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Durante los últimos meses de 1942 y las primeras semanas de 1943, tuve la extraordinaria oportunidad de tomar parte en una operación tras las líneas enemigas encaminada a localizar y asesinar al mariscal de campo Erwin Rommel, comandante en jefe de las fuerzas alemanas e italianas en el norte de África.

La operación —el término «incursión» jamás se utilizó— recibió la autorización del teniente general Bemard Law Montgomery, comandante del 8.° Ejército, se planeó en la oficina del teniente coronel John Shan Hackett, de la Fuerza de Incursiones G, y recayó para su ejecución en diversos elementos de las SAS (Special Air Service) del teniente coronel David Stirling, reforzados por tropas irregulares del 1.er pelotón de demoliciones del mayor Vladimir Peniakoff, conocido de manera familiar como el «ejército privado de Popski», así como por varios oficiales del Long Range Desert Group. La operación fiaba sus probabilidades de éxito no a la potencia de fuego, puesto que los vehículos más pesados que emplearía eran unos camiones Chevrolet de tonelada y media, armados únicamente con Browning de aviación de calibre 50 y cañones Breda de 20 milímetros, sino a la astucia, la audacia y la sorpresa. No era la primera vez que se atentaba contra la vida de Rommel. Sin embargo, los intentos anteriores habían tenido como escenario zonas de la retaguardia poco defendidas, a las que el objetivo se había retirado temporalmente para descansar o recuperarse. La operación en la que yo participé golpearía en el corazón mismo del Afrika Korps, en pleno frente.

Si al lector le parece un plan impulsado por la desesperación,

es porque lo era. En el momento en que se concibió originalmente la operación —verano de 1942— Rommel y su Panzerarmee Afrika acababan de infligir una sonora derrota al 8.º Ejército en una serie de batallas libradas en el desierto occidental. Los blindados alemanes habían dispersado nuestros tanques y efectivos a lo largo de toda Libia, obligándolos a retirarse más allá de la frontera egipcia, hasta las mismas puertas de Alejandría. Churchill acababa de reemplazar al alto mando de nuestras fuerzas. En El Cairo estaban quemando los libros de claves. Rommel se encontraba a un solo paso de Suez y de los campos petrolíferos de Oriente Medio. Con el petróleo árabe, Hitler podría quebrar de una vez el espinazo del Ejército Rojo. Y tampoco podíamos contar de momento con la ayuda de los norteamericanos. Estados Unidos acababa de entrar en la guerra. La movilización general tardaría muchos meses en completarse. Los aliados afrontaban la posibilidad real de una derrota total.

¿Podía una misión de comando en África marcar la diferencia? Los estrategas de El Cairo creían que sí, si su objetivo era eliminar a Rommel.

—Los alemanes no tienen ningún general a su altura —había dicho el mayor Jake Easonsmith, nuestro comandante, en la primera reunión—. Si lo matamos, acabaremos con la bestia.

Pero ¿podía tener éxito un plan semejante? Pues sí, y paradójicamente a causa de la valentía de Rommel y de su particular estilo de mando. El Zorro del Desierto dirigía sus tropas desde el frente. Su idea del liderazgo era situarse en persona allí donde la lucha era más encarnizada, sin pararse a pensar en su seguridad.

—Rommel no es un temerario —declaró Easonsmith—. Simplemente se ha dado cuenta de que en la guerra móvil, la presencia del comandante en el escenario de la acción es vital.

De hecho, según nos habían informado, el Zorro del Desierto se había hecho famoso entre sus oficiales más jóvenes por su costumbre de presentarse sin previo aviso en posiciones de vanguardia, con su avión Fieseler Storch, su vehículo blindado de mando Mamut, o (con menor frecuencia) un carro de combate, un coche o incluso una moto que acababa de tomar prestada para la ocasión. No era insólito que transmitiera personalmente sus órdenes a los comandantes de regimiento o incluso, en el acaloramiento del momento, que tomase el mando de unidades tan pequeñas como compañías de infantería.

Esta audacia había estado a punto de costarle la vida en más de una ocasión. Una vez, por accidente, su avión aterrizó en medio de una formación aliada, de la que logró escapar a duras penas bajo una verdadera lluvia de balas. Otra vez escapó a su captura por muy poco, al quedarse sin combustible en la frontera, de nuevo en medio de las tropas de la Commonwealth. Y por último, en una tercera ocasión, fue rescatado por el coche de uno de sus propios generales que, intentando emular la audacia de su mentor, tuvo la suerte de encontrarse en las cercanías.

Teníamos la esperanza de que la característica agresividad de Rommel lo hiciera vulnerable a un ataque por sorpresa. Si un grupo de incursión aliado podía usar las rutas secundarias del desierto para colocarse en la retaguardia alemana, si una vez allí lograba avanzar sin ser descubierto, si conseguía averiguar la posición de Rommel…, si un grupo valiente y hábil conseguía todas estas cosas, tendría la oportunidad de asestar un golpe que cambiaría el curso de la guerra.

Me llamo Richmond Lawrence Chapman. En septiembre de 1942 era teniente de la 22.a Brigada Blindada, 7.ª División Blindada. Era oficial tanquista. En teoría mandaba un pelotón «recce» (de reconocimiento) formado por cuatro Crusader A-15. Digo en teoría porque en el fragor del combate, la acción era tan rápida y tan violenta que, fuera por fallos mecánicos o por acción del fuego enemigo, un pelotón podía quedar fácilmente reducido a dos blindados o incluso uno solo, y verse reconstruido de la noche a la mañana con vehículos diferentes recién llegados de las áreas de reparación: Grant estadounidenses, Crusader británicos y esos Stuart de fabricación americana, con motores de aviación, que sus dotaciones llamaban Honey. Con los hombres pasaba algo parecido. Ésa es otra historia. Pero lo que importa a los efectos de este relato es que en aquel momento las circunstancias conspiraron para sacarme de la división blindada y trasladarme al Long Range Desert Group.

Mi presencia en esta compañía se producía únicamente en calidad de asesor técnico. Me habían trasladado en comisión de servicio con el objetivo de evaluar el terreno por el que viajarían las tropas, o más concretamente su capacidad de soportar tráfico de blindados y transportes pesados en el futuro. No era, ni de lejos, el primer oficial tanquista que se asignaba a esta unidad. La presencia de asesores de los Reales Cuerpos Blindados en el LRDG con fines similares era habitual; y también la de oficiales de las Reales Fuerzas Aéreas, que se encargaban de localizar posibles puntos de aterrizaje en medio del desierto.

El objetivo del Long Range Desert Group era realizar misiones de incursión y reconocimiento en la retaguardia enemiga. Cuando yo me uní a él, la unidad operaba en patrullas de cuatro o cinco camiones, con un oficial y entre quince y veinte hombres. Estas patrullas operaban con total autonomía, equipadas con combustible propio, agua, provisiones, munición y piezas de repuesto propios. Además de sus misiones de combate, el LRDG se encargaba de trasladar espías y agentes en misiones encubiertas y de proporcionar medios de transporte y servicios de navegación a los grupos de asalto de las SAS y a otros comandos. Sin embargo, las misiones preferidas del grupo eran las llamadas «palizas», nombre con el que en su jerga particular se conocía a los ataques contra los aeródromos, las áreas de reparación de vehículos y las rutas de avituallamiento del enemigo.

En el momento de la retirada británica hacia El Alamein, en verano de 1942, el Long Range Desert Group llevaba operativo casi dos años. Sus incursiones habían destruido y dañado centenares de aviones alemanes y provocado que alemanes e italianos tuvieran que retirar miles de hombres del frente para reforzar la seguridad en retaguardia. La formación había adquirido cierta aura de glamour aventurero. Los voluntarios acudían por centenares. Ingresar, sin embargo, no era fácil. De un lote de setecientos aspirantes, el LRDG sólo aceptó una docena. Los criterios de selección eran menos brutales y vagos de lo que cabría imaginar. El grupo no buscaba maleantes ni asesinos. Lo que sus oficiales querían eran hombres de una pieza, maduros, la clase de tipos que podrían pensar con claridad incluso bajo presión, capaces de colaborar estrechamente con sus compañeros y de enfrentarse, no sólo a situaciones de peligro extremo, sino también al tedio, las penurias y las privaciones. Virtudes tales como los recursos, la compostura, la paciencia, el estoicismo e incluso el sentido del humor, se valoraban tanto como la valentía, la agresividad y la destreza marcial.

Desde mi punto de vista, el LRDG había acertado en esto de pleno. Uno de los factores que me han desalentado hasta la fecha para escribir sobre mis propias experiencias en combate es el malestar que siempre me ha inspirado el género de la literatura bélica. Los relatos sobre héroes, nobles sacrificios y este tipo de cosas siempre me han puesto un poco nervioso, porque se contradicen con mis experiencias personales. Por lo que yo he visto, las operaciones militares no consisten tanto en gloriosos ataques y valientes acciones defensivas como en una sucesión ininterrumpida de mundanas, y a menudo atroces, escaramuzas. La operación sobre la que estoy escribiendo, característica de este tipo de misiones, no alcanzó ningún extremo heroico más allá de su propia supervivencia, salvo quizá al final, y entonces no tanto por brillantez táctica o genio militar, sino más bien por la suerte y por la tenaz, e incluso tozuda negativa de sus hombres a rendirse. Aquellas acciones de sus miembros a las que sería lícito atribuir la condición de heroicidad, derivaron en su mayor parte de un intento por salir de los peligros en los que, generalmente por un exceso de celo, nos habíamos visto metidos, y en su práctica totalidad se produjeron a instancias del instinto o con sus protagonistas sumidos en un frenesí de terror sanguinario. Muchas veces, los responsables de estas heroicidades no recordarían nada una vez pasada la crisis.

Quisiera decir algo sobre el valor bajo el fuego. En mi experiencia, la valentía en acción es mucho menos importante que cumplir con el cometido de cada uno sin meter la pata. Esto no es, ni de lejos, tan sencillo como pueda parecer. De hecho, en muchos aspectos es lo más difícil del mundo. Por cada muerte gloriosa inmortalizada en los relatos de guerra podrían encontrarse no menos de veinte que fueron producto de circunstancias tales como la fatiga, la confusión, la falta de atención, el exceso o la falta de autoridad, el pánico, la vacilación, la timidez, los errores, las averías o los accidentes, las colisiones, los fallos mecánicos, la escasez de piezas de repuesto por extravío u olvido, las deficiencias de los servicios de inteligencia, la deficiente traducción de claves o los cuidados médicos tardíos o inadecuados, por no hablar de las órdenes equivocadas (o mal interpretadas), el fuego amigo y el caos general, directamente achacables en muchas ocasiones al soldado muerto. En mi opinión, el principal cometido del oficial es algo tan prosaico como vigilar a sus hombres con el fin de impedir que se olviden de quiénes son, cuál es su objetivo, cómo deben llegar hasta él y qué equipo se supone que deben tener consigo cuando lleguen. Ah, y volver, claro. Eso suele ser lo más complicado. Los éxitos que cosechó el Long Range Desert Group pueden atribuirse en no poca medida al excelente liderazgo del coronel Ralph Bagnold y el teniente coronel Guy Prendergast, fundador de la unidad y primer oficial de la misma, respectivamente, en quienes la preparación y la diligencia brillaban con más fuerza aún que el valor y la intrepidez.

Antes de que se me asignara al Long Range Desert Group serví, como ya he dicho, en la 22.a Brigada Blindada de la 7.a División, las famosas «Ratas del Desierto». Nuestro regimiento salió del delta entre abril y mayo de 1942 para servir como unidades de reemplazo durante las caóticas batallas de Gazala y del Caldero. La 22.a Brigada Blindada había comenzado la batalla adscrita a la 1.a División, pero fue trasladada a la 7.a dada la urgencia de la situación. Sus regimientos hermanos (que a esas alturas habían quedado reducidos a formaciones heterogéneas) eran el 3.° y el 4.° de la Yeomanry del condado de Londres y el 2.a de Reales Húsares de Gloucestershire. También nosotros éramos un regimiento Yeomanry, esto es, una formación británica del ejército territorial, y más en concreto de caballería, aunque recientemente mecanizada y dotada de blindados.

Desde el punto de vista de los civiles (y el mío, antes de que empezara a conocerlos), los carros de combate son colosos invulnerables bajo la mole de su armadura, sus grandes cañones y el ensordecedor rugido de sus motores. En realidad, un tanque es tan frágil como una flor. Basta una zanja de un metro de anchura para partir las orugas; un giro demasiado brusco puede arrancar los remaches que mantienen unidos los eslabones. Una columna acorazada engulle gasolina a velocidad vertiginosa; si no se reaprovisiona con regularidad no puede permanecer en acción más de dos horas y media, o menos aún si tiene que atravesar terreno abrupto o avanzar a gran velocidad. Un Mathilda británico tenía una autonomía de ciento veinte kilómetros. En condiciones de batalla, los Stuart estadounidenses tenían que repostar cada setenta kilómetros.

Los carros de combate avanzan encadenados a los vehículos de aprovisionamiento: los camiones pesados, los transportes no blindados y los camiones descubiertos que transportan el combustible, las provisiones, el agua, los lubricantes y la munición sin los que los monstruosos blindados se transforman en presas torpes y estacionarias.

Un blindado depende totalmente del apoyo de las demás armas. Sin la infantería para proteger sus flancos y su retaguardia, acabar con la artillería anticarro y limpiar los campos de minas, es vulnerable a toda clase de peligros. Sin artillería y fuego anticarro para protegerlo frente a los blindados enemigos, sin aviación para descargar sus bombas y sus cañones contra el enemigo que se aproxima más allá de su rango de visión, un carro de combate es una perita en dulce, una diana ambulante, un pato de feria. La munición explosiva puede hacer pedazos su suspensión y sus orugas; la penetrante puede perforar la torreta. Un cañón anticarro puede atravesar su blindaje desde dos mil metros de distancia. Cuando vas en un blindado, los cazas y los bombarderos están sobre ti antes de que los oigas. En un blindado estás sordo y ciego.

El comandante de un Crusader o un Grant estadounidense va directamente sobre la caja de cambios y el motor, cuya combinación emite un estruendo tan atronador que un obús enemigo puede estallar a diez metros de distancia sin que te des cuenta. Cuando el carro de combate avanza a gran velocidad sobre terreno irregular, el comandante sufre las mismas sacudidas que el cilindro de la torreta, con las gafas pegadas a los ojos, los auriculares en las orejas, totalmente concentrado, hora tras hora, no sólo en las llanuras, las dunas, los barrancos, los wadis y la tierra yerma que se extiende en todas direcciones —y, por descontado, en los enemigos que maniobran, acechan y avanzan velozmente hacia él—, sino también, sin un solo segundo de respiro, en la atroz cacofonía de su escuadrón, de las redes de comunicaciones del regimiento por la que le llegan las órdenes y los informes, de los que no puede perderse absolutamente nada, pues su vida y las vidas de sus hombres dependen de ello. Y luego esta el calor, ti capitán James Matton, primer jefe de mi pelotón, que era ingeniero mecánico antes de la guerra, calculó que la temperatura ambiental óptima para un blindado en movimiento es de diez grados centígrados. Con diez grados en el exterior, el interior del tanque está a veinte grados. Por cada medio grado adicional de temperatura exterior, la interior asciende tres cuartos de grado. Veinte grados en el exterior son treinta y cinco en el interior; treinta son cincuenta. Con treinta y cinco en el exterior —y en el desierto el termómetro los supera todos los días—, en el interior, a casi sesenta grados de temperatura, te estás cociendo literalmente.

A pesar de todo esto, a mí me encantaban los carros de combate. Era un enamorado de la división blindada. Lo que detestaba, lo que aborrecía hasta el último de nosotros, eran las estúpidas y temerarias tácticas que una doctrina obsoleta y unos modelos de carro inferiores en potencia de fuego y con exceso de blindaje nos obligaban a utilizar. Mientras que los Panzer Mark III y Mark IV de Rommel avanzaban a saltos, apoyados por su infantería motorizada de élite y las pantallas de letales cañones anticarro de 50 y 88 mm, nuestros Crusader, Grant y Honey se encontraban, una vez tras otra, solos, aislados y expuestos al fuego enemigo. Superados en casi mil metros de alcance por los 75 milímetros del cañón de los Mark IV (y casi tanto por los de los Mark III), nuestros escuadrones no tenían otra alternativa que correr como conejos de cobertura en cobertura (si es que las había) con la remota esperanza de flanquear al enemigo o culminar con éxito una carga frontal, realizada muchas veces a campo abierto, en un desesperado intento por colocarse a una distancia en la que nuestros cañones fueran eficaces antes de que sus cañones anticarro nos convirtieran en carcasas humeantes o «cerillas». Como es natural, el enemigo era consciente de esta ventaja y la explotaba implacablemente por medio de retiradas fingidas, maniobras de flanqueo y emboscadas en las que nosotros nos metíamos de cabeza una vez tras otra.

En mi caso, la retirada hacia la frontera egipcia en verano de 1942 culminó en un fiasco que tuvo por escenario la carretera de arena que discurría paralela a la vía férrea El Cairo-MersaMatnih. Los cuatro carros de mi pelotón habían quedado reducidos a un Crusader y un Grant. A lo largo de los veintiún días anteriores, nuestro escuadrón había perdido no menos de diecinueve blindados, entre Valentine, Honey, Cruiser A-10 y A-13 (e incluso un par de M-13 italianos capturados). Algunos de ellos habían llegado como reemplazos desde la áreas de reparación y otros los habíamos rescatado intactos en pleno campo de batalla o los habíamos reacondicionado sobre la marcha junto con unas dotaciones, que, muertas, heridas o capturadas, pasaban tan de prisa por la unidad que apenas teníamos tiempo de aprendemos nuestros respectivos nombres. El vigésimo primer día me encontré separado de mi escuadrón (que se encontraba dos o tres kilómetros por delante), en el cuello de botella de la carretera de arena que hay al oeste de Fuka, en medio de un atasco de ciento cincuenta kilómetros. Al final de este atasco se encontraba Alejandría, y ciento cincuenta kilómetros más allá, El Cairo. Mi mujer, Rose, trabajaba como operadora de telégrafo en Alejandría, y en aquel momento estaba embarazada de nuestro primer hijo. Yo estaba desesperado por conseguir que la evacuaran antes de que Rommel y el Panzerarmee Afrika pasara como un rodillo por Egipto en dirección a Suez. De repente vislumbré un hueco en la columna y, más allá, un trecho de campo abierto lo bastante largo como para, al menos, reunirme con mi escuadrón.

—Piloto, a la derecha —ordené, y, con un rugido de los motores, el vehículo echó a andar en línea recta hacia la alambrada que delimitaba la carretera y la mina que había justo detrás.

Nadie resultó herido, pero la oruga derecha y el ventilador delantero del blindado quedaron inutilizados. En condiciones normales, la dotación puede reparar una oruga con cierta facilidad: primero se acopla la tracción a la oruga en buen estado y se colocan unas placas de acero por debajo de la otra. A continuación, empleando la potencia de la oruga intacta, se avanza muy lentamente sobre las placas provisionales. En el exterior del vehículo, una parte de la dotación saca las piezas dañadas de la oruga rota, las reemplaza con otras de repuesto y luego vuelve a remacharlas. En medio de un campo de minas, aquello era impensable. Nuestro estado de desesperación era más acuciante a cada segundo que pasaba. Para indisimulado deleite de los centenares de oficiales y soldados que nos estaban viendo, salí del vehículo junto con mi dotación, decidido a salir a pie del campo de minas para reunirme con el único tanque móvil de que aún disponía. La humillación se vio agravada más aún, si cabe, por la imagen del piloto, el artillero y el operador de radio del blindado, que en aquel momento salían del vehículo cargados de latas de melocotón, cigarrillos, jamón italiano y media docena de botellas de ginebra Boar’s Head, botín que habíamos afanado en medio de la retirada. El comandante del regimiento, un coronel con el que yo había tenido un desagradable encontronazo en el desierto varios días antes, escogió aquel momento para aparecer en el arcén y ordenarme que regresara junto con mi dotación al tanque inmovilizado y volviera a subir a bordo. Señaló entonces un cartel que había junto a lo que quedaba de la alambrada.

—Dígame, teniente, ¿puede usted leer ese cartel?

Le respondí que sí.

—¿Y qué dice?

—Campo de minas, señor.

—¿Y de quién es ese campo de minas?

—Nuestro, señor.

—Entonces, por los clavos de Cristo, ¿qué demonios hace usted metido en él?

Me pidió mi nombre y mi unidad, a pesar de que los conocía perfectamente, y por señas indicó a su teniente que tomara nota. Mis hombres y yo permaneceríamos allí hasta que pudiera llegar un pelotón de zapadores para sacarnos.

Pero me he adelantado. Debo volver atrás y establecer el rumbo de aproximación (por decirlo así) sin el que este relato no tendrá sentido para el lector ni para mí. Si ésta fuera una obra de ficción y yo su editor, instaría al autor a dramatizar los sucesos más sustantivos para la tesis de la narración. Pero no tengo paciencia para estas cosas en mi propia memoria, así que espero que el lector sepa perdonarme si me limito a exponer Jo sucedido de manera llana, tal como ocurrió y tal como yo recuerdo haberlo vivido.