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Aquella tarde tenemos que cargar.

Las órdenes se imparten a las 14.00. Se cancelan todos los pases y los privilegios postales y telefónicos. Las instrucciones para los comandantes de patrulla son aprovisionar sus vehículos de gasolina, aceite, comida, agua y municiones para treinta días.

La patrulla T3 —en la que yo iré— ha perdido en el último instante a su jefe, el teniente Warren, por culpa de una apendicectomía de emergencia. El sargento Collier lo reemplaza. Los otros once hombres son neozelandeses, salvo Miller, el enfermero, un oriundo de Bradford, Yorkshire. Cinco hombres del SAS vendrán con nosotros.

Los camiones se cargan en un patio al que sólo tiene acceso el personal del LRDG, aprovechando las horas de la tarde y la noche. Estoy presente, pero intento no estorbar.

En honor a la composición neozelandesa de la patrulla T3, todos los camiones llevan nombres maoríes. Yo voy a ir en el Te Aroha IV. Los vehículos de los jefes de patrulla son jeeps Willys estadounidenses, reservados para el LRDG entre la escasa y preciada reserva que ha caído en manos del VIII Ejército. Con ellos podrán adelantarse en misiones de reconocimiento a pesar de lo accidentado del terreno. El resto de los vehículos son camiones de tonelada y media. La tripulación del Te Aroha IV (o Cuatro, como se lo conoce) comprende al soldado L. G. Oliphant como conductor, al cabo Jack Standage como primer ametrallador, el soldado Punch Danger (pronunciado DAN-gurr, con una «g» muy marcada) como segundo ametrallador, y un servidor. Uno de los hombres del SAS, el sargento Pokorny, nos acompaña como pasajero. Lleva su propia arma, una Bren. El sargento Wannamaker manda el Te Rangi V, el camión de la radio, con Frank Grainger como operador, Marks como ametrallador y Durrance como mecánico. El cabo Conyngham manda el camión de armas, Tirau VI, con Midge y Hornsby como ametralladores y Miller, el enfermero. Cada uno de ellos lleva dos comandos del SAS a bordo. Los hombres del LRDG son todos neozelandeses, como ya he dicho, y todos ellos, salvo los dos cabos, Holden y Davies, me sacan como mínimo siete años. Antes de la guerra eran peritos agrícolas, ganaderos, mecánicos y carpinteros. Tienen familias y granjas. La familia de Oliphant posee cuatro mil hectáreas.

La carga se produce bajo el alero del área de reparación. Los suministros se disponen a un lado, sobre unas lonas alquitranadas. Wilder y Eaonsmith supervisan la operación. Todo el material solicitado parece estar a mano, con la excepción de la gasolina del T3, que el oficial de intendencia no ha enviado. La T1 y la R1 tienen la suya. Las patrullas de Eaonsmith y Wilder terminan el trabajo y cubren los camiones con sus propias lonas (no para la lluvia, sino para la arena y el polvo). Aún no ha llegado nuestra gasolina. Ya ha oscurecido. Finalmente llega un camión cisterna, un White de diez toneladas cargado hasta los topes de latas de gasolina. Nuestros hombres descargan las cajas marcadas como SHELL, MT y BENZINE.

Este White, así como un Mack NR9, acompañará a las patrullas durante los cuatrocientos primeros kilómetros, haciendo las veces de gasolinera rodante.

Se supone que un camión de tonelada y media no debe llevar una carga superior a su propio peso. Con unos amortiguadores de ballesta adicionales, esta cifra puede subir hasta los mil seiscientos cincuenta kilos, pero Collier me dice que, a ojo de buen cubero, debemos de llevar alrededor de dos toneladas. Lo primero que se carga en un camión es la gasolina. La gasolina de las patrullas T1 y R1 viene en unas latas impermeables y herméticas, capturadas a los alemanes y casi tan preciadas como los jeeps americanos. Cuarenta y cinco por camión, en total. Cada uno de los jeeps de Wilder y de Eaonsmith lleva ocho de esas latas, y otras tres se han reservado para el grupo de infiltración del mayor Mayne y para Popski. Pero la intendencia ha metido la pata con el combustible para la T3; en lugar de las latas alemanas recibimos los frágiles contenedores de quince litros que prácticamente se pueden perforar con las uñas de los dedos. Éstos vienen en unas cajas de cartón que contienen dos latas cada una. De las setenta y seis que descargan los hombres de Collier del Mack, veintiuna tienen fugas en las junturas; once de ellas han perdido ya la mitad de su contenido.

—Nos espera mucho trabajo con el embudo —dice nuestro sargento. Urdimos un plan. Recurrimos al saqueo para combatir la escasez: tres bidones de ciento cincuenta litros que, bajo mi supervisión, Punch y Grainger sacan de las estanterías del almacén y luego nos llevamos rodando en la oscuridad. La solución resulta tan satisfactoria que decidimos apoderarnos de dos bidones más, dejando, eso sí, las latas medio vacías para el oficial de intendencia. Cargamos los bidones en la parte posterior del camión. Contando los ochenta litros del depósito de combustible, cada camión está cargado ahora con cerca de setecientos litros, o lo que es lo mismo, un poco más de media tonelada.

La tonelada restante está compuesta de agua, comida y utensilios de cocina, aceites y lubricantes, munición, sacos de dormir, planchas para la arena y esterillas, radios, baterías, armas y los propios hombres. Además, y sólo para esta operación, el jefe de cada patrulla llevará una radio A de corto alcance, como las que usan los blindados. Los jefes de patrulla las usarán para comunicarse entre sí y con los jeeps de los equipos de infiltración del SAS. El camión del mecánico lleva ejes y radiadores, discos de embrague y cigüeñales de recambio, así como toda clase de mangueras, correas y accesorios. Debajo de las cabinas se almacenan veintiséis latas de gasolina en cuatro filas de seis, con las restantes encima. Por delante de éstas se encuentra la montura de la Browning. En las cuatro esquinas de la parte trasera de cada camión hay unos puntales que pueden servir como monturas suplementarias. Las cajas de munición forman una especie de lecho para el ametrallador, formando un muro que se levanta justo detrás de la gasolina. En los huecos van las lonas, los chaquetones, los cascos, las redes y los sacos de dormir y petates de cada soldado. Las raciones y los utensilios de cocina (y esos tarros de cerámica de ron marcados como «DSR», es decir Depósitos de Suministros de Reserva, y que algunos hombres ven por vez primera) se aseguran justo debajo de la compuerta trasera, para que el cocinero, o quien haga las veces de tal, sólo tenga que bajar la plancha para ponerse a preparar el rancho cuando los hombres estén hambrientos. El agua para beber se lleva en unas latas idénticas a las que usamos para la gasolina, con los tapones soldados para impedir las fugas y marcadas con una gran X blanca.

—Esto —declara el sargento Wannamaker— es para que los oficiales puedan deciros de qué lata debéis beber.

Una bomba Mills es lo que los yanquis conocen como una granada. Oliphant y Holden las almacenan en los cuatro vehículos de la T3. Cada elemento va en una caja separada: los explosivos en una y los detonadores en otra. Las cajas son de madera, cosa que, según nos explica Oliphant, resulta muy útil, porque si queremos preparar un té solo tenemos que romper una de ellas y encender una fogata con los pedazos.

A las diez de la noche los camiones ya están cargados. Un cambio de última hora saca a Popski y a sus árabes de la operación. Se rumorea que, cuando vuelva la patrulla T2, partirán con ella en una misión diferente. Cargados y cubiertos con las lonas, los vehículos parecen regalos de Navidad. Yo apenas he participado en el trabajo, pero me siento tan satisfecho como si lo hubiera hecho. Después de una cena rápida y un cigarrillo con Collier y Oliphant me voy a dormir.

No puedo conciliar el sueño. La medianoche llega y se va. Estoy pensando en mis útiles de afeitado. ¿Para qué he cogido una navaja? No tendré agua para afeitarme. ¿Y el peine? ¿Y la pistola? Cada gramo de peso adicional significa gasolina de menos. Los libros. Ésos sí que voy a necesitarlos. Saco media docena, incluidos El paraíso perdido, El sol también sale y el manuscrito de Stein, que espero que me traiga suerte. A las 02.45 estoy levantado y paseando de un lado a otro. Me afeito una última vez, me visto y salgo a pie hacia el patio donde esperan los camiones.

El aparcamiento está totalmente a oscuras; están prohibidas las luces, farolas incluidas. Sin embargo, las noches del desierto son luminosas. Los camiones proyectan sombras incluso a la luz de las estrellas. Desde que me fui a cenar han llegado cuatro nuevos vehículos: Kübelwagen alemanes, con pintura de camuflaje e insignias del Afrika Korps. Nadie me había hablado de ellos. Deben de ser para los equipos de infiltración del SAS. Rodeo los camiones. Se huele el pavonado de las Browning y las Vickers, a pesar de las lonas que las cubren. Los vehículos apestan a gasolina, caucho, aceite de motor y grasa. El metal se enfría durante la noche; la condensación se acumula formando gotas sobre los guardabarros y desciende lentamente por los bordes de éstos. De los flancos cuelgan las planchas de arena perforadas. Junto a ellas están montados los mástiles seccionados para las antenas; azadones y hachas; amortiguadores de recambio. El espacio entre los neumáticos y los guardabarros era de más de cuarenta y cinco centímetros cuando empezamos; ahora, con la carga, no llega a los quince. Estos camiones no tienen puertas, sólo lonas para protegerlos del polvo. En lugar de techos o parabrisas sólo tienen «aeros» como los de los descapotables, cubiertos de tela para que los reflejos del sol sobre el cristal no deslumbren al conductor. Los asientos y los volantes están cubiertos con sábanas para protegerlos de la humedad de la noche y del sol del día. Este tipo de camiones no tiene llave. Para arrancarlos sólo hay que pisar el estárter. Estoy terminando mi ronda alrededor del Te Aroha IV cuando una forma oscura se materializa a un lado del edificio.

Es Eaonsmith. Por un momento barajo la posibilidad de esconderme, hasta tal punto me intimida su presencia, pero me ve y se encamina hacia mí.

—No puedes dormir, ¿eh, Chapman?

—No, señor.

—Yo tampoco. Nunca puedo conciliar el sueño la noche antes de empezar una misión.

Intercambiamos un saludo y varios momentos de charla informal. Me pregunta sobre mis notas y mis órdenes. ¿Tengo todo lo que necesito? ¿Entiendo lo que se espera de mí?

Le aseguro que sí.

—Sí —responde—. Yo también mentía siempre.

Me lanza una mirada meditabunda. Lleva un gabán de lana de Hebrón; yo, con mi Tropel nuevo, estoy tiritando.

—Me alegro de que nos hayamos encontrado, Chapman. Tengo algo que decirte.

Me preparo para la clásica disertación sobre las diferencias entre las operaciones especiales y el ejército regular que ya he oído media docena de veces en boca de Kennedy Shaw, Willets, Enders y los demás instructores. Pero eso no es lo que Jake tiene pensado.

—Estás aquí en una posición un poco especial, Chapman: un oficial en una patrulla cuyo jefe es suboficial. Me refiero al sargento Collier. Es una desgracia que el teniente Warren haya enfermado tan repentinamente, pero las cosas están así. Puedo asegurarte que Collier es un soldado de primera, un viejo veterano del desierto. Comprenderás que no puedo colocar a alguien como tú, un oficial en comisión de servicio y sin experiencia en el desierto profundo, al mando de una unidad especializada cuyos hombres llevan mucho tiempo sirviendo juntos a las órdenes de ese hombre. Como ya sabrás, llevamos a un oficial de la RAF en la patrulla del capitán Wilder, y he procedido del mismo modo con él.

Le aseguro que lo entiendo.

—Dicho esto, no creas que eres un simple pasajero; en modo alguno. —Saca su pipa y, mientras le da una vuelta, señala el desierto con la cabeza—. En este tipo de operaciones hay una cosa que se puede dar por segura: algo saldrá mal. Y en este lugar, invariablemente, las desgracias nunca vienen solas. Antes de que te des cuenta, todos los planes que con tanto cuidado habías elaborado son papel mojado.

Respondo con un simple «sí, señor».

—Seguro que piensas que no he estado observándote, Chapman, pero te equivocas. He estado esperando a que encuentres tu lugar. A que nades o te hundas.

Le digo que estoy nadando con todas mis fuerzas.

—Pues intenta hacerlo con menos fuerza.

Suenan unos pasos al otro lado del aparcamiento: son el mayor Mayne y Mike Sadler, el navegante del SAS, que se acercan para revisar sus vehículos. Jake los saluda desde su posición antes de volverse hacia mí.

—Esta operación puede irse al diablo por nada, Chapman. Debes estar preparado para cuando se te necesite.

Asiento mientras tirito debajo de mi fino abrigo.

—Toma —dice Jake—. Te estás helando.

Se quita el gabán y me lo coloca sobre los hombros.

—No te preocupes —añade—. Tengo otro.

Ahora sí que estoy totalmente confundido. ¿Cuento con su aprobación o no?

Golpea la cazoleta de la pipa contra la suela de su bota y luego arroja los restos de tabaco sobre la arena. Endereza la espalda, dispuesto a marcharse.

—No le des muchas vueltas a esta pequeña charla, Chapman. Estaba un poco nervioso, nada más. Podría decirse que ha sido como pensar en voz alta.

Me da una palmada en el hombro y señala con la cabeza el libro que llevo en el bolsillo.

—¿Qué estás leyendo?

—¿Se refiere a este libro, señor?

Sonríe.

—Porque tú lees, ¿no, Chapman?

Avergonzado, confieso que es El castillo de cromo, de Bertie Nevins. Una novela de detectives. Una completa memez.

—¡Excelente! —declara—. Por un momento temí que fueras a responder Livio o Lucrecio.