Soy un producto del sistema educativo público británico. No lo afirmo con orgullo ni con vergüenza, sino como un mero hecho del que me atrevo a extraer la tesis de que esta institución, a menudo hostil, brutal y característicamente británica, sean cuales fueren sus defectos, merece al menos el crédito de haber producido un tipo de ciudadano que alcanzó su plenitud durante la guerra, en el cuerpo de oficiales que luchó en todos los teatros del conflicto y especialmente en el desierto occidental.
¿Qué hay en estos monótonos yermos que con tanta intensidad apela al espíritu anglosajón? William Kennedy Shaw, que sirvió como oficial de inteligencia del Long Range Desert Group desde su creación, cuenta la historia de un oficial alemán prisionero, transportado de Kufra a El Cairo por una de las patrullas del LRDG. Casi mil doscientos kilómetros en camiones Chevrolet, a través de unos páramos tan desolados que ni siquiera las tribus senussi de la zona solían aventurarse por ellos. Al cabo de varios días observando a los tommies británicos y kiwis neozelandeses del Long Range Desert Group, imperturbables en sus labores, el prisionero les confió a sus captores:
—Nosotros, los alemanes, nunca podríamos hacer esto, vagar durante kilómetros y kilómetros en medio de la nada. Nos falta la iniciativa individual necesaria. Nosotros preferimos ir en manada.
Lo que a los soldados de los demás países se les antojaban insoportables penurias producía una especie de exultación a nuestros muchachos, criados a base de Kipling y el institucional porridge (gachas de avena). Algún tiempo después de la guerra me encontré con un antiguo compañero de colegio, un piloto, el teniente S. Derribado sobre Holanda en 1940, se había pasado casi cuatro años en Olag Luft III, el más famoso campo de prisioneros para aviadores aliados. Cuando le pedí que me describiera la experiencia, su respuesta fue:
—Parecido a St. Paul, aunque con mejor desayuno.
El sistema educativo británico para las clases privilegiadas de aquella época conformaba una identidad dúplice: escuela pública y universidad. Al llegar la guerra apareció un tercer elemento: el regimiento, de tal modo que un joven se podía identificar, por ejemplo, como Harrow/Sandhurst/Royal Scots Gray o Ampleforth/Cambridge/Coldstream Guards, combinación de extracción familiar y obra personal que lo adscribía a un estamento de la jerarquía social del que ninguna fuerza terrena podía extraerlo: viejo rico, nuevo rico, nuevo rico arruinado o ancestralmente empobrecido. Por lo que se refiere a mí, podía definirme como «viejo rico recientemente empobrecido» por parte de padre, y «nunca rico, ni de lejos», por parte de madre.
En Winchester, cuando yo tenía tres años, había tres estufas, dos baños de tamaño medio y un excusado para una casa que albergaba a treinta niños. De noche utilizábamos orinales. En invierno el agua se congelaba en las jarras. A los chicos de Winchester se los conocía por «los comunes». Llevábamos corbata en clase y gorro y bata los días de examen. Un paquete de veinte cigarrillos costaba un chelín menos un penique. Leíamos la Aná-basis de Jenofonte en griego y la Historia de Roma de Livio en latín, además de la obra completa de Chaucer, Milton y Shakespeare, y buena parte de la de Marlowe, Coleridge, Hardy, Arnold, Tennyson, Thackeray, Dickens y Conrad; lloviera o hiciera sol practicábamos fútbol, rugby, criquet, remo, equitación y carreras campo a través y acudíamos a los servicios religiosos (normalmente anglicanos), no solo los domingos, sino cinco veces a la semana.
Muchos de los niños sólo veían a sus padres en vacaciones; algunos, ni siquiera entonces. Se criaban juntos como fieras salvajes, con todos los abusos y excesos que comporta una educación como ésa. Para la mayoría, funcionaba. Las escuelas públicas de la época produjeron un tipo de joven que era agudo sin ser pedante, atlético sin ser musculoso, de corazón alegre y semblante confiado, un tipo sólido, que antes preferiría morir que abandonar a los suyos. Dicho de otro modo, el sistema engendró una clase de individuo que con frecuencia exhibía hastío o una apática complacencia en tiempos de prosperidad, pero jamás lo hacía en los momentos duros. A menudo, al pensar en algunos camaradas que cayeron en la guerra como héroes, me he preguntado si, en el fatal instante, no se sentirían en el fondo aliviados, temiendo más a la cotidianeidad de la paz que a las balas y a los obuses del enemigo.
Cuando yo tenía doce años, mi madre se mató en un accidente. No soy partidario de la teoría de la psicopatología traumática. A mi modo de ver, aislar un episodio de la infancia y extrapolar a partir de él una aberración de la personalidad, indeleble ya para el resto de la existencia, es un disparate. Mi padre, que era el que conducía en el momento del accidente, sufrió más que yo. Incapaz de superar la pena y la culpa, se fue apartando de todo, primero de su trabajo, luego de su familia, y finalmente, de la tristeza de la existencia. Tengo tres hermanas, Edna, Charlotte y Margaret Anne. Tras las muertes de nuestros padres, nuestros tíos por parte de padre, a cuyo cuidado nos habían encomendado, consideraron que lo mejor para nosotros era enviarnos a un internado. Mis hermanas ingresaron en el St. Catherine, una academia anglicana de Herefordshire, cerca de la localidad de Hay-on-Wye. A mí me enviaron a Winchester.
La noche del accidente de mis padres, a mis hermanas y a mí nos llevaron al hospital unos vecinos en su sedán Humber de 1924, un coche que yo adoraba porque tenía un asiento plegable que se abría desde la parte de atrás. Mis hermanas lo consideraban algo indigno, cosa que a mí me llenaba de satisfacción, porque significaba que lo tenía todo para mí. Nadie nos había explicado qué había pasado ni adonde íbamos. Sin embargo, algo se percibía en el ambiente y el viaje resultó lúgubre. Mis hermanas ya habían empezado a llorar.
Al llegar al hospital, una enfermera nos indicó que esperáramos en unos bancos de madera. Mis hermanas obedecieron con grave seriedad. Nuestros vecinos, una pareja de ancianos, se sentaron con nosotros. Al final del pasillo había dos amplias puertas sin picaporte, que de vez en cuando atravesaba una enfermera precedida por una camilla. Al otro lado estaban operando a nuestra madre. Según nos dijeron, los médicos estaban haciendo esfuerzos heroicos por salvarla; las lesiones de nuestro padre eran menos graves; lo estaban tratando en otra ala.
Esperamos. ¿Cuánto iba a tardar la operación? Nadie lo sabía. A mí me pareció que pasaban horas. Los vecinos no nos dejaban salir a la calle, así que pedí permiso para ir al baño. Asomé la cabeza por un pasillo que desembocaba en la zona de las habitaciones, de la que me echó una enfermera. Un espacio mal iluminado conducía a una especie de antesala. Entré en ella. En el rincón había una camilla. Mi madre estaba encima.
Su ropa ensangrentada, hecha un ovillo, estaba depositada en la bandeja inferior. Mi madre yacía bajo una sábana quirúrgica de color blanco que, parcialmente retirada, exponía parcialmente su desnudez de la cintura al cuello. Tenía la boca entreabierta; el cuerpo había empezado a agarrotarse. No había nadie. Los auxiliares la habían dejado allí, sin más.
Los niños ven y entienden mucho más de lo que creen los adultos. Yo mismo supe en aquel instante que aquello era la muerte. Mi madre había muerto; aquel objeto inerte no era ella. Ella estaba con Jesucristo, o vagando entre las estrellas. No es que creyera en aquellas tonterías, pero las repetí para mis adentros, como pensaba que era mi obligación. Me dije que no debía enfadarme. El hospital tenía muchos otros pacientes cuyas necesidades eran más urgentes que las de mi madre. A veces, el personal no tenía más remedio que quitar temporalmente de en medio a una persona muerta para seguir atendiendo las demás emergencias. Las enfermeras volverían en seguida y le devolverían la dignidad.
Pero yo sabía que todo eso eran pamplinas. Odiaba a aquella gente por dejar a mi madre así, aunque sólo fuera un momento.
Y estaba furioso con ellas por no habernos contado a mis hermanas y a mí lo que había pasado. ¿Cuánto tiempo pretendían tenemos en suspenso, creyendo que nuestra madre aún podía sobrevivir, cuando en realidad habían abandonado su frío cadáver en aquella vergonzosa vía muerta antes de olvidarse de él por completo? Me acerqué a la camilla y me encargué de cubrir sus vergüenzas. Le quité los anillos y me los guardé en el bolsillo. No quería que el personal pudiera robárselos.
Más tarde, mis hermanas me contarían que nunca me habían visto en un estado tal como cuando reaparecí en el pasillo.
—Tenías la cara morada —dijo Edna—. Y las mejillas empapadas de lágrimas. Los cirujanos, uno joven y otro más maduro, acababan de salir por las puertas de atrás. Sin decir palabra, cruzaste corriendo el pasillo entero, saltaste sobre ellos y la emprendiste a puñetazos y patadas. —Al final, según me contaron, tuvieron que administrarme un sedante y llevarme al coche a la fuerza. Yo no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo, con una ardiente claridad, es esto:
La muerte de mi madre era culpa mía.
Era algo que supe instintivamente y con todas las células de mi cuerpo. Su final era obra mía. ¿Cómo? Por haber sido demasiado joven y demasiado pequeño para protegerla. Si hubiera sido yo el que conducía el coche en vez de mi padre, no se habría producido el accidente. Si hubiese estado con ellos, aunque fuese como pasajero, de algún modo habría podido protegerla. Pero no estaba allí. Por culpa de mi ausencia, mi madre había muerto.
Los niños no juzgan las cosas con la razón. Más tarde, en la universidad, estudiamos a Freud, a Adler y a Jung. Esto me permitió comprender desde un punto de vista intelectual el despropósito de aquella conclusión infantil. Pero la razón está inerme frente a la emoción.
Poco después de aquella noche, la influencia de mis tíos me proporcionó un puesto en Winchester. Hasta entonces nunca había tenido problemas en la escuela; a partir de aquella fecha, raro era que no los tuviera. Todos los días acababa magullado, bien por alguna pelea con los demás alumnos o bien por algún castigo impartido por los profesores. Odiaba a todo el mundo. Despreciaba la escuela y cada uno de los artificiales ritos y las crueles tradiciones de los que tanto se enorgullecía. La residencia a la que me habían asignado se llamaba Kingsgate. Cada una de las residencias contaba con tres prefectos. Eran alumnos mayores que recibían ciertos privilegios a cambio de actuar como consejeros y mantener el orden. Los nuestros se llamaban Tallicott, Martin y Zachary Stein. Stein era judío y se rumoreaba que también poeta. Yo sólo sabía que era alto y rico, y que pasaba mucho tiempo en su cuarto. Tenía una bicicleta americana, una Schwinn con la ilustración de un piel roja en el carenado de la cadena, en la que iba a todas partes, lloviera o hiciese sol.
Ingresé junto con otros dos chicos, cuyos nombres he olvidado. Los tres temamos trece años. Los chicos mayores nos sometieron al recibimiento acostumbrado. Yo no sabía nada de los internados y no estaba preparado para ello. Además, era tanto un «mulo» (un huérfano) como un «trasto» (un chico difícil), lo que significaba que estaba en la auténtica base de la escala jerárquica. Los otros dos muchachos respondieron a cada nueva indignidad a la que nos sometieron con una alternancia de rabia y desesperación. Detestaban a los mayores y albergaban fantasías homicidas; cuando no era así, los idolatraban sin molestarse en disimularlo. Yo no hacía ninguna de las dos cosas. Sólo sentía desprecio por nuestros torturadores. Ellos lo percibían, claro está, y me sometían al doble de abusos.
Por aquel entonces empecé a tener una pesadilla recurrente. En el sueño, me encontraba junto a un lago, al anochecer. Una neblina flotaba sobre el agua. El cuerpo de mi madre yacía sobre una barcaza, cubierto de sedas y flores. Tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. Sin embargo, yo estaba seguro de que seguía viva. De repente, la barca, impulsada por alguien o por su propia voluntad, empezaba a moverse y se alejaba de la costa en dirección a la neblina, que yo sabía significaba el olvido. ¡Tenía que salvarla! En un estado de desesperación, me zambullía en el lago con las manos estiradas hacia el bote, decidido a alcanzarlo. Un gran peso de hierro —una prenda de hierro, o algo parecido— me arrastraba hacia el fondo. Me arrebataban el cuerpo durmiente de mi madre. Y entonces despertaba, embargado de temor y consternación.
En Winchester, la culminación de las ordalías de iniciación es un rito llamado «la congelación». Era una tradición de la escuela. Una noche especialmente fría y tormentosa, se despojaba a los novatos de bufandas y abrigos y se los arrojaba al patio, con las puertas cerradas. Uno de los alumnos de sexto menos crueles nos había avisado de que la tortura no duraría toda la noche. Los mayores estarían observándonos en secreto; cuando nuestra piel hubiese alcanzado la tonalidad de azul que exigía la prueba, nos dejarían entrar de nuevo. Mis compañeros de penurias se reunieron entre exageradas demostraciones de sufrimiento. Al verlos, sólo sentí desprecio. No estaba dispuesto a dar satisfacción a mis torturadores.
Eché a andar. Me volvía a casa.
Llegué a la estación del tren. Estaba desierta. Bajé a las vías y seguí andando. Hasta dónde llegué, no lo sé. En algún momento me desplomé sobre la nieve.
Stein, el prefecto, fue quien me encontró. Más tarde me contaría que, aunque tenía la sensación de que la congelación estaba al caer, los demás lo habían engañado colocando almohadas en mi cama y en las de los otros dos. No se enteró de lo que estaba pasando hasta que volvieron a meter a los dos chicos, medio helados. ¿Cómo me encontró? Gracias a mis huellas en la nieve y a su propia imaginación. La estación de tren. Volver a casa. Era un poeta. Lo dedujo.
Estaba sobre las vías cuando oí la campanilla de su Schwinn.
—¡Chap! ¿Dónde diablos estabas? —Nunca había oído usar semejante lenguaje a un alumno de los cursos superiores. Aceleró su pedaleo. Estaba aterrado; pensaba que me había congelado. Me envolvió en una manta de lana. Al poco llegó el ayudante del director en un viejo Peugeot. Paró en la carretera que discurría paralela a las vías. Stein me llevó entre los árboles hasta el coche.
—Será mejor que no vomites, pequeña ratilla —dijo el ayudante del director mientras Stein me metía como si fuera un fardo por la puerta del pasajero y pegaba mi cuerpo al modesto calentador del vehículo. Me tapó con la manta y con el gabán verde que llevaba y masculló una imprecación al ver que el ayudante se confundía al meter la marcha y el coche se calaba—. No irá a morirse este pequeño idiota, ¿verdad? —preguntó el otro.
Stein sacó una petaca plateada.
—Se pondrá bien —dijo mientras me acercaba el whisky a los labios—. Sólo necesita un trago.