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La operación recupera su plan original: penetrar hacia el este desde la retaguardia de las formaciones alemanas e italianas al oeste de El Alamein.

Un día de viaje, cortado en seco por una tormenta de arena, nos lleva hasta Bir al Khamsa, al sur de Sofaf; un día aquí para hacer algunas reparaciones y luego dos noches por buen terreno (viajar de día se ha vuelto demasiado peligroso; los cielos están cubiertos de cazas y bombarderos del Eje) que llevan las patrullas hasta Bir el Ensor, setenta kilómetros al sur de Fuka. En el mapa, este punto está marcado como «Pulgar Inflamado» por un gran afloramiento de arenisca. Aquí, Jake establece una base con dos de los camiones de su propia patrulla, la Rl, incluido el vehículo médico del capitán Lawson y uno de los camiones de radio, que tiene la segunda y la tercera marcha inutilizadas y necesita reparaciones de todos modos. Los combates más encarnizados de El Alamein se libran setenta kilómetros al este, a lo largo de los cincuenta kilómetros que separan la depresión de Qattara del mar. Al caer la noche vemos los destellos de la artillería en el horizonte. Jake da la orden de que se reúnan todos los jefes de patrulla y los suboficiales

Por primera vez se pide mi participación. Los equipos de asalto, dice Jake, se trasladarán esta misma noche hasta sus posiciones de avanzada; penetrarán en las formaciones del Eje dentro de cuarenta y ocho horas.

—Necesito una idea aproximada del tipo de formaciones de seguridad con la que nos encontraremos, así como tus conjeturas sobre la posición y las acciones de Rommel.

Describo brevemente las tácticas y las configuraciones empleadas por el Afrika Korps en la ofensiva, en los repliegues y a la hora de levantar los campamentos nocturnos. Ya he preparado un documento sobre el particular, como dije antes, que se distribuyó entre estos mismos oficiales y suboficiales en El Fayum. Aunque probablemente lo estudiaron en su momento, la mayoría de ellos ya habrá olvidado el grueso de la información. Así que vuelvo a exponerlo. Describo cómo las formaciones de suministro del Eje acuden a los campamentos durante la noche para reabastecer a la artillería y los blindados de primera línea. Mayne lo confirma con lo que ha visto en su reciente incursión. Está empezando a impacientarse. Quiere saber dónde estará Rommel. Cuando le respondo «en el frente» se echa a reír y señala que para decirles eso no necesitaban un oficial del RAC.

La mera idea de un plan formal se le antoja ridícula. Lo que él propone es hacerlo por las bravas. A plena luz del día. Sin miedo.

Sus equipos no han tenido el menor problema en las misiones de infiltración de los últimos días. Nos dice que una vez atravesado el perímetro italo-germano, han podido moverse a sus anchas.

—Si los chicos de Insel pueden localizar a Rommel, por el cielo les garantizo que le proporcionaremos un funeral de estado.

—¿Ése es tu plan? —dice Jake—. Un poco vago, ¿no?

—Eso es lo bueno —replica Mayne—. Cuanto más vago, mejor.

Tiene cierto sentido. Flexibilidad. Improvisación.

—De todos modos va a ser un embrollo de primera, Jake. Deja que nuestros hombres vayan y lo intenten.

A medianoche parten las tres patrullas hacia el este. Al amanecer, Jake las tiene a veinticinco kilómetros del frente, desplegadas y camufladas sobre un cerro que él mismo ha descrito como «un rasgo distintivo del terreno» y Punch llama «un otero del tamaño de uña teta». Jake sitúa los vehículos de nuestra T3 en el flanco meridional. Su plan es éste:

A la salida del sol, siete de los nueve camiones —las patrullas de Jake y de Nick, más el jeep de Collier y el camión de armas de Connyngham, de la nuestra— continuarán en dirección este hasta situarse directamente en la retaguardia del enemigo. Mayne y los equipos del SAS, que habrán salido con antelación, ya estarán allí. En el último minuto, Collier decide intercambiar su puesto con Connyngham, dejando a éste y a Holden en el jeep para ir él en el vehículo de armas. A partir de ahora, dice, la potencia de fuego será más crucial para la misión que la movilidad. Los dos camiones restantes de la T3, el mío y el de Grainger (sin el sargento Wannamaker, que irá con el grupo principal, ni Standage, que manejará el Breda del de Collier), establecerán una posición de cobertura donde estamos ahora. Nuestro cometido será doble: servir como punto de repliegue y reserva móvil; proporcionar cobertura a todos los vehículos que huyan hacia el Pulgar Inflamado; y recoger a cualquier rezagado cuyo camión haya sido destruido o inmovilizado en la huida.

Las patrullas de Jake, Nick y Collier se preparan a la luz de la luna. Tras cenar un poco, tomar un té y comunicarse una última vez con el cuartel general, se ponen en camino en dos columnas. Les deseamos buena suerte. El polvo que levantan y el sonido de sus motores van alejándose en la oscuridad.

Mi camión y el de Grainger están solos ahora. Tengo a Punch y a Oliphant; Grainger tiene a Marks y a Durrance. Excavamos un foso poco profundo en la ladera posterior, donde atrincheramos los dos camiones, y luego procedemos a cubrirlos con las redes de camuflaje y todos los matorrales que logramos reunir. Los camiones están al revés, para que puedan disparar desde la parte trasera, que es donde las armas son más eficaces. Las emplazamos en dirección al este. Quitamos las rocas del borde del foso para impedir que se conviertan en metralla en el fragor del combate y luego cubrimos el parapeto con arena apelmazada, el mejor amortiguador de impactos para las balas o el fuego de artillería. Grainger coloca la antena diez metros cuesta abajo. Será mejor que ningún enemigo aparezca por detrás de la ladera a la luz del día, porque el condenado armatoste se ve a ocho kilómetros de distancia. Sin embargo, tenemos que estar en contacto, no sólo con Jake y con Nick, sino también con el cuartel general y hasta puede que con la RAF.

Mientras salen las estrellas, reúno a los hombres y repasamos los posibles escenarios. Cenamos un curry de ternera y arroz regado con té dulce y caliente y un cóctel de lima con doble ración de ron. Los hombres están preparados. Envío a Punch y a Oliphant al este del cerro para buscar un camino de subida, que deben dejar señalizado para que no nos caigamos de morros en alguna depresión si tenemos que acudir al rescate de alguien. Grainger y yo vamos hacia el este a buscar una ruta de escape. Ordeno que se limpien y engrasen las armas, que se comprueben las cintas de munición y que se alineen los ejes una última vez. Practicamos el arreglar las armas encasquilladas. Vuelvo a subrayar ante los hombres que, una vez que comience la lucha, la potencia de fuego lo es todo.

—No dejéis de disparar. Ráfagas controladas y apuntadas. Nada de quemar los cañones. Pero, aparte de esto, hay que disparar sin descanso.

Esta es la clase de órdenes que a los hombres les gusta oír. Está bien, estoy contento. Está formándose un lazo entre Punch, Grainger y Oliphant. Está ocurriendo en este mismo momento. Lo noto. Cuando se monta la primera guardia, me siento con dos mantas alrededor de los hombros, la espalda apoyada en la rueda trasera del Te Aroha IV, una taza de té caliente sobre la arena y mi cuaderno en el regazo.

Queridísima Rose,

Estoy sentado en un otero, en medio del desierto, un lugar que, en una tarde agradable sería el lugar perfecto para un picnic. Por desgracia esta noche estamos congelándonos…

Me asigno la última guardia y me acuesto bajo las estrellas. Despierto solo, un minuto antes de que Oliphant me sacuda por el hombro. La luna ha descendido. Tengo tanto frío que apenas puedo moverme. Es hora de llamar por radio.

—Despierta a Grainger. Dile que se vaya poniendo los auriculares.

Todo el mundo está en pie a las 04.30 horas. Una densa neblina amortigua los sonidos. Los hombres trabajan con los gabanes y las gorras de lana caladas hasta las orejas. Subo el cerro en compañía de Punch y Oliphant. Nos estiramos como búhos en la niebla.

El terreno está salpicado de cerros bajos, de los cuales el nuestro, que se levanta unos diez metros desde el suelo del desierto, es el más elevado. Hay abundantes crestas falsas, que dejan grandes franjas de tierra muerta. Los matorrales de tamarisco crecen con cierta profusión, entre depresiones rocosas tan desnudadas por el viento que casi parecen tramos de carretera pavimentada. Se podría ocultar un regimiento entero allí. Oliphant acaba de preguntarme si podemos correr el riesgo de encender una fogata discreta cuando oímos un ruido de motores.

—¡Silencio!

Grainger apaga la radio.

—¿De dónde viene?

No lo sabemos.

—¿Son los nuestros?

—Del este —dice Oliphant señalando la dirección por donde vendría el VIII Ejército. El problema es que los Panzer de Rommel llegarían antes. El sonido va y viene. Si es un motor diésel, son alemanes. Aún no es posible asegurarlo. Está a unos mil metros, y acercándose. Envío a Oliphant y a Durrance a desmontar la antena. Los otros cuatro corremos hacia las ametralladoras. Mi corazón late como un martillo neumático. Si la fuerza que se acerca es alemana, ¿disparamos y dejamos que nos liquiden o elegimos la forma adecuada del valor y huimos para luchar otro día? Ordeno que enciendan los motores y suelten todo el camuflaje para poder salir de allí a la carrera. Orientamos las cuatro ametralladoras hacia el sonido de los motores.

—¡Ahí! —exclama Oliphant.

Faros. En medio de la negrura son como ojos de gato. Ciento cincuenta metros al sur, una motocicleta con sidecar corona una cresta, Oliphant y Durrance están a campo abierto. En la oscuridad, la moto no los ve. Sigue su camino, seguida por otra y por otra.

—BMW —dice Punch—. Reconozco el sonido.

—¿Estás seguro? —Les indico con una señal que aguarden.

—750, motores horizontales. Tan alemanas como el sauerkraut.

Oliphant y Durrance se han arrojado de bruces sobre la arena. Los mástiles de la antena, con sus cinco metros de altura, se elevan sobre ellos.

Una columna de motocicletas pasa a nuestro lado. Cada moto sigue a la que la precede sin desviar la mirada a derecha o a izquierda.

—¡Bajad esa antena! —Mientras Oliphant y Durrance la desmontan, oímos un rugido diferente procedente del extremo sur del cerro. Antes de que tengamos tiempo de reaccionar aparece otra moto con sidecar, sólo que esta vez sí nos ve y se dirige hacia nosotros. La moto frena en medio de un ciclón de arena. La máquina, veo, no utiliza una cadena como transmisión, sino un cardán. Tanto los conductores como los pasajeros están recubiertos de mugre y parecen agotados. El conductor se quita las gafas

Wobind sind sie gafabrenf —inquiere. ¿Adónde han ido?

Me llevo una mano a la oreja.

—Was?

—ln welche Ricbtung sind die Krads Gehfaren?

Señalo hacia el oeste. El conductor y su artillero se alejan en esa dirección.

Un camión de reconocimiento alemán pasa trescientos metros al sur de nuestra posición, seguido de otro a la misma distancia, pero por el norte. Daimler, con la característica parte superior en forma de bombín. Oliphant y Durrance regresan arrastrándose al camión de radio, echan los mástiles al suelo y vuelven a guardarlos. Hay más vehículos de reconocimiento al sur, avanzando ruidosa y lentamente por la tierra ondulada y aún a oscuras. Punch y yo nos asomamos por encima de la cresta. La neblina limita el alcance de visión a un centenar de metros, pero el gruñido de los motores diésel es inconfundible: motores grandes de Panzer Mark III y Mark IV, no los ligeros de los Mark II, que suenan como los de los camiones. Ordeno retirar las redes de camuflaje y guardarlas en los camiones.

—Preparados para salir.

No hay adonde.

En cuestión de minutos, el área situada detrás de nuestro puesto es un hervidero de tropas y transportes del Afrika Korps. Todo sucede de manera tan repentina y tranquila que casi nos sentimos como si fuéramos alemanes. Al menos una docena de camiones cisterna —la mitad de ellos Bedford británicos— pasan por delante de nuestra posición, siguiendo el camino abierto por las motocicletas. Tras ellos aparecen nuevas oleadas de camiones y cañones.

Oliphant prepara su Browning.

—¿Qué diablos hacemos ahora?

—Movernos con ellos.

Luchar es un suicidio. Si nos quedamos quietos, acabarán por vernos.

—Buscar una nube de polvo y meternos dentro.

Avanzamos varios kilómetros con el convoy alemán. Todos los vehículos salvo los nuestros lucen la insignia de la palmera y la esvástica del Afrika Korps sobre la carrocería. A Dios gracias, el polvo y la penumbra del alba nos ofrecen cierta protección. De repente, la columna empieza a aminorar la velocidad. La policía militar alemana ha establecido un control. Con gestos de los brazos, sus hombres indican a las unidades dónde deben parar.

—Están acampando.

—Pues acampemos con ellos. Busca un lugar.

Ahí vienen los carros de combate que habíamos oído antes. Los vemos cuando la niebla empieza a levantarse, avanzando en columna sobre la tierra llana del sur. Treinta, cuarenta, cincuenta de ellos. Justo delante de nosotros, los suboficiales del Afrika Korps han desmontado y están seleccionando sus posiciones. Los camiones y los transportes de artillería maniobran mientras los hombres empiezan a atrincherarse. Aparecen los cañones anticarro: los enormes y aterradores 88 y los achaparrados y letales Pak 38, tirados por camiones y vehículos semioruga.

Buscamos un lugar donde podamos mezclarnos con ellos.

—¿Ahí? —pregunta Punch.

La dotación de una ametralladora Spandau se nos adelanta.

—A la izquierda.

Más infantería que se atrinchera.

—¡Ahí!

Aparcamos entre dos lomas.

—¿Y ahora qué? —pregunta Oliphant.

—Les seguimos el juego.

Desmontamos. Todo lo que hacen las tropas de Rommel lo hacemos nosotros también. La dotación de un mortero acampa cien metros detrás de nosotros: un puesto de ametralladora aparece en nuestro flanco, a cincuenta metros. En cuestión de minutos las dos unidades están convenientemente atrincheradas. Delante, la dotación de un 88, con la ayuda de un transporte semioruga y un camión de municiones de tres toneladas, está excavando una trinchera para el cañón y preparando redes de camuflaje. Nosotros sacamos también nuestras redes. Huelo a salchichas. Punch señala.

—Mire eso, señor. Esos bastardos están preparando el desayuno.

Huele a gachas y a sucedáneo de café. Los alemanes, vemos, utilizan para freír los mismos fogones de arena y gasolina que nosotros.

—Haz lo mismo que ellos, Punch.

—¿Señor?

—Que prepares algo. Actúa con naturalidad.

Lo que nos mantiene a salvo en medio del campamento enemigo es el tipo de uniformes que ambos ejércitos utilizan en el desierto: gabanes y pantalones caqui para el frío, gorras con visera, pañuelos y gafas para la arena. Además, los dos bandos han capturado y utilizado tal cantidad de vehículos enemigos que la presencia de nuestros Chevrolet resulta tan poco sorprendente como la del resto de los Ford, Mack y Marmon-Herrington que pasan a nuestro lado por todas partes. Nuestros vehículos se parecen a los suyos y los suyos a los nuestros.

Sin embargo, estamos aterrorizados. Por alguna razón, el hecho de que nos descubran nos da más miedo que caer en acción. Pero entonces el miedo se ve reemplazado por la teatralidad casi absurda de la situación. Nos sentimos como escolares haciendo una travesura. Conforme pasan los minutos y seguimos friendo nuestro beicon sin que ningún enemigo repare siquiera en nosotros, sentimos que nos invade una especie de exultación.

—¿Me atrevo a hacer de vientre? —dice Grainger. Y se atreve. Se lleva una pala «a dar un paseo» entre nuestra posición y la del 88, doscientos metros más allá.

A las 06.30 en punto comienza el bombardeo británico. Evidentemente, ésa es la razón del repliegue alemán. Los primeros obuses caen sin causar daños sobre el desierto vacío, pero luego empiezan a avanzar hacia el oeste, donde estamos nosotros. No se trata de cañones ligeros del 25, sino piezas más serias de artillería media y pesada. Nadie se mueve. El enemigo se ha atrincherado y parece decidido a mantener la posición.

—¡Maldición! —refunfuña Punch—. ¿Cuánto tiempo cree que van a quedarse sentados esos héroes?

Tengo otras preocupaciones. Está claro que este repliegue alterará la posición de Rommel… y la de Jake, Nick y los equipos del SAS. Mi misión era montar una posición que cubriera la retirada de nuestros hombres. Ahora eso ha cambiado. ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo podemos ayudar? Es evidente que el plan A ha quedado obsoleto.

Llamo a Grainger y a Oliphant con el brazo.

—Preparados para moverse. Que parezca oficial, como si hubiéramos recibido órdenes. Salimos en tres minutos.

Grainger se detiene.

—¿Y adónde vamos?

—No tengo ni idea.

Me estoy volviendo hacia Punch para repetir estas instrucciones cuando un Kübelwagen con un suboficial del Afrika Korps a bordo llega hasta la posición del 88 y ordena a la dotación que desmonte el cañón y se prepare para ponerse en marcha. A continuación viene hasta nosotros y repite la misma orden desde lejos. A lo largo de toda la línea, los alemanes están preparando los armones de los cañones y arrancando los motores.

—Es hora de levantar el campamento —dice Oliphant.

La posición entera se va a desmantelar y replegar.

—¡Por mis pelotas! —exclama Punch—. Parece que al final los hunos no son tan estúpidos como pensaba.

Veinte minutos más tarde, nuestros camiones avanzan hacia el norte en medio de una columna de 88 tirados por semiorugas blindados. Tras cruzar un cerro, Punch levanta una nalga y expele una sonora ventosidad.

—¡Maldición! —dice—. Ya hasta me pedorreo como los boches.