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Ya llevamos tres días en el Mar de Arena. Las dunas son tan altas como edificios de treinta plantas; pasamos entre ellas con nuestros ruidosos camiones, con las ruedas medio hinchadas para conseguir tracción y el acelerador pisado a fondo. Es como escalar montañas de azúcar. Nos deslizamos por unas superficies de geometría tan frágil que se desgarran como la seda al menor maltrato. Diez veces al día tenemos que sacar los vehículos de la arena, bajo un sol que quema como una fundición y un aire que abrasa los pulmones.

He decidido transformar mi diario en una especie de carta continua para Rose. Tampoco es que tenga muchas alternativas, puesto que no podré enviar nada por correo hasta que regresemos. El Mar de Arena está a la altura de su reputación. El terreno recuerda a la superficie de Marte: desprovisto de toda vida, perfectamente geométrico, modelado únicamente por las fuerzas del viento, la gravedad y el tiempo. Una vez que estás dentro, el paisaje captura por completo tu atención. Estar sobre la cima de una duna, en cuyo costado el viento levanta un penacho de arena, contemplando una eternidad formada por fila tras fila de dunas de tonos pastel, debe de asemejarse mucho a lo que sintió George Leigh Mallory en la cima del Everest, si es que alguna vez llegó allí. Luego bajas deslizándote hasta la depresión que separa las crestas —y deslizarse es la palabra correcta, puesto que un descenso en el que las ruedas no sirven de nada y el volante es incapaz de alterar tu curso un solo milímetro se parece más a lo que hace un esquiador que un conductor— y la emoción pasa de ser una exaltación sobrenatural a algo profundo, maternal y encapsulado. Te sientes a salvo. Al tocar el fondo de la depresión, cuando tus ruedas encuentran asidero al fin en la superficie arenosa pero lisa, y recuperas los sentidos del oído y el tacto con el gruñido del motor, y sientes que los pedales vuelven a responder, te envuelve una sensación de liberación que es prehistórica, primordial y ultraterrena. Entiendes por qué los hombres santos se retiran al desierto. Las grandes dunas parecen absorber y concentrar una inmensa energía cósmica sobre el bulevar por el que avanzas en ese momento. Es algo hipnótico. Para contrarrestarlo, nuestros hombres recurren a su yo más soldadesco y profano. Los neozelandeses, hombres serios donde los haya, maldicen y mascullan. Revolucionan los motores y hacen gruñir la caja de cambios. Las órdenes se imparten a gritos y se organiza un buen revuelo cada vez que paramos para reagruparnos, reorganizarnos y hacer las oportunas reparaciones. Los tramos llanos entre las dunas pueden tener entre tres y cinco kilómetros de anchura. Los muchachos aumentan la presión de las ruedas de 10 a 40 (más tarde, cuando lleguemos al serir de grava dura, volverán a subirla a 60); los conductores y mecánicos se introducen bajo los vehículos para sacar la arena, que se ha introducido por todos los agujeros y escondrijos, ha desalojado el lubricante y ha pulido la parte interior de los ejes de tracción como si los hubiéramos frotado con un estropajo de acero.

Durante todo el día seguimos las huellas de las patrullas que nos preceden. Los grupos tratan de mantenerse unidos, pero es imposible. Inevitablemente, los más veteranos dejan atrás a los novatos. A mediodía del tercer día, las compuertas traseras de los camiones de Jake y Nick se han perdido de vista tras los inmensos abultamientos de arena. En la patrulla T3 los pilotos van cambiando tratando de encontrar a los más capacitados para enfrentarse a las dunas. Punch parece poseer un don innato. Reemplaza a Oliphant. A Holde, a los mandos del jeep de Collier, se le da bastante bien, pero Marks, en el tercer Chevrolet, no consigue hacerse con ello, mientras que Hornsby, en el camión Breda, está estableciendo nuevos récords de accidentes y contratiempos. Miller, el enfermero, acaba sustituyéndolo. Yo reemplazo a Punch cuando empieza a cansarse. Me alegra poder contribuir. De este modo me siento menos como un pasajero. El segundo día, cuando paramos a mediodía, Standage me enseñó un truco para refrescarse: un golpe de ron con agua y polvo de lima en un plato llano.

—Póngalo aquí —dice mientras coloca el cóctel sobre un neumático, a la sombra del guardabarros—, donde le dé la brisa. —Y, en efecto, cinco minutos después, tenemos una bebida asombrosamente fresca. Standage la bebe con la delectación de un coronel al borde de la piscina del Club Deportivo de Gezira.

Mis informes rezan lo mismo cada noche: «Infranqueable para TM».

Los transportes a motor —lo que quiere decir blindados y artillería— no pueden cruzar el Mar de Arena. Incluso nuestros camiones, especialmente acondicionados, tienen grandes dificultades para hacer frente a este terreno, y si lo consiguen es mérito exclusivo de la habilidad y la paciencia de sus dotaciones

Por delante, las formaciones de Jake y Nick se han separado. No les queda otro remedio para no pasar sobre la arena que han removido y debilitado los camiones de las patrullas que han pasado delante. La búsqueda de terreno firme obliga a los vehículos a desplegarse en abanico. Tras la estela de Jake y Nick, pasamos junto a dunas cuya arena removida revela que algún camión quedó atascado y hubo que sacarlo. La tercera noche nuestra patrulla acampa a solas. Llevo todo el día esperando el momento con impaciencia, pero ahora, cuando nos detenemos, me invade una sensación aterradora. Las mismas dunas que ayer me parecían tan acogedoras y maternales se me antojan ahora espectrales, sobrenaturales. Nadie más parece sentirlo. Los hombres trabajan con vigoroso denuedo: no tardan en montar un campamento de primera. Estamos en un valle, entre moles de arena de setenta metros de altura; un estrecho camino discurre alrededor de una en dirección nordeste y de otra en dirección sureste; es como estar sentados en el fondo de una botella.

Siento claustrofobia. El mundo se ha transformado en un paisaje lunar y, con la caída de la noche, helado. Es como estar en otro planeta, en un lugar hostil, como si te hubieras alejado tanto de tu mundo que fuera imposible regresar. Siento la respiración entrecortada y el corazón alborotado. ¿Qué me pasa? Los demás están bromeando y charlando de tonterías. Hay tres fogatas encendidas. Y para empeorar aún más las cosas, un lamento sobrecogedor se alza entonces detrás de una de las dunas. Nunca había oído nada tan fantasmal. Miro de soslayo a Pokorny, el sargento del SAS; él también lo ha oído. El sonido asciende, se apaga y luego regresa redoblado. ¿Motores? ¿Voces humanas?

—¿Qué demonios es eso? —pregunta Pokorny.

—La arena —dice Grainer con toda normalidad, mientras se acerca desde el camión de la radio y se sienta apoyando la espalda en la rueda trasera derecha del de armamento—. Cuando el día ha sido ventoso, como hoy, pero el viento cesa al llegar la noche, los granos superficiales se posan y se restriegan unos con otros.

—¿Eso es lo que hace ese ruido?

—Da miedo, ¿eh?

El viejo veterano suelta una risilla al ver lo asustados que estamos los novatos.

Al otro lado de la fogata, Punch sonríe y me señala.

—Tomemos el ejemplo del señor Chapman. Tan contento como una almeja, aquí en el Mar de Arena. ¿No es así, señor? ¿No se alegra de haberse librado del ejército regular? Fatiga, instrucción, desfiles en cuanto uno se descuida, y siempre algún maldito marica esperando la ocasión de echársete al cuello sólo porque te has abrochado mal un botón o las costuras de los pantalones cortos no están bien. Antes de llegar aquí, serví con la Segunda Neozelandesa en la operación Battleaxe. El desierto parecía el condenado Piccadilly en hora punta: camiones cisterna, cañones, tanques y transportes por todas partes. ¡No como aquí! ¡Esto sí que es vida! —Hace un ademán en dirección a las interminables dunas y el cielo—. Sin oficiales…, o al menos sólo los más decentes, tipos que saben cómo son las cosas. Sin nada que te moleste, aparte de algún que otro escorpión en la bota o una víbora negra que se te mete por el culo mientras duermes.

Al cuarto día tengo la ocasión de hablar un momento a solas con el sargento Collier. Es mediodía y los camiones están parados, esperando a que el sol abandone su cénit. Hemos coronado a pie una duna tan alta como un rascacielos y estamos en la cúspide, observando el paisaje con los prismáticos, buscando las huellas de Jake o las de Nick. Me ofrece un cigarrillo. Resulta que su cumpleaños es el 17 de septiembre, el mismo día que el mío. Antes de la guerra, me cuenta, era tasador agrícola. Su esposa se llama Nola (abreviatura de Eleanor) y tienen tres hijas. Se presentó voluntario para la 2.a División Neozelandesa y desde allí para el LRDG. Es uno de los voluntarios originales que llevan aquí desde el principio, cuando el coronel Bagnold formó la unidad.

—Entonces se llamaba LRP, Long Range Patrols (Patrullas de Largo Alcance).

Me fijo en sus gruesos antebrazos pelirrojos cuando levanta la pitillera para encender el mechero. En uno de ellos lleva escrita la palabra «Cocoliso» sobre un dibujo de Popeye, Olivia y su hijito. Es un dibujo que la mayor de sus niñas, Susannah, le hizo poco antes de que embarcara.

Lo admiro. Pienso en Rose y en nuestra vida futura. En cierto modo, Collier encarna todo lo que yo querría ser: un tipo de una pieza, decente y honrado, sin dobleces.

Pasamos toda la tarde coronando duna tras duna, ejecutando giros de noventa grados al llegar a la cima y deteniéndonos una vez allí para escudriñar las arenas con los prismáticos. Jake y Nick siguen sin aparecer. Nunca había sentido un agotamiento así. Repetimos la misma maniobra una vez tras otra. Finalmente, cuando mi reloj marca las 1.600, nos deslizamos por la ladera de la última duna. Se acabó.

El Mar de Arena ha quedado atrás. Una interminable llanura de grava se extiende en dirección oeste. ¿Dónde están Jake y Nick? Collier y yo dividimos la patrulla en dos secciones de dos camiones y partimos en direcciones opuestas. La mía encuentra unas huellas justo antes del anochecer. Lanzo una bengala Verey para llamar a Collier.

Juntos seguimos las huellas en medio del crepúsculo. En estas latitudes anochece muy de prisa. Avanzamos a tientas, con las luces apagadas, por una planicie sembrada de piedras negras, de bordes afilados y grandes como manzanas. El camión de las armas ha perdido la tercera marcha y el de la radio, con un colector roto, avanza renqueante; pierde aceite a tal velocidad que cada quince minutos tenemos que parar para rellenarle el depósito. Collier y Punch se adelantan. Pasa una hora. Finalmente vemos un puntito luminoso, que se transforma en un destello, luego en una luz solitaria y, finalmente, se divide en dos, los faros del Chevrolet de Collier, que ha regresado para buscarnos. Las «manzanas» de la llanura se transforman en guijarros pequeños, interrumpidos a intervalos regulares por dunas bajas con forma de media luna. Los camiones de Jake y Nick han acampado en la base de una de ellas, alrededor de unas fogatas delimitadas con latas de gasolina viejas.

Nos reciben sin ceremonias. Uno de los cabos de Jake señala el lugar en el que ha aparcado el camión de Punch y donde debemos montar nuestro campamento. Collier pasa la orden: nada de té ni de comida hasta que nos hayamos encargado de los camiones, hayamos limpiado, engrasado y tapado las armas y hayamos vuelto a equilibrar el cargamento, que las constantes sacudidas habrán desorganizado como de costumbre. Sin perder un instante, sale a informar a Jake. Yo lo acompaño.

Espero una reprimenda por nuestra tardanza, pero Jake se muestra tranquilo. Nos ofrece té, pero Collier declina hasta que los hombres hayan podido tomarlo. Siento un inmenso alivio. ¡Lo hemos conseguido! El día podría haber terminado perfectamente en una calamidad. Pero aquí estamos, de una pieza y aún operativos.

Cuando llegamos a nuestro pequeño campamento, Oliphant nos sale al encuentro con cara de consternación.

—Estábamos repartiendo el cargamento para mañana…

—¿Qué pasa? —lo interrumpe Collier.

—… cuando nos hemos encontrado con los bidones de combustible de ciento cincuenta litros. Estaban debajo de una lona, ¿recuerdan?

—¿Qué sucede?

—Diésel.

A Collier le cambia la cara. Tres barriles de ciento cincuenta litros es más de la mitad de nuestras reservas de combustible. Los motores de nuestros camiones no pueden usar diésel.

Debimos equivocarnos en algún momento mientras cargábamos los bidones en El Fayum en la oscuridad

—¿Cuántos? —pregunta Collier.

—Tres de los cinco.

Siento que se me hace un nudo en el estómago. Tres barriles equivale a cuatrocientos cincuenta litros: alrededor de dos mil kilómetros. En otras palabras, la T3 no tiene combustible suficiente para llegar hasta su objetivo, y mucho menos para regresar.

—Fui yo quien cargó los barriles —digo—. Es culpa mía.