CAPÍTULO V

—¡Cuidado! —aulló Watkins—. ¡Nos despeñamos…!

Y era verdad. Un momento después, de no remediarlo un milagro, se irían abajo, por el hondo barranco apenas adivinado en la niebla, pero escarpado y terrible, entre matorrales y arbustos que cubría su empinada ladera.

El milagro surgió. Y ese milagro fue Peter Blake.

El joven abogado saltó de su asiento, como disparado por un poderoso resorte. Cayó en el pescante, y de él se precipitó sobre las riendas de los enloquecidos animales, tirando brutalmente de ellas, encabritando al enfurecido tiro de mulas, entre relinchos exasperados de éstas.

Las ruedas del carruaje chirriaron en el suelo resbaladizo y abrupto. El tronco de un alto árbol rechazó con un rebote al carruaje, astillando su negra madera y hundiendo su toldo charolado. Pero las ruedas no llegaron a saltar al vacío, y el vehículo, con un áspero trompicón, se fue hacia el otro lado, pegando en el muro interior del angosto sendero sinuoso por el que subían hacia los páramos.

El choque violento contra el muro de piedra y hierbajos, arrancó una alta rueda, quebrando el eje. El carruaje volcó de lado; gritó Marsha Dorian al caer… y se encontró entre los brazos de Blake, como le sucediera en el frenazo brusco del tren cuando llegaron a Hardsfield. Esta vez evitó algo más que una caída sobre un asiento. De no correr él a sujetarla, se hubiese visto lanzada fuera del carruaje, contra el muro.

—Menos mal… —oyó ella jadear al joven abogado—. Nos hemos librado de lo peor… aun a costa de seguir a pie hasta Dorian Manor…

Pero la mirada de la joven estaba fija para entonces en aquella alta figura erguida en medio del sendero, en la persona que recortaba su negro perfil sobre el gris vaporoso de la bruma, como un espectro surgiendo de la nada, para aterrorizar a los caballos…

Blake siguió la mirada de ella, descubriendo al hombre. Le reconoció inmediatamente, y se incorporó, sin soltar a la joven Marsha, con una imprecación brusca:

—¡Blackman! ¡Usted!…

Una risa suave brotó de los labios del caballero enlutado. Se acercó a ellos calmosamente, mientras el cochero Watkins maldecía en voz baja, contemplando el eje roto y la rueda suelta.

—Vaya, mis jóvenes amigos —saludó con fría cortesía Blackman—. ¿Ustedes por aquí? Lamento haberles provocado todo esto, al asustarse los caballos cuando me vieron salir al sendero. Aunque observo que, una vez más, les encuentro muy juntos a los dos, y en ausencia de su prometida nuevamente, señor Blake…

Peter Blake se apresuró a soltar a la joven compañera de viaje, y miró desabridamente a Blackman, el cual se mostraba a la luz del día, tan pálido y extraño como durante la noche. No parecía haberle sucedido nada de particular, pese a sus temores.

—Creímos que corría algún peligro —dijo, secamente, Blake.

—¿Peligro? ¿Yo? —dudó con voz escéptica y fría, el caballero.

—Su caballo regresó solo a la posada, esta mañana…

—Oh, eso… —se encogió de hombros—. Es un animal huraño. Algo le inquietó, y me dejó solo.

—¿En… el cementerio? —La pregunta era de Marsha.

—Sí, señorita —se volvió, cortés, hacia ella—. En el cementerio. Le aseguro que no tiene nada de espantoso. Es pequeño y antiguo, está al parecer en desuso, y no he visto vampiros por parte alguna, si eso es lo que teme.

—¿Por qué su interés, entonces, en ese cementerio? —indagó Blake, incisivo.

—Oh, sería largo de contar. Y es un tema que sólo me puede afectar a mí, mis jóvenes amigos… —sonrió, evasivo, y miró en torno, ceñudo—. Estoy tratando de volver a la posada para albergarme en ella. ¿Creen que llegaré sin despeñarme antes por este horrible camino y esta molesta niebla?

—Si no apresura el paso excesivamente, y se guía siempre por la hilera de árboles que bordea la senda, no tiene nada que temer —dijo Blake, todavía preocupado ante la presencia misteriosa del hombre de ropas negras—. Nosotros íbamos hacia Dorian Manor, pero tras lo sucedido en el carruaje, no sé si será mejor desviarnos en dirección al pueblo, que está más cerca, y quedarnos allí hasta que Watkins arregle el carruaje o encontremos alguien que nos lleve.

—Sí, será lo más prudente —convino Blackman—. Yo elijo mejor la posada. Me molesta la gente, y no creo que Hardsfield me ofrezca nada cautivador en su ambiente, Por cierto, señor Blake, ¿se ha convertido usted en protector de la joven señorita Dorian?

—Ella está sola y desconoce el lugar —objetó Blake secamente—. Es lógico que alguien se ocupe de ella por el momento. Ahora, en Hardsfield, conocerá a mi prometida, y quizás ambas se hagan buenas amigas.

—Quizás —había cierto sarcasmo en el tono del caballero Blackman—. Aunque si su prometida es joven y bonita, como imagino, es posible también que ambas damas se miren mutuamente con recelo, muy propio del sexo femenino…

—Le aseguro que nunca he sido celosa de nadie, ni hay motivo en esta ocasión —habló fríamente Marsha—. En cuanto a la señorita Stower… confío en que le ocurra lo mismo respecto a mí.

—Esperémoslo… a pesar de su naciente amistad, mis jóvenes amigos —rió, irónico, Cornel Blackman—. Vaya, vaya… Es curioso… La señorita Dorian, la señorita Stower…

—¿Curioso? —frunció el ceño Blake—. ¿En qué sentido?

—Oh, en nada —Blackman hizo un gesto evasivo—. En nada, no me hagan caso… Bien, si vamos a dirigirnos hacia abajo, puedo acompañarles hasta la encrucijada…

Sin pronunciar palabra, Peter asintió, iniciando la marcha. Avisó a Watkins, antes de alejarse los tres:

—Estaremos en Hardsfield, amigo. Si logra reparar el carruaje, venga a buscarme a casa de mi tío, sir Percival. O a la residencia de los Stower. Procure que sea antes del mediodía. La señorita Dorian está deseando conocer su propiedad.

—Sí, señor —resopló el cochero, mientras continuaba su retahíla de maldiciones, con tono malhumorado, rascándose los escasos cabellos grises, arrodillado junto al carruaje.

Las tres figuras se hundieron en la densa niebla, dejando solo al cochero en el camino que discurría, sinuoso, entre barrancos y peñascos.

* * *

—Parece que ha tenido usted bastante suerte, Marsha. La niebla se levanta. A mediodía, incluso es posible que la visibilidad sea excelente…

Y la arrogante, rubia y risueña Tania Stower, la novia de Peter Blake, señaló a su joven y nueva amiga la calle principal de Hardsfield, repentinamente libre de vapores brumosos y turbios. Incluso era posible ver más allá de los edificios, típicos de la antigua Inglaterra, con sus fachadas artesanadas y sus vidrieras emplomadas, bajo los tejadillos empinados.

Marsha Dorian se sintió complacida ante aquello. Era agradable ver la luz del día, aunque fuese en un frío y nublado día de noviembre. Hardsfield le pareció encantador. Se volvió a Tania Stower.

—Cuando menos, quizás tenga la fortuna de conocer mi propiedad a plena luz… —comentó, con cierta ironía.

—¿Dorian Manor? —Tania Stower asintió—. Sí, creo que sí. Si dentro de una hora no ha llegado Watkins, utilizaremos mi propio carruaje, y la conduciré allí.

—No debe molestarse tanto por mí, Tania. Le aseguro que…

—Por favor, Marsha, no será molestia alguna —ambas mujeres, jóvenes y atractivas, más elegante y sobria la prometida de Blake, más desenvuelta y mundana la pelirroja Marsha, se miraron con mutua simpatía—. Aquí, en Hardsfield, tenemos muchos defectos, como en todas las poblaciones pequeñas. Pero nos encanta ayudar a los amigos. Y yo espero que ambas seamos buenas amigas a partir de hoy…

—Estoy segura de ello —asintió Marsha, con agradecimiento y simpatía—. Blake me ha hablado mucho de usted, tanto durante el viaje, como esta mañana, al salir de la posada, y estaba segura de que sería usted tan elegante y atractiva como ha resultado ser, Tania.

—Me elogia demasiado, querida —sonrió Tania, oprimiendo el brazo de Marsha—. Sólo le puedo decir, para ser justa, que es usted la muchacha más bonita que vi jamás en Hardsfield.

Ambas mujeres siguieron hablando, ante el ventanal asomado a la calle mayor de Hardsfield. Desde el otro extremo de la sala, sir Percival Blake, Gerald Stower, padre de Tania, y Peter Blake, el recién llegado, contemplaron a las jóvenes, complacidos.

—Parece que ambas se entienden bastante bien —suspiró Peter.

—Mi querido sobrino, debo felicitarte —habló sir Percival, irguiendo su arrogante figura aristocrática, y revelando cierta ironía en su rostro, enmarcado por las pulcras patillas blancas—. Siempre que conoces a alguna dama, resulta joven, atractiva y distinguida. ¿Cómo diablos lo haces? Yo nunca tuve esa suerte, muchacho.

—Por favor, tío —protestó Peter—. Es solamente una compañera de viaje. ¿Qué pensará de mí el padre de Tania, si cree que ando buscando por ahí toda clase de agradables amistades femeninas?

—Al margen de que seas el prometido de mi hija, querido Peter, diría que tienes muy buen gusto —le guiñó el ojo, riendo, el fuerte y rubio caballero que era Gerald Stower, dejando su taza de té sobre una repisa de mármol. Pero, naturalmente, sé que eso no altera en nada tus relaciones con Tania, y estoy convencido de tu seriedad en tal sentido. Por otro lado, debo confesarte, Peter, que esa joven me parece una dama honesta y encantadora, por encima de todo. Antes de saber que era la heredera de la casa de los Dorian, la que fue de los Todten, no tuve duda alguna de que te acompañaba toda una dama, y no un vulgar romance viajero.

—Me complace que pensara así, señor Stower —suspiró Blake—. Estas situaciones, a veces, resultan un poco violentas, si no se piensa de buena fe. En ese sentido, la verdad es que no tuve la menor duda respecto a usted y a Tania. Sabía que aceptarían en su círculo social a la nueva propietaria de Dorian Manor. Parece realmente una muchacha muy necesitada de amistades, aunque venga del continente y esté habituada a vivir sola, sin intimidarse por nada.

—Dejemos a la bella y distinguida señorita Dorian, Peter —habló el arrogante sir Percival con expresión meditativa—. Me hablaste antes de un tal señor Blackman, interesado en cementerios y cosas así…

—Cornel Blackman, sí. Tomó el tren en Waxham, pero dijo que tampoco era de allí. Busca algo, no sé el qué. Alquiló un caballo a Eyssen, para ir a Moors Cementery, en plena noche.

—Un hombre valiente —dijo, ceñudo, Gerald Stower—. No hay muchos capaces de tanto. Yo no, desde luego…

—Esta mañana le encontramos en el camino. Al parecer, encontró lo que buscaba, pero no ha dicho nada al respecto. Es un tipo extraño y desconcertante. Me inquieta, tío.

—De modo que fue al cementerio de los pantanos… —enarcó sir Percival sus blancas cejas hirsutas, de viejo militar colonial—. Por cierto, ¿sabes dónde está ese cementerio, Peter?

—Sí. A poca distancia de Dorian Manor.

—Exacto. ¿Y… sabes quiénes están sepultadas en él?

—Las Todten —afirmó secamente Peter. Su rostro se ensombreció—. ¿Adónde quieres ir a parar, tío Percival?

—A esto, querido sobrino: El gran justicia Geoffrey Stower hizo ejecutar a esas tres brujas o endemoniadas, hace cien años. Y el investigador religioso Ralph Dorian, dejó probada su condición diabólica… ¿Te das cuenta de la coincidencia, querido sobrino? ¿Y usted, amigo Stower?

Los dos hombres se miraron, perplejos, alarmados. Peter Blake puso un gesto de enorme curiosidad.

—No, tío… —musitó—. No había pensado en ello, pero así sucedió realmente… Los Stower y los Dorian… responsables de un mismo hecho. ¿Es algo en torno a eso lo que buscaba Cornel Blackman en el cementerio?

—Y, si así fuese… ¿qué podría importarle a él, y por qué razón haría tal cosa? —dudó con tono grave Gerald Stower, tratando de dar a sus palabras un aire indiferente que no tuvieron en absoluto.

—No lo sé —refunfuñó sir Percival—. Pero pronto podremos averiguarlo… visitando el cementerio de los pantanos. Cuando Peter acompañe allí a la señorita Dorian, podemos ir nosotros también, amigo Gerald…

—No —se apresuró a rechazar el padre de Tania—. Yo, no. Me disgusta pisar esos sitios…

—Bien. Entonces, querido sobrino, iremos tú y yo solos… —fue la decisión de sir Percival Blake.

* * *

Realmente, habían tenido suerte.

La niebla estaba completamente disipada, al menos en el pueblo, antes del mediodía. Y aunque Watkins no dio señales de vida con su carruaje, Gerald Stower puso a disposición de ellos el suyo propio, para que partieran hacia Dorian Manor. Tania, inesperadamente, hizo un ofrecimiento espontáneo:

—Voy con ustedes —dijo. Y sonrió dulcemente a Marsha—. ¿Te parece bien, querida?

—Desde luego —asintió Marsha—. Será magnífico ir todos juntos…

Y todos juntos enfilaron, en el fiacre de los Stower, el camino de los pantanos. Peter conducía, y a su lado iba sir Percival, su tío. Detrás, bajo el negro toldo del carruaje, ambas mujeres en animada charla, que fue decayendo a medida que subían el sendero junto al barranco, para alcanzar la región pantanosa.

Al llegar a ésta, la niebla había vuelto a dar señales de vida, aunque solamente en forma de una ligera y fría bruma que humedecía las ropas y la epidermis de los viajeros. Los caballos, a medida que se aproximaban a los moors, empezaron a dar señales de inquietud.

—Allí es —dijo sir Percival, de repente, señalando a su izquierda—. El cementerio queda a ese lado. Y al opuesto, encontraremos Dorian Manor. ¿No les importa ir primero al camposanto, o las mujeres sienten aprensión de ese lugar?

—Por mi parte, nada temo —suspiró Marsha—. Nunca he sido supersticiosa, sir Percival.

—Tampoco yo —sonrió Tania Stower apaciblemente—. Creo que los muertos no salen de sus tumbas para hacer daño a nadie…

Sir Percival se encogió de hombros, como si no quisiera emitir una opinión al respecto, y su sobrino desvió el carruaje hacia las verjas herrumbrosas del recinto mortuorio. Los caballos emitieron un relincho de temor, y parecieron resistirse a seguir esa ruta, Pero la mano firme de Peter dominó las riendas a la perfección, obligando a los animales de tiro a continuar.

Se detuvieron ante la puerta del viejo cementerio olvidado, cuyas sepulturas aparecían dispersas, entre matojos, hierbas silvestres, abandono y ruinas. El jaramago y las ortigas, crecían acá y allá, junto a florecillas amarillentas y tristes.

—Hemos llegado —dijo sir Percival—. Y la puerta está abierta…

—¿Eso significa algo? —arrugó Peter el ceño, estudiando el acceso al camposanto.

—Significa que alguien ha movido esa verja últimamente. Pasé por aquí hace cosa de un mes, y estaba encajada por el óxido y el abandono. Nadie pensó nunca en entrar ahí… a no ser que lo hiciera a veces ese pobre chiflado de Morton Bell. Pero él lo acostumbra a hacer, saltando las tapias como un simio…

—¿Morton Bell? —indagó Marsha—. ¿Quién es?

—Un atrasado mental que asegura ser el sepulturero de este viejo cementerio. Naturalmente, son chifladuras suyas. No se entierra aquí a nadie desde hace más de quince años… Ahora hay otro cementerio abajo, en las inmediaciones de Hardsfield.

—Un loco… en un cementerio olvidado —se estremeció Marsha—. Todo eso no suena muy agradable, contando con que está en mi vecindad…

—No, no es agradable. Pero no debe temer nada. Bell es un pobre diablo inofensivo. No haría daño ni a una lagartija, créame.

Bajaron del carruaje. Instintivamente, Marsha sintió un escalofrío, pero lo atribuyó a la neblina húmeda. Ella no sentía miedo de los muertos. ¿Por qué había de ser diferente, ahora?

Tania Stower, instintivamente, se juntó a ella. Ambas mujeres se tomaron de las manos, mirándose inquietas. Los dos hombres, tío y sobrino, resueltamente, echaron a andar hacia el interior del cementerio.

—Si prefieren esperarnos afuera… —comentó sir Percival.

—No, no —se apresuró a rechazar Tania—. Iremos juntos a todas partes, sir Percival.

Los cuatro se aventuraron entre las viejas lápidas agrietadas y las cruces a medio desplomar. Todo en derredor sugería abandono, descuido, desolación. Peter estudió todo con curiosidad, tras una mirada de soslayo, preocupada, hacia las dos impresionantes muchachas.

—Es ahí —dijo sir Percival de repente.

—Ahí… ¿el qué? —indagó Peter.

—El panteón familiar. La cripta de los Todten, la familia maldita. Los primeros enterrados en este cementerio, hace cien años ya… Entonces se entabló el proceso por brujería.

—¿Ellas… ellas están ahí dentro? —indagó Tania, inquieta.

—¿Las tres hermanas? Sí, ahí están… —el tío de Peter llegó a la puerta del panteón. Y lanzó una imprecación—. ¡Miren esto! ¡Peter, ven aquí! ¿Qué te parece lo que ves?

Blake estudió la puerta enrejada, la vidriera rota… Examinó el metal desgarrado, ennegrecido. Olfateó el cerrojo y la cerradura. Se incorporó, algo pálido.

—Pólvora —dijo—. Han disparado a quemarropa para abrir el mausoleo. Eso no indica nada sobrenatural, tío Percival.

—No, desde luego que no —rechazó excitado el noble caballero—. Pero… ¿por qué hicieron esto? ¿Quién pudo hacerlo, Peter?

—Huele fuertemente a pólvora aún. Es reciente. Si lo hicieron esta madrugada… fue cosa de Cornel Blackman.

—Es lo que pienso. De modo que él vino aquí en busca de la tumba de las hermanas Todten. ¿Sabes la leyenda que circula sobre ellas?

—Algo he oído. —Blake se encogió de hombros, escéptico—. Eran endemoniadas. No morirían nunca, realmente. Un día surgirían de su tumba… convertidas en no-muertas. En vampiros, para ser exactos, tío. Todo eso son paparruchas de la gente.

—Es posible. Ellas llegaron de Transilvania. Todten, en eslavo, significa… muertos. Todo eso es muy extraño, querido Peter. Y ahora, ese misterioso señor Blackman… ¿Entramos?

—¿Qué esperas encontrar ahí adentro, tío?

—No lo sé. Posiblemente nada. Pero eso me dejaría tranquilo…

—Está bien. Vamos allá. —Peter se volvió a ellas—. Mejor será que entremos solos mi tío y yo, Tania. Este lugar no es agradable para mujeres…

Ambas se miraron. Se comprendieron sin hablar. Marsha negó en voz alta:

—No, Blake. Iremos con ustedes dos. Tania y yo preferimos eso a quedarnos solas… aquí fuera.

—Muy bien —suspiró Peter, algo sarcástica la expresión—. Vamos ya…

Y entraron, uno tras otro, inclinándose al pasar bajo el arco ojival de la puerta abierta al interior de la cripta de los Todten.

Adentro, se enfrentaron pronto con el horror.

Un largo alarido de pánico de ambas mujeres, puso su terrorífico contrapunto a la dantesca escena…

* * *

Cornel Blackman sonrió fría, enigmáticamente.

Evocó, pausadamente, los sucesos de la noche anterior, dentro de la cripta mortuoria de los Todten, allá en Moors Cementery.

Y el momento en que sintió su mayor angustia, cuando aquella mano helada se posó en su cuello, como surgida del frío mismo de la muerte…

Pero la explicación de todo había sido bastante más simple. No era ningún ser de ultratumba el que ponía sus dedos viscosos en la nuca de Blackman… sino un individuo de grandes ojos saltones, rostro velludo, expresión imbécil y boca torcida, que babeaba por una de sus comisuras, mientras le contemplaba, aturdido, en la repentina oscuridad del recinto, que un fósforo, en la mano firme del caballero, ahuyentó bien pronto. Encendió las viejas velas con su zurda, mientras alzaba en la diestra la pistola, encañonando al desconocido.

—¿Quién eres tú? —masculló Blackman, furioso.

—No tema nada, señor… Soy Bell. Morton Bell… el sepulturero… —dijo torpemente el individuo.

—¿Sepulturero? ¿De quién? —replicó el caballero, irritado—. Aquí hace años que no se sepulta ya a nadie, estúpido. ¿Voy a creerme esas patrañas? Seguro que te dedicas a robar tumbas, o cosa parecida…

—¡No, juro que no, señor! —se horrorizó el hombre con aire de idiota, persignándose—. Yo cuido de los que reposan aquí… Yo sepultaré siempre a los que salgan de sus tumbas en la noche, para alimentarse de la sangre de los vivos…

—Oh, entiendo —le miró con disgusto—. Eres sólo eso… Un atrasado mental que cree en los vampiros…

—Los vampiros existen, señor —jadeó Bell, encogido. Señaló las tres tumbas—. Ahí están ellas tres. Las Todten. Nadie debe tocar sus sepulcros. Nadie debe exponerlas al aire de la noche, ni derramar sangre caliente sobre ellas… o revivirán, como todo el mundo sabe… Es la maldición de los nosferatu

—El aire de la noche… y la sangre caliente… —rió Blackman entre dientes. Sus ojos brillaron siniestramente. Miró a la puerta abierta, por la que la niebla entraba, formando jirones fríos, enroscándose en las piernas zambas del desdichado idiota. Su boca se crispó en malévola sonrisa. Señaló al exterior, preguntando—: Y eso… ¿qué es, amigo?

Bell se volvió, sorprendido. Blackman no perdió el tiempo. Dejó caer el cañón de su pistola sobre la cabeza del infeliz. Pegó secamente tras su oreja. Le derribó en el suelo polvoriento de la cripta, como un fardo.

—Y ahora… —silabeó entre dientes—. A terminar lo que vine a hacer aquí… Has sido muy oportuno para mí, pobre imbécil…

Guardó su arma de fuego. En su lugar, extrajo de entre sus negras ropas algo que centelleó agudamente, al reflejar la luz de las velas inciertas. Una larga y afilada hoja de acero. Sus dedos enguantados oprimieron con fuerza la empuñadura.

Luego se acercó al caído. Levantó el arma en vertical.

Cuando cayó, penetrando ásperamente en el cuello del desdichado, produjo un horrible chirrido al desgarrar la piel. Un rojo manantial escapó tumultuoso, manchando las manos del misterioso y terrible caballero Blackman…

Luego, todavía con sus guantes tintos en la sangre de Morton Bell, el idiota, se movió como en un rito, hacia las tres sepulturas de dorado letrero.

Sus manos enrojecidas manipularon hábilmente un largo destornillador, con el que hizo dar vueltas a los dorados tornillos de las lápidas de mármol. Luego, con lúgubres crujidos, las piedras fueron separadas del muro.

Tres féretros asomaron, entre telarañas y gusanos, entre alimañas y diminutos reptiles, en tres fétidos huecos empotrados en el muro, féretros de madera noble, lustrosos, bien barnizada, que el tiempo ajara y minara despiadadamente, revelando adentro la envoltura metálica de plomo de unos segundos féretros herméticos a la podredumbre externa, a la humedad y a la acción corrosiva del tiempo y del olvido…

Febril, rápido, activo, Cornel Blackman buscó en torno, hasta dar con una palanca de hierro, que incrustó en las rendijas de metal, forzándolas. Los féretros de plomo cedieron con el chasquido agrio de sus mohosos, putrefactos, goznes…

Y dentro de cada uno de los féretros, envuelto en la seda ajada de su forro, entre los pliegues amarillentos de las mortajas funerarias de un siglo de vejez, aparecieron cada una de las hermosas doncellas sacrificadas por la justicia inglesa de finales del siglo XVIII bajo la terrible acusación de herejía y pactos satánicos.

Hermosas doncellas que ahora, a los ojos alucinados del profanador de su eterno reposo, aparecieron como realmente tenían que ser sus restos mortales sepultados en aquella cripta: momificados, grisáceos, formando parte del polvo mortal de los humanos, con piel y cabellos sobre sus esqueletos. Con escarabajos y gusanos emergiendo, repugnantes, nauseabundos, de sus labios yertos y arrugados, de las negras cuencas vacías de sus ojos inexistentes…

Cornel Blackman, jadeante, desesperado casi, fue a por el cuerpo de Morton Bell, el idiota asesinado. Lo alzó en sus brazos. Fue hasta los féretros abiertos. Lo dejó pender sobre cada una de las doncellas Todten allí yacentes…

Gotas espesas, calientes, de un rojo vivo y brillante, golpearon en sordo impacto los labios sin color, la piel rugosa y grisácea de las caras momificadas, o se deslizaron hacia el boquete lúgubre de sus cuencas convertidas en nidos de alimañas repugnantes.

Durante unos segundos lentos, largos y tremendos, no hubo otro ruido allí dentro que un jadeo humano que casi rozaba lo puramente animal, y el gotear lento, inexorable, de la sangre humana aún cálida, escapando de las arterias agonizantes, sobre cuerpos que llevaban cien años de descanso…

De repente hubo un destello frío en los dientes de las momias polvorientas. Como si creciesen colmillos ávidos y fulgurantes, al contacto, solo, de la sangre… Y dentro de las cuencas vaciadas por la podredumbre, se formó algo espeso, purulento. Algo que tomó forma insensible.

Como si unos ojos fuesen moldeándose bajo algún satánico influjo, en la cripta sin cruces ni símbolos cristianos.

Cornel Blackman contempló, fascinado, la horrenda metamorfosis. Otra vez, en las velas vetustas, agrietadas, la llama débil de sus mechas osciló, como a impulsos de un gélido soplo llegado de la misma muerte…

Y Lorella, Valentine y Dahlia Todten, mostraron en sus cuencas antes negras y hondas, el centelleo rojo y siniestro de unos ojos nuevos y terribles…