CAPÍTULO II

—Lo siento. —El constable sacudió la cabeza con énfasis. Miró, aprensivo, a la tibia penumbra del atardecer neblinoso—. No aparece, señorita Stower.

—¿Cómo? —se escandalizó Tania—. ¿Que Peter no aparece? ¡Constable, avisaremos a Scotland Yard, si es preciso! ¡Le darán la baja en el Cuerpo, por inepto!

—Créame, señorita Stower. A la vista de ciertas cosas, uno casi prefiere que le den de baja o le envíen lo más lejos posible de Yorkshire —resopló con disgusto el constable, enjugándose el sudor de su rubicunda faz—. Este lugar me resulta tan poco agradable como si fuese el mismo infierno. Escuche, señorita Stower. He estado en la posada de Eyssen, y me han confirmado que vieron a Peter Blake, pero hablando con ese caballero forastero, vestido de negro, a quien ustedes llaman Cornel Blackman. Juntos, se alejaron por el sendero de los marjales, hablando animadamente. Y es todo cuanto saben. Tanto Eyssen como su criada, Ada Blair, coincidieron en todos los detalles.

—Bien. ¿Y Cornel Blackman? —se impacientó sir Percival, con disgusto.

—No sabemos nada de él. Nadie, salvo ustedes y los de la posada vieron al caballero. Nadie le ha visto tampoco ausentarse. Es de suponer que aparecerá de un momento a otro, sin que para ello sea preciso remover a toda la policía del país.

—No estoy yo tan seguro —masculló Gerald Stower yendo hacia el policía local, enérgico—. Usted ha visitado ya la tumba de las Todten. Ha visto que desaparecieron sus cuerpos, que alguien asesinó al pobre tonto de Bell… ¿Qué versión oficial de los hechos va a darnos ahora nuestra brillante policía local, constable Dobbs?

—He emitido ya mi informe oficial, y unos agentes de Leeds vendrán esta misma semana para ocuparse del asunto —carraspeó el aturdido Dobbs, con gesto de apuro en su rostro mofletudo y saludable—. Personalmente, creo que el desdichado de Morton Bell sorprendió a un ladrón de tumbas, de los que abundan desgraciadamente en nuestro país, y fue muerto por éste, antes de llevarse el asesino los cadáveres con sus joyas y objetos valiosos encima… A estas horas los cuerpos yacerán en cualquier barranco, y el profanador habrá huido lejos, con todo lo que hallara de valor. Es, lamentablemente, una fea plaga de nuestro tiempo, ustedes lo saben.

—Siento recordarle ciertos detalles históricos sobre el entierro de las doncellas Todten, constable Dobbs —habló acremente Dennis Stower, el joven, enjuto y rubio primo de Tania—. Consta en los archivos municipales de Hardsfield, mi querido amigo, que ellas fueron sepultadas, por orden del gran justicia Geoffrey Stower, mi ilustre antepasado, «sin joyas, ropas costosas ni lujo alguno, envueltas sólo en blanco sudario, como correspondía a su condición de mujeres endemoniadas, que entregaran su alma a Satán, con prácticas aberrantes, durante su vergonzosa existencia en el pecado y el mal». Le he recitado, exactamente, lo que escribiera entonces el investigador religioso del proceso, el honorable Ralph Dorian, y que podrá usted revisar en los archivos locales. De modo que llevarse esos cadáveres… no parece reportar gran beneficio a nadie, constable.

—Tonterías —masculló el policía local—. Nunca he creído enteramente en las crónicas históricas y todo eso. Algún pariente de los Todten burló acaso a la justicia y puso objetos de valor en las mujeres ejecutadas. Estoy seguro de ello.

—Es una teoría plausible —admitió calmosamente sir Percival—. Pero sin probar aún. Y mi sobrino no ha vuelto a casa, como prometiera.

—Además… está oscureciendo. —La voz de Tania sonó lúgubre, al fondo de la amplia sala de Dorian Manor—. Tengo miedo…

—Calma, querida —la alentó Marsha, confortante—. Nada va a sucedemos esta noche, estoy segura…

—Pero con la noche… los vampiros vuelven a la vida, Marsha —gimió Tania Stower—. Y esas mujeres malditas despertarán sedientas de sangre, de odio, de venganza sobre las familias que causaron su daño…

—Está llevando demasiado lejos su imaginación, querida —habló serenamente sir Percival Blake—. Serenémonos todos. Es tarde ya para volver a Hardsfield. Es posible que Peter vuelva más tarde. Por el momento, seguiremos aquí todos, en Dorian Manor. Ahora, la señorita Marsha Dorian es nuestra anfitriona… y espero que nuestra compañía no le resulte demasiado molesta por toda una larga noche…

—¿Molesta? —suspiró Marsha—. Por Dios, sir Percival. Serán ustedes la más grata de las compañías, estoy segura… Saxon, ¿habrá viandas para todos?

—No tema, señorita. Cuando usted anunció su llegada, preparé bien la despensa —sonrió el sirviente cojo—. Hay viandas, buen vino, licores, y velas y combustible suficiente para mantener calor y luz durante la cena de esta noche…

—Entonces, prepare todo, Saxon —ordenó serenamente Marsha, dominando sus inquietudes. Miró fugazmente a los ventanales encristalados, que cada vez dejaban entrar más difusa claridad. Pronto la oscuridad sería completa en el exterior. Añadió, sobreponiéndose—: Sean todos bien venidos a mi nueva casa… y disfruten de mi hospitalidad como si fuese la suya propia, amigos míos…

—Lo siento, señorita —resopló el constable Dobbs—. Yo no puedo aceptar tan amable ofrecimiento. He de volver a Hardsfield y seguir investigando. Además, hay otros asuntos que requieren mi atención, aparte la desaparición de los señores Blake y Blackman… Buenas noches a todos. Si me necesitan para algo, que uno de ustedes se acerque al pueblo. El teléfono sufre una avería, y hasta mañana no se reanudará la normalidad en la línea.

Salió, con un saludo brusco, pisando fuertemente. La puerta se cerró tras él. Todos los presentes se miraron entre sí. Saxon encendía velas y lámparas de petróleo. Evidentemente, no había gas en aquella mansión aislada en los pantanos.

Eran tres hombres y dos mujeres, aparte el propio Saxon. Suficientes para no sentir miedo, pensó Marsha Dorian.

Y, sin embargo, siguió sintiendo miedo.

* * *

Peter Blake despertó de su sopor. Se agitó en el duro lecho donde yacía. Tardó unos instantes en comprender que reposaba sobre losas de piedra fría y polvorienta. Alrededor suyo, el aire olía a moho, a humedad, a abandono y a muerte. También fuertemente a cera. Evocó ciertas palabras dichas una noche, en un tren, a través de la tormenta:

—«Detesto el olor a cera… es como olor a muerto…».

A muerto…

Instintivamente, supo dónde estaba. Se agitó. No mucho, porque las ligaduras no se lo permitieron. Pero pudo ver en torno suyo un altar sin cruces, velas sucias y quebradas, candelabros oxidados, losas desprendidas del muro, féretros vacíos…

La tumba. La tumba de las doncellas endemoniadas. Y no estaba solo allí.

La claridad de las velas le reveló las formas exuberantes del torso de Ada Blair, inclinada sobre él. Pero la escena carecía de todo posible color erótico. Ella tenía ojos fríos, impasibles. No estaba buscando un romance, sino algo más oscuro y siniestro. Notó que un esparadrapo se adhería a sus labios, impidiéndole gritar. Ella sonrió duramente.

—Hubiera sido un bonito idilio —dijo, con frialdad—. El señorito Blake y la criada del mesón… No pudo ser, Peter Blake. Dentro de poco vas a ser solamente un digno ocupante de este lugar. ¡Un muerto, simplemente!

Peter Blake no podía replicar a eso. Se movió en el suelo, estérilmente. Ella se acomodó sobre un ataúd, ante él. Descocadamente, remangó sus faldas sobre los muslos macizos. Rió huecamente, despectiva.

—Es inútil cuanto hagas, Blake —avisó—. Nadie va a venir a ayudarte. Nadie, ni siquiera la policía, tendría de noche aquí. El constable Dobbs ya vino a buscarte. A ti y a ese Blackman. También estuvo aquí. Encontró el cadáver del idiota de Bell. Creen que el culpable es un ladrón de tumbas. Y lo seguirán creyendo. Cuando te encuentren a ti, buscarán a Blackman. Quizá le quemen vivo, sin esperar a más. La gente sigue siendo supersticiosa aquí. Pero tú no vas a revelar a nadie la verdad sobre la mujer de Eyssen y lo que yo hice, en complicidad con ese bastardo estúpido que me mantiene y al que cualquier día mataré de un modo hábil, para quedarme con su dinero también… Bueno, Blake, es noche cerrada ya. Llegó tu hora, querido…

Se inclinó. Le besó sarcásticamente en los labios. Se rozó con él, como en un encuentro amoroso. Luego, se echó atrás. Blake vio que sacaba de entre sus pechos una afilada y estrecha hoja de acero puntiaguda, que señaló, centelleante, hacia su garganta. La risa de ella sonó hiriente.

—Adiós, mi guapo señor Blake —suspiró—. Seré compasiva contigo…

Y adelantó la mano armada, en el silencio denso de la cripta, cargada de fuerte olor a sebo quemado…

Peter desorbitó sus ojos al verlas.

Estaban allí. Detrás de Ada Blair. En el umbral de la cripta. Erguidas, rígidas, fantasmales y horribles…

Nunca las había visto antes de ahora. Sin embargo, estuvo seguro de que eran… ellas.

¡Ellas!

Sus ojos recorrieron las tres placas doradas: Lorella, Valentine, Dahlia… Las Todten, Tres hermosas doncellas, muertas cien años atrás. Tres mujeres jóvenes, bellísimas, arrogantes…

Así eran las tres. Bellísimas, arrogantes. Altas, rubias dos de ellas; pelo oscuro, castaño intenso la otra. Ojos claros, fríos, inexpresivos, fulgurantes y crueles. Bocas carnosas, labios sensuales… que se entreabrían ahora, revelando golosos dientes blancos, centelleantes, de lo que destacaban los incisivos agudos, largos, afilados como los de un murciélago voraz…

Algo en sus ojos, en su muda convulsión, avisó a Ada. La exuberante criada de Eyssen giró la cabeza, con sobresalto. Exhaló un ronco alarido de horror. Creyó entender. Las miró cara a cara. De su mano repentinamente rígida, escapó el afilado cuchillo, que golpeó a Blake y quedó junto a sus brazos ligados.

—No, no… —oyó susurrar a la sirvienta asesina, con voz quebrada, convulsa—. No es posible… ¡Cosas así no suceden nunca! ¡Nunca!

Pero estaban sucediendo allí. Ante ella. Tres mujeres envueltas en flotantes ropas amarillentas, apolilladas, que revelaban impúdicas su desnudez física en una especie de tenue contraluz espectral. Tres hermosas doncellas de incisivos crueles, asomando entre unos labios entreabiertos, acaso sedientos…

Sedientos de sangre.

—¡Fuera, malditas! —chilló—. ¡Fuera, fuera de mi vista! ¡No existís, no sois de este mundo, no podéis hacerme daño…! ¡No os temo! ¡No puedo temeros…!

Pero las temía. Claro que las temía. Echóse atrás, convulsa, lívida. Derribó con su codo un candelabro. Se apagaron las velas, quemando en parte un viejo tapete de seda bordada… Los ojos de Ada Blair estaban desorbitados, fijos en aquel horror viviente que se movía hacia ellas. Las miradas de las doncellas infernales no se desviaban de su rostro, de su cuello, de su torso desafiante, en el que la palpitación de las venas era visible…

—¡Marchaos, malditas! —gritó desesperada—. ¡Dejadme, monstruos! ¡Volved a vuestras tumbas miserables!… ¡Estáis muertas, muertas!

Ellas sonreían hieráticas, inexpresivas. Eran tres bellas máscaras moviéndose hacia Ada en la cripta fantasmal. La rodeaban… Pies femeninos desnudos, piernas bien torneadas, de una palidez cérea, rozaron al caído Peter Blake, y unos ojos ávidos le miraron de soslayo, acaso ensañándose en su impotencia para resistir el siguiente ataque, del que sería él la víctima segura…

Las tres doncellas rodearon a Ada Blair en un rincón de la cripta. Ella intentó luchar. Sus brazos musculosos se alzaron contra las tres mujeres llegadas de ultratumba. No pudo nada contra ellas… dientes afilados se hincaron en su cuello, en su torso… La sangre brotó…

Tres vampiros femeninos succionaron voraces la sangre de una mujer viva y saludable…

Peter Blake contempló, angustiado, impotente, aquella espantosa escena. Cerró sus ojos, al sentir el gorgoteo horrible, siniestro, la respiración entrecortada y radiante de las tres no-muertas

Mientras tanto, sus manos sangraban ya, intentando desesperadamente mover los brazos ligados sobre aquel cuchillo caído junto a él de manos de Ada Blair. Luchando por soltarse antes de que el festín de sangre continuara con él, inexorablemente…

* * *

Lorella, Valentine y Dahlia giraron sus rostros hacia él. Le contemplaron, golosamente. De sus bocas goteaba algo rojo y terrible. Ada Blair, en el suelo, era sólo un cadáver vaciado en sus venas. Con atroces señales de unos incisivos diabólicos en su cuello y torso…

Blake, con su esparadrapo aún sobre los labios, no podía gritar. Fascinado, contemplaba aquellos rostros, aquella mirada fija y glacial. Comprendió por qué Ada, pese a su vigor, no pudo nada contra las hembras de ultratumba. Había algo hipnótico en aquellos ojos, ahora rojos, sanguinolentos en sus órbitas…

Su lucha rabiosa con el filo de acero continuó en tierra. La sangre goteaba de sus cortes y arañazos. Ellas, ávidas, miraron esas gotas oscuras y apetecibles… Desnudos pies de mujer se deslizaron hacía él en fantasmagórico avance…

Blake hizo un último esfuerzo. Cortó profundamente su muñeca, pero también las cuerdas. Tiró de éstas, mojadas en su sangre. Las sintió estallar. Se incorporó, crispado. Ellas le rodeaban. Se arrancó el esparadrapo, y la sangre cruzó a manchas su cara, provocando mayor avidez en las enemigas dantescas.

—No, no… —jadeó—. Atrás, hijas del infierno… ¡Atrás, vampiros!…

Ellas no retrocedían. Era cuestión de segundos que él siguiera la suerte funesta de Ada Blair, Y lo malo es que la maldición estaba desencadenada ya, con todos sus efectos nefastos. Ada Blair, él mismo… ¡serían vampiros en la noche siguiente, emergiendo de sus tumbas para buscar la sangre de otros seres vivos!

—Ven… Ven, hermoso caballero… —susurró, melosa, la voz profunda de una de ellas, la más alta y rubia, cerca ya de él—. Somos tus amigas. Te amaremos todas… Desde esta noche, serás como nosotras. Soy Lorella… Lorella Todten, y te pertenezco… Pero antes debes pertenecerme tú a mí…

—Y a mí, que soy Valentine Todten… —añadió, en un murmullo la bella del pelo castaño.

—Y a mí, Dahlia Todten, la menor… —le sonrió dulcemente la tercera mujer vampiro, estirando sus manos acariciadoras hacia su cuello—. Ven, querido… Olvida lo demás. Sé feliz a nuestro lado… por una eternidad. Nosotros… nunca podemos morir… Es hermoso vivir siempre, gozar siempre, ser siempre amado… por las más hermosas doncellas…

Sí. Había algo hipnótico en ellas. Le atraían, le fascinaban. No quería, pero aquellos labios sensuales se entreabrían para besarle. Los ojos se entornaban, amorosos, apasionados incluso… Los cuerpos de ellas eran contraluces audaces en la cripta… Peter Blake cedió.

Empezó a ser acariciado, abrazado, besado por las hermosas…

Los labios de una de ellas, la alta y rubia Lorella, descendieron hacia su cuello…

—¡No! —rugió Blake, desesperado. Con horror, la apartó, se echó atrás violentamente—. ¡No, no! ¡En nombre de Dios, apartaos de mí!

Y rápidamente, estiró sus manos, tomó el candelabro abatido por Ada, tomó el cuchillo afilado… y con ambas cosas, cruzándolas, formó una cruz delante de ellas.

Los rostros se crisparon, tornándose lívidos, casi verdosos. La forma cruzada centelleó, candente en las manos de Blake, aunque sin quemar a éste. A ellas sí parecía abrasarlas con su fulgor, y las tres doncellas Todten retrocedieron, cubriendo sus ojos con las manos, huyendo de aquella forma temible para ellas…

Peter Blake, sosteniendo la improvisada cruz ante sí, retrocedió, pisó los escalones del panteón, saliendo a la noche de niebla y frío. Dentro de la cripta, las hermanas Todten gritaban roncamente, como harpías fantasmales, en odioso coro de lamentos obscenos. Y allá se quedaron, en tanto el joven Blake, despeinado, sangrante, sudoroso, convulso buscando una salida del cementerio tras la locura presenciada, tras el aquelarre infernal del que fuera alucinado testigo…