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Stein se alistó como soldado raso, pero no tardaron en ascenderlo a oficial. El ejército lo asignó a la Royal Horse Artillery, el más destacado de los regimientos de esta arma. Lo celebramos una noche de finales de verano en un pub de Knightsbridge, el Melbourne; Jock con su novia, Sheila, y yo con la hermana de Jock, Rose.

Stein acababa de salir de la OCTU, la Officer Cadet Training Unit (Unidad de Instrucción de Oficiales Cadetes) de Sandhurst. Tenía un aspecto muy marcial con su uniforme de la RHA y su estrella de teniente de segunda.

—¿Realmente tenéis caballos en la artillería ecuestre? —bromeó Rose.

—¿Caballos? ¡Da gracias a que tengamos cañones!

Los enviaban a Egipto. El Ejército del Nilo de Wavell debía defender El Cairo y el canal de las trece divisiones de los fascisti de Mussolini, que estaban congregándose en Cirenaica y superaban en número a los nuestros en una proporción de entre cinco y diez a uno. Stein nos entretuvo con anécdotas sobre su instrucción como operador de artillería, un oficial cuyo cometido era dirigir los cañones de 25 libras de su batería. Hablaba de «planimetría» y «tiempos hasta el objetivo». A mí todo esto me sonaba a chino, pero Stein, para su sorpresa, la mía y la de Jock, parecía estar pasándoselo en grande. Su barco levaba anclas veinte días después, y pasaría su permiso de embarque en Yorkshire, con su familia.

—¿Querrías cuidarme una cosa, Chap?

Y sacó su manuscrito.

Rose frunció el ceño.

—Esto no será una escenita morbosa, ¿no, Stein? Porque no pienso tolerar que hagas de agorero con respecto a ti mismo.

—Querida mía —respondió él—. Pienso sobreviviros a todos.

Rose, como ya he dicho, era la hermana pequeña de Jock. Durante nuestros primeros trimestres en el Magdalen, todos los fines de semana, Sheila venía en tren desde Londres. Rose la acompañaba para mantener a raya las habladurías. Como no podía ser de otro modo, acabamos juntos.

Si es posible ser doble, e incluso triplemente virgen, ése era mi estado en aquel momento. El concepto del sexo, y más aún el del amor, me resultaban totalmente inalcanzables. Nunca había conocido a ninguna mujer, aparte de mi madre, que sintiera interés por mi persona después de la presentación inicial, y desde luego ninguna que creyera en mí. Rose cambió esto. Desde el primer instante, sentí que veía a través de todo cuanto me envolvía hasta llegar a mí, a un yo que estaba ahí pero que ni yo mismo era capaz de aprehender aún. Ella vio ese «yo» y todos los futuros «yoes» y creyó en ellos. Por mi parte, la primera vez que puse los ojos sobre ella, supe que era la criatura más encantadora que había visto nunca. Y además tenía ingenio. Nunca había conocido una chica que me hiciera reír. Rose no le tenía miedo a nadie, pero se mostraba amable con todos, especialmente conmigo, fenómeno al que yo no terminaba de encontrar sentido. No podía comprender qué podía encontrar de valioso en mí, y antes de imponerle mi presencia habría escapado volando a la luna. La principal emoción que me inspiraba era un deseo feroz de protegerla. Desde el primer momento me fue tan preciosa que me habría arrojado al fuego en su defensa.

Cuando eres joven y careces de recursos, no tienes donde ir con tu pareja. Rose y yo no teníamos habitaciones privadas, ni coche, ni ningún sitio para resguardamos. Parecía que estábamos todo el día fuera. Era maravilloso. Sólo Stein nos acogía. Preparaba el té y se sentaba con nosotros durante horas, charlando de política y poesía.

Rose y yo nos escribíamos. Aún no la había besado. Tardé semanas en reunir el valor necesario para pasar de «Querida señorita McCall» a «Mi querida señorita McCall». Al mismo tiempo, sabía con absoluta certeza que ella y yo acabaríamos casados. Nunca lo mencioné, ni ella tampoco, pero ambos lo sabíamos, y ambos sabíamos que el otro lo sabía. En Oxford, aparte de los Azules de la universidad, cada facultad tenía su propio club de remo. Yo remaba en el del Magdalen. A comienzos del verano hay una competición conocida como Eights Week, un evento bastante popular en el calendario universitario. Rose acudió para animarme. No recuerdo en qué puesto quedamos, pero en la agradable tarde que siguió a la competición, cuando Rose y yo, como de costumbre, no teníamos adonde ir, decidimos ir a pasear junto a la orilla, con otra pareja. Estalló una tormenta y buscamos refugio en una de las casetas donde se guardaban los botes. Al momento, los otros dos empezaron a besarse en una esquina, un acto de una audacia casi inaudita en aquellos tiempos. Rose y yo estábamos lívidos. Salimos de la caseta y nos quedamos bajo los aleros. La pasión de nuestros compañeros no se aplacaba, así que al final decidimos dejar de esperar y echamos a andar bajo la lluvia. Yo estaba tan enamorado que me costaba hasta respirar. De repente sentí que Rose me cogía la mano. La sangre se me alborotó de tal modo que estuve a punto de perder el conocimiento.

Iniciamos nuestro romance. Yo me zambullí en él como un hombre que saltara al mar desde un acantilado. La inocencia de nuestros actos de amor desafiaría la credulidad de la juventud de hoy en día. Sin embargo, la castidad no imposibilita la pasión. Encontramos lugares para nuestros encuentros: escondites en los bosques, asientos traseros de los coches… Alquilábamos habitaciones en hoteles, registrados como marido y mujer.

Una noche, Jock nos sorprendió al salir de unas habitaciones que había sobre un pub de High Street, enfrente de una farmacia que ya no existe llamada Saxon Chemists. Iba con Sheyla; evidentemente, habían estado haciendo lo mismo que nosotros, y probablemente mucho más.

—¡Maldita sea, Chapman! ¿Qué estabas haciendo con mi hermana?

Era un boxeador aficionado de cierto talento. Levantó los puños y tuve que empujarlo para impedir que me golpeara. La escena degeneró en una especie de patética parodia en la que chocábamos contra la hilera de bicicletas aparcadas en el pavimento mientras nuestras jóvenes novias trataban de conseguir que pararamos a bolsazo limpio. Dos policías nos separaron. Jock intentó llevarse a Rose a rastras. Ella se zafó.

—¡Vete a la mierda, Jock!

Vino hacia mí y la rodeé con el brazo.

Jock nos miró, boquiabierto y consternado.

—¡Maldita sea, Rose! ¿Es él quién te ha enseñado a hablar así? —Me fulminó con la mirada—. ¿Qué tienes que decir, maldito imbécil?

Tomé aliento.

—Tu hermana está conmigo, Jock. Eso es todo.

Sentí que el brazo de Rose se apretaba con más fuerza alrededor de mi cintura. Nunca había sido más feliz.

Jock dejó de hablarme durante meses. Aquello sucedió en pleno escándalo de Stein, cuando la universidad estaba procediendo al acto de su expulsión física. Para entonces yo ya había leído su novela. Cuando se marchó al ejército, me juré que conseguiría que se publicara, aunque tuviera que imprimirla y coserla con mis propias manos. Rose me ayudó. Pasamos mucho tiempo en Londres, reenviando el manuscrito a todas las editoriales que ya lo habían rechazado una vez. Uno de ellos, de Lion’s Gate, barajó brevemente la posibilidad, imaginando que estallaba la guerra y Stein moría como un héroe. Las novelas cuyos autores caían en el campo de batalla se vendían mejor.

—Hablaremos con Stein —dijo Rose—. Quizá pueda conseguir que lo maten el día exacto de la publicación.

Por entonces ella vivía en su casa. Su padre, un coronel del ejército territorial, no era muy partidario de la idea de que mantuviera un romance con un estudiante universitario sin un penique en el bolsillo y con un historial académico cada vez menos prometedor. Ordenó que Rose quedara «confinada en sus aposentos*. Pero ella se escapaba a hurtadillas de todos modos. Nos citábamos a la salida de las estaciones del metro o en quioscos de periódicos y pasábamos horas a bordo de los autobuses o los vagones del metro. Al poco de comenzar el trimestre de otoño, Rose dejó la escuela y se estableció por su cuenta. Encontró un piso en Shepherd’s Bush y un trabajo en una imprenta.

—Es totalmente dickensiano. —Estaba encantada. Hicimos planes para casamos. Yo me disponía a volver a Oxford. Entonces llegó el 1 de septiembre de 1939.

¡Hitler invade Polonia! Dos días después, el país estaba en guerra.

No podía hacer otra cosa que alistarme. Lo que me sorprendió fue la intensidad de mi reacción. Al instante se disiparon todos los nubarrones. Volvió la claridad. Amaba a Rose e iba a marcharme para luchar por mi país. La única pregunta era dónde me alistaría y en calidad de qué.

Y precisamente tuvo que ser B —el desgraciado muchacho cuya obsesión por Stein había provocado su debacle— quien decidió mi destino. En el momento álgido del escándalo, había ido a ver a Stein para disculparse. Y aunque parezca increíble, Stein y él habían entablado amistad. De hecho, no sólo ellos; también yo le cogí simpatía. Fue él quien sugirió que nos alistáramos los dos como soldados rasos. Nos dirigimos al centro de reclutamiento de Kensington en su Standard del 32. Estaba extasiado.

—Dime, Chapman, ¿te sientes como yo? El alivio me abruma. Me siento como si hubiera estado toda mi vida esperando algo y finalmente hubiera llegado. —Era el momento, declaró—. Historia. Grandes sucesos.

En Kensington, los diferentes regimientos habían desplegado unas mesas en la calle, cada una con su correspondiente toldo y su oficial de alistamiento, y una hilera de jóvenes expectantes bajo la lluvia adherida a un extremo. B se dirigió sin dudarlo a los Marines Reales. Yo al Yeomanry de Staffordshire, donde habían servido mi padre y mi tío. El sargento de alistamiento me informó de que un joven con mis méritos, esto es, con más de dos años en la universidad, ingresaría inmediatamente en la OCTU y sería enviado a Sandhurst. Gracias a Stein y a otros amigos yo sabía que esto podía significar, con la instrucción especializada posterior, que pasaría un año o más antes de que entrara en acción. Protesté. Detrás de la mesa contigua se sentaba un flaco sargento mayor de unos cuarenta años. Estaba hablando con dos jóvenes que querían alistarse, pero me di cuenta en seguida de que al mismo tiempo prestaba atención a nuestra conversación. Delante de él, medio empapado por la lluvia, se encontraba un cartel con el armatoste blindado que yo llegaría a conocer en Bovington como Nuffield Cruiser A-9. La placa con su nombre decía: SARGENTO MAYOR STREETER REAL CUERPO BLINDADO.

—¿Por qué andar —dijo— cuando puedes ir montado?

Me prometió que si firmaba con el rey aquel día, estaría de camino a la guerra contra los hunos en veintiséis semanas.

Rose fue la única que aprobó mi decisión. A mis tíos casi les da una apoplejía. La propia Rose se había alistado como voluntaria en el servicio civil y había pedido una plaza de conductora de ambulancia. Todos nos sentíamos igual. Habríamos dado hasta la última gota de nuestra sangre por Inglaterra.

Jock y yo arreglamos las cosas unos meses después. Él se había alistado con los Highlanders de Cameron, el regimiento de su familia desde hacía cinco generaciones. No podía perdonarme las «libertades» que me había tomado con su hermana. «Pero —me escribió— la culpa es mía por colocarla a tu alcance». Añadió que me daba dos opciones en la guerra que se avecinaba: morir o casarme con Rose.

El andén de la estación Victoria estaba repleto de reclutas con sus novias, despidiéndose antes de partir a los diferentes campos de instrucción. La atmósfera no era tan festiva e irreflexiva como en tiempos de nuestros padres, al comienzo de la Gran Guerra. Tampoco tan sombría como debería haber sido. Más bien, tal como había dicho B, la sensación dominante era de alivio abrumador. Nos sentíamos como si nos hubieran amnistiado de un estado de insoportable suspense para dejarnos libres en el campo de la acción.

«Al fin —pensé— ya no soy ni demasiado joven ni demasiado pequeño para defender a mi país y a la mujer que amo».