Jake supervisa personalmente la descarga de los dos camiones que irán a South Cairn. Acaba de amanecer. Ordena que toda la munición y los explosivos sobrantes se transfieran a su propio vehículo, tanto para ahorrar peso como porque sabe que él podrá darles mejor uso que nosotros. Repasa con el sargento Wannamaker y conmigo las señales de reconocimiento y las rutas hacia el punto de encuentro, un lugar llamado Garet Chod, donde volveremos a reunimos con la patrulla cuando regresemos de South Cairn. Tenemos cinco días para llegar hasta allí. Nos asigna el combustible justo para llegar, y unos pocos litros de sobra.
—Esto os servirá de incentivo —dice sin el menor asomo de humor. Necesita todo el combustible para la operación principal. Pero en el último momento, mientras esperamos a que salga el sol, Nick Wilder y el sargento Kehoe nos pasan en secreto un par de latas alemanas llenas, que guardamos en la parte trasera del camión, junto a la rueda de repuesto que hay detrás del asiento del jefe de la patrulla.
La dotación del Te Aroha IV está formada por Punch, Standage y yo mismo. Oliphant y el artillero del SAS, Pokorny, permanecerán con el grupo principal, en parte para ahorrar y en parte porque Pokorny no querría perderse la acción. La dotación del camión de la radio la componen Wannamaker, Grainger y Durrance. Jake se ha quedado con Mars, un ametrallador extraordinario. Nos preparamos un desayuno a base de beicon, galletas, melocotón en almíbar y té con azúcar y leche, y nos ponemos en marcha en cuanto el sol está lo bastante alto para proyectar una sombra sobre la brújula solar.
La navegación en el desierto es igual que en el mar. Como el paisaje apenas tiene hitos reconocibles, debes usar el cielo para orientarte. Los viajeros del desierto emplean las mismas técnicas que los marinos: la brújula y las estrellas cuando estás en movimiento; el sol y las estrellas cuando estás parado. Standage es nuestro navegante; Punch se encarga de las armas. Yo conduzco. La brújula solar es un disco de unos ocho centímetros de diámetro, dividida en 360 grados y montada horizontalmente sobre el salpicadero, entre el conductor y el navegante. En el centro del disco se alza una fina varilla de metal que proyecta una sombra, como en un reloj de sol. El navegante alinea el disco de modo que la sombra caiga en la dirección deseada. Cada media hora ajusta el disco unos pocos grados para compensar el movimiento del sol por el cielo. El trabajo del conductor consiste en mantener el vehículo recto para asegurarse de que la sombra no se mueva. No es tan sencillo como parece. Standage, un navegante de primera, ha aprendido con Mike Sadler —el mejor de todos los tiempos, según me han dicho—, quien se dirige ahora mismo hacia el norte con el capitán Mayne. Lo más complicado de orientarse en el desierto utilizando las estrellas es que el terreno nunca es completamente plano. No se puede mantener el rumbo tan fácilmente como en el mar. En el desierto, el navegante tiene que compensar mental y matemáticamente los desplazamientos de su camión al sortear las colinas, las marismas salinas, los wadis y las hileras de, dunas. Un grado de desviación en un trayecto de ciento cincuenta kilómetros son cinco kilómetros de distancia con respecto a tu objetivo. Algo que puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Standage permanece pegado a la brújula, el velocímetro y el reloj. X minutos avanzando hacia Y a una velocidad Z equivale a nuestra posición actual, más o menos. Cada vez que me desvío medio grado me fulmina con la mirada.
—Las ruedas son el principal problema —dice Punch una vez que paramos para reparar un pinchazo e igualar la presión. El calor del sol y la fricción del avance por una superficie como ésta, tan caliente como un horno, hacen que se expanda el aire de las cámaras. La presión aumenta, pero no de manera uniforme: un neumático puede estar a 40 y otro a 60. Standage cuenta los segundos para el arranque. Espero, con el pie sobre el acelerador.
—Ahora —dice, y nos ponemos en marcha. En el camión de la radio, el sargento Wannamaker lleva su propio cuaderno de navegación; con lecturas de rumbo, tiempo y distancia.
Nunca había visto un terreno tan plano. Es como conducir sobre una superficie de linóleo. La monotonía de la región anula totalmente la sensación de velocidad. El tiempo se vuelve elástico; los minutos parecen horas y viceversa.
Le hablo a Standage sobre Einstein. Relatividad. En la universidad di un curso de Teoría Especial.
—Un hombre va en un ascensor que está cayendo a la velocidad de la luz. Lleva en la mano una linterna eléctrica con la que apunta hacia el suelo. Y ahora la pregunta: cuando el hombre enciende su linterna, ¿a qué velocidad baja la luz hacia el suelo?
—La de la luz multiplicada por dos —dice Standage.
Le digo que ésa fue también mi respuesta. Pero no, nada puede viajar más rápido que la luz, aunque esté moviéndose a la velocidad de la luz.
—Joder —exclama.
Seguimos adelante. Ahora, la llanura se ve interrumpida por cerros de basalto, cuyos flancos ha ido tapizando el viento con largas cuestas de arena. Para evitarlas no describimos giros amplios y suaves, sino cambios de dirección bruscos, geométricos —lo que se llama «trazar cuadros»—, para no comprometer la exactitud de las lecturas. Treinta kilómetros más tarde, los cerros se vuelven más altos y más abruptos, y forman barreras que debemos explorar en busca de grietas y collados bajos. La velocidad y la dirección cambian constantemente. La fatiga empieza a pesar. Es imposible saber cuál es tu temperatura corporal cuando sopla una brisa permanente y la humedad ambiental es casi nula. Probablemente el cerebro se nos esté cociendo debajo de los turbantes árabes que nos hemos confeccionado con harapos y jirones de tela. Oigo el chapoteo de la gasolina en las dos latas alemanas que nos dieron Nick Wilder y el sargento Kehoe, justo detrás de mi asiento. Mi mirada permanece clavada en la brújula. En un desierto tan liso y vacío como éste no es necesario mirar al frente. Estoy revisando mentalmente el tiempo y el combustible. Doscientos cincuenta kilómetros hasta South Cairn, a razón de treinta kilómetros por hora, son cerca de ocho horas. Salimos a las 08.15. Sumando la hora de descanso al mediodía y otra media para hervir el agua a la hora del té, deberíamos de estar aproximándonos a nuestro destino hacia las 17.45. El 29 de septiembre el sol se pone a las 18.51. Eso nos da una hora de luz para explorar la zona. Mi pie pisa el acelerador.
—Señor.
Es Standage, que ha reparado en que he acelerado.
—Lo siento. —Reduzco la velocidad.
—Puede darle más gas. Sólo tiene que avisarme primero.
A las diez el sol está en lo alto del cielo. Es imposible explicarle el calor del desierto libio a alguien que no lo haya experimentado. Es como una fiebre sobrenatural; un calor como el que uno esperaría encontrarse en Venus. Hemos encontrado un camino usado hace años por los italianos. Se desvía en dirección suroeste, hacia el oasis de Kufa, pero Standage cuenta con los datos de los mapas trazados por anteriores patrullas del LRDG así que, me asegura, podemos utilizarlo sin echar a perder nuestros cálculos. El camino está formado por dos pistas paralelas. Unos mojones de hierro marcan la ruta a intervalos de un kilómetro. Pasamos velozmente frente a ellos bajo una calina cada vez más intensa. Algo pequeño y redondo descansa en el minúsculo cuadrado de sombra que cada señal tiene a los pies.
—¿Qué es eso, Punch?
—Pájaros.
Parpadeo.
—Esos pequeños bribones cruzan este infierno en sus migraciones. Ésos son los débiles, los que no lo consiguen. Están perdidos —me dice—. Se posan y esperan a que les llegue la muerte. Luego se los lleva el viento.
El cuaderno de Standage registra una velocidad superior a los ciento treinta kilómetros por hora. Estamos rodeados de espejismos. En el camión de la radio, Wannamaker está esperando a que hagamos la parada del mediodía. La sombra en las brújulas es demasiado corta para continuar.
Paramos en el centro de una hondonada poco pronunciada donde el sol es tan intenso que el aire mismo riela. El calor ya no es venusiano; ahora es mercurial. No creo que ni la superficie del sol esté tan caliente. Los espejismos son tan intensos que podría pasar una división acorazada a un kilómetro de distancia y no la veríamos. Durante las últimas dos horas no hemos pensado en otra cosa que en el trago de agua que tomaremos al parar. Los hombres despliegan las lonas para protegerse del sol y se ponen a trabajar.
El cometido de Standage es fijar la posición de la patrulla «apuntando al sol» con el teodolito. Grainger lo ayuda con el cronómetro. Son técnicas básicas de navegación náutica, y funcionan. Punch se encarga de revisar el agua, las lonas que cubren las armas y las mantas que tapan los asientos y el volante para protegerlos del calor del sol. Mi tarea como conductor es inspeccionar el motor y los neumáticos, el aceite, el agua, los radiadores y las correas. Con este calor, el caucho se funde y el metal se expande de tal modo que te obliga a revisar cosas que serían irrelevantes en los climas templados. Las llantas de los neumáticos se desgastan; las barras de acople se doblan; los amortiguadores se salen de sus fijaciones. Hay que revisar cada junta para asegurarse de que sigue siendo estanca.
Cuando termino, voy a ver a Wannamaker, Grainger y Durrance para asegurarme de que va todo bien y para estirar las piernas. La radio número 11 está montada detrás de la cabina, en un compartimiento externo situado en el flanco derecho del camión: tiene un tablero retráctil que se puede utilizar para escribir. Wannamaker y Durrance despliegan y erigen los postes de la antena. Una vez montada, Grainger llama a Jake. Su patrulla también ha parado. Las señales cifradas se envían por telégrafo. «Uno siete» significa «estamos bien y hemos parado». Grainger envía el mensaje en menos de un segundo. Al cabo de un instante llega la respuesta: «nueve nueve», es decir, «mensaje recibido, sigan adelante», seguido por «nueve», es decir, «no hay más instrucciones». Los postes vuelven a sus soportes, a un lado del camión. Grainger desengancha los cables de la antena y los guarda.
Nos refugiamos a la sombra de los camiones. El termómetro de Punch marca 53 grados.
—No está tan mal —dice.
—Vaya —dice Standage—. ¿Qué es eso?
Dos pájaros se han posado en la arena, junto a nuestra rueda delantera izquierda. De un par de saltitos se refugian a la sombra del chasis, donde los tres descansamos sobre una lona, apoyados sobre los codos. La llegada de estos visitantes nos anima; los pajarillos parecen ya inmunes al miedo. Cuando Punch les pone un tapón de cantimplora con agua se acercan a ella saltando por encima de nuestras manos.
—No quieres volver al calor, ¿eh, amiguito?
El segundo pájaro bebe de la mano de Standage.
Pero un minuto después, cuando volvemos a mirar, se han ido.
—Qué pena, ¿no? —dice Punch.
Los dos camiones están aparcados uno junto al otro para que las dos dotaciones puedan hablar sin necesidad de salir al sol.
Comento nuestra posición con Wannamaker y Standage. Ciento treinta kilómetros hasta South Cairn. Si nos ponemos en camino sobre las 13.00 y mantenemos una velocidad de cerca de treinta kilómetros por hora, deberíamos llegar a nuestro objetivo con más o menos una hora y media de luz por delante. He decidido anular la parada para el té. Les planteo la idea de que cuando reanudemos el viaje; avancemos a la máxima velocidad posible sin recalentar los motores.
—Lo que perderemos en combustible lo ganaremos en minutos de luz. No quiero andar a tientas en la oscuridad, buscando latas de combustible enterradas debajo de unas rocas. ¿Estamos de acuerdo?
Grainger se nos acerca con unas latas de carne de buey, que nos pasa con un guiño y una mueca.
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¿Realmente podemos comer carne con este calor?
Grainger pincha su lata con el cuchillo para romper el vacío. Coge el abrelatas, sujeta con él la punta de la tira metálica de apertura y luego circunvala el ecuador de la lata hasta que la parte inferior, que con este fin es más ancha que la superior, sale sola. Le da un golpecito con el dorso de la mano y, con un ruido sordo, un bloque de carne gelatinosa y rosada cae sobre el plato.
—Galletas. Carne. ¿Qué más puede necesitar un hombre?
Wannamaker está de acuerdo con mi idea de llegar lo antes posible al depósito.
—En el desierto, las cosas nunca están donde uno piensa. Y después de anochecer todo se complica. No sería la primera vez que una patrulla se lía a tiros con sus propios hombres.
A las 13.15 estamos preparados para irnos, pero el sol sigue demasiado alto para proyectar una sombra sobre las brújulas. Le digo a Standage que establezca el rumbo magnéticamente y nos ponemos en marcha de todos modos. En total, la demora nos cuesta media hora. El terreno se ha vuelto abrupto; estamos sorteando una serie de cerros de basalto. Cada desvío complica un poco más la navegación. Mi cerebro recalentado empieza a dar vueltas: ¿Y si no encontramos el depósito? Nos quedaremos sin combustible a novecientos kilómetros de nuestro lado del Mar de Arena y a más de quinientos de Jake y Nick. ¡Qué dependientes somos de estas frágiles y falibles máquinas! De repente me doy cuenta de que mis oídos pugnan por captar la menor irregularidad. Punch sonríe desde su asiento.
—Nunca se le presta tanta atención a un motor como aquí, ¿eh?
Me ha pillado.
—Le juro —me dice— que a veces puedo oír el tictac de cada taqué.
Sorteamos otro cerro.
—¿A qué se dedica en casa, Punch?
—A criar patos. Y en serio: cinco estanques; un criadero entero.
—¿Y quién lo está cuidando ahora?
—Mi hermano. La mujer. —Mientras habla, no despega un solo instante los ojos del cielo, por los aviones. Me cuenta que tiene tres hermanos alistados, uno aquí, en el RASC, y otros dos en la Marina. El último, en casa, exento del servicio, se encarga de llevar los asuntos de todos.
—¿Echa de menos su hogar?
—Prefiero no pensar en ese tipo de cosas, señor. Me volvería loco.
14.00 horas. El día se vuelve más caluroso a medida que desciende el sol. Sin yo pretenderlo, mis pensamientos vuelan a algo que me dijo Stein en el parapeto nocturno, durante la batalla de
Gazala, poco antes de que lo mataran. Me preguntó si seguía teniendo el sueño de mi madre y el lago. Le contesté que sí, aunque últimamente con una curiosa variación:
La prenda de hierro ya no me pesa. Te acuerdas, ¿no? Tú decías que era una armadura. ¿Qué te parece? ¿Es un progreso?
Stein tiene una teoría sobre la evolución interna. Cree que los hombres maduran de arquetipo en arquetipo: de Hijo a Vagabundo; de Vagabundo a Guerrero y a partir de allí, si tienen suerte, a Amante, Marido, Padre, Rey, Sabio y Místico.
—Es posible —dijo mientras reflexionaba sobre la evolución de mi sueño— que tu viaje ya no necesite la armadura de un caballero, puesto que ya estás viviendo la vida de uno en tus propias carnes. —Señaló con un ademán los tanques y vehículos blindados que nos rodeaban—. Aquí ya tienes toda la «armadura» que puedes necesitar, ¿no? —Y se echó a reír—. Lo próximo sólo puede ser algo así como Asceta, Anacoreta o Renunciante.
Predijo que acabaría en el desierto profundo, otra metáfora. Pero ahora, me doy cuenta, estoy en él.
¿Habrá algo de verdad en eso? ¿Estará el alma gobernada por una arquitectura interior como ésa? Y, en caso de que sea así, ¿con qué fin?
Me saca de mis ensoñaciones el chasquido de una correa de ventilador que se desgarra. La aguja de la temperatura del agua sube al rojo. Paramos en seco y abrimos el capó. Wannamaker, doscientos metros a nuestra derecha, continúa durante cuatrocientos metros hasta una loma cercana, donde toma posiciones en un punto que le permite controlar toda la región y cubrirnos a nosotros.
Cuando nos reunimos con él, diez minutos más tarde, veo que se ha detenido junto a unas huellas de neumáticos cuyo aspecto no le gusta nada.
¿Alemanes?
—Coches blindados —dice—. Dos.
No sabe lo recientes que son las huellas. Podrían tener dos días o dos horas. Mientras tanto, nuestro camión de radio tiene sus propios problemas; en este caso un eje doblado, que hace que las ruedas delanteras se bamboleen violentamente. Si no paramos y lo enderezamos con unos martillazos, se pasará todo el viaje de vuelta reventando neumáticos.
—Ésa es la menor de nuestras preocupaciones —dice Punch. Está pensando en el combustible. Estamos veinticinco kilómetros al sur de South Cairn y nos quedan noventa minutos de luz solar—. Vamos a buscar lo que hemos venido a buscar.
Seguimos con cautela hasta nuestro objetivo. ¿Dónde está el depósito? Punch ha estado allí antes, lo mismo que Grainger. Los coloco en las cabinas, de pie. Avanzamos a muy poca velocidad, separados por cuatrocientos metros.
El terreno ha vuelto a cambiar: ahora es un zócalo de barrancos y torrenteras secas en el que convergen numerosas huellas de neumáticos, como un nudo de autopistas. Una línea de dunas bajas discurre de norte a sur. Me recuerda a la costa de Cornualles. ¿Nos habremos pasado de largo? Al cabo de veinte minutos, Grainger lanza un grito y señala una loma situada varios cientos de metros a la derecha.
Ordeno a los dos camiones que tomen posiciones detrás de unos cerros, al norte del lugar. No puedo enviar a Grainger; es demasiado valioso como operador de radio. Punch y Durrance se dirigen hacia la loma a pie. Apagamos los motores para poder oírlos.
En el desierto, al ponerse el sol, se levanta una brisa provocada por el enfriamiento del aire sobre la arena todavía tórrida. Si las huellas que vimos antes eran recientes, los coches blindados que las dejaron podrían estar en cualquier sitio.
Punch y Durrance buscan la señal del depósito. Ven algo y luego se pierden de vista detrás de una duna. Cuando vuelven a aparecer, Punch abre los dos brazos, con las palmas hacia arriba, como para decir que estamos metidos en un buen lío.
Se une a nosotros.
—Unos hijos de puta se nos han adelantado.
Llegamos allí mientras todavía hay luz. El depósito es una «L» de finas trincheras excavadas en el suelo rocoso y cubierta de arena y piedras. Hay unas sesenta latas alemanas, y más o menos el mismo número de las otras, pulcramente dispuestas en varias filas. Durrance pasa por delante de ellas golpeándolas con un palo. Vacía, vacía, vacía…
—Sólo quedan quince con gasolina.
Un rápido cálculo confirma que tenemos lo justo para regresar. Si no fuera por las dos latas que nos dio Nick Wilder, ni siquiera habría para eso.
Esos bastardos podrían haber tenido al menos la decencia de dejar una nota —dice Grainger—. Aunque por lo menos tenemos algo para cenar —añade mientras levanta los seis tarros de miel palestina que ha encontrado. Dejamos nuestro diésel en el depósito. El combustible podría salvarle un día la vida a alguien, aunque sea un enemigo.
—Quien se haya llevado la gasolina —apunta Wannamaker— podría seguir por aquí.
Nos miramos.
—Llenad los depósitos —digo—. Y en marcha.
El desierto se vuelve muy oscuro antes de que salga la luna. Eso nos viene de perlas. Las huellas y el depósito saqueado nos inquietan a todos. Lo de menos es que los saqueadores sean los alemanes, los italianos o nuestros tommies y kiwis; en la oscuridad, cualquiera que nos vea abrirá fuego.
Partimos hacia el norte por un camino diferente. El camión de Wannamaker revienta dos neumáticos por culpa del eje doblado. Finalmente, cuando sale la luna, podemos parar para arreglarlo. El ruido debe de oírse a treinta kilómetros de distancia. Seguimos con lentitud. La noche se va cubriendo de escarcha bajo unas estrellas que proyectan la luz justa para avanzar. Vamos embozados en pasamontañas, bufandas y gabanes, con las camisas de manga larga y los jerséis debajo. A las 22.00 acampamos. Nada de fogatas. Comida fría. Llevamos catorce horas conduciendo. Una doble ración de ron consigue reavivarnos. Montamos la antena y tratamos de contactar con Jake. Es demasiado tarde. Habrá sintonizado las emisoras de Londres y el Servicio de Ultramar. Las diez en Libia son las nueve en casa. Ponemos la BBC nosotros también. La voz de barítono de Alvar Lidell grazna por los auriculares de Grainger, colocados como unos pequeños altavoces sobre la superficie retráctil que utiliza para escribir. Standage y Grainger apuntan a las estrellas con el teodolito. Le pregunto a Standage con qué exactitud puede llegar a determinar nuestra posición.
—¿Juega usted al golf?
—Un poco.
—Pues digamos que es como golpear con un hierro nueve.
No hay peligro de ataque aéreo, así que los camiones permanecen juntos, con todas las armas bajo las lonas. Desplegamos unas mantas, cavamos unos agujeros y extendemos los sacos de dormir sobre la roca.
De repente, en la distancia, un motor.
Todas las manos vuelan a las armas. Quitamos las lonas, retiramos los seguros, amartillamos. Oigo el ruido que hace la respiración de Punch al salir por la nariz.
El sonido del motor remite.
Silencio.
—Demonios —dice Durrance.
Nos relajamos. Dos minutos después vuelve el sonido del motor. Todas las manos vuelven a saltar.
De nuevo es un fantasma.
—Maldito sea este sitio. ¿Qué demonios pasa aquí?
Durrance y Standage cogen las ametralladoras y las bajan de los camiones aguzando los oídos al máximo. Los demás nos quedamos junto a las Vickers y las Browning, atentos como perros.
—Ahí —dice Punch.
Se acerca sin hacer ruido a la compuerta trasera del camión.
—Es la condenada jarra de ron.
Nos reunimos a su alrededor.
El viento, al soplar alrededor de la jarra de cerámica, hace un sonido idéntico al del motor de un camión.
Llamo a Durrance y a Standage con un silbido. Estamos todos dos veces más nerviosos. Nos tumbamos, pero no podemos dormir. Poco a poco el nerviosismo nos va carcomiendo por dentro. Hacia el norte, el terreno es llano: no hay wadis ni hondonadas en los que esconderse.
—Vámonos —digo—. Quiero alejarme lo más posible de este lugar.
Nos ponemos en marcha con las luces apagadas, utilizando la estrella polar para orientarnos. ¿Qué más da lo cansados que estamos? Si esos coches blindados nos encuentran nos harán picadillo. Yo abro la marcha, con Wannamaker cien metros por detrás y a un lado, para que no choquemos si nos extraviamos en la oscuridad. Cada veinte minutos intercambiamos nuestras posiciones. Los camiones recorren diez kilómetros, luego veinte. Entonces empezamos a ver luces.
¿Faros? ¿Estrellas?
—¿Las veis?
Todos las vemos, pero ninguno de nosotros se fía ya de su imaginación. Las luces se desplazan a velocidad constante en dirección noroeste, a nuestra derecha, paralelas a nuestra ruta. No tiene sentido. Si un enemigo nos estuviera siguiendo, lo haría con las luces apagadas. Tiene que ser un fantasma. Coloco mi camión en paralelo al de Wannamaker, a quince kilómetros por hora. Los dos llevamos los prismáticos. Las luces están a dos mil metros de distancia. Justo el alcance de nuestras ametralladoras.
—Aceleremos —digo.
Las luces permanecen con nosotros.
Aminoramos. Las luces no se marchan.
Entonces aparece un segundo grupo. Más alejado, pero también paralelo a nosotros.
—Vamos a por esos maricas —dice Punch—. Vamos a buscarlos.
Lo prohíbo. Incluso es posible que las luces no sean reales. Podrían ser un fenómeno atmosférico. Es lo que me hace creer su forma de imitar nuestros movimientos.
—Están acercándose —dice Standage.
—Atención todos —advierto—. Mucha calma.
Ordeno que ambos cambiones giren hacia el flanco, alejándose noventa grados de las luces. ¿Nos seguirán? Todas las miradas se dirigen hacia allí.
—¿Dónde está Wannamaker?
¡Hemos perdido el camión de la radio!
Freno y apago el motor. Escuchamos. En el frío, un camión no queda en silencio instantáneamente. La suspensión y la carrocería gimen y chirrían.
—No oigo absolutamente nada, maldita sea —dice Punch.
Una forma.
El ruido de un motor.
Punch quita el seguro a su arma.
Es Wannamaker.
—¡Malditos cretinos! —sisea Durrance desde su camión—. Casi os hacemos papilla.
Ambos camiones empiezan a vomitar maldiciones.
—¡Silencio todos! —Estoy furioso. Profiero un chorro de blasfemias contra los hombres de los dos camiones, Wannamaker incluido. Los hombres se me quedan mirando. Técnicamente, ni siquiera soy su comandante. No tengo derecho a tratarlos así. Pero todos parecen responder de manera positiva a mi estallido. Lo que puedo asegurar es que a mí sí me ayuda. Cuando termino, tengo los nervios templados y la mente clara.
Lo que más me preocupa de las luces fantasmales es la posibilidad de que sean los faros de algún camarada. Otra patrulla en una misión diferente.
Entablar combate con una fuerza desconocida en la oscuridad es una locura. Pero no podemos seguir así; vamos a volvernos locos.
Giramos de nuevo hacia el norte. Las luces aún nos siguen. Es demasiado.
—Muy bien —digo—. Vamos a liquidarlos.
Posiciono los camiones con los flancos hacia las luces, separados entre sí por cincuenta metros. Nos aproximaremos en diagonal hasta que nos encontremos a mil quinientos metros y entonces abriremos fuego con las Vickers y las Browning. Las armas disparan una trazadora cada cinco balas. A mi orden, abrimos fuego; a mi orden, dejamos de disparar.
—Hacedlos pedazos.
En el mismo instante en que las ametralladoras abren fuego, cambia todo. La transformación obrada en el espíritu de los hombres es inmediata y milagrosa. El formidable estruendo que escupen las bocas de los cañones, el humo, las cintas de munición que van engullendo las Browning, el aullido de los tambores de las Vickers, las grandes parábolas de dos mil metros que describen las trazadoras; el tintineo de los casquillos usados al caer sobre el suelo de los camiones y las satisfactorias sacudidas que experimentan los vehículos a causa del retroceso. La iniciativa borra todo rastro de irresolución.
—¡Alto el fuego!
¿Está respondiendo el enemigo? Al deslumbrante resplandor de los destellos de nuestras ametralladoras no hemos visto absolutamente nada. ¿Hay alguien ahí fuera?
Las luces han desaparecido. Ninguno de nuestros hombres está herido.
La Browning de Punch lanza una última ráfaga, por si acaso.
—¡A ver si los hemos alcanzado!
En absoluto.
Ordeno que los camiones pongan rumbo al norte. Conducimos durante toda la noche, orientándonos por las estrellas y la presencia de las dunas periféricas del Mar de Arena, a nuestra derecha. Varias veces me parece oler a gasolina derramada, pero lo achaco a mi imaginación, como las luces fantasmales. Dos horas después del amanecer, cuando finalmente nos reunimos con los camiones número 3 y número 5 de Jake, al cargo del sargento Thoroughgood (que nos han estado esperando en el aeródromo 210, en el desfiladero entre los mares de arena de Egipto y Kalansho), inspecciono las latas de gasolina que llevamos detrás del asiento del conductor. Sendos balazos han atravesado limpiamente la parte superior de cada una de ellas.