Día 21 de junio. Cae Tobruk. Con ella, Rommel se hace con un puerto a quinientos kilómetros de Alejandría… y nosotros perdemos nuestro último bastión en Cirenaica. La galopada se reanuda, esta vez en dirección a El Cairo.
Dos episodios ilustran el ambiente de la retirada. El primero tiene que ver con el coronel L. Nuestro comandante es dolorosamente consciente de que Mallory lo ha reemplazado en los corazones de los hombres. Como esto lo avergüenza, realiza espasmódicos intentos de reafirmar su autoridad. En medio de la retirada por el desierto que separa Sidi Aziz y el fuerte Capuzzo, ordena al pelotón del escuadrón A que tome posiciones defensivas en un punto identificado en los mapas como colina 99. Llegamos con los demás pelotones, once carros de combate en total, y nos atrincheramos a lo largo de la cresta, en dirección oeste. Al cabo de pocos minutos empiezan a llover bombas a nuestro alrededor: primero unas que explotan a media altura, las que utilizan los 88 para estimar las distancias; luego munición explosiva normal, posiblemente disparada por Panzer Mark IV, aunque no los vemos; por fin, detonaciones aún más fuertes, que Pease identifica como obuses de 105 milímetros. El fuego no viene de delante, donde supuestamente se encuentra el enemigo, sino de la retaguardia y de la izquierda. ¿Qué demonios está pasando?
Avanzo hasta el frente de la colina junto con el sargento de mi pelotón, «Tich» Haskell, y el teniente llamado Marsden, al que llaman «Duke», que manda el pelotón adyacente. Dirigimos la mirada hacia el punto en el que se supone que se encuentra atrincherada nuestra infantería, esperando al enemigo. Hay infantería atrincherada, sí, pero está disparando contra nosotros. Son los alemanes. O el mapa está equivocado o nos encontramos en el lugar erróneo. Llamo al batallón, informo de la situación y solicito permiso para atacar a la infantería.
—Mantengan la posición —ordena el coronel L—. No se muevan hasta recibir mis instrucciones.
No hace falta demasiada imaginación para darse cuenta de que nuestros vecinos del Afrika Korps no van a quedarse de brazos cruzados esperando. Los tendremos encima en cualquier momento, armados hasta los dientes con antitanques de infantería y cargas de demolición. Y lo que es peor, la artillería de Rommel nos tiene a tiro. Vuelvo a llamar al batallón y pido permiso para replegarme. Hagamos algo: avanzar o retroceder. «Negativo», replica L, aderezando su respuesta con referencias a mi masculinidad. Marsden intenta mediar y recibe una dosis de las mismas invectivas. Uno de los Crusader de su pelotón recibe un impacto directo y queda convertido en una antorcha. La dotación consigue salir mientras el compartimiento del motor exuda una humareda negra. Haskell está apuntando hacia el flanco sur. A unos trescientos metros se ve una falange de formas oscuras que avanza con un enorme estruendo en nuestra dirección. Mientras estoy informando de ello, Haskell suma a las cifras otros diez enemigos que acaba de localizar en una cresta algo más alejada. Mientras tanto, las salvas de posicionamiento de los 105 milímetros empiezan a acercarse peligrosamente. El blindaje de los tanques repica con el tintineo de la metralla. Sin embargo, L sigue sin dejar que nos movamos.
—A la mierda —estalla Haskell cuando se corta la comunicación—. No pienso quedarme aquí hasta que lleguen los hunos cabalgando sobre nuestros agujeros. —Un instante después, un proyectil de gran capacidad de penetración pasa entre nosotros a una altura de un metro sobre la arena, a trescientos kilómetros por hora y chillando como un gato. Su paso nos arranca el aire de los pulmones.
—¡Escuadrón A, repliéguese ordenadamente! —grita la voz de Mallory por el comunicador. Salimos de aquel infierno antes de que L tenga tiempo de anular la orden.
Así es como pasa el mando de un oficial débil a otro fuerte.
La cadena de mando no se altera; no hay papeleo. Sin mediar una palabra, todos los hombres comprenden lo ocurrido.
Aquella noche, L y Mallory se reúnen a solas en el camión de mando del primero. Oímos voces alteradas.
—Son Bligh y el señor Christian —dice Marsden cuando le doy el relevo de guardia a las 22.00. Stein me trae té. Cuando Mallory, con el rostro acalorado, sale del camión de L, el coronel aparece en la oscura entrada.
—Se acabó la fiesta —le dice a Stein con brusquedad. Luego me pregunta a mí de manera perentoria si aún tengo tiempo libre para leer. La noche siguiente reprende con especial virulencia a un valiente y exhausto jefe de pelotón al que llamaré Q. En el momento álgido de su diatriba, el joven oficial, sin ninguna intención, deja caer la mano sobre la culata de su pistola.
—¡Adelante! —ruge L—. Es lo que quieren todos ustedes, ¿no?
Llegamos a la frontera egipcia. Estamos aprendiendo tardíamente las lecciones que los soldados de las brigadas veteranas ya tuvieron que aprender en su día. Comprendemos ahora la diferencia entre estar «enlazados» y «en el aire».
Una unidad está «enlazada» cuando se encuentra en contacto con formaciones amigas por la izquierda y por la derecha. En cambio, está «en el aire» cuando está aislada, sola.
Un ejército de eslabones enlazados puede resistir.
Un ejército en el aire sólo puede correr.
El secreto de la guerra en el desierto, empezamos a comprender, radica en dejar a tu enemigo en el aire al tiempo que tú permaneces enlazado. En esto, Rommel demuestra una brillantez indiscutible. Sus blindados aparecen de repente en gran número. Por medio de un ataque irresistible o alguna estratagema astuta, logran abrir brecha. Los Panzer fluyen por ella como el agua por un embudo. El frente, así penetrado, queda dividido en dos secciones. Las dos quedan en el aire.
Sin poder evitarlo, echamos a correr. No se trata de un acto de cobardía; es un redespliegue que tiene por objeto volver a enlazarse. La última escaramuza de importancia que libran nuestras tropas se produce en la defensa del cerro de las cercanías de Sofafi, al este del paso de Halfaya. La infantería australiana defiende un flanco de esta modesta colina sedimentaria y tres o cuatro pelotones de blindados británicos se atrincheran en el otro. El enemigo lo ha atacado una vez por la mañana y ha sido repelido, lo mismo que al mediodía; ahora vuelve a intentarlo. El asalto cuenta con el apoyo de la artillería pesada y de los 88 y los Mark IV, que disparan desde más cerca.
Detrás de éstos, sabíamos (aunque no pudiéramos verla) que esperaba una formación masiva de carros de combate Mark III, más rápidos y móviles, con infantería motorizada justo detrás. En algún momento, el enemigo concentraría estas tropas y las lanzaría en masa contra un punto vulnerable. Una de las dos baterías de 25 libras de Stein, situados varios kilómetros en retaguardia, trataba de mantener a raya a los 88 de Rommel con un fuego sostenido de munición explosiva. Él se encontraba en el frente, con la otra. Para dirigir el fuego contaba con sus observadores avanzados, que saltaban de un punto a otro antes de que el enemigo tuviera tiempo de localizarlos y borrarlos del mapa: dos en blindados, otros dos en coches blindados, con transportes de infantería Bren y equipos de asalto montados en camiones para protegerlos. Mi pelotón, formado en aquel momento por dos Crusader y un A-9, también estaba en primera línea, intentando proteger esta pantalla. Contaba con un cabo nuevo, Wicks, en uno de los Crusader, y con Pease en el A-9. El tercer Crusader era mío. Estábamos cortos de munición y exhaustos. Quedaban dos horas para el anochecer. Habíamos pasado toda la tarde esperando un momento de pausa en el ataque enemigo para poder retroceder y reabastecernos, o al menos un instante de respiro en el fuego que permitiera a los camiones de avituallamiento subir hasta nosotros.
De repente llegó una señal urgente por los auriculares. Habían alcanzado a uno de los Bren. Eran vehículos sin techo, famosos por la debilidad de su blindaje y de uso polivalente, aunque principalmente se empleaban como transportes de infantería. Aquél en concreto tenía la misión de proteger a uno de los observadores de Stein. No estaba muy claro lo que había ocurrido, pero sea lo que fuere, había varios hombres malheridos. Nuestro pelotón recibió la orden de ir a buscarlos. Wicks se situó en vanguardia, como tanque recce. Podíamos ver el Bren, en la base de una columna de denso humo negro. En aquel momento, la segunda batería de Stein empezó a disparar cargas de humo para protegerlo. Entonces se desencadenó el ataque alemán. Al noroeste de la cresta del cerro había una especie de cuenca natural, y hacia allí, desde el norte, avanzó atronadora una masa de tanques de color oscuro.
Oí el informe de Duke Marsden:
—… cifras, cinco cero Mark III y yo diría que otros tantos Mark IV. —Aquella hueste estaba avanzando implacablemente hacia el transporte alcanzado, que se encontraba a unos cuatrocientos metros de distancia. No se desplazaban en masa, sino por elementos; una sección se detenía y abría fuego mientras otra continuaba el avance; a continuación, la que se había detenido se lanzaba de nuevo a la carga mientras la otra paraba, apuntaba y disparaba. En el mismo momento en que llegaba junto al Bren, Wicks fue alcanzado por un proyectil explosivo justo encima del compartimiento del motor. Le grité por la radio. Oí que él llamaba a sus hombres en el interior del tanque; estaba claro que al menos uno de ellos estaba herido; en el habitáculo reinaba el caos. Pease y yo marchábamos unos trescientos metros por detrás cuando vi una nueva detonación y la mole del carro de Wicks se hundió como lo hacen los vehículos blindados cuando se les rompe la suspensión.
La posición de Stein se encontraba al extremo sureste de la cresta; estaba presenciándolo todo desde allí (de eso me enteré más tarde a través de Mallory; en aquel momento estaba demasiado ocupado con mis propios problemas). Al parecer, se dio cuenta de que aquel contingente de blindados era el ataque principal del enemigo y de que aquel punto del cerro era lo que los mandos del Afrika Korps llamaban el Schwerpunkt, el punto crítico. También se dio cuenta de que no había blindados británicos en posición de responder, aparte de mi pelotón ligero y el de Marsden, que estaban a punto de ser vaporizados. Las formas negras se encontraban a trescientos cincuenta metros. Ordenó que su primera batería avanzara aprovechando cualquier cobertura que pudiera encontrar. El 25 libras no es un cañón muy grande. Su boca está más o menos a la misma altura que la cabeza de un hombre; tres soldados fornidos pueden moverlo fácilmente sobre las ruedas. Pero a la hora de disparar es rápido, preciso y letal. Yo no podía oírlo por los auriculares; estaba en una frecuencia diferente. Pero Mallory me contó más tarde que estaba dirigiendo el fuego de su primera batería, al tiempo que exhortaba a la segunda y pedía ayuda a todo aquel que pudiera oírlo.
Para entonces, mi Crusader se encontraba a cien metros de Wicks. El fuego empezaba a asomar entre las planchas del compartimiento del motor. Utilizando la radio, le ordené que sacara a los hombres al instante. Era posible que desde dentro del vehículo no se hubiese percatado aún del peligro que corrían, pero el fuego avanzaba reptando hacia la munición y el humo podía acabar por asfixiarlos.
—Nos están apedreando por todas partes —respondió Wicks, con lo que quería decir que se encontraban bajo fuego sostenido de ametralladora. Envié a Pease a por los hombres del Bren. Yo me dirigí a por Wicks. Empezamos a oír un traqueteo sobre nuestro propio techo. El fuego procedía del flanco izquierdo, así que, al tiempo que encendía el generador de humo, ordené al piloto que se situara delante del lado derecho de Wicks para ofrecerle cobertura. Una nube de hollín negro nos envolvió. Oí un estruendo titánico y sentí que nuestro avance se interrumpía de repente. «Nos han dado», pensé. Pero no, habíamos chocado con el tanque de Wicks en medio del humo. Sentí que el carro empezaba a hundirse como un destornillador debajo de nosotros: una de las orugas tenía tracción, pero la otra se había enganchado con algo, posiblemente el tanque de Wicks, que para más inri acababa de perder la radio, por lo que estábamos incomunicados. «Menuda manera más ridícula de meter la pata», pensé.
Abrí la escotilla y salí, pero me había olvidado de apagar los generadores de humo. Mis pulmones succionaron las nubes negras y la peste a petróleo que emitían cuando empecé a llamar a gritos a Wicks. Entonces lo localicé en medio del humo, ayudando a su artillero a salir por la escotilla delantera. Las llamas del compartimiento del motor bailaban tras ellos. Si el carro de combate explotaba, sería el fin para todos. Bajé de la torreta para ayudarlo a sacar a sus hombres. No parecía una ¡dea especialmente peligrosa, puesto que ambos vehículos estaban envueltos en una oscuridad estigia y la mole del mío nos protegía de las ametralladoras enemigas. La principal emoción que me dominaba en aquel momento era de indignación hacia los alemanes, porque en todos los enfrentamientos anteriores de aquella campaña, el sentido de la caballerosidad había dictado que los hombres dejaran de disparar cuando una dotación trataba de escapar de su vehículo. Sea como fuere, bajé del tanque de un salto y me agarré a la barra de la izquierda de la torreta de Wicks (sobre la cual los petates y sacos de dormir de la dotación ardían como troncos en una chimenea) para subirme y ayudar al artillero. No terminaba de comprender por qué continuaba el traqueteo de las ametralladoras a nuestro alrededor. Entonces me di cuenta de que había al menos una segunda disparando desde la dirección contraria. Luego me enteré de que era una de las nuestras, cuyo operador recibió una severa reprimenda más tarde, no tanto por disparar contra sus propias tropas como por hacerlo en una situación como aquélla.
En aquel momento yo me encontraba encaramado al flanco del blindado de Wicks, bajo una lluvia de proyectiles del calibre 30 que rebotaban en los cascos de ambos carros y de trazadoras que pasaban silbando alrededor del cabo, de su artillero y de un servidor. De repente, el viento cambió de dirección. En el tiempo que hace falta para pronunciar esta frase, el humo que nos cubría se levantó por completo y nos dejó allí, expuestos como patos en una caseta de feria, bajo el fuego de dos ametralladoras. La vergüenza, unida a la valentía de Wicks y al peligro que estábamos compartiendo todos, así como a la indignación contra el enemigo por estar disparándonos en aquellas condiciones, me impidió arrojarme de nuevo al agujero del que acababa de salir. Para abreviar el relato, en ese momento llegó Pease, con los supervivientes del Bren alojados en todos los rincones que habían podido encontrar, y con su ayuda logramos sacar la dotación del tanque de Wicks, meterla en el mío y salir de allí. El carro de combate no llegó a explotar. De hecho, nos lo volvimos a encontrar cuatro días más tarde (llevaba su nombre, era «Mad» Marta, estarcido con grandes letras blancas), aún operativo pero ahora en manos del enemigo.
Al mismo tiempo que se producía este episodio, Stein, en lo alto del cerro, contenía casi por sí solo el ataque principal alemán. Hay que entender que un 25 libras está totalmente indefenso cuando se usa de este modo, a la desesperada y sin cobertura. La dotación, protegida únicamente por el escudo del cañón, está a merced del fuego de ametralladora o de los proyectiles explosivos, armas de las que disponían en abundancia los Panzer y los cañones 88 y 105 que avanzaban sobre nosotros. Lo peor del asunto era que nada de aquello habría tenido que ocurrir si el VIII Ejército hubiera contado con armamento adecuado y tácticas eficaces. El enemigo tenía cañones capaces de disparar munición explosiva y munición penetrante. ¿Por qué nosotros no? ¿Por qué teníamos que improvisar? ¿Por qué nuestros artilleros se veían obligados a compensar con su valor unas deficiencias a las que podría, y debería, haberse puesto remedio meses atrás? ¿Por qué hacía falta que alguien como Stein tuviera que usar artillería convencional en lugar de los tanques y frente a los tanques? Era una locura de principio a fin. El hecho de que surtiera efecto, al menos durante el tiempo suficiente para que los australianos y un par de pelotones de Grant acudiera en nuestro auxilio y convenciera al enemigo de que lo dejara para otro día fue obra exclusivamente de la suerte y el valor, un bello relato para los archivos del regimiento, pero una maldita farsa en términos militares. Stein perdió seis hombres valientes y cuatro piezas. Aunque parezca increíble, él salió sin un rasguño. La cuenta total de Panzer que se cobraron sus cañones, cinco, no parece demasiado espectacular, pero lo cierto es que sus acciones y las de sus hombres salvaron aquel día la línea y la posición. Sin su concurso, habríamos perdido docenas de hombres y tal vez la formación entera.
Después de la batalla, Mallory propuso a Stein para la Orden de Servicios Distinguidos y a cuatro de sus hombres para la Medalla Militar, tres de ellas a título postumo. A Wicks y a mí se nos mencionó en los despachos. Cuando fui a ver a Mallory y le conté que, por mi parte, merecía ser degradado más que recibir una mención, se echó a reír y dijo:
—Acéptela de todos modos. Quedará bien en su esquela.
El VIII Ejército seguía retirándose. Las carcasas de los Crusader, los Grant y los Honey con las que nos encontrábamos raras veces habían caído bajo el fuego enemigo. Lo más normal era que hubieran sufrido fallos mecánicos o colisiones, o que se hubiesen quedado sin combustible. Cuando un carro de combate quedaba inutilizado, el reglamento establecía que la dotación debía destruirlo para que no cayera en manos del enemigo. Pero inutilizar un blindado no es un juego de niños, aunque sea el tuyo y esté parado. La mayoría de los nuestros se contentaba con llevarse los cierres de los cañones y los libros de claves, romper la radio, verter un poco de gasolina sobre el motor y echar una cerilla encima. Algunos ni siquiera hacían esto. Se limitaban a «plantar al cabrón» y largarse. Los equipos de rescate alemanes recuperaban docenas de tanques y centenares de camiones pesados y cañones en estado funcional. Era un escándalo. Hasta los corresponsales se hacían eco del asunto. Cada Grant y Honey intacto con el que se cruzaba nuestra columna en su retirada provocaba los airados insultos de unos soldados que sabían que, en cuestión de días, volverían a ver aquellas máquinas, sólo que esta vez tripuladas por soldados del Eje.
Nuestros pelotones retrocedían por la carretera de la costa. En aquel momento mis preocupaciones no se centraban en mi propia persona. Aún creía, como cualquier otro imbécil, que era inmune a las balas y los obuses. Pensaba en Rose; me preocupaba su seguridad y quería que supiera que me encontraba bien. Estaba convencido de que la Marina la habría evacuado de Alejandría, junto al resto de la oficina de inteligencia en la que trabajaba. Pero ni siquiera en El Cairo estaría completamente a salvo. Cada vez que pasábamos por un puesto avanzado con el tendido telefónico intacto intentaba ponerme en contacto con ella. En vano; en El Cairo reinaba el pánico. Las centralitas civiles, e incluso las militares, habían dejado de funcionar. Los que estábamos en la carretera de la costa no sabíamos quién estaba al mando y no teníamos otro plan que poner rumbo a levante y seguir avanzando.
14.30 horas, 26/6/42. En algún lugar al oeste de El Daba. Humo y fuego hasta donde alcanza la vista. Los Stuka nos bombardean durante todo el día, y por la noche llegan los Henschel y los Machii italianos y reanudan el ataque a la luz de las bengalas. Vuelan siempre sobre la carretera. ¿Por qué no? Esto es como una caseta de feria.
La retirada se había convertido en el mayor atasco del mundo. Durante ciento cincuenta kilómetros, no había un centímetro de asfalto libre de transportes pesados, piezas de artillería, cañones de 2 libras tirados por semiorugas, ambulancias, coches blindados, camiones descubiertos, vehículos blindados ligeros, transportes de carros de combate y carros de combate sin transportes.
En el atasco corrían toda clase de rumores sobre apariciones de Rommel. En uno que resultó ser cierto, los supervivientes de una batería británica, rodeados, se negaban a rendirse. El capitán alemán que los tenía rodeados había capturado días antes a un importante oficial británico, Desmond Young (quien, más adelante, ya brigadier, escribiría un extraordinario libro sobre el Zorro del Desierto), y le exigía a punta de pistola que ordenase a los soldados que se rindieran. Young le respondía que guardase el arma. De repente, una tormenta de arena, un coche del cuartel general…, y aparecía Rommel en persona. El capitán escupía su historia. El Zorro del Desierto reflexionaba un momento.
—No —decía—. Una petición así contravendría las normas de la caballerosidad y las convenciones más honorables de la práctica militar. —Ordenaba al capitán que resolviera el problema de otro modo y luego compartía con Young un poco de té helado con limón de su propia cantimplora.
08.00 horas, 27/6/42. El control de tráfico nos ha desviado de la carretera. Tenemos una cantidad incontable de vehículos por delante. Llueve a cántaros. Los árabes nos venden huevos. Quieren papel de aluminio, no sé para qué, y les entusiasman nuestras raciones. Gracias a, Dios ha aparecido la RAF. Sin ella, la Luftwaffe convertiría esta carretera en una tumba de ciento cincuenta kilómetros.
Más rumores sobre Rommel. Dirige personalmente el avance de los Panzer y nos pisa los talones, según dicen.
—¿Por qué no mandamos unos puñeteros comandos para acabar con ese tipo? —repite cada soldado de la columna—. ¡Hay que liquidar a ese marica! ¡Queremos luchar!
16.30 horas, 27/6/42. El A-9 se ha quedado sin gasolina. Hemos llenado el depósito en un camión cisterna volcado. Un mayor intenta adelantársenos, pero lo soborno con dos billetes de cinco libras y el Breitling que me regaló mí abuelo. Conseguimos cincuenta litros. Suficiente para que tres tanques recorran seis kilómetros.
Sigo sin contactar con Rose, pero me encuentro a Jock en una red de radio de la infantería. Me entero de que sus Highlanders cayeron prisioneros en Tobruk, pero él logró escapar con un grupo del regimiento de la Guardia. Está en la misma columna, sólo que unas millas más al este. En El Cairo, el cuartel general está destruyendo los libros de claves; el propio Mussolini ha llegado desde Italia y promete entrar triunfal en la ciudad, como un emperador romano.
¿Tan inminente es la derrota? ¿De verdad va a caer El Cairo? Si Rommel toma Suez, Inglaterra quedará aislada de la India y el Extremo Oriente. Se perderán doscientos mil hombres. Y, lo que es aún peor, Hitler podrá poner sus zarpas sobre los campos petrolíferos de Irak y Arabia. Ante esto, Rusia podría caer o solicitar los términos de la capitulación. La guerra se perdería de un solo golpe.
La única buena noticia, me dice Jock, es que cuanto más avanzan los alemanes hacia el este, más se alargan sus líneas de abastecimiento desde el puerto de Trípoli. Tobruk, bombardeada por la RAF, aún no es operativa.
—Rommel tiene que transportar a lo largo de mil seiscientos kilómetros el combustible para mover sus camiones. Ni siquiera él puede seguir avanzando eternamente.
22.00 horas, 28/6/42. Sigue lloviendo. Ocho kilómetros en trece horas. Por delante: campos de minas y las posiciones defensivas de El Alamein. Se rumorea que el VIII Ejército intentará detener a los alemanes allí. También se dice que Rommel se ha detenido a ciento veinte kilómetros de aquí. Se ha quedado sin gasolina.