khamsa. Mientras habla, llega un mensaje del cuartel general en el que se informa a Mayne, que ha asumido el mando desde la evacuación de Jake, de que se van a enviar desde El Cairo tres bombarderos Bombay equipados con material médico. El punto de aterrizaje será el LG 119, un aeródromo de emergencia más alejado que el de Khamsa, pero más seguro. EL mensaje también se le entregará a Jake en su próxima parada programada. Con suerte, nuestro comandante y sus heridos estarán en Heliópolis dentro de tres días, durmiendo en sábanas limpias.
¿Qué hay de nosotros? El camión y el jeep de Jake se han llevado el combustible mínimo para completar el viaje, pero incluso esta modesta medida afecta al conjunto, dejando sedientos a los demás vehículos. Las patrullas tienen ahora agua del bir, pero andan escasos de munición; además, hemos perdido los dos depósitos de repuestos y no nos queda un solo vehículo sin problemas mecánicos de algún tipo. Ahora toca especular sobre qué medidas adoptará Rommel cuando sepa que los cazas lo buscaban a él en persona.
¿Qué vamos a hacer ahora?
¿Lo hemos conseguido?
¿Volvemos atrás?
La reunión se celebra al abrigo del camión de la radio de Nick Wilder. Los mecánicos, Durrance y Lister, presentan su informe. Necesitarán otro día, puede que dos, para arreglar los camiones. El capitán Lawson expresa su preocupación por los heridos. Hay que trasladar a Standage a un hospital. Dos de los SAS de Mayne también necesitan atención. Hay que poner a los tres en un camión tan pronto como los vehículos estén reparados y puedan llegar hasta LG 119, o dondequiera que ordene El Cairo. ¿Debería acompañarlos Lawson? ¿Dejar las patrullas sin su oficial médico? ¿Regresaremos todos?
Lo primero que quiere saber Mayne es el daño que ha provocado nuestro asalto. Nick y yo, junto con los sargentos Kehoe y Wannamaker, así como los suboficiales del SAS, emitimos nuestra evaluación. La conclusión es que hemos hecho condenadamente poco. Mayne está furioso con nosotros y consigo mismo. Mientras debatimos con él, llega un mensaje de El Cairo. Ambas patrullas deben retirarse para reorganizarse y aguardar órdenes.
—Tonterías —dice Mayne.
Quiere volver a por Rommel.
Alguien le pregunta si va en serio.
Mayne extiende un mapa y señala El Alamein.
—Monty abrirá una brecha en las líneas alemanas en cualquier momento. Rommel tendrá que retroceder. Demonios, ya está retrocediendo. —Mayne indica el desierto abierto que hay al sur de Mersa Matruh y Sidi Barraní—. Adondequiera que vaya Rommel, nosotros llegaremos antes. Lo estaremos esperando.
Miro a Nick Wilder. Luce una sonrisa burlona, igual que Red
Seekings, Johnny Cooper y los hombres del SAS. ¿Es que se han vuelto locos? El sargento Wannamaker trata de restaurar la cordura. Hace referencia a las patrullas enemigas que, tanto por tierra como por aire, recorren el desierto ahora mismo. ¿Es que nadie se ha dado cuenta de que todo el Afrika Korps se encuentra en alerta y buscándonos? Ya no tenemos reconocimiento direccional, ni podemos contar con la RAF.
—¡Al cuerno con la RAF! —ruge Mayne—. Toda esta fiesta ha sido demasiado complicada desde el principio. Temamos que haber acabado con los hunos nosotros solos, y no perder el tiempo con este circo de tres pistas.
Tiene razón. Los hombres asienten.
—Hemos enterrado a cinco buenos hombres —dice el mayor Mayne— y hemos mandado a casa a otros nueve, hechos pedazos. No niego que hayamos recibido un duro golpe, pero, demonios, el resto de nosotros seguimos en pie. Aún tenemos pegada.
Alguien pregunta qué hacemos con las órdenes del cuartel general.
—¿Qué órdenes? —replica Mayne.
Empieza la planificación. Los hombres saben que es una locura. Pero Mayne tiene razón. El enemigo espera que salgamos corriendo y lanzará partidas de caza a las rutas por las que espera que huyamos. Sabe que sería una locura plantar cara.
—Las locuras —dice Paddy Mayne— son lo nuestro.