Como ya he dicho, el Long Range Desert Group era una de las unidades de «fuerzas especiales» en las que había intentado ingresar sin éxito durante el último invierno, en Palestina. Hacía tiempo que había perdido la esperanza de saber nada del asunto y, desde luego, no contaba con que una de ellas llegara a reclamarme. La noticia me electrizó.
Al fin me encontraba con una unidad pequeña y personal, donde un solo individuo podía marcar las diferencias. El LRDG operaba solo, tras las líneas enemigas, a cientos de millas de la cadena de mando centralizada. Los riesgos eran muy elevados, pero también la oportunidad de asestar un golpe importante. Sin embargo, para ser sincero, debo reconocer que había algo más profundo en mi deseo de servir con aquel grupo de hombres. Algo relacionado con el desierto, el desierto profundo. Quería verlo. Quería alejarme de la corrompida y superpoblada franja costera, poner rumbo al sur y adentrarme mil o mil quinientos kilómetros en el continente.
¿Tenía algo que ver con la muerte de Stein? No podría haber respondido a esta pregunta. Sólo sabía que necesitaba llegar más allá de donde otros hubieran estado antes, más allá de cualquier sitio que conociera. Necesitaba ponerme a prueba. La guerra no tenía nada que ver. No odiaba a los alemanes. No me dominaba un ardiente deseo de infligirles muerte o dolor. Pero quería hacer algo. Quería asestar un golpe.
Cuán profunda fue mi decepción cuando, cuatro días más tarde, llegaron finalmente las órdenes y me enteré de que el VIII Ejército no estaba enviándome al LRDG para que me uniera a él, sino sólo en comisión de servicio. Iba a servir en «labores puramente técnicas».
MISIÓN: acompañar a una patrulla del Long Range Desert Group con el fin de evaluar las posibilidades de acceso a un cuadrante que se especificará más adelante para un contingente formado por todas las armas.
En otras palabras, colaboraría en la búsqueda de rutas en el desierto profundo por las que pudieran transitar tanques, cañones y equipo pesado.
Era suficiente para mí.
Me bastaría.
Me presento en el cuartel general del Long Range Desert Group, el oasis de El Fayum, el 7 de septiembre, diez días antes de mi vigesimosegundo cumpleaños. Como ya he explicado, estaré en comisión de servicio hasta el final de esta operación.
El Fayum es un balneario abandonado situado junto a una cadena de lagos de sal, a una hora al sur de El Cairo. Es un lugar enorme. Varios elementos de los 4.° y 7.° de Tanques Reales están aquí, entrenándose con los nuevos Sherman americanos, así como algunas formaciones del 2.° de Yeomanry del condado de Londres y del regimiento de Yeomanry de Staffordshire, el viejo regimiento de mi padre y mi abuelo. El ataque de Rommel contra El Alamein se cree inminente. Hay largas filas de transportes sobre el asfalto, aguardando para llevar los tanques de nuevo a la lucha. Mi propia unidad, ya reconfigurada, ha adoptado posiciones defensivas en Alam Halfa.
Son las 13.30 horas cuando localizo la sala de mando. El termómetro marca casi cuarenta grados centígrados. El mayor Jake Eaonsmith, un hombre por el que siento gran respeto, me recibe con cordialidad y me presenta al sargento Malcolm McCool. El sargento, un neozelandés, hace constar mi incorporación en los registros de la unidad y me acompaña a mis aposentos, un bungaló en lo que antes era la zona de baños del viejo balneario. Compartiré dos habitaciones con un teniente de segunda llamado Tinker, que en ese momento está de patrulla. McCool me pregunta si he comido. Cuando le respondo que no, me lleva al comedor común (en el LRDG, oficiales y soldados comen juntos), una tienda Nissen con disipadores de calor en el techo y ventiladores portátiles a ambos extremos. McCool me dice que debo presentarme en la oficina de Eaonsmith a las 16.30.
—Le darán los libros.
—¿Libros?
—Tiene mucho que aprender, señor. —Se sonríe y me deja solo.
El comedor está vacío cuando entro, con la única excepción de seis tipos que se sientan juntos a una mesa, bajo el techo ondulado. Nunca he visto hombres tan morenos y fornidos. Son comandos del SAS. Tienen las armas al alcance de la mano: dos ametralladoras Thompson, tres Bren y una ametralladora de posición, que resulta ser una Spandau alemana. Sólo uno de ellos es oficial. Lo reconozco. Es Paddy Mayne, el legendario jugador de rugby irlandés que era mi ídolo en la universidad. Mayne raya los treinta (aunque parece mayor), supera de largo el metro noventa de estatura y es fuerte como un Áyax. No estaría más nervioso en presencia del rey. Pero sus hombres y él me dan la bienvenida calurosamente. Les habían dicho que iba a venir un oficial de la división blindada. Nos entrenaremos juntos durante un periodo de duración indeterminada, aunque breve, y luego partiremos para dar una «paliza», una incursión, deduzco. Trato de comportarme como si la noticia no me hubiera cogido por sorpresa.
—¿Sabéis adónde iremos?
—A algún sitio divertido —dice un sargento.
Ya ha oscurecido cuando consigo ver al mayor Eaonsmith. Es un hombre parco en palabras aunque amigable. Le entrego mis órdenes, que lee en cuestión de segundos y luego deja a un lado. Le pregunto por mi misión.
—No te preocupes por eso —me dice—. Y, por favor, llámame Jake.
Jake me explica mis deberes en los términos más vagos que se puedan imaginar. De momento sólo debo entrenarme y ponerme al día con respecto a los protocolos del LRDG.
—Tendrás que absorber seis semanas de instrucción en menos de dos. Espero que no te suponga un problema. —Antes de que tenga tiempo de responder, señala una docena de libros amontonados sobre una mesa, en la parte trasera de la sala—. Léetelos y apréndetelos de memoria. Es importante, porque no podrás volver a consultarlos luego.
Da unos golpecitos al dossier que contiene mis órdenes y me felicita por mis evaluaciones.
—¿Señor?
—El análisis de tu coronel sobre tus aptitudes como oficial. Según él, puedes caminar sobre el agua.
Vaya, el regalo de despedida de L.
También me han elegido para esta misión, me dice, porque mi hoja de servicios indica que hablo alemán. Le explico que en mi mejor momento, hace varios trimestres, lo máximo que conseguía era pelearme amistosamente con la portada del Frankfurter Allgemeine Zeitung.
—Ya lo recuperarás —me asegura. Me entrega una gorra de la Wehrmacht—. Por si te hace falta.
Se pone en pie.
—Ah una cosa más. Los libros no pueden salir de esta oficina. Tendrás que estudiarlos aquí después de la instrucción diaria. —Me da una amistosa palmadita en el hombro y luego me acompaña a la puerta—. Huelga decir que no puedes comentar esto con nadie.
Mi queridísima Rose,
Bueno, aquí estoy. No puedo decirte dónde, pero es un lugar pintoresco y hace un calor de mil demonios. La unidad no se parece a ninguna otra en la que haya servido antes. Los oficiales no llevan insignias y se llaman unos a otros por sus nombres de pila. Cuando hay algún trabajo manual, todo el mundo se presenta voluntario. Me gusta.
Durante los primeros días de la instrucción, en la costa se libra la feroz batalla que acabará por conocerse como El Alamein. Rommel está lanzando todo lo que tiene contra los blindados y la artillería de Montgomery, atrincherados en el desierto. Cada noche, mientras mis nuevos camaradas se pegan como lapas a la radio para mantenerse al día de las últimas noticias, yo estoy en la oficina de Jake, leyendo. El primero de los libros es la famosa obra del propio mariscal, Infantrie Greift An (La infantería ataca), una exposición seria, casi erudita, de sus hazañas como teniente durante la Gran Guerra. Me asombra la cantidad de acciones en las que ha participado, más de un centenar, todas ellas ejemplo de audacia y valentía. En la campaña de los Cárpatos, tras cruzar un río helado con un puñado de soldados bajo el fuego de la artillería enemiga, logró hacer casi un millar de prisioneros. Atraviesa las líneas defensivas, captura puntos fortificados, cambia el signo de las batallas por sí solo… Es todo cierto, y encima no está rebozado de egolatría o grandiosidad, sino expuesto con el espíritu didáctico de un maestro que pretende compartir su experiencia con la próxima generación de oficiales de infantería. En la portada del libro se ve una ilustración de la más alta condecoración alemana al valor, la Pour le Mérite, de la que Rommel es el más joven destinatario en la historia de su país. Además de este libro, leo las comunicaciones secretas (interceptadas por nuestros servicios de inteligencia) con Kesselring, su superior inmediato, y con el propio Hitler. Estudio el informe de una operación de comandos realizada el año pasado contra el cuartel general de retaguardia de Rommel, en Beda Littoria. Los hombres irrumpieron de noche en lo que creyeron que eran los aposentos del general, que procedieron a volar antes de que la guarnición lograra rechazarlos. Al final resultó que la información de los servicios de inteligencia no era precisa: aquél no era el cuartel de Rommel y él mismo llevaba no menos de quince días sin aparecer por allí. Estudio artículos y conferencias académicas sobre Rommel, o escritos por él, así como los tratados sobre el uso de los blindados del general Heinz Guderian (su superior durante la blitzkrieg en Francia) y los ensayos sobre las fuerzas acorazadas escritos por nuestros compatriotas J. F. C. Fuller y B. H. Liddel Hart. Leo Mein Kampf.
Sigo sin saber nada sobre la fecha o los objetivos de nuestra misión.
Durante el día me entreno con los comandos del SAS. Entrenamos entre las colinas arenosas, cerca de las Pirámides. Nuestros instructores son Willets y Enders, dos suboficiales neozelandeses que suman más de cuarenta patrullas del LRDG entre ambos. Nos enseñan a manejar explosivos: aprendemos a manipular detonadores, cebadores, «bombas adhesivas» (una mezcla de explosivo plástico, aceite de motor y thermite incendiario que se usan para volar aviones en tierra), «lápices temporizadores» (un tipo de detonador del tamaño de un tubo de ensayo que se activa partiéndolo por la mitad y vertiendo el ácido sobre el revestimiento de un cable eléctrico de cobre), deflagradores y «cadenas de margaritas» (que se usan para producir explosiones simultáneas o secuenciales). Para los hombres del SAS todo esto ya es antiguo, pero para mí no. Juntos aprendemos a conducir en el desierto; a sacar los vehículos de la arena; a emplear las mejores formaciones para viajar; a defendernos en caso de ataque aéreo; a mantener los vehículos en buen estado y repararlos; a orientarnos usando la brújula solar y el teodolito. Cada día entrenamos dos horas con las armas, concentrándonos especialmente en mantenerlas limpias de arena y gravilla. Cada camión del LRDG cuenta como mínimo con dos ametralladoras de aviación Browning del calibre 50 y sendas Vickers del 303. En cada patrulla, uno de los camiones es lo que se llama «el vehículo de armas», equipado con un cañón Breda italiano de 20 milímetros, capaz de volar el muro de una casa. Estudiamos primeros auxilios, radiotelefonía sin hilos y claves. El entrenamiento puramente físico se restringe a las horas del alba, tanto por el calor como porque los hombres del SAS ya están tan en forma como galgos de carreras.
Para el trabajo con los vehículos contamos con la supervisión del cabo Hank Lincoln, otro neozelandés que se ha convertido en una especie de celebridad desde que escapó de una prisión enemiga en Agedabia y caminó veintinueve días a lo largo del desierto para llegar a nuestras líneas. Su historia se publicó en la prensa y le granjeó bastante notoriedad. Es un tipo alegre, que tiene la costumbre de llamar a todo el mundo Bub o Topper, y posee inmensos conocimientos en los campos del armamento, la navegación y la conducción. Nos enseña técnicas de conducción en el desierto: cómo subir y bajar lomas y dunas, cómo inflar correctamente las ruedas, cómo reconocer las marismas salinas y las arenas movedizas. El alcance de sus enseñanzas llega hasta los mismísimos granos de arena, que, aprendemos, son más gruesos en la cúspide de las dunas más pequeñas y más finos en la de las más grandes. Esto significa que tienes que conducir de manera diferente por las enormes dunas de cien metros de altura del Mar de Arena. En éstas, los granos han conformado a lo largo de los siglos una configuración geométrica cuya superficie es tan frágil como la cobertura de un pudding de arroz. Estas dunas gigantes, nos enseña Lincoln, se toman a la máxima velocidad que se puede conseguir. En las prácticas ponemos los vehículos a cuarenta, con el motor aullando y sin pasar de segunda. Cuando las ruedas delanteras alcanzan la «plataforma» y el morro del camión se inclina hacia arriba, Lincoln ruge:
—¡Aguanta ese acelerador!
Si pisas demasiado a fondo, el giro de las ruedas rompe la membrana creada por la tensión superficial; la atraviesas y te hundes hasta el eje. Si vas demasiado lento, encallas en la arena. No puedes cambiar de marcha para no perder tracción. Mientras tanto, la cegadora y monótona superficie de la duna enmascara toda sensación de movimiento. El motor aúlla, pero tienes la sensación de que estás inmóvil. De repente: la cima.
—¡Noventa grados, ya! —grita Lincoln, lo que quiere decir girar a la izquierda o a la derecha y hundirse deliberadamente en la arena. Si permites que las ruedas delanteras asomen más de cincuenta centímetros, el camión volcará y caerá hacia adelante.
Queridísima Rose,
Sigo sin saber nada sobre nuestra misión. Nos entrenamos y comemos,nos entrenamos y dormimos. Las conversaciones entre los hombres están compuestas principalmente de especulaciones: «¿Adónde vamos?», «¿Cuándo?», «¿Con qué órdenes?».
En El Alamein sigue la lucha. Lo que ninguno de los nuestros termina de entender es qué le reservan los jefazos a un grupo tan minúsculo como el nuestro. ¿Qué pueden conseguir nuestros modestos cañones y ametralladoras cuando hasta el último tanque y cañón aliado está empeñado ya en la batalla que decidirá el destino de Egipto, de los campos petrolíferos de Persia y Arabia y hasta puede que de la propia guerra?
Pasan los días. Aunque el objetivo de la misión sigue siendo un misterio, su composición empieza a aclararse. Han llegado dos unidades adicionales. La primera de ellas es la patrulla T1 del LRDG, formada por cinco camiones y dieciséis hombres que acaban de participar en una incursión contra la base aérea del Eje en Barce. La T1 está bajo el mando del capitán Nick Wilder, un neozelandés. A Wilder se lo llevan al hospital nada más llegar, pues ha recibido disparos en ambas piernas, además de una fuerte contusión cuando su camión volcó al chocar contra dos tanques italianos L3 que habían bloqueado la única ruta de escape de su patrulla. La incursión logró destruir veinte aviones alemanes en tierra, amén de volar varios almacenes y áreas de reparación. A Wilder le han concedido una Orden de Servicios Distinguidos por méritos de guerra. Necesita un bastón para caminar, pero va mejorando día a día.
La segunda adición es el mayor Vladimir Peniakoff, llamado Popski en honor al personaje de las tiras cómicas. El grupo de Popski está formado por un número indeterminado de árabes, oficiales y suboficiales de la Commonwealth de opaca procedencia y una perra blanca llamada Bella. En la documentación oficial figura como EPP, o Ejército Privado de Popski. Popski es un belga de ascendencia rusa que antes de la guerra se dedicaba a hacer negocios en Egipto, y, según dicen, habla innumerables dialectos árabes y ama más a Inglaterra que Milton, Shakespeare y Churchill juntos. Tiene unos cincuenta años, es rollizo como una rosquilla y tiene un cráneo tan desprovisto de pelo como un huevo de avestruz. Tres fornidos senussi lo acompañan a todas partes (uno de los cuales, se dice, es un jeque). Solo hablan con él y se niegan a dormir al raso.
En cuanto a nuestro contingente del SAS, se diría que está formado en exclusiva por campeones de concursos de bebedores y jugadores de rugby. Una noche, en el comedor, su oficial al mando, el mayor Mayne, se sitúa en el centro de la sala y desafía a que un grupo de cuatro hombres, sea cual sea, intente derribarlo. Diez tipos robustos hacen turnos para intentarlo durante media hora. Mayne permanece en pie en todo momento, sin dejar de sonreír.
Sin ningún género de dudas, el líder del grupo es Jake Eaonsmith. Nunca he conocido un oficial como él. Manda exclusivamente en virtud del ejemplo o, para ser más precisos, de una es pecie de concentración y gravedad que eleva cada acto que realiza a la categoría de inspiración e induce a todos sus subalternos a tratar de emularlo. Cualquiera de nosotros se cortaría una mano antes que decepcionar a Jake, aunque de todos los hombres a los que les he preguntado el porqué, nadie ha sabido explicármelo. En las fuerzas especiales, estoy empezando a comprender, un oficial raramente da órdenes. Los hombres van por delante de él. Sea cual sea la tarea, se ponen manos a la obra sin que los oficiales se lo ordenen y la tienen medio terminada antes de que sepan que tienen que hacerlo. La disciplina no se impone, como en la división blindada. Aquí es autodisciplina, más bien.
—Un buen hombre del desierto —declara Jake en medio de una patrulla de entrenamiento— tiene un poco de asceta. Debe disfrutar de las privaciones y crecer en las penurias.
Es un tipo alto y delgado, de treinta y pocos años, con una mata de pelo tupido que parece permanentemente cubierta de polvo y arena. No parece el típico militar; antes de la guerra era comerciante de vinos en Bristol. He oído las cantatas de Bach saliendo de su habitación. Lidera con la máxima discreción; durante la instrucción aparece en momentos insospechados y sólo se queda unos instantes, pero todos los hombres, Mayne y Popski incluidos, saltarían al vacío si se lo pidiera. La única conversación personal que hemos mantenido, una noche durante una patrulla de prácticas, versó sobre el tema de la imaginación. Yo había mencionado que el desierto era un lugar en el que la mente podía tender a divagar.
—Pues más le vale no hacerlo, Chapman. El desierto demanda concentración constante.
Me ha asignado la elaboración de un documento sobre Rommel y la disposición defensiva empleada por el Afrika Korps en el campo de batalla. Al mismo tiempo, otros oficiales están preparando otros documentos. La mañana de su distribución, Jake clausura el sector de la base que corresponde al LRDG. El cabo Arnem-Butler, de la oficina de mando, hace correr la voz: todos los oficiales y suboficiales de las patrullas R1, T1 y T3, incluidos los navegadores y el personal médico, se reunirán a las 13.00 horas.
—¿Ya? —le pregunto.
Se limita a sonreír y no dice nada.