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Estoy asomado por encima del capó. El velocímetro marca 60. Hasta donde alcanza la vista, la llanura es tan lisa como una mesa de billar y tan blanca como un océano de sal. Las gafas no son necesarias. Los gruesos granos de arena que levantan nuestras ruedas se los lleva el viento antes de que lleguen a subir medio metro de altura. El aire que nos azota la frente es transparente. No creo que el propio Adán respirara algo más puro. Si fuera mediodía, estaríamos contemplando la superficie de un espejismo, con ondas de calor que se elevarían casi veinte metros en el aire. Pero los camiones no pueden viajar a mediodía; las sombras son demasiado cortas para orientarse con las brújulas solares. En lugar de hacerlo, los muchachos se tienden a la sombra de los camiones. El calor es tan intenso que evapora la humedad superficial de los globos oculares y absorbe el aire y el agua de los pulmones. Sin embargo, son las 09.00 y el día aún se aferra a los últimos vestigios de frescor. Avanzamos por una superficie tan lisa como el alquitrán. No hay un solo matorral, ni una sola roca a la vista. Una taza de té sobre la arena se vería desde ocho kilómetros de distancia.

Por encima del capó del Chevrolet diviso las patrullas T1 y R1, que marchan por delante de nosotros en tercera, seis camiones cada una, en formación diamante, precedidos por sus respectivos jefes en sus jeeps y separados unos de otros por si se produce un ataque aéreo. Hay doscientos metros entre cada vehículo y ochocientos metros entre cada patrulla. El jeep de Collier marcha adelantado. Desde la compuerta trasera veo los Chevrolets que nos siguen. Parecen torpederas en el mar. El reguero de arena que levanta nuestro camión se levanta como una estela; los dos camiones que marchan detrás de nosotros hacen lo propio. Nos divertimos como unos niños en el parque de atracciones más grande del mundo. Punch sonríe al volante.

—Es divertido, ¿verdad? —Lleva barba de dos días.

La ruta de la patrulla desde El Fayum ha sido: al sur hasta Beni Suef y luego, tras dejar a un lado las modestas pirámides de Hawara y El Lahun, por la carretera de Assyut. Se supone que nuestra partida debía ser un secreto, pero cuando atravesamos el bazar de Nazir El Wab, congestionado de gharries y carromatos de mulas, los muchachos que venden melones y dátiles en las callejuelas se encuentran a un lado de la carretera, esperando, como si supieran que veníamos desde hacía días. Las tres patrullas han juntado sus piastras y se las han entregado al sargento Kehoe, de la T3. El neozelandés se aprovisiona de huevos, dátiles, alubias y naranjas frescas mientras avanzamos a través de esta muchedumbre con la lentitud de un hombre a pie. Éste es el último lugar donde el papel moneda tiene valor. A las diez hemos salido de «los cultivos» y hemos dejado la civilización atrás.

Los hombres no están enterados aún de la misión. Se les informará en los próximos días, cuando Jake lo crea conveniente. Lo que todos saben es que no podemos tomar las rutas habituales hacia el interior del desierto. Las fuerzas de Rommel controlan el oasis de Siwa, la antigua base del LRDG. Desde allí, los alemanes pueden lanzar patrullas aéreas y terrestres a cientos de kilómetros a la redonda. Otras unidades enemigas han bloqueado físicamente las vías que parten de la depresión de Qattara o las cruzan con demasiada frecuencia como para arriesgarse a utilizarlas. Tendremos que alejarnos bastante en dirección sur, más allá del alcance de los aviones de patrulla del Eje, antes de virar hacia el oeste para tratar de cruzar las extensiones inhabitadas y teóricamente impenetrables del Gran Mar de Arena egipcio. Yo lo encuentro tremendamente emocionante.

Queridísima Rose:

Al fin estoy donde quería estar. Por insignificante que pueda parecer nuestra unidad desde el punto de vista numérico, por primera vez me siento como si formara parte de grandes cosas. Vamos a cruzar regiones de desierto que ninguna expedición motorizada, aparte de las patrullas del LRDG, ha atravesado jamás y vamos a ver cosas que pocos europeos habrán visto, si es que alguno lo ha hecho.

La carretera hacia el desierto se interrumpe de repente al final de un campo de melones. Hay un montón de piedras que sujeta una vieja señal metálica con el sello del Real Automóvil Club de Egipto: SIWA 500 KM.

La columna abandona la carretera. Ante nosotros se extiende sólo un camino de mala muerte. Lejos del río hace más calor. La temperatura sube cuatro grados y medio en solo cien metros y la sensación, poco estimulante, es que nos encontramos en un horno. Los camiones avanzan por el camino dando tumbos, aunque a buen ritmo. Estoy extasiado. Me dispongo a volverme para echar un último vistazo a la civilización. Punch me lo impide.

—No mire atrás, señor. Trae mala suerte.

El camino, una simple franja de tierra que te hace traquetear el cerebro en el cráneo y los molares en las mandíbulas, avanza en línea recta. Punch maneja el volante con habilidad. Encuentra la velocidad que nos permite ir superando una loma tras otra. Otros camiones se salen del camino buscando un terreno más liso. El viento sopla desde el sur, a nuestra izquierda, lo que hace que los vehículos se desvíen en esa dirección para evitar el polvo de los que lo preceden. Es emocionante la imagen de este ejército camuflado que avanza a unos vertiginosos sesenta kilómetros por hora.

Noventa minutos más tarde, en una formación llamada la Aguja de Roca, nos esperan el White de diez toneladas y el Mack NR9, cargados de combustible. A la sombra de la roca aguarda también un remolcador Bedford de gran tamaño, que lleva bajo unas lonas los cuatro coches del Afrika Korps que vi en El Fayum. Mi reloj marca las 11.00. Punch me indica que la temperatura es de casi cincuenta grados, aunque a mí no me parece tan alta. Los hombres se cobijan bajo los camiones pesados y toman un almuerzo a base de salmón enlatado, melones y berenjenas. El conductor del remolcador descarga los coches sin dejar que nadie lo ayude. Lleva guantes de soldador. Aun a pesar de las lonas, el metal está tan caliente que no se puede tocar sin quemarse. Los hombres miran las insignias con la esvástica y las palmeras del Afrika Korps, que los Kübelwagen exhiben sobre el capó.

—¿A por quién vamos, teniente? —me pregunta un soldado cuando paso a su lado, de camino a una reunión en el camión de Jake. Guardo silencio y sigo mi camino.

Aquella noche cenamos en un lugar llamado la Roca Champiñón, que, como cabe esperar, tiene precisamente forma de champiñón. Luego viene un largo día de viaje por arenas blandas y profundas, donde los camiones sufren una y otra vez esas desalentadoras y bruscas paradas que se producen al hundir el morro en la arena. Hay que usar constantemente las esterillas y las planchas. Es un trabajo agotador a cuarenta y cinco grados de temperatura, pero la moral de los hombres sigue alta. Lo llevan como si se tratara de un concurso —¿qué conductor se queda atascado menos veces?—, y cuando alguno de ellos sufre la desgracia, los demás se burlan de él con jovial tomadura de pelo.

Esta región es mucho más seca que la costa. La foto de Rose se arruga como una hoja en el fuego. Los lomos de los libros de bolsillo se retuercen; las costuras de las botas se agrietan y se rompen. No obstante, aún estamos muy lejos del desierto profundo. Hay indicios de presencia humana por todas partes. Cientos de huellas de vehículos cruzan la arena. Hay señales a los lados del camino: postes de hierro, montones de piedras, latas de gasolina llenas de arena para impedir que se las lleve el viento. Cada treinta y cinco kilómetros pasamos por delante de un depósito de combustible, provisiones, agua y piezas de repuesto. Aún no hemos tenido que utilizar los instrumentos de navegación, sólo seguir el camino y el polvo que levantan los camiones que nos preceden. El segundo día, a última hora, le pregunto a Collier dónde comienza el Mar de Arena.

—No se preocupe, Chap. Se dará cuenta cuando lleguemos.

Llevo un diario. Me ayudará a completar los informes que debo redactar, pero también lo hago para mantener en orden mis pensamientos. Aquí es fácil extraviarse mentalmente. Por la tarde de ese mismo día paramos en un pozo llamado Bir el Aden, que no es otra cosa que un círculo de rocas en medio de ciento cincuenta kilómetros de arena. Una tubería de hierro con un par de latas de petróleo hacen las veces de señal. Hay una polea y dos cubos. ¿Vamos a acampar aquí? No, llega la orden de Jake, aún quedan dos horas de sol. Los camiones y jeeps recogen toda el agua que pueden cargar, después de vaciar los contenedores parcialmente vacíos. Parece una locura verter agua perfectamente potable en la arena, pero no se puede mezclar agua vieja con agua nueva. Si la vieja está mala, estropeará la nueva. Los hombres vuelven a equilibrar las cargas y comprueban las armas, los neumáticos, y los niveles. Jake aparece y pregunta si va todo bien; le digo que sí. ¿Necesito algo? ¿Alguna razón para volver?

El tercer día, a las 10.30 horas, la patrulla entra en la amplia cuenca de grava en la que se encuentra Ain Dalla, el primer hito reseñable del paisaje. En árabe, ain significa primavera. Llegamos a un trecho de terreno llano. Lo cruzamos al vuelo. Algo más adelante se ha detenido uno de los camiones. Un pinchazo. Nuestros vehículos pasan a su lado a sesenta y cinco kilómetros por hora. Es el camión del sargento Kahoe, de la T1, la patrulla de Wilder. Al pasar veo que dos hombres están sacando la cámara de aire interior del neumático. Nadie ha parado para ayudarlos. Es lo que dictan las normas. Sin embargo, es frustrante ver cómo se va alejando el camión de Kehoe hasta quedarse solo en medio de esta vasta nada.

—¿Y si no pueden arreglarlo? —le pregunto a Punch.

—Podrán.

Mi reloj marca las 11.11 cuando cruzamos una loma y vemos Ain Dalla. Las patrullas de Jake y Nick ya se encuentran allí, durmiendo la siesta, cuando nuestros tres camiones llegan al lugar. Juraría que cada tomillo y cada perno traquetean y cada remache parece impaciente por salirse. Los pobres cigüeñales han sufrido un castigo tal que Durrance, el mecánico, tiene que esperar a que el acero se enfríe para poder ajustarlos; si les da un martillazo estando calientes, me dice, se doblarán como si estuvieran hechos de goma.

Ain Dalla es un lugar despoblado, formado por unas pocas palmeras de dátiles y una loma arenosa con un pozo en mitad de la ladera y una tubería de quince centímetros que vierte un agua fresca y excelente en un estanque hecho con latas de petróleo vacías. Una fila de doce hombres aguarda su turno para afeitarse y lavarse los genitales. Cada patrulla establece su propio campamento, de modo que puedan dispersarse fácilmente en caso de ataque aéreo. Los hombres acaban con la fruta fresca. Punch me recuerda que ésta es la última vez que vamos a encontrar agua, así que debemos lavarnos y afeitarnos ahora, porque no volveremos a tener la ocasión. El camión cisterna de diez toneladas nos ha seguido hasta aquí. Nos llenará los depósitos y luego volverá a El Fayum. Mientras Standage y Oliphant levantan el campamento, Collier y yo cogemos el camión para ir a ver Nick y a Jake. Los hombres de Jake están levantando la antena para llamar por radio a la base de El Cairo. Los dos mástiles, sustentados por cables de tensión, tienen cinco metros de altura; la antena está suspendida entre ambos. Cuando llegamos están repartiendo agua a los hombres, que la juntan para preparar el té. Wilder se levanta al vernos.

—¿Qué le está pareciendo el desierto de verdad, Chapman?

Le digo que pensaba que hacía más frío en septiembre.

—Es que ésta es la estación fría. —Se ríe—. Venga, tengamos una pequeña charla.

Los oficiales y suboficiales se reúnen a la sombra de una lona desplegada a un lado del camión de armas de Jake. El vehículo irradia calor como si fuera un horno. Jake revisa las órdenes rápidamente para que podamos descansar y tanto Nick como Collier y yo mismo podamos volver a tomar el té y comer un poco. Observo todas las caras. ¡Qué seguridad transmiten! ¡Qué relajados están! Es como si estuviéramos en un andén de Wimbledon.

—¿Qué le ha pasado a Kehoe? —pregunta Jake.

—Un pinchazo.

El navegante de Jake, el cabo Erksine, nos explica cómo abordaremos el Mar de Arena, cuyo extremo oriental, deduzco de sus palabras, se encuentra sólo a cinco horas de aquí. Esta noche acamparemos temprano y mañana, a primera hora, atacaremos las primeras dunas; necesitamos sombras para poder evaluar los ascensos y las crestas. Jake no ha reunido aún a los hombres, pero éstos han deducido perfectamente nuestro objetivo. Están emocionados. Yo también. Hasta el momento no existe sensación de peligro. La escala y el aislamiento del paisaje son tan abrumadores que creo que si nos encontráramos con otros seres humanos nuestra reacción instintiva sería saludarlos e invitarlos a fumar un cigarrillo y tomar una taza de té. El vacío nos vuelve humildes. Cuando Punch, Collier u Oliphant hablan, suelen hacerlo con susurros. De repente me doy cuenta de que yo también he empezado a hacerlo.

Queridísima Rose:

Podría pensarse que en un lugar tan vacío y desprovisto de estímulos, la imaginación sería propensa a levantar el vuelo. Pero sucede justo lo contrario. La capacidad creativa se bloquea.

No pienso en Rose hasta que estamos en el campamento, de noche. Jake tenía razón: aquí, uno consume toda su energía tratando de mantener la concentración.

—En este lugar, los hombres viven como reptiles —dice Punch mientras avanzamos por un tramo de gravilla a treinta kilómetros por hora, con la mirada entornada clavada en el horizonte, en busca del Mar de Arena—. Consérvelo todo, incluso el aire en los pulmones. —Me enseña a respirar por la nariz, siempre por la nariz—. Se pierde tres un litro y medio de agua al día sólo respirando.