CAPÍTULO III

Moors Cementery.

Estaba allí. En el mapa. Claramente delimitado por aquella línea punteada. Enfrente, un redondel ovalado, con línea rayada y un nombre: Dorian Manor.

Debían distar entre sí doscientas yardas o poco más. No mucho más, desde luego. Marsha Dorian, heredera de Dorian Manor, se estremeció.

—Doscientas yardas o algo más… entre mi propiedad heredada… y un cementerio —musitó entre dientes—. Cielos, no es agradable… No me gusta eso…

Naturalmente, sabía que no importaba demasiado que le gustara o no. Así eran las cosas, así debía aceptarlas. El mapa no era sino un frío trozo de papel del condado de Yorkshire. Ella no podía alterarlo. Nadie podía hacerlo. Había heredado una propiedad, y en su vecindad había un cementerio. Era algo que formaba parte de un hecho concreto e inevitable.

—Un cementerio… —dijo en voz alta—. No. No es agradable…

—¿Qué es lo que no le parece agradable? —sonó apacible la voz de Peter Blake, cuando éste llegó hasta ella y sirvió en la mesa dos tazas de té con leche y unas pastas. El líquido caliente humeaba de modo agradable sobre la mesa, de mantel a cuadros rojos y blancos.

—Todo esto —le alargó el plano local, empujándolo—. Es una fea vecindad, señor Blake…

—¿El cementerio? —sonrió él, encogiéndose de hombros—. Es pequeño y cuidado. Panteones familiares, estatuas, cruces de mármol, muchos árboles y setos… No tiene nada de tétrico, pese a todo.

—Cualquier cementerio es desagradable. Especialmente, cuando se habla de vampiros…

—Oh, es cierto —Blake hizo un gesto risueño—. ¿De veras va a creer en todo eso, señorita Dorian?

—Alguien más parece interesado en los asuntos fúnebres: nuestro compañero de viaje Cornel Blackman…

—Sí, eso es cierto. Y demasiado interesado, además. Tal vez sea el motivo de su viaje a Hardsfield…

—¿Un viaje… por un cementerio?

—Él habló de Waxham, de las industrias de cera, de cirios, de muertos… El mismo tiene un aire lúgubre, señor Blake…

—Es cierto. Alquila un caballo sin reparar en el precio… y se va a Moors Cementery. Con muchas prisas… Como si quisiera llegar pronto. Antes de que ocurra algo, señorita Dorian…

—Por ejemplo, antes de… de que amanezca —susurró ella.

Blake la contempló con expresión tensa. Comprendió lo que ella quería decir. Su voz sonó apagada:

—Amanecer… Luz del día… Los… los no-muertos, señorita Dorian…

—Sí. Los vampiros se extinguen con el amanecer… ¿Pero por qué ese hombre, Cornel Blackman… quiere llegar al cementerio antes de que los vampiros se conviertan en cenizas?

—No lo sé… y me gustaría saberlo —confesó Blake, empezando a tomar su té con leche pausadamente, la vista fija en el crucifijo de hierro y la ristra de ajos—. Sí, me gustaría mucho saberlo… aunque me temo que la respuesta distará mucho de ser agradable…

* * *

MOORS CEMENTERY.

Apenas si era legible. La noche, la lluvia, la niebla, los caracteres góticos, gastados por la intemperie, sobre la piedra carcomida del arco de entrada, sobre los hierros enmohecidos, no permitían ver demasiado bien aquellas letras grabadas en la arcada funeraria.

Encima, la cruz de hierro gastado, y unas cifras en el mismo metal: 1798.

Un viejo cementerio, aquél. Acaso empezó siendo sólo un recinto funerario familiar. Luego, los años le convirtieron en lo que era ahora; un cementerio local, pequeño y anticuado. Ya no se enterraba allí. Hardsfield había abierto otro camposanto más cercano al pueblo. Más lejos de Dorian Manor, la casa maldita…

No había tormenta, pero centelleaban lejanos chispazos de luz lívida, en la distancia. Uno de ellos, al girar el viajero de luto su cabeza chorreante de lluvia, le reveló los muros oscuros y sólidos de la cercana residencia, rodeada de una alta verja, de descuidados setos, de paredes lamidas por la viscosa caricia de la hiedra frondosa, hasta los tejados de pizarra gris, sucios y descuidados…

—Dorian Manor… —Soltó entre dientes una extraña, prolongada y áspera carcajada. Luego, espoleó al caballo, negro como la noche, lustrosa su piel por la lluvia y el sudor. Entró al trote en el cementerio. Los cascos del animal hollaron la tierra blanda, los matojos, las hierbas silvestres. E incluso algunas viejas lápidas de gastada inscripción, que las herraduras quebraron con rudo impacto.

Detuvo el caballo en el centro del recinto funerario. Frente al más amplio y macizo de todos los panteones existentes. La lluvia arreció. Un soplo de viento huracanado azotó su faz, sus ropas, y pegó éstas a su cuerpo, bañadas en agua fría. Por el rostro, corrió el aguacero. Otro ramalazo de viento se llevó su sombrero de negro peluche azulado, de alta copa, y la lluvia empapó unos cabellos entre rubios y canosos, rizados y crespos. Nada de eso parecía importar demasiado al viajero, que saltó del caballo y, llevando éste por las riendas, se acercó al panteón de suntuosa piedra, rematado por algo que no era una cruz…

Tampoco había ángeles ni motivos litúrgicos en aquel recinto funerario, rico y costoso. En vez de ello, raras formas geométricas, esferas de madera. Y, en su centro, un feo símbolo de forma angulosa, alada, que no era un ángel; tampoco un ave espiritual, ni mucho menos.

Era un murciélago.

Un murciélago de piedra en una vieja tumba… El viajero avanzó, pisando firme en los charcos, ocultando el rostro a los ramalazos de lluvia, tirando a duras penas del negro caballo Ghost, que relinchaba, con ojos desorbitados, agitada su crin por el viento, como asustado del lugar en que se hallaba.

Cornel Blackman se detuvo ante la verja de acceso a la cripta del panteón. Hierros mohosos y una cadena recia, con candado, cerraban aquella puerta. Detrás, dos escalones llenos de hojarasca, fango y hierbajos. Más allá, una puerta vidriera, de forma ojival, último reducto hacia el interior…

El caballero llegado a Hardsfield en el tren de madrugada, no parecía impresionado por nada de ello. Por el contrario, sus ojos azules brillaban como si fuesen de acero herido por la luz de los relámpagos. Y sus manos enguantadas se crispaban, trémulas, bajo la lluvia.

—Es aquí… —jadeó—. ¡Lo encontré! ¡Es aquí!…

Se quedó fijo. Clavada su mirada en la inscripción que, sobre piedra, era legible junto a la puerta vidriera, como de una iglesia, en colores policromados, a base de vidrios emplomados, más allá de la verja, la cadena y el candado:

LORELLA, VALENTINE Y DAHLIA TODTEN

muertas en noviembre de 1799

—Mil setecientos noventa y nueve… —Jadeó entre dientes, protegiéndose de la lluvia como le era posible—. Cien años ya… Cien años ahora… y ellas yacen ahí… ¡Justo ahí!…

Su mirada azul parecía fuego celeste, tal era su brillo febril. Le temblaron las manos al aferrar los hierros de la verja, la cadena, el candado…

Lo agitó todo rabiosamente, forcejeó con ello, como queriendo abrirlo, desgarrarlo, a toda costa. Ghost emitió un agudo relincho de terror, se encabritó, y echóse atrás, coceando con ira al aire. Soltó Blackman sus riendas. El negro animal, al viento su tétrica crin, se lanzó a través de lluvia y niebla, perdiéndose en la noche con un galope sórdido y lejano, igual que si estuviera poseído de las furias mismas de Satán.

Cornel Blackman, el caballero del tren, quedóse solo ante el panteón de Lorella, Valentine y Dahlia Todten. Como si las tres mujeres muertas un siglo antes significasen algo muy importante en su vida.

Llevó la mano a su levita, bajo el macferlán. Extrajo algo macizo y contundente; una pistola negra, de largo cañón. La aplicó al candado. Disparó una sola vez. Retumbó el estampido del arma. Saltó en pedazos el viejo hierro.

Como un eco, retumbó un trueno lejano, mezclado con un destello azul y remoto. Jadeante, Blackman miró atrás, al cementerio solitario, de cruces chorreantes de agua, de matorrales sombríos, de lápidas agrietadas y cubiertas de musgo y de olvido…

Empujó la verja de hierro, que cedió. La cadena rota cayó, con trozos del pesado candado hendido de un balazo a quemarropa. Blackman bajó los escalones hacia la puerta vidriera emplomada. La probó. Forcejeó con ella, que se resistía.

Otro disparo en la cerradura, apresuró el acceso a la cripta. Saltó la cerradura, destrozada. Empujó la puerta de un empellón. Fue tal su furia al hacerlo, que su codo hizo estallar un vidrio rojo, y éste saltó en pedazos, dejando un boquete abierto al fétido y oscuro interior.

De éste, mezclado con la lluvia, el aire y la noche, saltó afuera un vaho maloliente, sórdido, lleno de pestilencias. Hubo un sonido extraño, y un animal alado brincó afuera, para chillar estridente bajo la lluvia, en busca de otro refugio mejor, que nadie alterase.

Blackman respiró hondo, echándose a un lado. Aquel aleteo había rozado viscosamente su pálida faz, y los dilatados ojos azules se clavaron en la lluvia y en las sombras lívidas del cementerio de los pantanos.

—Un murciélago… —jadeó—. Sólo era un murciélago de la tumba…

Se rehízo. Avanzó. Empujó la puerta vidriera. Entró en la cripta del panteón de las tres mujeres Todten. La lluvia quedó atrás. Se encontró en un recinto de bajo techo, de fuerte olor a humedad y a encierro, de ambiente tétrico y desolador.

Clavó los ojos ante sí, en lo que le reveló otro lejano relámpago.

Las tumbas…

Eran tres. Tres tumbas superpuestas, en tres niveles diferentes. Tres bloques de piedra, cada uno con un nombre en letras doradas, oscurecidas por el tiempo y la humedad:

LORELLA

VALENTINE

DAHLIA

Debajo, una fecha de noviembre, en 1799. Sin un epitafio, Sin una cruz. Sin una sola inscripción cristiana. En vez de ello, una extraña frase en un más extraño lenguaje:

VROLOK-POKOL-ORDOG

—Vrolok, Pokol, Ordog… —recitó lentamente el recién llegado—. Sí… Justamente. Es lo que yo esperaba. En eslovaco, es lo que yo buscaba. Tres palabras clave…

Se acercó, trémulo. Tocó las inscripciones doradas.

Miró cada uno de los bloques de piedra que ocultaban a cada una de las mujeres allí sepultadas. En derredor, no había más seres sepultados. Ni más símbolos funerarios. De nuevo como afuera: ni cruces, ni imágenes, ni motivos religiosos. Nada, salvo las lápidas y sepulturas de las tres mujeres de común apellido. Las Todten.

De todos modos, eso no hacía sino confirmar sus suposiciones y corroborar los datos históricos. Faltaba algo más. Faltaba mucho más, para que el caballero Blackman se sintiera medianamente satisfecho, aun dentro del panteón de las Todten.

Rebuscó en sus ropas, febrilmente. Extrajo unos documentos. Los hojeó, en la sombra. Buscó alrededor. Crucifijos e imágenes, no encontró. Pero sí un candelabro solitario, con dos velas cubiertas de polvo y moho.

Las limpió. Prendió sus mechas con un fósforo. Ardieron débilmente. Un resplandor amarillento y fantasmal se extendió por la cripta. Él se acercó a la doble llama, examinó los papeles escritos.

Leyó fragmentos, en voz alta:

—… Y escrito está… El nosferatu nunca muere… El vrolok siempre vive en la noche, si la sangre de los vivos devuelve la vida a su cuerpo en reposo… Y aquellos a quienes muerda el vrolok, pasan a ser también no-muertos y obedecen cuanto él dice, y viven también en la noche… Y solamente aquel que sepa dominar y controlar a los hombres-vampiro, o las mujeres-vampiro, que tanto importa el sexo de los muertos-sin-descanso, será capaz de llegar a convertirse en amo de la vida y de la muerte… Así, las hermanas Todten, de la familia Todten de Transilvania, todos cuyos miembros tuvieron fama de vrolok o vlkoslak, que de ambas maneras se llama a los vampiros o seres-lobos, como en otras regiones eslavas más al Este se las denomina vurdalaks, todas ellas fueron en su día ajusticiadas por la ley británica en Yorkshire, en las postrimerías del siglo XVIII, cuando el gran justicia Geoffrey Stower, probó ante la Corte que todas tres eran mujeres endemoniadas, poseídas por el poder de los vampiros a quienes ellas dominaban a su vez diabólicamente, gracias a sus artes nefastas… Y probó el investigador religioso de entonces, el muy honorable señor Ralph Dorian, que todas tres debían ser sepultadas sin signos de cristiandad en sus tumbas, por mucha que fuese su fortuna personal, aisladas y condenadas de toda cristiana clemencia, porque su reposo eterno, tras la debida tortura y ejecución, eterno debía de ser. En caso contrario, ellas tres, sedientas de odio, de venganza y de sangre, poseedoras del poder satánico del mal, capaces serían de conceder a otros hombres el poder de su maldad, para pasar a ser sus leales servidoras como mujeres no-muertas o vampiros, Y ese poder, sólo mediante la sangre de otros seres vivos, goteando fresca en sus bocas yertas, aun después de la muerte, dicen los escritos de los sabios que podría retornar a ellas, si alguien profanase sus tumbas malditas por los siglos de los siglos…

Temblaban las manos de Blackman, al clavarse los ojos en aquel texto. Temblaban también las llamas de las dos viejas velas polvorientas, pero por la acción del viento húmedo que penetraba en la cripta funeraria, desde el tétrico exterior en sombras.

—Sí… —jadeó roncamente Blackman, fijos sus ojos en las tumbas herméticas—. ¡Sí, hermosas y olvidadas hermanas Todten! ¡Resucitar a las tres…! ¡Volveros a la vida para extender el mal por doquier a mi servicio…! ¡Para eso estoy aquí! ¡Para eso he llegado esta noche, hermosas doncellas sedientas de sangre…!

Y dio un paso hacia las tumbas, Temblaban sus dedos, arrugando el documento escrito en letra menuda y cuidada…

Y, de repente, las velas se apagaron con un sibilante ruido de aire huracanado. Un frío sutil entró en la cripta.

Una mano helada se posó en la nuca del caballero Cornel Blackman.

Éste exhaló un alarido de horror. Y cayó de rodillas sobre las losas polvorientas del panteón familiar de las malditas doncellas Todten, volviendo unos ojos inmensamente azules, inmensamente abiertos, inmensamente horrorizados…

* * *

El agudo relincho resonó en el amanecer grisáceo y tristón, entro los árboles que, como fantasmones oscuros, se alzaban en la neblina espesa.

Lukas Eyssen cambió una mirada inquieta con su criada, Ada Blair. Ella cubrió sus formas con un chal, alejándose de su amo, para mirar por la ventana emplomada.

—Es Ghost —jadeó—. ¡Viene sin jinete…!

—Debí imaginarlo —refunfuñó malhumorado el posadero, sentándose con gesto de ira—. Ese hombre… No debí dejarle ir al cementerio…

—Si no vuelve, serán quince guineas de beneficio —rió la criada—. Y el caballo de regreso Lukas…

—Vete al diablo, Ada —se irritó Eyssen—. Eso no importará mucho, si al caballero le sucedió algo irremediable. La policía me importunará a preguntas, me molestarán durante semanas enteras…

—Por quince guineas, vale la pena sufrir molestias, ¿no, cariño? —rió la sirvienta, inclinándose sobre su patrón para continuar con sus arrumacos.

—Aparta ahora, Ada —la quitó de un empellón, y corrió a vestirse del todo, para bajar a la planta inferior—. Ese caballo relincha como un diablo. Los otros viajeros no tardarán en escucharle…

—¿Quién? ¿El señor Blake y esa damita pelirroja que parece la nueva reina de Inglaterra? —dijo, desdeñosa, la sirvienta, abotonando su blusa sobre el busto exuberante—. ¡Bah!, yo no me preocuparía por ellos. Ya vieron lo que sucedía, ¿no?

—Conforme, conforme —refunfuñó Eyssen—. Pero no siempre las cosas fueron limpias en mi posada, y tú lo sabes, mala pécora. Los viajeros desaparecidos otras veces, cuando traían buena bolsa, mi propia esposa, muerta en los pantanos cuando tú la llevaste allá… No, no me gustaría que nadie metiera las narices en todo eso. Es nuestro negocio, ¿recuerdas, preciosa? ¿Quieres que todo vaya a rodar… y nosotros colguemos de una horca cualquier día?

—Calla, estúpido —se enfureció ella ahora, subiéndose con desparpajo las medias de grueso algodón sobre los muslos—. Si hablas tan alto, tus huéspedes se enterarán sin necesidad de que intervenga el constable del condado, e iremos los dos al patíbulo… ¿Qué nos puede importar que un viajero haya pedido un caballo para visitar un cementerio en la noche, y el animal vuelva sin jinete? Es más: eso no quiere decir nada. Acaso el caballero esté sano y salvo, y haya perdido simplemente la montura. El tal Blackman parecía tipo muy capaz de cuidar de sí mismo sin demasiados problemas, querido.

—Ojalá sea así —masculló Eyssen de mal humor—. De todos modos, vamos ya. Tenemos que poner en claro lo que ha ocurrido con ese hombre… Escucha: Ghost sigue relinchando… y parece muy asustado, Ada.

Luego, el propietario de la posada y su extraña y seductora criada, se apresuraron a descender a la planta baja, con su mejor y más normal apariencia. Nadie hubiera dicho, al verles descender presurosos las escaleras de crujiente madera, que vinieran de una misma alcoba.

Nadie… salvo Marsha Dorian, que les había visto salir de ella.