Pasan tres horas. Brilla el sol. Nos hemos desnudado hasta la cintura, con la salvedad de las gorras y las gafas de la Werhmacht. Las tormentas de arena nos acosan, arrastradas por un abrasador viento del este. La columna alemana se ha detenido y se ha dispersado tres veces, todas ellas falsas alarmas. Una vez ante una formación de carros de combate que asomó sobre una elevación por el este y resultó ser alemana; otra cuando los aviones de exploración británicos pasaron a gran altura, y la última sin razón alguna. Resulta tranquilizador comprobar que el enemigo, lejos de estar formado por superhombres, se compone de una tropa confundida que avanza como puede, tan ciega y sorda como nosotros.
—¿Asomamos las orejas? —inquiere Grainger en medio de la polvareda de la segunda parada.
Se refiere a si debemos señalar por radio nuestra posición e informar acerca de lo que hemos visto. Llevo dándole vueltas desde la primera vez que nos dispersamos. ¿Es esta información más valiosa para el ejército inglés que para nuestra misión? Decido que no. Hemos visto cómo nos sobrevolaban nuestros propios aviones. ¿Qué podemos aportar nosotros que los pilotos no hayan radiado ya? Y luego están Jake, Nick y el mayor Mayne. Romper el silencio de radio los pondría en peligro a ellos y a toda la operación, por no hablar de nuestros pellejos.
Por otra parte, puede que nos hayamos topado con algo. El objetivo de la operación es penetrar en las líneas enemigas. Eso lo hemos hecho de sobra. Decido que ahora tenemos que permanecer tranquilos y mantener los ojos abiertos. Tras la tercera dispersión, nos situamos en el flanco, alejados de la concentración de vehículos pesados. Nadie se percata. Discurrimos en paralelo a la columna más meridional, un convoy de transportes de munición, a varios kilómetros de nuestra posición original. Mi reloj marca las diez, momento en que la calina de mediodía empieza a empañar la visión, cuando cruzamos la estribación de una anónima autopista del desierto y nos adentramos en un ancho valle recortado por varios desfiladeros y wadis. Se pueden ver coches y motocicletas de reconocimiento del Eje al frente. Los vehículos de suministros se organizan en columnas de una sola fila por decreto de la policía militar, con la insignia de la calavera y las cadenas alrededor del cuello. Unas avenidas delimitadas con cinta marcan la salida de un campo de minas. Los oficiales nos dan indicaciones a nosotros también. Una enorme zona organizada se extiende ante nosotros. Debe de haber una división.
Punch conduce. Me he colocado en el puesto del comandante para asomarme sobre el parabrisas y ver mejor. He cambiado de opinión acerca de informar al cuartel general. Oliphant está a la altura de mi hombro, en la Vickers, ocupado limpiando el receptor con un pincel. Yo estoy luchando con el mapa en medio de la ventolera cuando Grainger me silba desde el camión de la radio.
Apunta hacia el oeste. Un acantilado de trescientos metros discurre paralelo a nuestra ruta. Justo en el borde hay un enorme vehículo con pintura de camuflaje, elevándose sobre varios vehículos de personal y reconocimiento que hay aparcados a su lado. El vehículo, cubierto con una tela de camuflaje sujeta con red, se encuentra enterrado para pasar desapercibido. Pero es tan grande que es imposible no reparar en él. A varios centenares de metros se levanta un bosque de antenas; tiene que ser el cuartel general. Se me eriza el vello de la nuca.
—¿Rommel? —le insinúo a Grainger.
—Si no es él, es su tío.
Le digo a Punch que aminore la velocidad sin detenerse. Nuestros dos camiones siguen su marcha a un kilómetro, más o menos, paralelamente al acantilado aunque trescientos metros por debajo. Nos encontramos en un amplio valle arenoso, salpicado de formaciones diseminadas de infantería, morteros y posiciones antitanque; de hecho, nos encontramos en la ruta que emplean los camiones de suministro para darles servicio. En la cima del acantilado cuento una docena de vehículos ligeros. Nada de carros de combate.
—Allí —dice Oliphant, señalando la base de la pendiente. Hay seis o siete Mark III en línea. Las escotillas están abiertas y las dotaciones tendidas con holgazanería, aunque sin perder de vista sus vehículos. Les han colocado unas lonas para dar sombra. Veo a un tipo afeitándose sobre una palangana de lona. Pasamos a noventa metros delante de ellos. Nadie nos presta atención. El lugar parece un poblado tranquilo, con docenas de personas que van de acá para allá sin prisa ninguna.
Observo con los prismáticos el vehículo más grande. Se trata, sin duda, de un Dorchester, el tipo de blindado británico que Rommel llama Mamut. ¿Debería informar? Decido no alertar al cuartel general. Ahora sólo pienso en Jake, Nick y el mayor Mayne. Tienen que saber con qué nos hemos encontrado.
—Punch, voy a sacar la caña de pescar.
El ruido del motor me impide oír. Voy al frente. Cruzo la pasarela de la parte posterior y suelto la antena de casi dos metros para la radio «A», el comunicador de corta distancia. La antena se eleva con un fuerte chasquido. Pienso que si la caravana está en la cima del acantilado, sin duda es el Mamut de Rommel, aunque es poco probable que el propio Rommel se encuentre en él. Seguro que está en un coche de personal, en vanguardia. No gano nada rompiendo el silencio de radio. Me arriesgaría a arruinar toda la misión si los alemanes nos interceptaran.
Por otro lado, Rommel sí que podría estar allí. Podría ser. Toparse con tamaña oportunidad y no hacer nada…
La radio «A» está bajo una placa de acero, tras el asiento del conductor de mi camión. Oliphant ya ha sacado los auriculares y el micrófono pectoral. Enciende la radio. Cojo el equipo y me arrodillo junto al comunicador, balanceándome entre una rueda de repuesto y un saco de cajas de munición. Levanto la placa de la radio y extiendo la mano para palpar los tubos de vacío. Cuando estén calientes, el equipo estará listo. Me coloco los auriculares sobre la gorra. Lo que estoy a punto de hacer es, potencialmente, el acto más trascendental de mi vida.
Al diablo con los códigos y el protocolo. Estoy en el aire.
—Hola, Jake, aquí Chap. Objetivo a la vista. Repito: veo lo que estamos buscando. Cambio.
Los auriculares se inundan de estática. Nada. Me doy cuenta de que no he pensado en lo que haré después de enviar la señal. No tengo ni idea de qué hacer a continuación, salvo seguir informando. Repito:
—Hola, Jake y Nick, aquí Chap. Objetivo a la vista. Corto.
No hay respuesta. En parte, me siento aliviado. ¿Cuántas veces podré volver a transmitir antes de que algún camión de intercepción alemán nos detecte? Vuelvo a oprimir con fuerza el botón del micrófono, cuando Punch me da un fuerte golpe. Por delante de nosotros, en el camino de arena, un Fiat de tres toneladas se abre paso directamente hacia nosotros, seguido de varios camiones más.
—Sonreíd y saludad.
Los italianos pasan cantando. Transportes de munición. Otros dos pasan junto a nosotros, envueltos en un remolino de polvo. Mis auriculares cobran vida:
—Hola, Chap, aquí Jake. Te veo. Cierra el pico y métete en un agujero. Repito: Apaga y busca un agujero. Cambio.
El último Fiat pasa y llena de polvo nuestra cabina. Apago el auricular y me dirijo a Punch y a Oliphant.
—Jake está aquí.
Se quedan tan pasmados como yo.
—Sigue adelante —le indico a Grainger, que está en el camión de la radio, para que continúe.
Estoy seguro de que todo el campamento va a estallar en cualquier momento. Seguro que alguien ha escuchado nuestra conversación; es cuestión de segundos que nos acribillen. Pero no ocurre nada. Seguimos rodando sobre el llano. Oliphant garabatea «Jake» en un bloc y se lo muestra a Grainger. Marks y Durrance están en el camión de la radio. Devuelven la señal. Lo han entendido. Me da vueltas la cabeza. ¿Habré hecho lo correcto? ¿Dónde está Jake? La ruta que siguen nuestros camiones lleva más allá de algún tipo de taller de reparaciones móvil. Un punto seguro. Sin infantería. Punch lo ve y enfila hacia allí.
Pasamos a la altura de un par de transportes aparcados. Sus conductores fuman a la sombra, junto a la cabina del primero.
Vuelvo a dirigir la mirada al acantilado. Las dotaciones de los carros de combate se preparan para ponerse en marcha. Los hombres trepan por las orugas de sus vehículos; unos penachos de humo de diesel salen de los tubos de escape.
¿Habrán interceptado mi señal? ¿Se marchan por eso? No puede ser. Ninguna formación tan grande puede reaccionar tan rápido. ¿Qué deberíamos hacer? Ojalá Jake estuviese aquí, con Nick, y los SAS de Mayne. ¿Habrán alertado a la RAF? ¿Atacarán Mayne y Jake por su cuenta?
A nuestro alrededor, el personal empieza a cargar y los motores arrancan. Los conductores de los transportes nos miran. No lo hacen con suspicacia; más bien es como si, confusos por la movilización, quisieran consultarlo con nosotros, sus camaradas, para ver si sabemos lo que está pasando. Uno de ellos empieza a caminar hacia nosotros. Me vuelvo hacia Oliphant, que está en las ametralladoras Vickers.
—Lo veo —dice.
El alemán sigue acercándose. Está a cincuenta metros.
—Punch, en marcha. —Indico a Grainger que haga lo mismo. Detrás de mí, Oliphant amartilla ambas armas. El conductor enemigo sigue acerándose.
—Chap —dice Oliphant—, deja que me lo cargue ahora.
—No.
El camión de la radio arranca. Punch se envara.
—¡Muévete, Grainger!
El conductor ve que nuestro segundo camión arranca y acelera el paso. Punch se pelea con el estrangulador. Puedo oler la inundación de combustible. El alemán está ahora a quince metros. Se detiene.
—Lo tenemos encima —dice Oliphant.
El alemán nos mira con los ojos entornados. De repente, se vuelve y echa a correr. Veo la parte posterior de su camiseta y las suelas de sus botas. En ese momento, la tierra estalla.
Una tempestad de destrucción cae directamente sobre el hombre. Por un momento creo que es Oliphant con las Vickers. Entonces nos alcanza la onda de choque. Nos envuelven las sombras; un estallido, como el de una bomba, está a punto de arrancarme del camión.
Dos cazas de la RAF pasan sobre nuestras cabezas a trescientos kilómetros por hora, arrasándolo todo a su paso. Dos surcos de quince metros de ancho se abren paso a increíble velocidad.
—¡Dios santo! —grita Punch.
Los Hurricane pasan de largo. El rugido de sus motores es ensordecedor. Ni siquiera los hemos oído llegar.
En la arena, el conductor del transporte, que había quedado inmóvil en el suelo, se pone en pie como puede y corre como alma que lleva el diablo. De alguna manera, los proyectiles no lo han alcanzado. Cuando me vuelvo para comprobar cómo estamos nosotros, otros dos Hurricane aparecen de la nada y barren el valle, ametrallando a los carros de combate y los camiones enemigos que hay en la base del cerro. Allí donde impactan los proyectiles, la tierra explota en una tormenta de roca y arena. Los cazas pasan por la cima del acantilado en vuelo rasante.
Punch maldice el motor ahogado. El segundo par de Hurricane ha pasado tan de prisa que nos ha sido imposible seguirlos con la mirada. En la zona atacada, los camiones y los transportes alemanes quedan desmenuzados como juguetes al capricho de un vendaval. La tierra sigue temblando bajo nosotros.
Un impulso me obliga a consultar mi reloj de muñeca. Es un Wittnauer Elysian con números cuadriculados y agujas de radio que compré en la calle Fouad el Awal, en El Cairo, tras trocar el Breitling de mi abuelo por combustible durante la retirada hacia El Alamein. En ese instante lo comprendo todo.
—¡Eso es!
El ataque. Está ocurriendo ahora. Por eso Jake nos ha ordenado que busquemos un agujero y nos metamos en él.
Los aviones pasan aullando sobre el acantilado y rugen al remontarse hacia el cielo en un ángulo pronunciado. Tiene que pasar un rato hasta que la cabeza deja de darnos vueltas, tan apabullados nos sentimos por la repentina aparición de los aviones y el impacto de su velocidad y potencia. En pocos instantes, la segunda pareja de Hurricane remonta trescientos metros y empieza a describir el giro que los devolverá a la zona del objetivo. Podemos ver el rastro que deja el humo de sus motores en el aire. En la cima del acantilado, un sorprendentemente reducido número de vehículos enemigos emprende la marcha. Los hombres corren en todas direcciones.
Nosotros nos movemos también. Punch ha conseguido arrancar el motor. Observo el Mamut por los prismáticos. Está intacto. No se ha movido. Veo hombres armados que corren hacia él, y otros, sin armas, que salen por uno de sus laterales y la compuerta trasera. Lo hacen ajenos a todo pánico y toda urgencia, pero con un aire confuso, como si creyeran que ha pasado algo pero no estuvieran seguros del todo de qué se trata.
—¡A por el objetivo!
Cogemos velocidad, directamente hacia el eje del valle. He vuelto al compartimento de carga del camión y peleo contra el toldo que cubre la Browning. Oliphant ya ha abierto fuego con las Vickers. Los cañones gemelos disparan tan rápidamente, novecientos cincuenta proyectiles por minuto, que devoran una cinta de noventa y seis proyectiles en apenas segundos, aullando con un chirrido tan agudo que hiela la sangre. El Mamut asciende por el acantilado, a novecientos metros de distancia y treinta metros de altura. Pasamos justo delante de él. Frente a nosotros está la zona de reparaciones. Los mecánicos salen a la carrera de las instalaciones. Algunos corren hacia las trincheras, mientras otros se reúnen despreocupadamente, como si fueran a pedirle un cigarrillo a sus compañeros. Cuando aceleramos para rodear la tienda de reparaciones, un camión de diez toneladas se nos cruza por delante, bloqueándonos el paso. Oliphant gira las Vickers. El camión, alcanzado por los proyectiles, empieza a arder. Jamás había visto explotar un motor tan de prisa.
Ya hemos rebasado los talleres. Noto que Punch mete la tercera. El camión corcovea como una bestia salvaje. Aún no hemos visto a Jake, a Nick ni al mayor Mayne. Pero los alemanes sí que nos han visto a nosotros. A ambos lados del camino, soldados enemigos toman posiciones. Oliphant acribilla a un tipo delante de una pared de sacos de arena. Le grito que dispare al Mamut. Miro hacia atrás. Un camión nos persigue. Giro la Browning para apuntar, pero entonces me doy cuenta de que es Collier.
Está de pie tras las ametralladoras, agarrándose a la Breda de veinte milímetros y apuntando con frustración a la cima del acantilado. La Breda pesada apunta hacia atrás y no puede rotar hacia el frente más de noventa grados. Standage, embutido en cintas de munición, se agarra con firmeza al camión. Midge conduce; Hornsby está con la Browning delantera. No veo por ninguna parte el jeep con Conyngham y Holden. El camión de Collier acelera, al parecer en busca de algún punto desde el que poder disparar. Pasamos junto a dos hombres del Afrika Korps que llevan palas de zapador; imagino que vuelven de obedecer la llamada de la naturaleza. Nos miran, atónitos como turistas. Oliphant deja de disparar a pesar de que parecen patos de feria.
El camión de Collier se sale del camino y se orienta hacia el acantilado. Viramos con él. La adrenalina corre por las venas. Miro a los ojos de Oliphant y veo que le pasa lo mismo. Está cambiando las cintas de munición. Los cañones de ambas Vickers echan humo como si estuviesen ardiendo. Brincamos fuera del camino principal a noventa por hora.
En la cima del acantilado, dos tormentas de arena caen sobre el Mamut. De ambas surgen los dibujos de las balas trazadoras. Sólo pueden ser Jake y Nick, o los SAS de Mayne. Está demasiado lejos para verlo bien, y es imposible usar los prismáticos con estas violentas sacudidas, pero los vehículos, sean quienes sean, se lanzan a la carrera a lo largo de la cresta del acantilado, levantando nubes de polvo y humo. Abajo, en el llano, nuestra columna de tres crea su propio vendaval. Por imposible que parezca, nadie nos ha disparado. Vamos tan rápidos que nos adelantamos a las alarmas.
Algo me induce a levantar la mirada. Lo que veo me oprime el corazón. Dos Hurricane se lanzan en picado sobre nosotros. Puedo ver sus hélices como molinos de viento gigantes y los destellos de los cañones a los extremos de las alas. Nos disparan. La polvareda que hemos levantado ha debido de alertar a los pilotos. Me percato de todo ello en una fracción de segundo. Entonces, los proyectiles nos alcanzan. Jamás había escuchado nada tan violento como los proyectiles de grueso calibre que impactan a nuestro alrededor, incluidos los disparos de los Panzer Mark IV. Suena como el fin del mundo. Los atronadores Hurricane pasan tan cerca de nuestras cabezas que las puntas de sus alas parecen arañar la arena.
—¡Somos de los vuestros! —les grita Punch, adornando su discurso con una ristra de obscenidades. Oliphant grita algo que no alcanzo a oír mientras apunta a los aviones que se alejan y empiezan a ascender. Eso quiere decir que van a volver.
En la cresta del acantilado, aunque sólo lo sabremos más tarde, se desata el mismo caos. La polvareda que vimos antes era, de hecho, cosa de Jake y Nick, junto al mayor Mayne. Los otros dos pilotos de Hurricane han debido de verlos también. ¿Los habrán confundido con la señal de humo rojo que debía marcar el objetivo? ¿O acaso esos pilotos están tan ebrios de adrenalina como nosotros y le disparan a todo lo que se mueve?
Ya no veo el camión de Grainger. Collier nos adelanta. Todas las armas del campamento parecen estar ocupadas con los aviones. De repente, nos encontramos en medio del campamento de la infantería. Los soldados enemigos saltan para apartarse de nuestro camino. Punch pasa por encima de la tienda de una cocina. Nuestro guardabarros derecho atraviesa la chimenea de una estufa de campaña; el combustible explota en todas direcciones, alcanzándonos cuando pasamos a toda velocidad. Estamos ardiendo. Estoy en la parte trasera del camión, luchando con la Browning mientras el líquido inflamable impregna un montón de cajas de madera con munición y otras dos de granadas. Se me quema el vello de los brazos y la barba. Cojo un trozo de lona, empiezo a sacudirme como un loco, y luego me lanzo sobre las cajas de munición para extinguir el fuego. Entonces el fuego prende en la propia lona. Oliphant está centrado en encontrar al Mamut, cuya red de camuflaje es mucho más eficaz desde su ángulo de visión. No tiene ni idea de que nuestro camión va a arder como un pino. Ahora nos encontramos justo bajo el acantilado, a trescientos cincuenta metros.
—¿Dónde está ese bastardo? —maldice Oliphant, frustrado.
En ese momento, el Mark III que hay en la base del risco nos divisa. Sus cañones del 7,92 escupen fuego. Mientras lucho contra las llamas que devoran las cajas de munición, unas astillas se me clavan en la mejilla y el oído derecho, arrancadas por el fuego de ametralladora. De haber seguido de pie, las balas me habrían partido por la mitad.
Oliphant sigue maldiciendo. La arena ha atascado uno de los cargadores y no puede colocarlo. Sigue sin saber que el camión está ardiendo. Yo he arrojado la lona en llamas. No puedo apagar las cajas de munición, así que decido arrojarlas también, envueltas en llamas como están. Una caja de madera de granadas del 303 pesa más de veinte kilos. La lanzo fuera del camión como si fuera una caja de buñuelos. Mientras tanto, el camión se zarandea con tanta violencia que temo que nos hayan alcanzado en una rueda. Me adelanto hacia la cabina. Punch pisa el acelerador a fondo.
—¡Estoy bien! —grita.
Vuelven los aviones.
Una de las parejas se dirige hacia el acantilado, mientras que la otra se lanza hacia el llano. Veo el camión de Collier noventa metros por delante, alejándose de la cima en diagonal, de modo que su Breda, montada en la parte de atrás, pueda hácer algunos disparos. Collier dispara el arma y Standage coloca las cintas; Midge y Hornsby van delante. Los Hurricane se echan sobre todos nosotros.
El tiempo se ralentiza y veo el doble rastro que va dejando el fuego de cañones por la arena, delante de Collier. El surco derecho discurre paralelo al camión. El vehículo, cargado hasta los topes de explosivos, es una bomba con ruedas. Veo cómo se desintegra la mitad posterior. Midge, al volante, gira bruscamente a la derecha para esquivar el fuego. Cuando la parte posterior del camión explota, el armazón y el chasis delantero se estremecen, zarandeados por una serie de tumbos y brincos. El armazón inferior salta tres metros por los aires, seguido del motor, que sale despedido en lo que parece un salto mortal. La Breda, más de trescientos kilos de peso, cae a plomo sobre Standage. Los Hurricane pasan dejando una onda de choque que casi nos vuelca.
Más tarde, Nick nos contaría lo que estaba pasando al mismo tiempo en la cima. Antes de la primera pasada, uno de los jeeps del SAS ha logrado acercarse lo suficiente al Mamut para marcarlo con humo rojo, tal como estaba planeado. Sin embargo, los Hurricane no lo ven. Su primera pasada falla. Al mismo tiempo, los defensores del Mamut, conscientes del significado del humo, lanzan inteligentemente sus propias granadas de humo, que empiezan a marcar todos los vehículos y posiciones en un radio de doscientos metros.
El Mamut, como todos los centros de mando, cuenta con la protección de su propio personal de combate, y esas tropas, tras adoptar posiciones defensivas, están cosiendo a tiros los vehículos de nuestros compañeros. Ni Jake ni Nick pueden ver lo que pasa con los equipos del SAS durante el asalto, pero sólo hay dos posibilidades: están muertos o los han capturado. En ese momento vuelven los Hurricane en su segunda pasada. Para entonces, los camiones y los jeeps de Jake, Nick y el mayor Mayne han sido localizados por el enemigo y se encuentran en medio de un tiroteo. En su tercera pasada, los Hurricane se centran en ellos. Nick nos contará más tarde que está disparando su Thompson contra una hilera de vehículos del Eje, astutamente alejados del Mamut, cuando se percata de que los aviones se ciernen sobre él. En un abrir y cerrar de ojos, el capó de su camión se vaporiza, junto con las dos ruedas delanteras, el radiador y la mitad del motor. El aceite del motor le quema la cara y lo deja ciego. El Chevrolet se estrella de morro contra la arena. Nick está seguro de que ha llegado el fin, pero el camión sencillamente se detiene, permanece derecho, y él, su conductor y su artillero desmontan «como quien sale de un taxi en Grosvenor Square». Los Hurricane han arrasado todo lo que hay en la cima, salvo el Mamut.
—Pude ver a ese maldito —diría Nick más tarde—, tan gordo como el trasero de la tía Fanny y sin un solo rasguño.
Uno de los jeeps de Mayne recoge a Nick y a sus hombres. Al final huyen por la loma opuesta de la elevación, perseguidos por el fuego de las ametralladoras y los cañones de los vehículos blindados enemigos.
En el llano, Punch pone el camión a su límite de velocidad en dirección al accidentado camión de Collier. Éste, achicharrado pero aún en pie, se encuentra junto a Standage, cuya pierna derecha pende de un jirón de carne. Se apoya en Collier. A Midge y a Hornsby no los vemos. Mientras nuestro camión se acerca a toda velocidad a Collier y a Standage, otro vehículo aparece por nuestra derecha. Se trata de un furgón del Afrika Korps que se acerca j al lugar con el acelerador a fondo. Le grito a Oliphant que elimine a los alemanes. El campamento está sumido en un caos absoluto, en el que hombres y camiones se entrecruzan sin orden ni concierto en medio de una mezcla de humaredas y polvaredas.
Oliphant gira las Vickers. Entonces lo veo: ¡el furgón enemigo es una ambulancia! Obviamente, los alemanes creen que el camión destrozado es de los suyos. ¿Y por qué no, cuando acaba de ser acribillado por dos aviones británicos? Oliphant ve la cruz roja y no dispara. Sólo un pensamiento nos mueve: sacar de allí a nuestros camaradas.
Punch derrapa sobre el terreno hasta detener el camión junto a Collier y Standage. Oliphant y yo corremos hacia ellos. La gente de la ambulancia también reacciona (dos camilleros, apenas unos muchachos, y un oficial en pantalones cortos con aspecto de médico). En ese momento vemos a Midge y a Hornsby. La mandíbula de Midge ha desaparecido; sus pantalones y camiseta han quedado calcinados y está desnudo, con el pecho, los brazos y las piernas abrasados. Se levanta del sitio donde había caído. Tiene la mirada despejada. Hornsby yace boca abajo sobre la arena. Midge trata de hablar. La sangre sale a borbotones por donde antes tenía la boca. Me siento como si estuviera en el infierno. La magnitud del horror supera mi capacidad de aguante. Al mismo tiempo, una parte de mí permanece lúcida. Esa parte se acuerda de los Hurricane. No tardarán en volver para descargar otra lluvia de proyectiles sobre nosotros. Oliphant y yo llegamos hasta Midge justo cuando el médico llega a la carrera. Toma a nuestro camarada por una axila.
—Hilf dem Anderen! —grita. ¡Ayudad al otro!
Se acercan más soldados desde otras unidades. Aún no se han dado cuenta de que somos el enemigo. Collier sube a Standage al camión. Punch tira de él. Oliphant y yo llegamos junto a Hornsby. Cuando lo giramos, parece estar bien. Puede que el golpe le haya hecho perder el conocimiento. Luego nos percatamos del charco que se ha formado bajo su cráneo. Los camilleros están con Midge. Trato de idear cómo sacarlo de allí. El conductor de la ambulancia ha maniobrado marcha atrás para que suban los hombres. Un médico abre las puertas de par en par; podemos ver las sujeciones para las camillas en el interior. El médico se pone delante de mí. Veo cómo cambia la expresión de su cara. Por un momento se queda helado. Luego, en un perfecto inglés, dice:
—¡Salvaos! —Señala a Hornsby—. ¡Dejad a los heridos conmigo!
Miro de reojo a Oliphant, y luego a Punch y a Collier.
—Ambos morirán si los movéis —dice el oficial médico.
Ojalá supiese el nombre de aquel tipo; ojalá pudiera darle un apretón de manos. Pero no puedo hacer ni decir nada, salvo mirar a los agonizantes Midge y Hornsby y correr como un rayo hacia el camión.
Diez minutos después, los Hurricane se marchan. Nosotros también, en dirección sur, hacia el desierto. El camión de Grainger y el jeep de Conyngham han desaparecido. No tenemos ni idea de lo que ha pasado con Jake, el mayor Mayne y los hombres del SAS.