El campo de entrenamiento del Real Cuerpo Blindado, tal como se lo conocía por entonces, se encontraba en el campamento de Bovington, Dorset. El lugar estaba a rebosar de reclutas y voluntarios. Cuando llegó el contingente en el que iba yo no quedaba sitio en los barracones, así que nos alojaron en tiendas de doce hombres, con suelo de tablones y una letrina de tres agujeros para cada cuatro tiendas. Tras la instrucción básica, el curso de conducción duraba dieciséis semanas. Empezamos practicando con los camiones de setecientos cincuenta kilos, para pasar luego a los de tonelada y media y finalmente a los de tres toneladas, tanto en carreteras pavimentadas como campo a través y por circuitos de obstáculos. Al cabo de seis semanas pasamos a los vehículos de orugas, primero transportes Bren y luego tanques ligeros. Aprendimos a vadear arroyos y trasponer muros de piedra, a atar grandes haces de maderas o tuberías y utilizarlos para cruzar fosos antitanque. Cuando llegó el momento de entrenar con blindados de verdad, resultó que el campo contaba con tan pocos que tuvimos que usar tractores agrícolas Holt acondicionados, los viejos DCM de la Gran Guerra. Se montaba una carcasa de madera y tela sobre la cabina del conductor para que éste no pudiera ver lo que tenía delante. Por encima y por detrás de él se posicionaba un segundo recluta, el «comandante», que asomaba sobre esta carcasa. El comandante impartía sus órdenes a gritos —«¡Piloto, avance!», «¡Piloto, a la derecha!»— mientras el pobre desgraciado de la cabina luchaba con las palancas de dirección y el enorme embrague, trabajando simultáneamente los dos aceleradores y los ensordecedores engranajes de la caja de doble embrague asíncrona. Los carros de combate no se giran con un volante, sino con palancas y pedales que permiten que una de las orugas retroceda mientras la otra avanza. No es fácil. Si giras con excesiva brusquedad puedes reventar los remaches de la oruga. La oruga se suelta de los piñones como el papel higiénico de un rollo al darle un tirón. Si pasa esto, la dotación tiene que salir del apuro por sí sola.
Queridísima Rose,
Sé que no debería estar divirtiéndome tanto, habida cuenta del desesperado estado de las cosas en Europa y en el mundo. ¡Sin embargo, no puedo evitarlo! El oficial superior de nuestro batallón de instrucción me ha recomendado para el cuerpo de oficiales, como a todo aquel que haya pasado un mínimo de diez minutos en la universidad, pero dice que en cualquier caso debo aprender a pilotar un tanque, así que me quedaré hasta el final del curso.
La instrucción se volvió algo más sencilla cuando nos trasladamos a Lulworth para practicar con los A-9 y A-10 (carros de combate reales) y los nuevos A-13, los primeros de la serie que más adelante se conocerían como Crusader. Los pilotos-operadores, como todos nosotros, aprendían también a usar la radio inalámbrica. Teníamos que dominar todas las tareas, de tal modo que el cargador pudiera tomar el puesto del operador de radio y cualquiera de ellos estuviese en condiciones, llegado el caso, de convertirse en comandante. Además, debíamos aprender mecánica. Los instructores, la mayoría de los cuales eran mecánicos antes de la guerra, nos enseñaban por el procedimiento de averiar deliberadamente los vehículos: estropear los sistemas de refrigeración, obturar las tuberías del combustible… Se suponía que debíamos ser capaces de diagnosticar el problema y arreglarlo mientras los instructores no paraban de gritarnos al oído: «¿Cuál es el problema, novato? ¿No sabes poner ese purgador?». El entrenamiento físico consistía en carreras de cinco y de ocho kilómetros, con los cascos de acero en la cabeza, los petates llenos y los rifles al hombro. Una mañana, en una colina al sur de Fordingbridge, me fallaron las piernas. Una ambulancia me llevó a un hospital, donde un mayor hindú me examinó de la cabeza a los pies y, en el inglés más perfecto que jamás hubiera oído, me dijo:
—Lo siento. Tiene usted la polio.
En aquella época, un diagnóstico de parálisis infantil era el más aterrador que podía recibir un paciente. Era una enfermedad virulenta, infecciosa e incurable. La parálisis comenzaba por las piernas e iba ascendiendo por el torso hasta alcanzar los pulmones, momento en que el paciente no podía ni respirar sin contar con la ayuda de un monstruoso armatoste mecánico llamado pulmón de acero en el que quedaba prisionero, inmovilizado y tendido de espaldas. Y sin embargo, por grande que fuera el espanto que me inspiraban los aspectos médicos de la cuestión, lo que más me atormentaba era la idea de dejar la instrucción. ¿Por qué era tan importante para mí? No sabría decirlo, ni siquiera ahora. Dudo que muchos de mis compañeros hubieran podido hacerlo. Simplemente nos impulsaba el deseo de entrar en liza, o tal vez, para expresarlo de un modo más preciso, de no quedarnos atrás. Por absurdo que pueda parecer, la idea de quedarme paralítico el resto de mi vida era en mi cabeza un temor secundario frente a la de quedarme varado, incapaz de ayudar a Inglaterra en aquella hora de peligro mortal.
El ejército me puso en cuarentena y me envió a una clínica civil para poliomielíticos. Rose acudió sin perder un instante. Se negó a aceptar el diagnóstico. Tuvo una fortísima pelea con el segundo o tercer médico que me veía, no recuerdo cuál. No podía darme el alta por miedo a que propagara la infección, mientras que ella no estaba dispuesta a que permaneciera allí, donde casi con toda seguridad contraería la infección si no la tenía ya. Al mismo tiempo, y por su propia cuenta, inició una investigación en publicaciones médicas, artículos especializados y casos clínicos; se convirtió en una auténtica experta en todas las formas de desórdenes víricos, especialmente aquellos que atacaban las vainas de los canales nerviosos. Pasé por seis plantas de tres hospitales diferentes, en cada una de las cuales recibí un diagnóstico diferente. A esas alturas ya había perdido la motricidad por debajo de la cintura y tenía casi treinta y nueve de fiebre. El comandante de mi batallón, un tipo decente, me visitó en el hospital para felicitarme por haber sido aceptado en la OCTU. El curso empezaba diez días más tarde.
—Le guardaremos el puesto, Chapman —me dijo con un tono que revelaba que no esperaba volver a verme.
Me dieron un alta de convalecencia. Rose me llevó a la granja de su hermana en Golspie. Nos casamos allí, en la catedral de Domoch. Yo iba en silla de ruedas, con dos semanas de paga —una libra y seis peniques— en el bolsillo. Nunca olvidaré la fe y la amabilidad de la familia de Rose, en especial de su hermana Evelyn y su cuñado Angus, en cuya casita vivimos desde aquel invierno al verano siguiente. Me acogieron como si fuera de su propia sangre. Rose se había enterado de que había una enfermedad parecida a la polio llamada mielitis transversal. Los médicos lo confirmaron. A veces se la llamaba «falsa polio».
Con la ayuda de Rose, inicié una batalla para volver a andar. Al principio, con muletas y refuerzos para las piernas, recorría únicamente los cincuenta metros que había hasta la entrada de la granja. Luego empezamos a apuntar más lejos, al buzón, a unos ciento cincuenta metros. El día que conseguí coronar la loma que se levantaba junto a la casa —doscientos metros—, cogimos una gloriosa borrachera.
El campo de golf de Golspie discurre a lo largo del Domoch Firth, y empecé a pasear por allí mañana y tarde, en compañía de Rose y de un sabueso llamado Jack, que nos había adoptado y se reunía con nosotros sin falta al llegar al primer tee. Hasta entonces yo no sabía una palabra sobre el golf. Pensaba que era un juego para viejos. Pero en aquellos paseos que Rose y yo dábamos por allí día tras día, la nobleza un poco brusca de los jugadores, la mayoría de ellos veteranos de la Gran Guerra, me conmovió hasta tal punto que empecé a apreciar la intensa belleza del juego. Sin embargo, no habría podido usar un palo. Después de recorrer tres o cuatro hoyos, llegaba a casa tan exhausto que no podía ni subir los escalones de la entrada. Una vez dentro, me desplomaba sobre una silla como si estuviera muerto.
A lo largo de este período recibimos las cartas de Stein, que seguía en el norte de África. A consecuencia de las heridas recibidas en la operación Battleaxe lo habían ascendido a teniente y su nombre se había mencionado en los despachos oficiales. Era un héroe. Jock, destinado en Francia, había escapado por los pelos de Dunquerque. Yo sentía una envidia desesperada, la misma que me inspiraban todos los hombres capaces de ponerse en pie, caminar y cumplir con su deber. En la granja, todos los trabajos se destinaban al abastecimiento de las tropas. La cosecha de cebada, que antes de la guerra se utilizaba para la destilación del whisky Glenmorangie, acababa ahora en la oficina de aprovisionamiento, donde se destinaba a la preparación de comida, sopa y forraje. En Naim había un campamento de instrucción de pilotos de Spitfire; los veíamos jugando «a tocar» en los canales de la comarca y en los del Royal Dornoch. Las costas eran objeto de vigilancia día y noche; estaban construyendo depósitos de munición en Brora y a lo largo de la carretera de John o’Groats, cada treinta kilómetros.
A mediados de verano ya era capaz de caminar treinta y seis hoyos. El Real Cuerpo Blindado no volvería a aceptarme hasta que hubiera pasado el PHT, el test de resistencia física, una especie de circuito de obstáculos que debían completar todos los aspirantes a la Unidad de Instrucción para Oficiales Cadetes en un tiempo determinado. Por suerte para mí, el cronometrador asignado a mi grupo era el sargento mayor Streeter, el mismo que me había reclutado en aquella mesa de Kensington. Obtuve una puntuación de cuarenta y siete sobre cincuenta. Estaba dentro. Años después me encontré con Streeter en un andén de la estación Waterloo. Me confesó que mi verdadera puntuación había sido veintisiete, un suspenso.
—Una errata, lo reconozco.
Al final se confirmó que lo que tenía era falsa polio. La enfermedad se retiró siguiendo el mismo camino por el que había llegado: del abdomen a los muslos, luego a los tobillos y, por fin, fuera del cuerpo.
Francia había caído mientras yo me recuperaba; la batalla de Inglaterra estaba en su momento álgido. Hitler preparaba la invasión de Rusia. En primavera de 1941, cuando yo acababa de completar el curso del OCTU, Rommel desembarcaba en Túnez con su Afrika Korps. Su primera embestida había cogido con la guardia baja a la Fuerza del desierto occidental y la había obligado a retroceder casi hasta Alejandría. A continuación, el propio Rommel había tenido que replegarse ante el contraataque de Auchinleck en la operación Crusader (a estas alturas, la Fuerza del desierto occidental se había transformado ya en el VIII Ejército). Cuando llegué a Palestina, a finales de año, el Zorro del
Desierto estaba preparando su nueva ofensiva desde su bastión de El Agheila.
Mi regimiento, como ya he dicho, pertenecía al Yeomanry, lo que significaba que había pasado de ser caballería a infantería mecanizada, antes de acabar convertida en una unidad blindada. Yo, sano al fin y ansioso por empezar a luchar, era teniente de segunda. «El regimiento» (como, al igual que todas las del ejército, llamábamos a nuestra unidad) no tenía tanta prisa. El cuerpo de oficiales era un auténtico avispero compuesto por dos grupos enfrentados: los veteranos de los viejos tiempos, que habían estado con la unidad en su época ecuestre (o cuyos padres y abuelos lo habían estado) y los novatos como yo a quienes les importaban un rábano aquellas tonterías y sólo querían luchar. Cuando quedó claro que no entraríamos en acción hasta al menos seis meses más tarde, solicité el ingreso en el n.° 11 de Comandos Escoceses, a varios de cuyos oficiales había conocido en Golspie y Durnoch. Pensé que al regimiento no le importaría hacer una excepción con un oficial que estaba impaciente por entrar en liza. Vaya sí le importó. Cuando el oficial de máxima graduación, el coronel L, se enteró de mi solicitud, me hizo llamar para leerme la cartilla. Al parecer, aquella especie de deserción no dejaba en buen lugar al regimiento. Me ordenó que la retirara. Me negué. Desde aquel mismo momento, para el coronel L pasé a ser un terrorista bolchevique.
Yo detestaba Palestina. No hacíamos otra cosa que entrenarnos sin ir a ninguna parte. Lo único que me levantaba un poco el ánimo era Jerusalén. Todos los fines de semana que tenía la ocasión, cogía el autobús número 11 de Qama, un Citroen multicolor, con el techo decorado con borlas y abarrotado de gallinas y pequeños árabes gritones, que a menudo viajaban subidos al tejado o de pie sobre el guardabarros trasero. Me pasaba el día entero en la librería judía que había frente al hotel Rey David, o caminando sobre las mismas piedras que habían pisado Jesús y los discípulos. Me sentía como un judío, un marginado sin cabida en ninguna parte. Como es natural, aquellas excursiones sólo conseguían aislarme aún más con respecto a mis compañeros oficiales, quienes me consideraban un arisco antisocial, especialmente el coronel L, a cuyos ojos yo era un alborotador de primer orden o, peor aún, un intelectual —en sus propias palabras «alguien que lee libros»—, el peor calificativo que podía recibir un joven teniente.
Rose me había seguido a Oriente Medio. Llegó en barco, en un convoy de tropas que había cruzado el Atlántico, de Glasgow a Río de Janeiro y luego había hecho el camino de vuelta doblando el cabo de Buena Esperanza y pasando por Durban hasta llegar a la costa este de África; doce mil millas en seis semanas. Desembarcó en Tewfiq, el puerto de Suez y desde allí bajó hasta El Cairo (en la región del Nilo, «bajar hasta» significaba viajar en dirección norte) en la parte trasera de una furgoneta de correo junto con otras seis chicas que se habían embarcado en el mismo viaje por la misma razón. Cuando lo pienso ahora, me parece una audacia casi inconcebible. Los jóvenes están locos. Pero como ya he dicho, Rose no estaba sola. Docenas de esposas y novias habían hecho viajes similares, y miles más lo habrían hecho de haber podido.
¿Cómo organizó Rose esta aventura?: gracias a su hermana Jemima, que era amiga de Randolph Churchill, hijo del primer ministro. Por intercesión de éste consiguió una entrevista con un general de los Reales Telegrafistas.
—Hija mía —declaró este oficial con toda amabilidad—, antes enviaría un cohete a la luna que a usted a Egipto. —Sin embargo, antes de despedirse, mencionó de pasada la escasez de telegrafistas civiles que aquejaba a la Marina. Rose se dirigió en línea recta hacia el Almirantazgo. Cinco semanas después dominaba los códigos civiles y militares y había superado el examen de operadora de telégrafo. Diecinueve semanas más tarde se encontraba en Alejandría, trabajando sesenta horas a la semana para la Inteligencia Naval con primas por peligrosidad y destino colonial.
Yo seguía en Palestina. Aún no la había visto. Estábamos en marzo de 1942. Las crecidas de primavera habían aplazado temporalmente las operaciones en el desierto, pero todo el mundo sabía que la lucha se reanudaría pronto. Rommel nos atacaría, o nosotros a él. Otras formaciones partían hacia el frente, pero la nuestra no. Habían colgado en la sala del regimiento una lista llamada la «lista dulce», en la que podíamos presentarnos voluntarios como oficiales de reemplazo para las demás unidades. Mi nombre la encabezaba todas las semanas. No me llamaron nunca. Seguí solicitando el ingreso en las fuerzas especiales. Me presenté voluntario para la fuerza de avanzada A y para la SOE, una unidad de operaciones especiales. Llegué incluso a solicitar permiso para hacer el curso de paracaidismo del destacamento L de las SAS, antes de que una nota de la división lo prohibiera aduciendo que los oficiales tanquistas eran demasiado valiosos para arriesgarlos. A pesar de todo, conseguí una entrevista con Jake Easonsmith, a la sazón capitán del Long Range Desert Group. Volé de Lydda a Heliópolis en un bombardero Bombay, pero al llegar me encontré con que el deber había reclamado al capitán Easonsmith en otra parte. Le dejé una carta (más bien una súplica) antes de tratar, en vano, de encontrar un vuelo de regreso. Al final tuve que volver en autobús, en un viaje de dos días que me costó el día de paga y una declaración como prófugo. Como castigo me nombraron, junto a otro subalterno poco afortunado, oficial cinematográfico. Pasábamos las sesiones nocturnas de películas del Oeste norteamericanas y películas de gánster de antes de la guerra. Los hombres nos llamaban los Warner Brothers.
En abril el regimiento partió para Egipto. Finalmente íbamos a «subir al azul», lo que significaba adentrarnos en el desierto occidental, cuyas inmensas y monótonas superficies y cuyos cielos eternamente despejados recordaban más al mar que al desierto. Nuestra formación se incorporó a la 22.a Brigada Blindada, que había formado parte de la 7.a División, pero ahora pertenecía a la 1.a. Por lo que se refiere a la situación táctica, era ésta: en enero, Rommel había atacado desde El Agheila y su acometida había obligado al VIII Ejército a retroceder hasta Gazala. Allí, una línea de posiciones defensivas había conseguido contener al Zorro del Desierto, al menos de momento. Pero todo el mundo sabía que el Afrika Korps volvería a lanzar un asalto, y pronto.
Stein se encontraba en algún lugar del frente. Era observador avanzado de artillería en el 4.° RH A, el cuarto de la Royal Horse Artillery. Sus baterías de 25 libras estaban en constante movimiento (una carta suya, más o menos, lograba llegar cada mes) como parte de diferentes columnas móviles, formaciones de blindados, infantería y artillería que se adentraban en el desierto y atacaban cuando y donde podían.
En cuanto a nuestro regimiento, nos transportaron, vía Kabrit, hasta los cuarteles de Abassia, la base del Real Cuerpo Blindado a las afueras de El Cairo. Al menos ya teníamos tanques: Stuart norteamericanos reacondicionados, a los que llamábamos Honey; A-13 y A-15 Crusader, dotados de cañones más potentes; y Grant pesados estadounidenses. Pero ni siquiera entonces entramos en combate. Continuamos entrenando y preparando posiciones defensivas.
La posición que ocupábamos se conocía como un «cajón». Era un punto fuerte, minado y rodeado de alambradas, situado en pleno desierto, al sur de Mersa Matruh. Junto con otros cajones, la mayoría de los cuales estaba aún en construcción, conformaba una línea defensiva que protegía una profunda sucesión de campos de minas y fosas antitanque, con los espacios intermedios cubiertos por la artillería, con compañías de infantería y baterías antitanque en puntos estratégicos y con columnas blindadas en reserva. Yo mandaba un pelotón de cuatro A-15 Crusader, la sección recce de un escuadrón formado por tres pelotones, que a su vez pertenecía a un regimiento de cuatro escuadrones. Pasábamos todo el tiempo en agotadores ejercicios, igual que en Palestina, volando de un sector a otro del cajón y familiarizándonos hasta la extenuación con nuestro cometido como reserva móvil. Sin embargo, esto era preferible a lo que estaba haciendo la infantería, que tenía que soportar nubes de voraces moscas mientras cavaba estrechas trincheras en la cuarteada y rocosa tierra.
La única acción real era alguna que otra «demostración» o algún que otro «reconocimiento en fuerza». Aún existía una zona vacía de más de trescientos kilómetros de profundidad entre nuestra línea defensiva de retaguardia y el frente de Gazala. Por aquel vacío patrullaban y se adentraban nuestros escuadrones.
La experiencia, aunque carente por completo de toda importancia táctica, resultaba de incalculable valor para las dotaciones novatas. Nos aventuramos más allá de Sidi Barrani y Buq Buq y, tras rodear las alturas de Halfaya, continuamos en dirección oeste hasta Sidi Omar y Gabr Saleh. Los alemanes también estaban allí, en unidades de reconocimiento formadas por coches blindados y carros ligeros y rápidos (muchos de ellos nuestros propios Honey y Crusader, capturados el pasado otoño en aquel mismo escenario). En ocasiones nos encontrábamos tras las líneas enemigas y lo mismo les sucedía a ellos. Intercambiábamos alguna que otra salva y, raras veces, incluso nos enzarzamos en persecuciones. Y aprendimos algunas cosas cruciales: dónde buscar el botín a la hora del saqueo (chocolate bávaro, botellas de Liebfraumilch, cigarrillos macedonios); cómo preparar el té en el campo de batalla, usando una estufa de petróleo o un motor encendido; y la técnica adecuada para engullir una comida a base de una sopa espesa de carne y galleta triturada sin perder la mitad a manos de las omnipresentes nubes de moscas que hacían acto de presencia en cuanto se abría una lata. Pero las impresiones más duraderas e importantes de aquellas primeras misiones fueron: para empezar, la monumental escala de la movilización, tanto por parte del Eje como de los aliados; la vasta cantidad de vehículos que estaban llegando al frente, por tren, en camiones o por sus propios medios; y también la colosal magnitud de la destrucción del verano y el otoño pasados, en especial al sur del fuerte Capuzzo y a lo largo de la carretera de Trigh el Abd, donde, kilómetro a kilómetro, se acumulaban las moles abandonadas, los restos destruidos y las tumbas de los desgraciados que no habían sobrevivido.
El 26 de mayo, Rommel atacó la línea Gazala. Finalmente, nuestro regimiento fue convocado. Mi escuadrón se había retirado temporalmente al área de reparación móvil de Fuka para cambiar las orugas a los vehículos. El resto de la formación puso rumbo a Mersa Matruh. En otras palabras, nos separamos.
La línea Gazala estaba formada por una serie de cajones defensivos de unos trescientos kilómetros desde Mersa Matruh y otras trescientas desde Alejandría. La línea discurría desde la costa hacia el sur, atravesando varios puntos fuertes (como por ejemplo el de Knightsbridge) hasta llegar a Bir Hacheim, su pivote meridional. Esta posición era crucial porque, inevitablemente, Rommel intentaría rodearla. Si lo conseguía, la línea entera se desplomaría. Su defensa estaba al cargo de las fuerzas de la Francia libre y los hombres de la Legión Extranjera. Según nos habían dicho, resistirían hasta el último hombre para restaurar el honor de Francia a los ojos del mundo.
En Fuka, mi escuadrón estaba removiendo cielo y tierra para volver a la acción cuanto antes. Aún no temamos nuestras orugas. Cuando llegaron, resultó que traían los remaches equivocados. Cada noche, la BBC informaba de choques cada vez más feroces a lo largo de la línea Gazala: los Panzer de Rommel habían abierto brecha; nuestros camaradas habían conseguido rechazarlos; el Afrika Korps estaba atrapado en medio de inmensos campos de minas; no, había conseguido escapar. La agitación de mis camaradas de escuadrón (y la mía) iba creciendo por momentos. Llevábamos semanas entrenándonos en el noble arte de cargar carros de combate en unos transportes especiales llamados «tráileres chatos». Al fin, cuando nuestros carros ya estaban reparados, sólo apareció la mitad de los transportes. Al parecer, por algún error administrativo, la otra mitad se había asignado a otros regimientos. El resultado fue que los dieciséis blindados de nuestro escuadrón salieron hacia Gazala, primero en tren y luego por sus propios medios. Tardamos tres días en llegar hasta Sollum, de los cuales las primeras veinticuatro horas las pasamos viajando campo a través. Cuando finalmente llegamos a la carretera de la costa, los pelotones y escuadrones estaban irremediablemente separados, tanto entre sí como con respecto al alto mando. Mi pelotón quedó reducido a tres carros, y luego a dos, primero por un fallo de suspensión y luego por un motor roto. No importó. Recogimos otros dos blindados abandonados y seguimos adelante.
La unidad táctica básica de los regimientos blindados británicos es el escuadrón. Un escuadrón completo está formado por tres pelotones de cuatro carros cada uno, así como un quinto pelotón de reserva compuesto por otros cuatro o cinco blindados. El jefe de un escuadrón suele ser un capitán, que comanda personalmente uno de los blindados, mientras que los otros dos o tres están al mando de un sargento de pelotón y uno o dos cabos. Por encima del escuadrón está el batallón (a veces llamado regimiento en el ejército británico), formado por tres escuadrones y un grupo de reserva, que totalizan cincuenta y dos carros de combate. Cada regimiento tiene dos grupos adjuntos, el A y el B. Éstas son las unidades de avituallamiento, los camiones pesados y los camiones que vuelan a la velocidad del rayo entre los depósitos de retaguardia y el frente de combate transportando combustible, municiones, gasolina, provisiones y agua.
Cuando mi pelotón llegó a Sollum (un pueblo de la llanura costera en la base del declive que asciende a la meseta del interior) habíamos perdido el contacto con el batallón, la brigada y la división. Restablecer la comunicación por radio era impensable con los equipos de los que disponíamos, la masiva sobrecarga de las redes y el cambio habitual de las frecuencias y protocolos de comunicación. La carretera de Sollum asciende hacia la meseta desértica describiendo una serpentina de doscientos metros. Allí tuvimos la suerte de conseguir espacio en los transportes para dos de nuestros carros mientras que los otros dos tuvieron que ascender por la ladera en un avance penoso y carísimo, a razón de cuatro litros cada kilómetro. En medio del atasco avisté una banderola de mando que conocía y me acerqué a pie al Grant del mayor Mike Mallory, nuestro 2/IC (segundo en el mando), quien conservaba su camión de reparaciones, dos blindados de reserva y nada más.
—¡Caray, Chapman, eres la primera cara familiar que veo en cuarenta y ocho horas! —Utilizando unas ceras, Mallory señaló en mi mapa las localidades de Sidi Rezegh y Bir el Gubi y las posiciones del enemigo (en amarillo) y las nuestras (en rojo).
—Esto era ayer —dijo—. Puede que hoy los colores hayan cambiado.
Desde la frontera, situada a varios kilómetros de distancia según Mallory, aún quedaban otros ciento treinta kilómetros hasta la línea del frente, que se encontraba alrededor de Bir Hacheim, el extremo meridional de la línea Gazala. Las fuerzas de la Francia libre y los legionarios estaban ofreciendo una resistencia heroica, pero Rommel había enviado a la 2.a y la 15.a Divisiones Panzer, junto con la Ariete italiana, en una amplia maniobra envolvente. Si se salía con la suya, los franceses no tendrían otra alternativa que retirarse. Aparte de esto, lo único que Mallory sabía era que nuestras órdenes eran encontrar a los Panzer de Rommel y detenerlos, aunque para ello tuviéramos que sacrificar hasta el último tanque de que disponíamos.
Dos días más tarde, mi escuadrón, siguiendo una línea de señales, se tropezó al fin con una unidad que conocíamos. El regimiento se encontraba en formación dispersa, desplegado a lo largo de varios kilómetros de territorio pedregoso y llano, al este de El Adem y al sur de Tobruk. Los carros de combate, los coches blindados, los transportes de infantería y los vehículos del grupo B iban llegando con cuentagotas desde la retaguardia, alterando con su aparición el despliegue de la unidad, de modo que perdimos casi un día buscando la posición que nos correspondía y sólo nos quedaron unas horas para reaprovisionarnos de gasolina y aceite, volver a tensar las orugas de los tanques, comer y echar un sueñecito. El sargento de mi pelotón, Hammond, se destrozó los dedos de las manos con la portezuela de una escotilla. Tuvieron que evacuarlo a retaguardia y su puesto lo ocupó un cabo llamado Pease, del 5.° de Reales Tanques, al que había recogido en el camino junto a su A-13 y que era lo más cercano a un suboficial que pudimos encontrar. El jefe del escuadrón era el capitán Patrick McCaughey, al que yo conocía desde los tiempos de Magdalen. Al amanecer del primer día, nuestro batallón tuvo que acudir a socorrer a la 150.ª Brigada de Infantería y la 1.ª Brigada Blindada del ejército, que estaban sufriendo la feroz embestida de la 90.ª División Ligera del Afrika Korps en lo que los alemanes llamaban un Hexenkessel, «un caldero de bruja», delimitado por campos de minas cerca del cajón de Knightsbridge, al norte de Bir Hacheim. Cuando llegamos allí, el flanco derecho de Rommel había conseguido envolver a los franceses.
Bir Hacheim cayó.
La 15.a y la 21.a Divisiones Panzer avanzaban a toda velocidad por nuestro flanco.
A partir de aquel momento comenzó la retirada. Una retirada que no terminó hasta que Rommel estuvo a las puertas de Alejandría.
En las películas siempre son los carros de combate los que encabezan el avance. En la guerra de blindados real, las cosas eran al revés. Primero llegaban las formaciones de infantería en motocicleta. Después de las motos venían los coches blindados, los SdKfz-222 y 234, de cuatro y ocho ruedas, que servían de pantalla y como elementos de reconocimiento para los blindados y los elementos de asalto frente a las tropas de a pie y los transportes no blindados. A éstos los seguía la infantería motorizada, en camiones y semiorugas. La misión de la infantería del Afrika Korps era acabar con los transportes no acorazados y las dotaciones de los cañones —cañones anticarro, artillería y vehículos de grupo— y proteger sus propios antitanques, los Pak 38 y los gigantescos 88. Estos últimos, con cañones tan largos como blindados enteros, eran enormes; se elevaban más de tres metros sobre el suelo del desierto y utilizaban dotaciones de siete hombres. Cuando has oído el ruido de un 88 nunca lo olvidas. Originalmente se había diseñado como cañón antiaéreo. Disparaba un proyectil de trayectoria plana a una velocidad extremadamente elevada, capaz de penetrar una plancha de 150 milímetros a dos mil metros de distancia. Nuestros vehículos mejor acorazados, los carros de combate pesados de infantería Mathilda, apenas contaban con planchas de 100 milímetros. Un 88 podía acabar de un solo tiro con un Crusader desde dos mil quinientos metros. El alcance efectivo de los cañones de nuestros Honey y Mathilda era de unos quinientos metros. Los 88 y los Pak avanzaban y se atrincheraban, utilizando los afloramientos rocosos y los pliegues del terreno para protegerse. Sólo entonces aparecían los Panzer.
A las tropas nuevas nos habían preparado para esto; en teoría estábamos entrenados para reconocer tales tácticas al verlas en acción, pero había que estar allí y sufrirlo en las carnes para asimilarlo de verdad. Dos días después de El Adem, en las monótonas regiones onduladas que se extendían al oeste de Bir el Gubi, los cuatro blindados de mi pelotón de reconocimiento se encontraban al frente del batallón, en la ladera anterior de un risco, vigilando sobre la cresta, cuando el que ocupaba el flanco izquierdo —el A-13 Crusader de Pease— localizó dos Mark III alemanes que retrocedían a toda velocidad justo delante de nosotros. La parte más vulnerable de un blindado es su retaguardia. No podíamos dejar pasar una presa así, de modo que salimos en pos de ellos como unos sabuesos detrás de un zorro. Antes de que hubiéramos bajado setenta metros de ladera, dos de nuestros tanques habían sido alcanzados y estaban inmovilizados. Las dotaciones de los dos carros (un tercero, el mío, había recibido otro impacto, pero permanecía operativo) empezaron a proferir salvajes aullidos al sentir que caía sobre ellas una salva de proyectiles de tungsteno-acero de gran capacidad de penetración. Nunca llegamos a ver a los 88. Mientras emprendíamos la retirada, dejando sobre la arena un Crusader y un Honey humeantes (y con mi propio tanque maltrecho y rumbo al área de reparaciones) pude ver que el comandante alemán nos saludaba con el brazo desde la torreta de su Mark III.
A lo largo de los cinco días siguientes, nuestros pelotones y escuadrones participarían en las que, más adelante, los historiadores bautizarían como las batallas de El Adem y Knightsbridge, pero para nosotros fue una sucesión de escaramuzas aisladas y enloquecedoramente indecisas. La brigada nos ordenaba que tomásemos posiciones y nos preparásemos para un ataque inmediato. Corríamos al punto indicado y nos preparábamos. El enemigo no aparecía. Pasábamos horas allí agazapados, tostándonos al sol, atrincherados detrás de un risco, con los demás escuadrones a ambos flancos y los vehículos de reserva y del grupo B desplegados en retaguardia a lo largo de un espacio de varios kilómetros. De repente, la radio empezaba a lanzar confusos informes sobre columnas alemanas que avanzaban por nuestro flanco. Levantábamos la posición con frenética precipitación y al avanzar en la dirección indicada no encontrábamos otra cosa que el desierto vacío.
Una acción típica, cuarto día de operaciones, reconstruida a partir de mi diario:
La voz del capitán, sembrada de estática, se oye en la radio:
—Hola. A todas las estaciones Juma, aquí Juma. Nuestros amigos —porque quería decir las pantallas de coches blindados— nos informan de que cuatro cero tanques enemigos se aproximan por el suroeste, a una distancia de tres cero cero cero. Órdenes: tres —el tercer pelotón, es decir, el nuestro—, prepárese pero no abra fuego hasta que todas las unidades estén preparadas. Los demás, muévanse conmigo. Avanzaremos y esperaremos órdenes. Cambio y corto.
Mi pelotón, reconstruido en el área de reparación, avanza en la dirección indicada. Es mediodía y la calina reduce la distancia de visibilidad a mil metros. Entre el estruendoso traqueteo de los motores, nos posicionamos sobre una cresta, separados por intervalos de trescientos metros, un carro de combate en el punto indicado y otros dos en los flancos. Quinientos metros más atrás, McCaughey trae los demás pelotones del escuadrón y ocupa el centro de la retaguardia. Por los auriculares le oigo desplegar a los demás carros e informar al mando del regimiento sobre lo que están viendo los vehículos blindados en vanguardia. Sin que nosotros lo sepamos, el enemigo también está escuchando. Los alemanes cuentan con camiones de intercepción de señales, cuyos operadores hablan inglés mejor que nosotros y poseen dotes de detección que les permiten reconocer las voces de los comandantes de cada escuadrón e incluso los de algunos pelotones. Ya están transmitiendo nuestros movimientos y los números de nuestras formaciones a la columna de Panzer que avanza tras ellos. Entonces, el batallón nos informa de que el enemigo se ha detenido.
—Juma tres, aquí Juma. Sigan adelante. Informen de lo que vean. Corto.
Esta orden es para nosotros. Desde la torreta bamboleante y sofocante, con las posaderas sobre el borde de la escotilla, una rodilla apoyada en el estante que contiene las bombas Mills, mis otras gafas y los cuatro libros que estoy leyendo, y la otra contra el costado de la guarda de la recámara de nuestro cañón de dos libras, indico con gestos al cabo Pease (que es quien manda el primer carro) que avance. Avanzamos a unos ocho kilómetros por hora. Tengo los prismáticos literalmente pegados a los ojos. Es como una pequeña travesía en bote. Apesta a gasolina y aceite de motor. El sol ha recalentado de tal manera la superficie de la torreta que me quema los codos a pesar de la camisa. Dentro del blindado, la temperatura supera de largo los treinta y cinco grados.
Entonces veo a nuestros «amigos», dos coches blindados de la 3DGR (la 3.a de Dragones de la Guardia Real), que corren a toda velocidad hacia nosotros, de depresión en depresión, como cucarachas. Aquí todos estamos aprendiendo, día a día. Ojalá fuera un comandante experimentado. No lo soy. Ignoro la mitad de lo que finjo saber. La experiencia del enemigo es muy superior a la nuestra, así como sus tácticas y su equipo. Lo sabemos y él también. No estoy asustado; no hay tiempo para eso; hace falta demasiada concentración. Pero sí soy plenamente consciente de mis propias deficiencias, de las de mis compañeros de dotación, de las de mis cañones y de las de mis mandos. Y no es un sentimiento tranquilizador.
Frente a nosotros hay una ladera con una hondonada en la que podría refugiarse un carro de combate sin quedar expuesto.
Ordeno a Pease que tome el flanco. Yo avanzo hacia la hondonada.
—Alto, piloto —ordeno para poder echar un vistazo. Una brisa recorre el territorio del sur. La temperatura en el exterior roza los cuarenta grados. Con los prismáticos veo dos columnas de polvo que avanzan al sureste, por nuestro flanco. La primera es de carros. La que la sigue, ocho kilómetros más atrás, está formada por transportes motorizados del enemigo, camiones de combustible y municiones.
—Hola, Juma, aquí Juma tres. —Informo de lo que veo.
—Hola, Juma tres, aquí Juma. Mantenga la posición. Espere órdenes.
Frente a nosotros, asciende correteando por la ladera una cucaracha, uno de los coches blindados de la 3DGR. Al llegar a nuestra altura se detiene. En el capó delantero se puede leer «Prieta 21», sobre una excelente recreación de una preciosidad en traje de baño montada a horcajadas sobre un cañón Breda. El comandante es un sargento al que no reconozco. Sonríe.
—No tendrá un cigarrillo, ¿verdad, amigo?
Le tiro un paquete, al que aún le quedan cuatro espantosos Chelsea, de la reserva que guardo en el estante de la radio.
—¿Qué hay ahí delante?
Enciende dos cigarrillos y le pasa uno de ellos al conductor a través de la ventanilla.
—La mitad del condenado ejército de los hunos. —Nos cuenta que ha tenido que escapar de la infantería motorizada alemana, grandes vehículos de ocho ruedas y coches blindados que avanzan al mismo tiempo que no menos de cincuenta Mark III y Mark IV—. Una imagen —añade— que casi hace que me mee encima.
La presencia de la infantería en vanguardia significa que están protegiendo cañones anticarro, lo que es una mala noticia para nosotros.
—A todas las unidades Juma, aquí Juma. Órdenes: virar hacia el sur, avanzar y entablar combate con la columna de avituallamiento enemigo. Corto.
Obedecemos. Al verlo, los carros de combate alemanes, que se habían detenido, comienzan a avanzar de nuevo y atraviesan la posición que acabamos de abandonar antes de que nuestros elementos de apoyo tengan tiempo de ocuparla para impedírselo. Al sur, en la planicie, la columna de avituallamiento alemana, advertida por el polvo que levantamos y, a buen seguro, por sus interceptores de radio, se desvía mucho antes de que la alcancemos. Nuestro ataque se encuentra con una furiosa pantalla de fuego anticarro. Nos vemos obligados a retroceder cuando la proximidad de la primera columna de Panzer amenaza con dejarnos aislados. Pierdo el blindado de Pease por culpa de una salva explosiva que convierte su oruga derecha y su suspensión en un montón de piezas sueltas y su piloto se parte la mandíbula al recibir el vehículo un nuevo impacto en la torreta. Está llegando la noche. El cabo Ledgard es el comandante del carro número tres. Mientras recogemos a la dotación de Pease y retrocedemos hacia el perímetro defensivo de vehículos e infantería que llamamos «parapeto nocturno», vemos que dos Mark III se aproximan para hacerse con el A-13 de Pease. A medianoche, los grupos de recuperación alemanes lo habrán remolcado hasta un área de reparación. Dentro de cinco días volveremos a verlo, con una cruz negra pintada en un flanco y una dotación germana en su interior.
El día ha terminado. No hemos muerto, no estamos en una bolsa de plástico, no nos hemos puesto en evidencia, pero tampoco hemos conseguido absolutamente nada, y, de hecho, estamos treinta kilómetros al este de donde empezamos. Mientras se pone el sol y nuestros escuadrones se retiran en columnas fatigadas y cubiertas de polvo, sabemos bien que el enemigo no está lamentándose como nosotros, sino que permanece preparado y alerta, esperando con impaciencia la llegada del amanecer, cuando podrá volver a lanzarse contra nosotros y, una vez más, tendremos que hacerle frente con tácticas, vehículos y armamento inferiores.
Saber que el enemigo te supera es una sensación atroz. Todos podemos sentir la fuerza del genio de Rommel. Él dirige la orquesta y nosotros bailamos a su son, siempre un paso por detrás. Rommel concentra sus blindados; nosotros dividimos los nuestros en pequeños grupos y cometidos triviales. Sus Panzer sólo atacan en masa. Cuando ves carros de combate del Eje, ves columnas y falanges; es como si el mundo entero se te viniera encima. La estrategia del enemigo es violenta y audaz. Hasta el último de ellos es un pequeño Rommel. Si consiguen abrir la menor brecha, la explotan de manera implacable y sin vacilar. Convierten las pequeñas victorias en grandes triunfos. En cambio, nosotros somos valientes pero no inteligentes; nuestras ofensivas son como la carga de la Brigada Ligera, un exceso de dramatismo y nada de eficacia. En este momento, en el campamento, los mandos de los pelotones y los escuadrones están reunidos en el camión del coronel L, en medio de la nube de humo de pipa que se extiende al otro lado la negra cortina que cubre la entrada. En el aire flota la sensación de que estamos perdiendo el control y todo el mundo lo nota. El campo de batalla es demasiado amplio y el enemigo demasiado veloz e impredecible. Los mandos de los escuadrones preguntan a L las posiciones del enemigo. Él las ignora. La brigada las ignora. La división las ignora.
Siguen varios días de desconcierto. No tenemos respuesta para los carros, la potencia de fuego y la movilidad de Rommel. La táctica del Afrika Korps es lanzar sus blindados y sus cañones anticarro en tándem, bien para apoderarse de algún punto estratégico que amenace nuestro flanco o nuestra ruta de retirada, bien para avanzar por el centro con tal fuerza que si no les hacemos frente corremos el riesgo de que nos arrollen. Como el alcance de nuestros cañones no nos permite presentar batalla desde lejos, la única alternativa que nos queda es buscar el cuerpo a cuerpo. Y esto es exactamente lo que él quiere. Nuestros Honey y Crusader, superados en potencia de fuego y blindaje, se lanzan sobre los Mark III y Mark IV de Rommel, que inmediatamente dan media vuelta y los dejan diabólicamente expuestos al fuego de los 88 y los Pak 38. Los cañones anticarro nos hacen trizas. Cuando los oficiales enemigos consideran que ya hay suficientes blindados ardiendo o inutilizados, sus Panzer reaparecen. Con cada escaramuza perdemos nuevos vehículos.
Nuestra línea retrocede una y otra vez. En la confusión, las unidades se dispersan. Los regimientos se desbaratan. Las brigadas se deshacen. Se pierden pelotones enteros. Puede que los civiles no se lo crean. ¿Cómo se puede perder en el desierto algo tan grande como un blindado? Pero una brigada en movimiento se dispersa a lo largo de docenas de kilómetros. Cuando se trata de terreno abrupto, cuando hay tormentas de arena y polvo, cuando el sol de mediodía brilla tanto que te ciega o los carros de combate deben moverse en la oscuridad, si una columna es atacada y los elementos que la forman deben reaccionar rápidamente para contraatacar o retirarse, separarse no es sólo lo más fácil del mundo, sino que, de hecho, se requieren dosis tremendas de concentración y presencia de ánimo para no hacerlo. La dispersión es un mal endémico. Aprendemos a disparar al cielo nocturno ráfagas de trazadoras para que los compañeros sepan dónde estamos y puedan ayudarnos a encontrar el camino a casa, aunque sea a tientas.
En las batallas del Caldero (como han terminado por conocerse estos enfrentamientos, en honor a los campos de minas que rodean Knightsbridge), nuestro escuadrón pierde ocho de sus blindados. En King’s Cross, al sur de Tobruk, mi pelotón queda reducido a un solo tanque, y luego a ninguno. Pease ha perdido su carro cuatro veces; yo, tres. Cuando llegan los reemplazos, de noche, cada jefe de pelotón se apodera de lo que puede. Los rostros se reciclan con la misma rapidez que las máquinas. Cuando las atronadoras columnas regresan a la seguridad de los parapetos nocturnos, nos encontramos con caras que nunca hemos visto: carros de combate solitarios, separados de sus escuadrones, regimientos y brigadas. Al séptimo día tras la caída de Bir Hacheim nos pasa a nosotros. Nos perdemos. Tengo dos blindados desconocidos, con dotaciones desconocidas. Terminamos con lo que queda de la 4.a Brigada Blindada, que a su vez, sin pretenderlo, ha terminado en compañía de unidades de infantería hindúes y sudafricanas.
A medida que sucumbe la organización en aquel vasto y embarullado campo de batalla, la improvisación se convierte en el pan nuestro de cada día. Los protocolos de radio exigen que los mandos de los pelotones y escuadrones se comuniquen sólo con sus propios regimientos; quebrantar esta norma se pena con un consejo de guerra. Sin embargo, los mandos se cuelan en cualquier red que encuentran a su alcance, tratando de recabar cualquier ayuda posible. Al noveno día, mientras nos retiramos hacia la línea defensiva que está constituyéndose en la vía
Tobruk-El Adem, me encuentro una voz conocida al conectarme a una red de artillería.
—Por las campanas del infierno, ¿eres Chapman, del Magdalen?
—¿Quién habla?
Es Stein. Sus dos baterías de 25 libras (o más bien las secciones de ellas que aún permanecen intactas y operativas) han conseguido de algún modo reunirse con los elementos de nuestro regimiento que todavía mantienen la cohesión. Dos noches más tarde nos encontramos en el parapeto, junto al camión de mando del coronel L.
Stein ya es capitán, aunque en este momento ejerce de mayor. Apenas lo reconozco. Una horrorosa cicatriz de quemadura le cruza una de las mejillas. Según me cuenta otro oficial, la metralla le ha dejado una rodilla inmovilizada. Está hecho pedazos, pero vuela alto. Los capitanes y tenientes lo tratan con toda deferencia; es su jefe y lo aman.
Está sucediendo algo extraordinario. Bajo la presión de la retirada y la desorganización, con la cadena de mando arrojada a las llamas de la anarquía por las bajas, han empezado a aparecer bolsas de liderazgo. Mis oficiales superiores responden brillantemente a la crisis, pero otros desmayan, fracasan o, en la práctica, abdican. En numerosas unidades, los 2I/C, segundos oficiales, se ven obligados a tomar el mando. Es el caso de Stein. Sólo es capitán, pero se ha hecho cargo de parcelas de mando que le corresponderían a un coronel. Lo hace con tanta sutileza que apenas nos damos cuenta. De su comportamiento y de la seguridad con la que imparte las órdenes (sin hablar de la prontitud con la que las obedecen los demás) deduzco que su puesto es el de comandante de batería. Tardo un día o dos en darme cuenta de que su nombre no encabeza la hoja del organigrama militar. Simplemente se ha hecho cargo, o, más bien, las circunstancias lo han obligado a hacerlo.
Stein siempre ha poseído brillantes dotes de liderazgo. Ahora las emplea. Al comienzo de la retirada, cuando las baterías de 25 libras eran atacadas, se limitaban a desmontar los cañones y marcharse. La mayoría de ellas sigue haciéndolo. Stein pone fin a esto. Cuenta con dos baterías, así que las alterna: una en retaguardia y otra en vanguardia. Esta última lucha en compañía de los blindados, en posiciones tan avanzadas que a veces casi se encuentra con los carros enemigos. Entrena a sus hombres para «emplazar, otear y disparar», y luego retroceder a una nueva posición y repetir la maniobra. Recluta observadores adelantados en las unidades dispersas de infantería: los heridos y los soldados de los grupos B que se han quedado sin camiones; les entrega radios viejas, transportes Bren o camionetas Morris y les enseña a pedir ataques de artillería. Su objetivo es muy sencillo: «convertir en un infierno la vida de los 88 de Rommel».
Tenemos un oficial como él en nuestro regimiento. Es el mayor Mike Mallory, segundo en el mando del coronel L, al que me encontré en la carretera de Sollum. Antes de la guerra era productor teatral en Londres (justo antes de que estallara tuvo un gran éxito con Irene Calwey en Her Sweet Fancy). Es imposible decir si esto lo ha preparado para el mando. Lo que sí sabemos todos es que L no será quien nos saque de este atolladero. Impelidos por el instinto de supervivencia, los oficiales jóvenes nos reunimos en tomo a Mallory. Lo escuchamos. Hacemos lo que nos dice. Se convierte en el comandante de facto del batallón, con la ayuda de Stein y otros dos o tres capitanes y mayores de las unidades de apoyo.
El alto mando ha perdido el control del campo de batalla. La brigada no sería capaz de ubicar a los elementos que la constituyen en un mapa, y mucho menos al enemigo. Tampoco sabría qué hacer con ninguno de los dos, aun en el caso de que los encontrara. Mi diario registra un total de cuatro días en los que no llegan órdenes, o cuando lo hacen tienen tan poco que ver con la realidad que obedecerlas sólo provocaría un agravamiento de la tragedia que ya estamos viviendo.
—Yo mismo no sé lo que está pasando aquí. ¿Ustedes sí? —transmite Mallory en un mensaje que se hace especialmente célebre. Cuando termina de enviarlo, recibe una salva de aplausos.
Entonces imparte su orden esencial:
—A partir de este momento se prohíbe toda forma de heroísmo. Si oigo a un solo oficial hablar de «valerosas cargas» o «resistencias desesperadas», juro por el cielo que iré a buscarlo y le retorceré el pescuezo con mis propias manos.
Prohíbe también las retiradas indisciplinadas.
—No podemos recoger las cosas y echar a correr como alma que lleva el diablo. Es de mala educación.
Nuestro nuevo líder restaura el orden. Nos da aliento. Define el problema y nos ofrece una solución:
—El enemigo ataca utilizando conjuntamente los tanques y los antitanques. Avanza en masa, mientras que nosotros respondemos con pequeñas unidades dispersas. De ahora en adelante, avanzaremos y nos retiraremos como una sola unidad, apoyándonos unos a otros.
Con la sola excepción de los cañones de 75 milímetros de los Grant, el VIII Ejército no cuenta con un solo blindado capaz de disparar munición explosiva, la que se necesita para acabar con los 88 y sus dotaciones. Los proyectiles penetrantes de nuestros Honey y Crusader no sirven de nada contra ellos.
Aquí es donde Stein acude en nuestro auxilio. Pone a disposición de Mallory sus 25 libras, que sí pueden disparar munición explosiva, y éste empieza a utilizarlos junto con los carros de combate. Es un gambito desesperadamente arriesgado, porque para este tipo de cañones es muy complicado desplazarse con rapidez. Se tardan varios minutos en desmontar el armón para su transporte, así que siempre corren el riesgo de quedar a tiro de la artillería o la infantería de Rommel. No queda más remedio que protegerlos con nuestros carros. Los 25 libras de Stein son las únicas armas eficaces de que disponemos contra los 88 y los Pak del Afrika Corps, así como las únicas capaces de destruir a los Mark III y Mark IV desde más de mil metros. Estamos juntos en esto. No es una cuestión táctica, sino de vida o muerte.
—Escúchenme, amigos míos —nos dice Mallory en el parapeto nocturno—. Algo que nunca permitiré es que se abandone a uno de nuestros camaradas. No es cuestión de protocolos militares ni de caducas nociones sobre el honor. Al infierno con eso. La cuestión es que si dejara atrás a un amigo, no podría vivir con ello, y seguro que a ustedes les ocurre lo mismo.
Cosas como éstas son las que necesitamos oír.
Nuestra situación es realmente desesperada. Somos como civiles que intentan emplear el sentido común para resolver problemas especializados sin haber recibido la preparación necesaria para hacerlo. Y lo que es peor, tenemos que poner al día a los novatos, a veces la noche antes de que entren en acción, a pesar de que estamos casi tan verdes como ellos. Los «jovencitos» frescos llegan desde la retaguardia y mueren casi antes de que hayamos aprendido sus nombres. Para Stein es duro. Como para todos los oficiales jóvenes.
La decimotercera noche, Stein y yo disponemos de unos minutos de intimidad después de haber completado los deberes del día. Nos sentamos sobre la portezuela trasera de una camioneta de reparaciones y tomamos un poco de té y un trago de ron de la misma petaca con la que me revivió aquella noche en Winchester. Le pregunto si sigue escribiendo poesía.
—Cielos, no. Y nunca volveré a hacerlo. —Señala los carros de combate y los hombres que nos rodean—. Este tipo de cosas requieren prosa, Chap. Frases cortas, concisas y limpias.
Le confieso lo impresionado que estoy con él y lo poco que se parece al hombre al que conocí en la universidad.
—No estoy de acuerdo. Lo que ha cambiado es que hemos pasado de ser hombres de palabras a hombres de acción. ¡Lo cual es un alivio, demonios!
Me cuenta que nada más llegar a Egipto solicitó un puesto en el Long Range Desert Group.
—Me pareció que es lo que habría hecho Lawrence. —Se refiere a T. E. Lawrence, Lawrence de Arabia, alumno de Oxford como nosotros.
Le cuento que hice lo mismo, sin suerte.
—¿A ti te aceptaron?
—La división lo impidió. Dijeron que no podían prescindir de ningún oficial de artillería. ¡Serán idiotas! Les habría sido mucho más útil allí, entre los profetas y los escorpiones. —Se echa a reír—. Tengo que decirte una cosa, Chap, algo que no me he atrevido a confesarle a nadie. Me estoy divirtiendo como nunca. —Asiente con la cabeza—. Sé que es horrible decir tal cosa mientras a nuestro alrededor vuelan por los aires mis amigos y la propia supervivencia de Inglaterra pende de un hilo. Pero, por Dios, aquí la vida se vive de manera más intensa, ¿no te parece?
Me pregunta si alguna vez he tenido una premonición de mi propia muerte. Le digo que sigo el consejo de mi sargento instructor desde Bovington: «calla y no pienses».
—¿Podrías llevar esto a casa por mí, amigo mío? —Y me mete un sobre plegado en el bolsillo de la pechera.
—¿Qué es?
—Quiero nombrarte albacea de mis bienes.
—No digas tonterías, Stein.
Lo dice en serio. Me pregunta si recuerdo nuestra conversación sobre el siglo XX y lo mucho que lo aborrecía.
—Todo eso ha quedado atrás, Chap. Estamos viviendo en la era anterior a Cristo. —Se ríe y señala el desierto que rodea el campamento—. Somos una tribu. Así hemos acabado. Igual que los hunos. Pobres bastardos.
Levanta la petaca.
—¿Sabes? —continúa—. Antes me sentía diferente a los mercaderes, como solía llamarlos mi padre. Era gente de otra clase. Ya no. Aquí he terminado por quererlos. Y también a los oficiales. Por las campanas del infierno, si hasta quiero a esos apestosos cerdos de los alemanes.
Me dice que si vuelve a escribir algo en el futuro, será muy serio. Vida y muerte. Pero también será divertido. Los propios dioses se ríen, añade.
—Y no con humor negro, sino con alegría.
Entonces aparece Mallory, nuestro líder.
—¿Qué están tramando ustedes dos?
—Nada que no pudiera usted entender —dice Stein mientras le pasa la petaca.
—Bueno, pues déjenlo un momento, ¿quieren? —Señala el camión de mando, donde están reuniéndose los oficiales, al parecer para un cambio de órdenes de última hora—. A ver si podemos dar con el modo de salir de este atolladero un día más.