—Tania… ¿Qué es lo que sucede?
—Peter, no sé… Tengo miedo… —se acurrucó ella contra Blake, estremecida. Sus brazos le rodearon, amorosos—. Estoy asustada, por primera vez en mi vida…
—Tania, querida… ¿Qué es lo que te asustó?
—Quisiera estar segura de eso —musitó Tania, con voz trémula—. Primero pensé que era ella, mi amiga Marsha…
—¿Marsha Dorian? —se alarmó Blake—. ¿Por qué ella?
—Oh, no me hagas caso, Peter. Luego comprendí que Marsha sólo está tan temerosa como yo misma, que me huye como yo a ella, como todos empezamos a huirnos unos a otros… —agazapada contra el pecho de Blake, respiró hondo, hincando sus uñas en la camisa del joven, arañándole casi, con un brillo salvaje y cruel en sus ojos, que él no podía descubrir ni sospechar siquiera—. Perdona que te despertase… pero no podía soportarlo más…
—Oh, no digas tonterías, cariño. Hiciste muy bien en venir a mí —contempló a su tío, sir Percival que, tras un día agotador, repleto de emociones e inquietudes, reposaba profundamente—. Ven, vamos a alguna parte donde podamos hablar tranquilos los dos. Luego, te llevaré a tu alcoba, para que descanses sin temores… ¿Será eso suficiente?
—Claro, Peter —musitó ella, mimosa—. Es que… resulta tremendo sentir miedo de algo que una ni siquiera puede ver…
—No sufras, querida. Si, realmente, esas mujeres endemoniadas entrasen aquí… las verías tan claramente como ahora me ves a mí. No son simples fantasmas, sino cuerpos en movimiento, cadáveres dotados de una vida demoníaca y espantosa, que les impide descansar en la paz del eterno reposo… Parecen vivir, tienen fuerza y poder, pero no son humanos. Sólo monstruos que no tienen descanso ni paz, que no pueden morir nunca totalmente, a menos que…
—¿Qué, Peter, mi vida? —jadeó ella.
—A menos que la estaca se hinque en sus corazones, terminando con la maldición de ultramar que alguien activó con sangre humana…
—Ni siquiera sabemos dónde están esas mujeres diabólicas, Peter…
—Claro. No sabemos nada de su paradero. En otro caso, yo mismo les daría, una a una, el reposo eterno a sus almas.
—¿Serías capaz de ello, Peter? ¿Atravesar… uno a uno… sus corazones? ¿Cuatro corazones que ya nunca más palpitarían?
—Naturalmente, Tania. Esos corazones ya no palpitan realmente con una vida humana. Son sólo vísceras de seres monstruosos a los que será un bien dar un final definitivo…
—Peter y si yo… si yo fuese alguna vez mordida por esos monstruos… ¿también tú…?
—También, mi vida —la abrazó contra sí, emocionado—. Porque sería como liberarte, ¿comprendes? Ya no serías tú misma, sino un vampiro más, otro no-muerto, por los siglos de los siglos.
—Resulta difícil comprender… que liberar a una persona querida… pueda consistir en destruirla brutalmente con una estaca hincada de modo feroz en su cuerpo… —tembló Tania.
—Sí, resulta difícil. Pero es el único medio. Realmente, esa persona amada ya fue destruida antes por el contacto de los otros vampiros… y no queda otro remedio. Pero dejemos todo eso, Tania, cariño… No es ese nuestro problema, por fortuna —se detuvo en el largo corredor iluminado por la vacilante luz de unos hachones resinosos, y la atrajo contra sí, besando sus cabellos, apoyando el rostro de ella en su torso—. Tania, vas a ser mi esposa muy pronto… y todo lo demás cuenta poco, ahora…
—Claro, amor mío… —susurró ella.
Y besó la mejilla de Blake, su oreja, su cabello, descendió hacia su cuello, rozándole la epidermis, amorosamente… Peter besaba aquel cabello intensamente, bajo la luz de uno de los hachones colgados del muro.
No podía ver los incisivos, agudos, terroríficos que, como dos agudas púas de marfil, se dirigieron, voraces, ávidos de sangre, a su palpitante yugular…
* * *
El grito agudo, terrible, demoledor, sacudió los muros vetustos de Dorian Manor.
Fue un alarido inhumano, bestial, más allá de todo lo razonable. Un grito de horror, de agonía, de desesperación, de ira feroz…
Y una mujer, una hermosa mujer rubia, de ojos desorbitados, de expresión despavorida, de tremendos colmillos visibles entre sus labios abiertos en un rictus puramente animal, se sintió, una vez en el suelo, atravesada brutalmente, de lado a lado, sobre su torso juvenil y virginal, por una aguda estaca que ardía en su parte superior. Por una antorcha convertida, de repente, en devastadora arma mortífera, que desgarraba su cuerpo y destrozaba sus vísceras ferozmente, en un rojo baño dantesco…
El horror infinito de aquellos ojos, de aquel rictus agónico y terrible, quedaron fijos para siempre en la memoria de su verdugo despiadado, inexorable.
Peter Blake no dejó por eso de apretar y apretar, de seguir clavando la antorcha en el cuerpo de la hermosa muchacha que una vez fuera su prometida, Tania Stower…
Tras derribarla brutalmente, mientras se besaban, Blake había estirado sus manos, empuñando el hachón del muro y, con tremenda furia, lo clavó en el cuerpo de Tania, igual que se clava un alfiler en una mariposa.
Al grito aterrador de la muchacha, respondieron voces, portazos, carreras, gente que acudía al lugar del espantoso suceso…
—¡Peter…! ¡Peter…! —aulló ella, debatiéndose en su sangre, en medio del corredor.
—Lo siento, Tania, amor mío… —habló roncamente Peter Blake. La contempló, sin piedad—. Ya no eras tú. Eras una de ellas… Un vampiro, una criatura de otro mundo… Tus colmillos inhumanos, tu mirada, tu gesto… Nada me sorprende. Tú misma te delataste al hablar de cuatro mujeres… ¿Cómo podías saber que Ada Blair… ya es otra de ellas…? De no ser por ese error… ahora sería yo tu víctima…
—¡Peter! ¡Peter, qué horror! ¿Te has vuelto loco? ¿Qué hiciste a mi hija? —El alarido angustiado de Gerald Stower, su lívida faz, asomando en el corredor, ante la figura de su descendiente joven y hermosa, atravesada por la antorcha ardiente, resultaron patéticos.
—¿Su hija, señor Stower? —dijo penosamente Blake—. Mire… Mire eso, por el amor de Dios…
Y Gerald Stower miró. Y vio. Como miraban y veían ahora sir Percival, el joven Dennis, la incrédula y aterrada Marsha, junto al estremecido Saxon…
En tierra, aquel cuerpo retorcido, convulso, sangrante, cobró de pronto una serena y majestuosa paz. Los ojos desorbitados se encogieron, los párpados descendieron suavemente, con un estertor profundo en el seno desgarrado. Los colmillos parecieron volatilizarse… y una tierna, pálida y triste Tania Stower reposó, apacible, en medio del corredor.
—¡Hija…! ¡Hija mía! —sollozó Gerald Stower, precipitándose sobre ella.
—Sí… Pobre y querida Tania, perdón… —suplicó Peter, cayendo de rodillas, húmedos sus ojos. Apartó las solapas alzadas del cuello de su bata acolchada, y aparecieron los orificios sangrantes en su yugular vacía—. Perdón por tener que destruir lo que amaba… Pero ya no había nada en ti en ese cuerpo movido por infernales designios…
Demudada, Marsha se agachó sobre su joven amiga. Lágrimas de sus ojos, golpearon suaves, como tenue lluvia cálida, las mejillas yertes de la muchacha.
—Lo sospeché… —gimió Marsha—. Lo sospeché al despertar antes… y tuve miedo. Pero no quería creerlo…
Blake se volvió. La miró. Rápido, bajó los encajes de su deshabillé, desnudando el largo cuello de alabastro. Respiró hondo.
—Perdone —dijo—. Debemos comprobar que todos nosotros… somos realmente seres humanos, no muertos en vida…
Y, de súbito, al sacudir la cabeza, le vio.
Allá, al fondo del corredor. En la sombra. Asomando, lívido y espectral, por la rendija abierta en una moldura de la pared de artesonado…
—¡Blackman! —rugió, incorporándose de un salto—. ¡Cornel Blackman. Espíritu del Mal!… Se precipitó hacia el fondo del corredor, exasperado. En el muro, el panel de madera se ajustó, desapareciendo el rostro de aquel que había aparecido, a sus ojos, más una visión fantasmal que un auténtico ser humano…
Cuando sus manos golpearon, rabiosas, el muro de fuerte nogal, no encontraron punto débil alguno, como si todo fuese tremendamente sólido. Pero él sabía que allí, justo allí, había visto al enlutado caballero del ferrocarril nocturno. Al hombre que despertó el horror en los pantanos.
—Saxon, es preciso dar con él… —jadeó, volviéndose al viejo criado cojitranco—. ¡Tengo que encontrar esa puerta secreta, sea como sea! Sólo siguiendo a Blackman… encontraremos a las muertas en vida… y quizá salvemos al mundo de un horror sin límites…
—Lo siento, señor —murmuró Mark Saxon, abatido—. Nunca supe que hubiera pasadizos secretos en la casa… ni creo que los haya.