INTRODUCCIÓN

Cuando murió mi padre, su mejor amigo me acogió como mentor y padre sustituto. No fue fácil, puesto que Chap —su nombre completo era R. Lawrence Chapman— vivía en Inglaterra, mientras que la casa de mi familia se encontraba en Manhattan. Chap era editor; así que visitaba Nueva York con cierta regularidad. Recuerdo que todos los inviernos me llevaba a los Millrose Games en el Madison Square Garden, en los tiempos en que aquellos eventos se celebraban en un estadio tan rebosante de humo de tabaco que desde un lado de las gradas apenas se alcanzaba a divisar el otro. En verano yo iba a visitar a Chap y a su esposa, Rose, a Londres y ala casita de campo que el hermano de Rose, Jock, tenía en un pueblo escocés llamado Golspie. Chap y Rose tenían una hijastra, Jessica, exactamente de mi misma edad, y dos hijos, Patrick y Tom, un par de años mayores. Los cuatro éramos inseparables.

Chap había perdido a sus padres de niño, así que conocía bien las necesidades de un huérfano. Me llevaba de excursión y a practicar la pesca con mosca; me enseñó a preparar té y a escribir oraciones enunciativas. No era raro que vinieran a cenar escritores como Harold Pinter y John Osborne. Además, Chap también era, aunque jamás hablaba de ello, un héroe de guerra. Durante la segunda guerra mundial había recibido una DSO por los servicios prestados en el norte de África. DSO son las siglas de Distinguished Service Order (Orden de Servicios Distinguidos). La única condecoración británica de rango superior es la Cruz Victoria, el equivalente a nuestra Medalla de Honor. Por entonces yo era demasiado joven como para entender bien estas cosas, pero no por ello me impresionaban menos.

Recuerdo que, en una ocasión, Rose me enseñó un álbum de fotos en su piso de Knightsbridge. Allí estaba ella, alrededor de 1939, tan glamurosa como Gene Tierney en Laura. Y el joven teniente Chapman, tan deslumbrante como Tyrone Power. Miré con enorme interés las fotos protagonizadas por los jóvenes ingleses y neozelandeses de la unidad de Chap, el Long Range Desert Group, junto a aquellos camiones preparados para operar en el desierto y armados con ametralladoras Vickers K del calibre 303. Montados en los flancos de los vehículos se veían los «canales de arena», planchas de acero perforado que los hombres utilizaban para sacar los camiones que habían quedado atascados en la arena. Rose me contó que aquellas patrullas, en misiones de rutina, recorrían centenares, e incluso miles de kilómetros en un desierto en el que no había agua ni gasolina y en el que no cabía encontrar misericordia ni esperanza si algo salía mal.

A comienzos de los setenta, Chap empezó a escribir unas memorias sobre aquella época. Por entonces yo tendría once o doce años. Recuerdo que nos enviaba a Jessica y a mí a los archivos públicos de Chancery Lane para consultar los registros del ejército. Los documentos se habían desclasificado hacía muy poco tiempo. Cada uno de ellos lucía en la primera página un sello que rezaba: ALTO SECRETO HASTA 1972.

Chap nos pagaba cinco peniques por página copiada, lo que era una suma bastante generosa para la época. Trabajaba en casa, en su despacho, un cuartito repleto de diarios, cartas de sus antiguos camaradas, mapas del norte de África e informes de operaciones en inglés y alemán. Yo, a quien todo aquello le fascinaba, solía bombardear a Chap con un diluvio de preguntas, la mayoría de las cuales solía tener la deferencia de responder.

Sin embargo, hasta comienzos de los noventa, cuando yo mismo me había convertido en historiador, no volví a pensar seriamente en las memorias de Chap. Había ido a visitarlos a Escocia; él y yo estábamos jugando al golf en el campo de Struie, contiguo al Royal Dornoch. Le pregunté qué había sido de aquel documento. Me dijo que se encontraba guardado en un cajón de su casa. Lo había terminado, pero nunca había llegado a enseñárselo a nadie, aparte de Rose. Le pregunté si podía leerlo.

No, es muy malo. Además, no puedo publicarlo.

Expresó una serie de reservas, relacionadas en su mayor parte con la naturaleza personal del material. Temía, según me dijo, ahondar en el dolor de las viudas y los hijos ya adultos de los hombres cuyas muertes se describían en aquellas páginas. Me di cuenta de que su pena era profunda y muy sentida. Sin embargo, un escritor no puede dejar que este tipo de sentimientos lo detengan y Chap lo sabía.

—¿No puedes ni contarme de qué va?

—Ni siquiera es un libro. Es solo… no sé… una relación de hechos.

—¿Sobre qué?

—Nada importante. Una patrulla. Y encima saldada con un fracaso.

Tras algunos esfuerzos, logré sonsacarle que el objetivo de la operación había sido localizar y asesinar al mariscal de campo Erwin Rommel, el legendario Zorro del Desierto.

Aquello sí que suscitó mi interés. Insistí en que me enseñara al menos algunas páginas. Me mostré implacable. Lo acusé de ser un cobarde. Estaba exhibiendo, le dije, todos los síntomas del miedo a la publicación que, según él mismo me había dicho muchas veces, mostraban siempre sus escritores.

Vamos, Chap, no puedes ser tan duro con ellos y tan indulgente contigo mismo.

—Ellos son escritores profesionales —dijo—. Yo no.

De vuelta a Estados Unidos, me vi incapaz de desembarazarme de la curiosidad que me consumía. Empecé a investigar la época. El Long Range Desert Group, descubrí, era una de las primeras unidades de lo que acabarían por conocerse como «fuerzas especiales». Sus bases se encontraban en El Cairo y en diversos oasis del desierto libio; sus objetivos eran misiones de incursión y reconocimiento tras las líneas enemigas contra los italianos y el Afrika Korps de Rommel. El LRDG era un grupo pequeño y secreto. El propio Rommel había declarado que, hombre por hombre, había causado más daño al Eje que ninguna otra unidad de toda la campaña norteafricana.

El 31 de agosto de 2002, Chap sufrió un infarto, aunque salió del paso y se recuperó rápidamente. Pero el día de Navidad de 2004 tuvo otro. Tomé el primer avión para verlo. Estaba preocupado. Rosa se mantuvo a su lado en todo momento. Tres noches después de Navidad, Chap le cogió la mano. Dijo que no creía que llegara a ver Año Nuevo. A las diez y cuarto había muerto.

El funeral se celebró en el Magdalen College de Oxford. La asistencia me dejó boquiabierto. Había casi cuatrocientas personas en la capilla, incluidos tres ganadores del premio Booker a los que Chap había editado o publicado.

La mañana antes de que regresara a Nueva York, recibí un paquete de Rose.

«Chap quería que tuvieras esto. Me dijo que no quería seguir siendo un cobarde», decía la nota.

Era el manuscrito.

Lo leí durante el vuelo de regreso y otras dos veces a lo largo de los tres días siguientes. Hay que ser muy cuidadoso con algo así, si uno no quiere dejarse llevar por la emoción del momento ni por el afecto personal que le inspira el autor. Con todo, supe desde la primera página que estaba ante algo especial. Era Chap en estado puro, todo lo bueno que de él había llegado a conocer y otros aspectos que nunca había tenido la ocasión de ver; como su amor por Rose, que hizo que se me saltaran las lágrimas en más de una ocasión. Pero lo mejor de todo era su retrato de los hombres y la guerra del desierto. Los ingleses y neozelandeses de Chap no eran soldados profesionales. En absoluto. No habían dedicado toda su vida a prepararse para la guerra, como tantos otros enemigos del Eje, pero, sin embargo, en el momento preciso, habían respondido a la llamada. La historia del propio Chap era la de un civil que, forzado por las circunstancias y la ley, había abrazado las virtudes de la guerra y se había visto transformado por ellas.

Las memorias de Chap sacaban a colación un segundo tema que, para mí, era igualmente importante. El de la contención, e incluso la caballerosidad que había caracterizado las conductas de los combatientes de los dos bandos durante la campaña norteafricana. Como las fuerzas se enfrentaban en el desierto, lejos de los centros de población civil, había muy poco de eso que hoy en día ha dado en llamarse «daños colaterales», Las deshabitadas y yermas extensiones, unidas a la naturaleza extrema de los elementos y del terreno, transmitían una especie de «pureza» al conflicto.

Con frecuencia, los ametralladores dejaban de disparar cuando las dotaciones enemigas salían de un tanque inutilizado. A los camilleros se les permitía salir a campo abierto para evacuar a los heridos. Muchas veces, en las enfermerías de campaña, los heridos del Eje y los aliados recibían tratamiento unos al lado de otros, y no era inusual que los oficiales médicos alemanes y británicos trabajaran codo con codo. El ejemplo más característico de esta realidad era el propio Rommel. Al recibir órdenes de Hitler de que ejecutara a unos comandos británicos que habían caído en sus manos, Rommel arrojó el documento a la papelera. Siempre insistió en que los prisioneros ingleses recibieran las mismas raciones e idéntico tratamiento médico que él mismo. Hasta escribió un libro sobre el conflicto, titulado Krieg ohne Hass (La guerra sin odio). Los diferentes relatos existentes sobre la campaña atestiguan que, a pesar de la fiereza y brutalidad de la lucha, las relaciones entre los enemigos se mantuvieron en un nivel de caballerosidad que hoy en día resultaría casi inconcebible.

Este capítulo es la introducción a las memorias de Chap. Lo que sigue es el documento en su totalidad. Ha sido decisión mía no adaptarlo al inglés estadounidense, sino conservarlo en su forma original, tal como lo escribió Chap. A beneficio de los lectores norteamericanos, lo he corregido ligeramente y he añadido un breve epílogo con el fin de actualizar las biografías de los oficiales y soldados que lo protagonizan con todo lo sucedido desde su muerte. Para evitar el uso de notas a pie de página o de glosarios, me he tomado la libertad de introducir en el texto (de la manera más limpia posible) aclaraciones referentes a los anglicismos o abreviaturas utilizados en ocasiones por Chap (acrónimos militares como KDG, King’s Dragoon Guards —Dragones de la Guardia Real—, un regimiento de vehículos blindados). Con respecto a la jerga del período, he intentado dar forma al texto que rodea a los términos más abstrusos, de modo que el significado quede claro a partir del contexto o al menos no resulte indescifrable. Con estas salvedades, el texto final mantiene la máxima fidelidad al original de Chap.