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Tardé diez días en encontrar a Rose. No me dieron permiso, ni un mal pase de pernocta para ir a El Cairo.

Estaban reorganizando el VIII Ejército de la cabeza a los pies. Lo que quedaba de nuestro regimiento permaneció en la 22.a Brigada Blindada, pero se le adjuntaron una nueva compañía antitanque, una batería de 25 libras y dos batallones de infantería motorizada con los efectivos muy reducidos. Nos sumamos a una serie de unidades parecidas que conformarían una reserva móvil para cuando Rommel reemprendiera su ofensiva. A efectos inmediatos, lo que esto significaba eran nuevos carros de combate, nuevas dotaciones y más instrucción. Estaba atrapado, lo mismo que todos los demás. Nos encontrábamos en Kabrit, donde se había establecido temporalmente el cuartel general de la división blindada. Jock también estaba allí. Nos encontramos una noche en un punto de aprovisionamiento de combustible llamado Dixie Once. Lo habían ascendido a capitán y estaba esperando la inminente concesión de una Cruz Militar por su heroísmo en la salida de Tobruk. Había hablado por teléfono con Rose dos noches antes.

—Se encuentra bien y le he dicho que tú también.

Oír que se encontraba cerca sólo sirvió para azuzar mi necesidad de verla.

—¿Dónde está?

—Sigue en Inteligencia Naval. Han trasladado la oficina de Alejandría a Grey Pillars, en El Cairo. Pero no te preocupes. Le he asegurado que te encuentras bien y os veréis muy pronto.

—¿Van a evacuarla?

—No lo sé.

El punto de aprovisionamiento no era más que un semicírculo de camiones cisterna aparcados bajo unas farolas apagadas, en medio de una llanura a los pies de las colinas Muqattam y rodeado por filas de tanques, camiones pesados, semiorugas y transportes Bren desesperados por conseguir algunos litros de combustible. Teóricamente, la gasolina sólo se dispensaba a quienes tuviesen una autorización del cuartel general y a unas horas establecidas, pero la inminencia del ataque de Rommel había hecho aflorar un nuevo orden, cuya moneda eran el whisky y los cigarrillos, las libras esterlinas (nada de dinero egipcio) y los amigos que, cuando recibían permiso para reaprovisionarse, te dejaban echar algunos litros en el depósito antes de que la indignación de los demás los obligaba a parar.

Le pregunté a Jock si Rose le había contado algo sobre el niño. Como ya he dicho, mi esposa estaba embarazada de casi seis meses.

—Está perfectamente, Chap. Mejor que nosotros. —La medalla había llegado acompañada por un permiso de doce horas, y Jock me lo regaló para que pudiera ir a ver a Rose.

A la mañana siguiente logré localizarla por teléfono. Quedamos en vernos en el hotel Shepheard, en El Cairo, dos días después. Me pidió que no me preocupara por su seguridad. Su sección se retiraría a Haifa en cuanto pudieran organizar el traslado.

Al final, el pase de Jock no me sirvió de nada. Tenía que autorizarlo el oficial al mando del beneficiario. No pude obtener otro, y, además, el uso de las líneas telefónicas había quedado restringido a las llamadas de emergencia. Pasaron cuatro días más; finalmente, al quinto, ante la imposibilidad de utilizar el teléfono, fui en persona al Shepheard, esperando contra toda esperanza que me hubiera dejado una nota.

Rose estaba allí.

Todo lo que dicen sobre el amor en tiempos de guerra es cierto. Cuando vi a mi esposa estaba en la pose menos atractiva que se pueda imaginar: apoyada en la pared de una habitación sin ventanas, descalza y con uno de los ojos tapado por una melena despeinada. Vestía de civil. Aún no me había visto. En aquella época, el Shepheard era uno de los hoteles más elegantes del mundo. La atmósfera de peligro había alcanzado unas cotas de tensión casi insoportables con la proximidad de Rommel, lo que tornaba preciosos cada sonido y cada sensación. En medio de todo aquello se alzaba Rose. Supongo que todos los hombres deben creer que su novia es la chica más hermosa del mundo. Corrí hacia ella. Nos abrazamos como si nos fuera la vida en ello.

—¿Cuánto llevas aquí?

—Desde el otro día. Sabía que no podrías encontrar un teléfono. —Nos besamos como posesos—. ¿Estás bien, cariño?

—¿Yo? ¿Y tú?

Me dijo que había conseguido una habitación. La atraje hacia mí. Sentí que se resistía. Por un momento pensé que era por el niño.

—Tengo algo que decirte.

Aspiró hondo y se enderezó.

—Es Stein.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

—Ha muerto —dijo Rose—. El informe ha pasado por mi mesa. Lo he visto.

Fue como si la habitación se quedara de repente sin aire. Me dijo que había intentado hacer una copia en carboncillo, pero la normativa prohibía sacar cualquier documento de la oficina.

—Vámonos de aquí —le dije.

Atravesamos el bullicio del salón principal. Un coronel estaba al piano de cola, tocando. Un grupo cantaba a coro una canción universitaria. En el exterior, la terraza estaba abarrotada de australianos y sudafricanos borrachos. Los gharries y los taxis iban y venían. Dos mayores neozelandeses, al reparar en el embarazo de Rose y en su estado de agitación, se levantaron al instante y nos ofrecieron la mesa. Cuando les estreché la mano estaba temblando.

Rose me contó que Stein había caído en un lugar llamado Bir Hamet, al sur de Fuka. Un obús había acabado con su vida y la de otros dos hombres.

—He buscado al oficial que había redactado el informe y me ha confirmado que lo vio con sus propios ojos. He verificado el nombre y he revisado las listas del VIII Ejército. Capitán Zachary Aaron Stein. No hay otro.

La rodeé con mis brazos. Nos bebimos dos brandis como si fueran agua. Rose me dijo que se lo había contado a Jock; ya lo sabía cuando nos vimos en el punto de aprovisionamiento.

—Me dijo que cuando te viera no podría darte la noticia.

Mi valerosa Rose.

—Eres más valiente que ningún soldado.

El que Stein pudiera morir era una posibilidad que nunca había contemplado. Era mi mentor. Me había salvado la vida.

—Es como… —dije— como si hubiéramos perdido la guerra.

Ahora lo más importante era poner a Rose a salvo. Palestina no era más seguro que Egipto. De hecho, si caía El Cairo, no habría ningún lugar seguro en todo Oriente Medio. Le dije que tenía que dejar su puesto en la oficina de claves. Debía volver a casa.

Se negó. Allí la necesitaban.

—¿Crees —dijo— que en casa estaría más segura?

Me explicó que los restos de Stein estaban en el depósito temporal que había en los cuarteles de Ksar-el-Nil, en el centro de la ciudad. Decidimos ir. Soy una de esas personas que combaten la consternación por medio de la actividad. Debía ver el cuerpo de Stein. Identificarlo. Debía ponerme en contacto con su familia y cumplir sus deseos de la manera más rápida y precisa posible. Eran las ocho de la tarde. ¿Estaría abierto el depósito?

Había dos teléfonos públicos en el Shepheard, en el pasillo contiguo al bar. Una fila de oficiales esperaba en cada uno de ellos. Uno de ellos era el coronel L. «Cojones —pensé—, lo que faltaba». L nos había visto. Le presenté a Rose. No había manera de librarse. Cuando nos preguntó qué estábamos haciendo allí, no tuvimos otra alternativa que contárselo.

Para mi sorpresa, al instante se ofreció a ayudarnos. Tenía coche y chófer. Nos llevó a Ksar-el-Nil sin perder un segundo y una vez allí se encargó del sargento de guardia que intentó que volviéramos a la mañana siguiente.

El depósito estaba formado por dos enormes tiendas montadas sobre una plaza que antes de la guerra se empleaba para realizar exhibiciones ecuestres. Sólo se permitía acceder al personal de uniforme. L se ofreció a quedarse con Rose. Entré solo, escoltado por un cabo del registro funerario. Junto a la entrada de cada una de las tiendas había dos enormes refrigeradores diésel. Los habían apagado para ahorrar combustible, como todas las noches, según me explicó el cabo.

Los cadáveres, oficiales todos ellos, descansaban sobre mesas, camastros y cualquier superficie disponible.

—Teníamos literas —me explicó el cabo—, pero se las llevó el Cuerpo de Ambulancias. —Me enseñó dos cadáveres equivocados antes de que por fin diéramos con Stein.

Los restos de mi amigo se encontraban tendidos sobre una plancha para la arena de acero perforado, de esas que utilizan los camiones y los coches blindados cuando se quedaban atascados en el desierto. Una sábana de hospital lo cubría.

«Igual que a mi madre», pensé.

No tardé más que un momento en realizar la identificación. La explosión le había incinerado la mitad de la cara, pero la otra mitad estaba más o menos intacta.

—Lo han propuesto para la Orden de Servicios Distinguidos —dijo el cabo mientras señalaba el registro—. Y seguro que se la conceden. La junta nunca rechaza las peticiones TP.

—¿TP?

—A título postumo.

Cuando salí, L me ofreció un cigarro. Estaba hablándole a Rose del heroísmo de Stein en El Duda. Una vez en la calle, nos buscó un taxi y lo pagó: tenía una reunión y necesitaba el coche. Le tendí la mano y él me la estrechó.

—Señor, estoy en deuda con usted, y no sólo por su amabilidad de esta noche. No le he servido como es debido en el campo de batalla, y crea que lo siento profundamente. Le ruego que me perdone. De ahora en adelante, haré todo cuanto esté en mi mano por servir al máximo de mi potencial.

Cuando Rose y yo llegamos al Shepheard, se había ido la luz. Los ventiladores de las habitaciones no funcionaban. Permanecimos sentados en la cama en medio de la oscuridad, fumando y bebiendo champán caliente directamente de la botella. Rose había traído el manuscrito de Stein, que yo le había pedido que guardara. Lo metió en mi petate. Las páginas estaban dentro de una carpeta de pana con la palabra «Macédoine» escrita a máquina. El nombre de una variedad de porcelana o algo así.

Permanecimos despiertos toda la noche. Le conté a Rose todo cuanto pude recordar sobre las proezas de Stein durante la retirada hacia El Cairo. No era el único, le aseguré, que lo idolatraba.

—¿Recuerdas la serenidad con la que respondía siempre a cualquier crisis en el Magdalen? En el desierto era igual. No había cambiado. No soy capaz de expresar lo aterradoras, agotadoras y frustrantes que pueden llegar a ser las cosas en el campo de batalla y lo cerca que hemos estado de una desbandada total e irremediable. Stein mantenía a raya el caos. Cuando llegaba, casi podías oír cómo los oficiales suspiraban de alivio. Stein ha llegado, pensábamos todos. Todo irá bien.

Le conté cómo se sentaba pacientemente a explicarles a los cabos jóvenes cómo pedir apoyo artillero, a pesar de llevar varias noches sin apenas dormir.

—En las divisiones blindadas, cuando empieza el fuego, siempre puedes meterte en el vehículo, pero él, con sus 25 libras, estaba al descubierto. Una vez le pregunté si no tenía miedo. «Miedo no, terror —me dijo—. Pero no puedo dejar que se note, ¿verdad?»

Le expliqué que, a pesar de toda la sangre y la muerte que había presenciado durante los últimos treinta días, la experiencia de la guerra había seguido siendo algo irreal para mí hasta aquel momento.

—Lo estaba mirando todo desde fuera, como una película, o algo que estuviera ocurriéndole a otra persona.

Por la mañana pedimos unos sándwiches de queso y jamón en la terraza del hotel y los devoramos con la ayuda de sendas tazas de fuerte café egipcio. Descubrí una caja con un pañuelo en el bolsillo de mi chaqueta; un regalo que le había comprado a Rose y había olvidado. Su cumpleaños había sido el día anterior. Tenía veinte años.

—Sé que estás preocupado por mí, cariño —me dijo—. Y te amo por ello. Pero no me pasará nada, te lo prometo. Traeré a tu hijo sano y salvo a este mundo.

Me dejó muy claro que no debía volver a mencionar el tema de enviarla a casa.

—No me iré. No me lo pidas. Cumplo con mi deber, como tú. Nuestro hijo nacerá aquí. Puede que sea el destino.

Nuestro taxi la dejó en Grey Pillars. Tenía que volver a la oficina y yo a mi campamento. Nuestro beso de despedida se produjo en la calle, delante de un puesto de guardia protegido por un parapeto de sacos terreros.

—Vine desde Inglaterra por ti, amor mío —me dijo—. Para mí también era como un juego. Un romance, una gran aventura. Pero se ha convertido en otra cosa, ¿verdad?

Tres semanas después la evacuaron a Haifa junto con el resto de su oficina. Los nuevos comandantes del VIII Ejército, Montgomery y Alexander, acababan de asumir el mando. La línea estaba resistiendo en El Alamein.

Se produjo un compás de espera que ambos bandos aprovecharon para acumular material y suministros de cara al inevitable choque. Yo me dediqué a entrenar con mi formación hasta finales de agosto. Una mañana, justo antes del comienzo de septiembre, me enviaron con unos informes a la ciudadela de Saladino, un complejo inmenso, digno de las mil y una noches, donde el Real Cuerpo Blindado había establecido su cuartel general. En las escaleras me encontré con Mike Mallory. Volvía de la ceremonia en la que había recibido su Orden de Servicios Distinguidos: aún tenía la caja con la mención en la mano. Me contó que lo habían ascendido provisionalmente a teniente coronel. Dirigiría un batallón de la 1.a División Blindada.

—Los pedí a usted —me explicó, lo que quería decir que había solicitado que me trasladaran a su unidad—. Pero parece ser que el cuartel general lo quiere para el Long Range Desert Group.

—¿Cómo?

Me estrechó la mano como felicitación.

—Según parece, el coronel L ha intercedido en nuestro favor. Yo voy a «bajar al azul» y a usted lo envían al desierto.