CAPÍTULO II

—Las cuatro y diez… —suspiró el joven.

Ella no estaba dormida. Era la única, en apariencia, aparte él mismo, que no había sido vencida por el sueño. Miró entre sus largas pestañas sedosas al hombre que examinaba su reloj de bolsillo.

—¿Falta mucho? —indagó.

—No —negó él—. No mucho. Una media hora, si el tren sigue su marcha normal.

—Media hora… —se estremeció ella—. Llegaremos antes de las cinco, ¿no?

—Supongo que sí —la miró—. ¿Qué le preocupa ahora?

—La hora… En esta época del año no amanecerá, cuando menos, hasta las siete…

—Las ocho —suspiró el joven—. A las ocho empieza a verse el nuevo día. Eso, si la niebla, la lluvia y el nublado dejan que se vea algo.

—Será noche cerrada en Hardsfield, ¿verdad?

—Noche cerrada, sí —rió, entre dientes, el joven—. ¿Teme a los vampiros?

—No, no me refería a eso —rechazó la joven, con aparente disgusto—. Ya le dije que no me asustan. Ni ellos, ni ninguna otra cosa que sea fruto de la superstición popular. Después de todo, creo que incluso el vampirismo es cosa de otros países, de otras mentalidades. Al menos es lo que leí en Francia, en alguna publicación…

—Tiene usted razón. Hace solamente dos años que un compatriota nuestro publicó su obra sobre ese tema. Era 1897, y Abraham Stoker, un buen escritor irlandés que está haciendo furor en Europa, editó Drácula (Datos verídicos. Todo lo alusivo al tema y a su tratamiento por Abraham Stoker, creador de «Drácula» y de su mito, está aquí reflejado fielmente por el autor). Habla sobre el vampirismo, y mucha gente lo ha calificado de pura fantasía. Pero otros afirman que Stoker ha visitado centroeuropa y, muy especialmente, los Cárpatos. Y allí ha obtenido el tema para su obra. El mito de los vampiros está muy extendido en esas regiones. Lo curioso es que bastantes emigrantes de Transilvania, Moldavia y lugares así, residen actualmente en Inglaterra. No de ahora, sino de hace muchos años ya, y con ellos, según tradición popular, pudo llegar el vampirismo a Inglaterra, como afirma el propio Stoker en su obra. Basta que un ser mordido por los no-muertos, viaje como difunto a otro lugar, para que ello suceda. Ese puede ser el caso de los seres sepultados en el cementerio familiar de Dorian Manor. Yo no afirmo nada, pero la creencia del populacho sostiene cosas así.

—Los Dorian somos ingleses, no centroeuropeos —rectificó secamente la joven—. No sé de ningún antepasado mío que estuviese en Transilvania, señor…

—Blake. Peter Blake —sonrió el joven, inclinando su morena cabeza con cortesía—. Bien, señorita Dorian, responderé a sus palabras con cierto sentido de la lógica: los Dorian puede que nunca estuviesen en el continente, pero esa hacienda no siempre se llamó Dorian Manor, como ahora figura.

—¿No? —dudó la joven—. ¿Cómo, entonces, señor Blake?

—Para los más viejos de Hardsfield, creo que la propiedad sigue siendo conocida como Todten House.

—¿Todten House?

—Eso dije: Todten. Es el nombre de una vieja familia que tuvo esa propiedad antes que los muy británicos Dorian de su familia, señorita. Y, ciertamente, Todten no sólo es un apellido germánico, posiblemente eslavo, sino que… tiene un raro significado.

—¿Qué significado, señor Blake? —se interesó vivamente ella.

—Todten… Según Burger en Leonora, y esa frase la cita también el irlandés Stoker en su Drácula, significa… Muertos.

—¡Muertos!

—Eso es. Dice un poema: Denn Die Todten Reiten Schnell. En nuestra lengua, señorita Dorian, significa literalmente…

—… «Pues los muertos viajan velozmente…».

Ambos, sobresaltados, giraron la cabeza. No era el joven Blake quien había hablado, sino el misterioso viajero de negras ropas y pálida piel. Los azules ojos inexpresivos, helados como los de un cadáver, estaban ahora fijos en ellos. Una sombra de sonrisa glacial, flotaba en los labios exangües del desconocido.

—Exacto —afirmó secamente Blake—. Eso significa la frase. ¿Sabe usted eslavo?

—No mucho —sonrió el otro, evasivo—. Pero he leído a Stoker.

—Ya. Y ha leído Drácula, naturalmente.

—Naturalmente —convino el caballero de Waxham, con frialdad—. Hablaban de vampiros, ¿no? La señorita parecía temer algo de ellos…

—No dije eso. Ni siquiera temo nada de los vampiros, puesto que no creo en ellos. Temo solamente llegar demasiado pronto a Hardsfield. La estación dista casi dos millas del pueblo, según me han dicho. Es mucha distancia para recorrer en plena noche, y con este tiempo.

—Dos millas hasta el pueblo —asintió el desconocido—. Y otras dos, casi, a Dorian Manor.

—Está muy bien enterado, ¿verdad? —observó con cierta acritud, el joven Peter Blake.

—Lo suficiente, sí —sonrió el caballero de negro. Suspiró, entrelazando sus manos de largos dedos huesudos y pálidos. Éstos crujieron de un modo casi lúgubre—. Me preocupa ese lugar, la verdad.

—¿Por qué? ¿Por los Dorian… o por los Todten? —indagó con viveza Blake.

—Por los Todten, naturalmente —el caballero inclinó la cabeza—. Ellos vinieron de centroeuropa en el pasado. Ellos fueron asesinados en Todten House…

—¿Asesinados? —se estremeció, con un sobresalto, la joven pelirroja.

—Sí, señorita —el viajero la miro fijamente—. Eso dije: asesinados por la superstición, por la gente de su época, por la muchedumbre, por la plebe, siempre temible en sus excesos de ignorancia y estupidez… Pero también asesinados por la mala fe de algunas personas. De los Dorian, por ejemplo…

* * *

Un campanilleo recorrió el vagón.

La voz del interventor sonó, monocorde, somnolienta, por los pasillos vacíos, del convoy, en la madrugada fría y húmeda:

—Hardsfield, parada inmediata… Diez minutos de parada… Hardsfield, estación inmediata… Faltan sólo cinco minutos… Hardsfield, señores viajeros…

Se perdió, con el campanilleo, corredor adelante.

Tres viajeros se pusieron en pie, decididamente. Somnolientos, los otros dos ocupantes de aquel compartimiento, miraron a sus compañeros. No se movieron de su confortable postura, envueltos en los pliegues de mantas de viaje con estampado típicamente escocés. No se movieron, salvo para bostezar y exhalar un suspiro de alivio mal disimulado. Descender en Hardsfield, evidentemente, no hubiera sido cosa muy de su gusto…

—Hemos llegado —dijo apaciblemente Peter Blake—. Fin de viaje…

—Exacto —asintió el caballero enlutado, ajustándose calmoso los negros guantes de piel. Miró a los dos compañeros de viaje que iban a descender con él en la parada siguiente—. Estamos a punto de rendir viaje… ¿Es usted de Hardsfield, señor?

—No —negó Peter—. Pero estuve algunas veces aquí, temporalmente. Tengo un pariente residiendo en estos últimos años. Y, además… mi futura esposa.

—¿Su esposa? —se sorprendió la joven pelirroja, mirándole intrigada.

—Eso es —asintió Peter Blake—. Tania Stower, mi prometida. Los Stower son una conocida familia de Hardsfield.

—Muy conocida, sí —asintió a su vez el caballero, con un tono peculiar de voz.

—¿Acaso usted la conoce? —se sorprendió Peter, dirigiéndole una rápida ojeada.

—Oí hablar de los Stower, sí —aceptó su interlocutor, encogiéndose de hombros y retirando su negro maletín de la red superior—. ¿Tiene algo de extraño? Son ricos e importantes en esta región. Sus fábricas de hilaturas resultan muy conocidas, señor…

—Blake, Peter Blake —replicó fríamente el joven. Bajó sus propias maletas; dos y bastante voluminosas—. Para no ser de Waxham ni de Hardsfield… parece usted bastante buen conocedor de las cosas de este lugar.

—Nunca negué tal cosa —una sonrisa evasiva curvó sus labios pálidos en el céreo rostro anguloso—. Estoy interesado en muchas cosas de este condado. Por ello me encuentro aquí. Espero que no haya sido un viaje en vano, señores…

—¿Viaje de negocios, acaso? —sugirió la joven, mirándole pensativa.

—¿Negocios? —el desconocido rió entre dientes, como si la sugerencia tuviese cierta gracia. Luego, asintió despacio—: Sí, en cierto modo… negocios. No sé si negocios del alma… o de algo que está más allá del alma, señorita Dorian…

Él tren frenó bruscamente.

Lo hizo con un chirrido y un lastimero gruñir de bielas y ruedas sobre el metal de las vías. Al final, paró en seco. La joven Dorian fue lanzada por el impulso contra el asiento contrario… y antes de golpearse, los brazos de Peter Blake la recogieron muy a tiempo. La sujetaron con firmeza. Ambos jóvenes se quedaron abrazados, con sus rostros muy cerca, casi a una pulgada de distancia. Se miraron, mientras afuera resoplaba la locomotora penosamente.

—Cuidado, jóvenes amigos —rió entre dientes el viajero enlutado—. Recuerde, señor Blake, que su viaje a Hardsfield es… por su prometida, la señorita Stower… A ella, evidentemente, no le gustaría ver llegar a su prometido en esa forma…

La muchacha pelirroja enrojeció vivamente, apartándose de Blake. Él sonrió, amable, y su mirada de soslayo al hombre de ropas negras tuvo mucho de agresiva.

—Fue solamente un incidente, caballero —dijo, glacial.

—Ya lo vi —sonrió el hombre de ropas oscuras—. Pero la prometida del señor Blake no pudo verlo. Imagine que ella espera en la estación ahora, ahí afuera, entre niebla y vapor de locomotora…

Peter miró a la ventanilla donde el gris de esa bruma y el vaho del tren, se mezclaban en una sinfonía neblinosa, entre chorreones de lluvia monocorde. No vio nada, salvo unas luces de gas y un cartelón chirriando a impulsos del aire borrascoso, con un nombre en letras góticas:

HARDSFIELD

—No —negó—. No puede estar ahí. Nadie me espera a estas horas, señor. Es madrugada. Amanecerá en menos de tres horas. Demasiado intempestivo el momento de la llegada… en especial para una damita de veinte años.

—De todos modos, lo siento —dijo la joven pelirroja—. No fue mi intención…

—Por Dios, no hable así —rió el joven—. Este caballero parece chapado a la antigua. Tania tampoco se hubiera molestado por tan poca cosa, señorita Dorian.

El viajero enlutado no dijo nada. Abría ya la puerta del compartimiento. Un soplo de aire helado y húmedo llegó del corredor del vagón, como si se hubiera alzado la tapa de un mausoleo funerario. Los dos viajeros se estremecieron, arropados en sus mantas escocesas.

—Buen viaje, caballeros —deseó Peter Blake con tono cortés, volviéndose a ellos.

—Oh, gracias —resopló el hombre gordo—. Si va alguna vez a Lancaster, recuerde a los McDuff & McDuff Incorporated. Vendemos los mejores vestidos de señora que hay en todo el Norte de Inglaterra…

—No lo olvidaré —prometió Blake, sonriente.

—A mí tendrían que buscarme más lejos —rió el viajero de cabello blanco—. Sunderland, señores. Un buen negocio de libros y grabados antiguos… El de Dogherty e Hijos… Especializados en incunables, esas maravillosas obras impresas en el siglo XV

Salieron los tres viajeros al pasillo, respondiendo con fría cortesía a las indicaciones de quienes seguían viaje hacia el norte del país. El soplo de aire gélido del exterior, estremeció a la joven de rojos cabellos. Miró a sus dos acompañantes. Igualmente altos. Pero tan diferentes en edad y en aspecto… Peter Blake tendría veintiséis o veintisiete años. Era alto y atlético, elegante y vital. El viajero de luto, tendría unos cincuenta años escasos. Era también elegante, pero frío y hermético, extraño, casi inquietante. Parecía tan lejos de ellos como aquellos no-muertos citados tan inoportunamente.

La estación de Hardsfield era pequeña e inhóspita. La niebla, la lluvia, la humedad, el frío y la oscura madrugada invernal, contribuían a ello sin duda. Aparte el chirriante cartelón con el nombre gótico, pendido de hierros enmohecidos por la intemperie viscosa, los faroles de gas o de petróleo eran luces oscilantes en la madrugada gélida e inclemente. Más allá, sólo oscuridad y lluvia. La mayor luz, en el andén, la proyectaban las ventanillas amarillentas del vagón de primera clase. Los demás, parecían tan vacíos y lúgubres como auténticos furgones funerarios. Nadie viajaba en el tren fantasmal de la noche de noviembre, a través del inhóspito Yorkshire.

—Vamos, caballeros —dijo con firmeza la voz serena de la joven pelirroja—. Aquí vamos a terminar ateridos. Imagino que habrá algún carruaje para conducirnos al pueblo y…

Se detuvo. Contempló, desolada, el cartel clavado en un muro del andén, bajo los oscilantes faroles de luz. Su texto, en aquellos momentos, no resultaba agradable:

Distancia a HARDSFIELD, dos millas.

Servicio de carruajes, de nueve de la mañana

a cuatro de la tarde. A trescientas yardas, el parador

EL MURCIÉLAGO ROJO

—Olviden lo que dije —suspiró ella—. ¿Son ya las cinco, señor Blake?

—No. Todavía no. ¿Por qué lo pregunta? —se acercó Peter a ella.

—Por eso —señaló el cartel impreso, algo borroso por la intemperie y sus efectos—. Faltan cuatro horas largas para tener servicio de transporte al pueblo, Y dos millas, con esta lluvia y esta niebla, no aconsejan precisamente desplazarse hasta allá…

—Nadie me espera, hoy —suspiró el joven Blake. Se volvió al enlutado—. ¿Y a usted?

—Vivo solo. No tengo familia ni amigos. No creo que me espere nadie, señores…

—Entonces… ¿qué podemos hacer? —suspiró ella—. En la duda, creo que el parador es la única solución. Trescientas yardas es bastante camino, sobre todo si llueve. Pero es menos que dos millas…

—Estamos de acuerdo —aceptó Blake—. Conozco el parador. Lukas Eyssen es un buen posadero. Tiene habitaciones confortables, excelente comida, y toda clase de atenciones para el viajero. Además, es amigo de John Watkins, el cochero de Hardsfield. De modo que por la mañana, a mediodía o cuando deseemos, puede trasladamos al pueblo sin problemas.

—Excelente —suspiró la joven—. No tengo prisa por llegar a mi nueva casa, Prefiero hacerlo de día. Ustedes, caballeros, no sé lo que preferirán, pero…

—En cuanto a mí, me quedaré hasta después de almorzar en el parador de Eyssen —convino Peter Blake—. No he podido dormir durante el viaje, y el descanso en la posada me será muy conveniente, antes de iniciar todas las gestiones y trámites para mi inmediato matrimonio con Tania Stower…

—Lo siento, señores —suspiró el desconocido—. Yo no estoy de acuerdo con ustedes en absoluto.

—¿Piensa ir a pie hasta Hardsfield, bajo esta lluvia, y con semejante niebla? —se sorprendió Blake—. Conociendo el terreno es peligroso. Conque imagine sin conocerlo…

—Espero que Eyssen, el posadero, tenga caballos —habló secamente el hombre de ropas negras—. Será cuanto necesite para viajar con seguridad…

* * *

—¿Caballos? —Lukas Eyssen se rascó sus canosos cabellos, contemplando inquieto a su interlocutor—. Claro, caballero. Poseo algunos, de alquiler. Pero, naturalmente, tratándose de un desconocido, no sólo cobro el alquiler, sino una suma de garantía, por cualquier circunstancia…

—Está bien, abreviemos —cortó el hombre de negro—. ¿Cuánto, señor Eyssen?

—Cinco guineas por el servicio. Y quince guineas en concepto de garantía…

—Veinte guineas —cortó secamente el viajero. Hundió la mano en el bolsillo. Extrajo monedas de oro y plata. Contó la suma pedida, sin una sola vacilación, y le añadió una guinea, hablando con ironía—: Esto como propina, señor Eyssen. Mañana volveré con el caballo, esté seguro de eso.

—Y usted esté seguro de que recuperará sus quince guineas, señor…

—Blackman —habló fríamente el hombre—. Cornel Blackman, de Londres. Anótelo, si gusta.

—No hará falta. Si no va a quedarse en la posada…

—No tengo tiempo. Mi viaje a este horrible lugar no es precisamente de placer… Deme ese caballo, se lo ruego.

—¿Ni siquiera va a tomar un refrigerio con nosotros? —le invitó Peter Blake, sorprendido, sacudiendo de su capote la humedad de la pertinaz lluvia recibida durante las trescientas yardas de camino, desde la estación, al edificio de madera de la posada, en cuyo porche bailoteaba la muestra de hierro de un murciélago pintado de rojo, dando nombre a la posada.

—No, señor Blake —sonrió fríamente el viajero. Sus azules ojos se clavaron en él con expresión distante—. Gracias por su cortesía, pero debo ir deprisa. Mi trabajo no permite demoras, puede creerme.

—¿Trabajo? ¿A estas horas de la madrugada? —dudó Blake, pestañeando.

—Hay trabajos, amigo mío, que no están sujetos a horario alguno —dijo con sarcasmos el hombre de ropas negras—. Especialmente, cuando deben hacerse fuera de las horas del día…

—Bien, allá usted —le miró con extrañeza—. Pero con este tiempo, resulta muy arriesgado lanzarse a cabalgar por esos caminos…

—Gracias por la advertencia —rió huecamente el caballero Blackman—. Pero no necesito consejos de nadie, créame. Siempre sé lo que hago, cuándo lo hago… y por qué lo hago. Les deseo una feliz estancia en esta posada… y en Hardsfield también. Por cierto, ¿se ha fijado en algo curioso, señor Blake?

—¿Qué cosa, señor Blackman?

—Esta posada… Se llama El Murciélago Rojo. Los murciélagos y los vampiros… siempre han venido a ser casi una misma cosa, ¿no cree? —y soltó una seca y breve carcajada, cuando ya el posadero Eyssen, desde el inmediato cobertizo destinado a establo, agitaba un farol de petróleo, para llamar su atención, y un caballo piafaba detrás suyo, en la sombra del recinto.

Se alejó, entre los jirones grisáceos de turbia niebla y los ramalazos de fina lluvia helada, hacia donde el posadero aguardaba, Blake y la joven se miraron, pensativos. Luego, movidos por una misma sensación de inclemencia, frío y desasosiego, entraron en el establecimiento, donde ardían luces de petróleo y aceite, cargando de un denso olor a sebo la atmósfera, pero dando, al mismo tiempo, cierto aire confortable al recinto, de puertas y ventanas provistas de vidrios emplomados. Un hogar ardía alegremente. Crepitaban las llamas en los gruesos leños, y la luz danzante de aquéllas, parecía reflejarse en bailoteos sensuales sobre los macizos pechos de una sirviente inclinada sobre la chimenea, removiendo la madera con un atizador.

La muchacha giró la cabeza, estudiando a uno y otra. No le gustó la presencia de la joven pelirroja, a quien estudió con hostilidad típicamente femenina, pero no le sucedió igual respecto a Peter Blake, ante cuya presencia se irguió, calmosa, procurando que la amplitud de su exagerado escote, sobre unas formas increíblemente exuberantes, se mantuviera el mayor tiempo posible. Sus ojos chispearon, y humedeció los labios muy despacio.

—Hola —saludó—. No sé si decirles que madrugan mucho… o trasnochan demasiado, señores…

—Ambas cosas —rió Blake irónico—. El tren tuvo la culpa. Su horario no es confortable para nadie.

—A mí me da lo mismo —se encogió ella de hombros, y estiró su blusa hacía abajo, no se sabía si porque realmente hiciera falta, o para seguir mostrando las opulencias que la madre naturaleza había sido tan generosa en concederle. Le hizo un guiño a Blake—. Apenas si hace una hora que terminamos de servir a los últimos borrachos… La gente procura acostarse tarde en sábado. Y las demás noches, pronto, porque debe madrugar, Si no, creo que nadie dormiría aquí de noche, señor…

—¿Cuándo iban a dormir, entonces? —replicó con aspereza la joven viajera.

—Eso, me tiene sin cuidado —le desafió con la mirada la joven y lasciva criada, poniéndose en jarras y estudiando con desagrado y agresividad la figura elegante, esbelta y bien formada de la viajera—. El señor Blake conoce estos sitios y puede responderle, señora.

No replicó, rectificando la insultante actitud de la sirviente. Peter carraspeó, explicando presuroso a su compañera de viaje:

—Es posible que volvamos a dar vueltas sobre el mismo tema; la superstición. Los no-muertos y todo eso, señorita Dorian… —bajó la voz al añadir—: La gente aquí es supersticiosa, por culpa de Dorian Manor, ya se lo dije.

Afuera, un redoble de cascos de caballo en terreno blando, interrumpió la respuesta que la joven pelirroja tenía preparada sin duda. Giró ella la cabeza. También Blake. La criada por su parte, caminó con cimbreos sensuales hacia el mostrador.

La puerta vidriera se abrió. Eyssen, el cantinero, entró resoplando en la posada, y cerró tras de sí la entrada, ajustándola con cerrojo y añadiendo luego postigos de madera sobre las vidrieras. Finalmente, besó un crucifijo de hierro que colgaba de una cadena, junto a la puerta. La viajera de los cabellos rojos observó que al lado de la cruz pendían varios ajos en ristra…

Ajos, cruces… Como en los lugares de Transilvania donde se creía en vampiros…

La joven escuchó las palabras del posadero, cuando éste acababa de ajustar la puerta. Sonaron apagadas, medrosas casi:

—Ese hombre… Sin duda ha de estar loco.

—¿Loco? —Blake giró la cabeza—. ¿Por qué dijo eso, Eyssen?

—Oh, por su manía… Prisas, prisas, prisas… Y el caballo… Tuve que darle a Ghost… Era el único capaz de guiarle en semejante noche, por el camino correcto…

—¿Ghost? —rió entre dientes, Blake—. Ese nombre parece encajar en el ambiente, ¿no? (Ghost: en inglés, duende o fantasma).

—No lo sé. Pero es un buen caballo. Se ha ido con él. Y al galope. Diablo, el hombre parecía un diablo cabalgando hacia su propio infierno…

—Su propio infierno… —la voz de Peter Blake sonó pausada—. ¿Qué infierno, Eyssen? Quiero decir: ¿adónde dijo que iba?

—A… a Moors Cementery.

—Moors Cementery… ¿El cementerio de los Pantanos?

—Eso es —Eyssen sacudió la cabeza, indeciso—. Justo frente a Dorian Manor, ya sabe usted…

—Sí. Ya sé —y los pardos ojos profundos de Peter Blake se encontraron bruscamente con la mirada abierta, sorprendida, de la joven pelirroja apellidada Dorian.