En Oxford, Stein fue mi tutor. Para quienes no estén familiarizados con el sistema, así es como funciona: los estudiantes universitarios adquieren su educación atendiendo a las clases y los seminarios que imparten los catedráticos; la asistencia es voluntaria. En teoría puedes saltártelas todas (como en efecto hacían algunos, yo entre ellos) para dedicarte a jugar al croquet en el césped de la parte trasera del Magdalen, mi facultad, y a pesar de ello graduarte con la máxima nota. Pero para conseguirlo debes examinarte y demostrar un dominio completo de la materia.
Para ayudar al estudiante en esta tarea, la universidad le asigna un tutor. Normalmente, los tutores son desgreñados y desaliñados profesores ayudantes, que fuman y beben en exceso y jamás abandonan sus cuartos salvo para mantener algún encuentro sexual ilícito o reabastecer sus reservas de tabaco y licor. Un buen tutor puede convertir tu periplo universitario en una experiencia revolucionaria, tanto desde el punto de vista académico como el vital; uno malo puede hacer de ella una miseria. La facultad proporciona alojamiento a los tutores, normalmente en habitaciones dobles que se comparten con otro tutor (la de Stein se encontraba de hecho en el Trinity, donde estaba preparando su doctorado), con una cocina y un aseo con baño, dos aposentos y un pequeño saloncito entre ambos. Este último era invariablemente una leonera, calentada en invierno casi hasta el límite de la combustión y rebosante de papeles de todo tipo y otros detritos de la vida académica. Yo adoraba el saloncito de Stein. Era el primer hogar que había tenido desde la muerte de mi madre.
Había ingresado en Oxford gracias a él.
Sus cartas y testimonios me habían franqueado la entrada. Stein tenía otros ocho o nueve pupilos, entre ellos Alian «Jock» McCall, un muchacho de Golspie, Sutherland. Jock era mi mejor amigo. En aquellos tiempos, lo ideal era ser un tipo polifacético.
Y eso es lo que era Jock: atleta imbatible en los cuatrocientos metros, ensayista brillante y editor ayudante de Cherwell a pesar de ser sólo un alumno de segundo (insólito honor que a mí me inspiraba no poca envidia) y aborrecer la línea editorial de la publicación, que era descaradamente belicosa e imperialista. Rose, la mujer con la que llevo felizmente casado más de treinta años, era su hermana. Pero me estoy adelantando otra vez.
Stein me llevaba cinco años. Cuando ingresé en Oxford, tenía veinticuatro y ya había publicado libros de poemas. Aparte de sus estudios sobre Milton, autor en el que ya por entonces era una acreditada autoridad, estaba escribiendo una novela. Esto era lo que más me impresionaba. Se negaba a enseñársela a nadie, e incluso a revelar su temática. No obstante, se rumoreaba que era política y homosexual.
—Bueno —solía preguntarme Jock cuando llegaba para su tutoría, que venía inmediatamente después de la mía—, ¿de qué habéis estado hablando Oscar Wilde y tú?
Stein me trataba con una actitud de afectuosa ironía. Hacía constantes bromas a costa de mi «negrura irlandesa», con lo que se refería a la melancolía que con tanta frecuencia se apoderaba de mí y que él atribuía a la ascendencia de mi madre.
Stein tenía la teoría de que la desesperación de los judíos y la de los irlandeses eran diferentes.
—La desesperación judía deriva del deseo y se cura con el hartazgo. Dale cincuenta libras esterlinas a un judío sin blanca y se le alegrará el semblante. La desesperación irlandesa es otra cosa. No hay nada capaz de aliviarla. El irlandés no protesta frente a sus circunstancias, que el esfuerzo o la suerte pueden tornar brillantes, sino contra la injusticia de la propia existencia. ¡La muerte! ¿Cómo podría un Dios benevolente hacernos un regalo tan hermoso como la vida, pero acompañado de tan cruel caducidad? La desesperación irlandesa no conoce remedio. El dinero no ayuda; el amor termina; la fama es ilusoria; las únicas curas son el alcohol y los sentimientos. Por eso los irlandeses son tan nobles bebedores y tan gloriosos poetas. Nadie canta ni se lamenta como los irlandeses. ¿Por qué? Porque son ángeles atrapados en vestimentas de carne.
Cuando le conté mi sueño recurrente, su primera pregunta fue:
—¿Qué prenda de hierro es la que te arrastra al fondo? —Al describírsela, dijo al instante—: Una armadura.
Nunca lo había pensando.
Su conclusión fue que era un caballero de corazón, y que nunca llegaría a resolver el misterio de mi vida sin tener en cuenta esa vocación.
Stein aliviaba un poco mi pesadumbre. Su ejemplo me indujo a ir en busca de mi verdadero yo. Me asignó lecturas que excedían con mucho los límites estrictos de mi educación universitaria. En compañía de Jock y otros hablábamos de literatura durante horas. Bajo su tutela florecí como escritor y como crítico de lo que escribían otros. Perdí el miedo a parecer inteligente, a destacar o a ser diferente.
Entre las muchas cualidades que yo admiraba en él, destacaba por encima de todas las demás su tenaz negativa a ser otra cosa de lo que era en realidad. En aquellos tiempos la homosexualidad era algo de lo que no se hablaba, ni siquiera en el ámbito universitario. Iba contra la ley. Podía llevarte a prisión y, en el mejor de los casos, arruinar tu carrera. Pero a Stein no le importaba un comino.
—Judío, poeta y marica —declaraba de sí mismo—. ¡La terna del estigmatismo social por excelencia!
Una vez, en el comedor, Jock y yo nos peleamos a causa de él. Jock lo respetaba, pero en público lo evitaba. Una proximidad excesiva, decía, podía ser perjudicial para su posición.
—Tonterías —repuse yo—. Stein es más listo que la mitad de esos condenados catedráticos, dos veces mejor escritor y tres veces más trabajador; es el único que dedica tiempo de verdad a sus pupilos y además tiene las agallas de decir lo que piensa, a diferencia de todos esos aduladores.
Desde el punto de vista político, Stein era de izquierdas y radical. También era fabulosamente rico. Una vez estuve en la finca que tenía su familia en el West Riding de Yorkshire; sus tierras cubrían setecientos acres; su madre descendía de una sobrina de
Benjamin Disraeli. La familia se había enriquecido con el comercio de la lana. Los Lederer, la familia de su madre, poseían fábricas en Bradford, Leeds y Bingley. El tatarabuelo de Stein, considerado pionero de la idea de la comunidad-fábrica, brindaba a sus trabajadores alojamiento, educación y atención médica, algo insólito para su época. Su ensayo Sobre la perfectibilidad de la naturaleza humana era una de las lecturas obligatorias de mi curso de Ciencias Naturales.
En aquella época, la élite social en Oxford estaba gobernada por un selecto grupo perteneciente a las familias más ricas y antiguas del país, que poseían o fingían poseer la siguiente constelación de virtudes: habilidad atlética (sobre todo si se adquiría sin esfuerzo aparente); capacidad para resistir el alcohol; valentía física rayana en la temeridad (sobre todo en todo lo referente a los caballos, las alturas y los coches); desprecio por todos los asuntos religiosos, políticos y comerciales; y, por último, un desdén abrasador por las instituciones y los logros académicos. Curiosamente, los retoños de esta élite no sentían el menor desprecio hacia Hitler. Muchos de ellos aplaudieron la firma del Pacto de Múnich en 1938 y miraban con sorna a los «rojos» que se oponían a la política de apaciguamiento. A sus ojos, Churchill era poco menos que un jingoísta y belicista archiconservador.
Yo detestaba a esos bastardos. Stein también. En Winchester se había hecho famoso por el odio que le inspiraba el siglo XX. Se negaba en redondo a aprender a conducir. Creía en la reencarnación. Si alguien le preguntaba qué religión profesaba, él respondía «hinduismo». Hablaba y leía en francés, alemán e italiano y podía traducir de corrido el griego clásico y el latín. Además, cuanto más antisemitismo detectaba en el gobierno y en la prensa, más se identificaba con sus correligionarios y más pública se hacía su defensa de ellos. Escribía cartas a los editores y financiaba todo tipo de causas. Cuando yo ingresé en Oxford, leía seis periódicos al día. Lo sé porque solía enviarme a comprarlos. Se manifestaba con los comunistas en la puerta del Parlamento. En los años treinta, como ya he mencionado, existía un intenso sentimiento germanófilo y pronazi en Inglaterra. Stein se dejaba el pelo demasiado largo y vestía con premeditado descuido. No era un «hombre de bien». Empezaron a circular los rumores. Stein se reía de ellos y recordaba que eran los mismos que habían esgrimido contra Sócrates: inventar nuevos dioses y corromper a la juventud.
Su caída se produjo a causa de un estudiante al que llamaremos B. (B, un excelente jugador de rugby, llegó a ingresar en los Marines Reales y cayó a los mandos de una lancha de asalto en la playa Gold el 6 de junio de 1944, el día D.) B se enamoró de Stein, pero nunca llegó a confesárselo. Confinó sus pasiones a las páginas de su diario, sin duda aterrado por las consecuencias potenciales de sus impulsos. Su padre, un importante procurador, se enteró, no sé cómo. Al día siguiente, dos policías se presentaron en casa de Stein. Éste dio por sentado que el problema estaba relacionado con sus actividades en pro de los refugiados judíos.
—Se trata del Acta de Enmienda —le dijeron los agentes.
Esta ley perseguía las «indecencias públicas» y la «comisión de actos antinaturales». Stein fue arrestado por seducir a un muchacho al que ni siquiera conocía. Al final se retiraron los cargos por falta de pruebas, pero no antes de que el caso alcanzara gran notoriedad. En aquella época, tal vez un profesor veterano hubiese podido superar un escándalo así; para un simple tutor fue fatal.
Peores aún fueron las consecuencias para su novela. El padre de B, según parece, no estaba satisfecho con haber conseguido que lo expulsaran de Oxford, y se consagró con todas sus fuerzas a acabar también con su carrera en el mundo de las letras. En aquellos tiempos sólo había un puñado de editoriales con la intrepidez necesaria para publicar novelas como la que estaba escribiendo Stein. Al padre de B no le costó demasiado convencerlas de que hacerlo podía resultar sumamente inconveniente. Stein decidió ir a verlo y enfrentarse a él en persona. Yo lo acompañé para prestarle mi apoyo. El encuentro se produjo en la oficina del padre de B, en la calle Great Titchfield. El viejo hizo que nos echaran a patadas.
Stein se enfrentó a todo este proceso con una mezcla de reserva y humor. Pero los que lo conocíamos nos dábamos cuenta de que le costaba bastante digerir aquella animosidad, aquella amarga y miope malicia.
—Es una desgracia para la literatura —declaró una noche uno de sus pupilos en el cuarto de Stein.
Éste se echó a reír.
—Por no decir para Inglaterra.
Por supuesto, ninguno de nosotros había leído su manuscrito. No se lo había enseñado a nadie.
La reunión se disolvió. Los estudiantes nos sentíamos como los discípulos en Getsemaní. Cuando Stein me pidió que me quedara, supuse que sería para hablar de mi trabajo sobre Milton, que estaba descuidando. Las habitaciones se vaciaron. Stein sirvió jerez para los dos.
—Chap, ¿querrías echarle un vistazo a mi manuscrito?
Aquello me dejó sin habla.
—Tendría que ser esta noche —dijo Stein—. Y aquí. No tengo más copias y no puedo dejar que te lleves el original.
Le dije que sería un privilegio. Sólo esperaba ser digno de él.
—No te subestimes, compañero. Posees una mente incisiva. No se me ocurre nadie cuya opinión valore más.
Permanecí despierto toda la noche. Leí el manuscrito de corrido, volviendo a los pasajes más importantes dos y hasta tres veces. Era una obra mucho más política que sexual. Era Swift, no Rabelais. La ambición de Stein era asombrosa, mucho más de lo que yo había esperado. Y era muy divertida. Me aterraba la idea de responder con una crítica demasiado sesuda, sobre todo después de que hubiera demostrado tanta fe en mí. El reloj del campanario dio las seis. Le pregunté si podía dejarme el resto de la mañana para ordenar mis pensamientos.
—No —me respondió—. Tiene que ser ahora.
Salimos a pasear por el río. Empecé a balbucear alabanzas convencionales. Stein resopló. Estaba empezando a enfadarse. Nos habíamos detenido bajo una hilera de carpes. Sacó su pipa apagada. Yo aspiré hondo.
—El libro es demasiado bueno, Stein. Demasiado sincero, demasiado valiente. Va mucho más allá de lo que el público podría tolerar. Ningún editor tendrá las agallas de publicarlo, y si lo hiciera, los críticos lo harían pedazos y te crucificarían a ti.
Tenía miedo de ofrecerle este análisis. Estaba tan convencido de su veracidad como del hecho de que lo destrozaría. Pero para mi sorpresa, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un enorme y atronador grito de alegría.
—¡Chapman, amigo mío, vamos a emborracharnos como malditas cubas!
Mi crítica, al parecer, era exactamente la que había esperado.
—Te juro por Dios que si te hubieras mostrado más comedido, me habría arrojado al maldito río.
No podía emborracharme con Stein aquel día: tema dos exámenes y una reunión del club de remo.
—¿Por qué —le pregunté— necesitabas que lo leyera hoy mismo?
—Porque me he alistado —respondió.
Aquella tarde tomó el tren a Aldershot. Estábamos en febrero de 1939. La guerra con Hitler se encontraba a sólo medio año de distancia.