La luz lívida rasgó el cielo negro.
Fue como un reventón de claridad cárdena, fantasmal. La acompañó un bramido terrorífico. Temblaron los cristales de las ventanillas. La lluvia arreció, chorreando sobre los vidrios como torrentes de lágrimas.
El paisaje, apenas vislumbrado cuando el rayo centelleó en las alturas, no resultaba excesivamente acogedor. Era sombrío, hosco y nada hospitalario. No se vieron luces de pueblos o de viviendas aisladas en la campiña británica. Nada que significara existencia de vida, a ninguno de los lados de la vía férrea que el convoy continuaba recorriendo con perezosa lentitud.
Los viajeros se miraron con sobresalto, en el compartimiento de primera clase.
—Es una noche de perros —dijo el más anciano de todos.
—Infernal la llamaría yo —corroboró hoscamente otro viajero, apartando sus ojos de la ventanilla, e intentando cegar ésta con las cortinillas. Pese a ello, entró de nuevo en el compartimiento otro destello crudo, de un lívido tono azul. El trueno retumbó en la lejanía, ahogando el trepidar del ferrocarril sobre los raíles.
La única mujer presente en el compartimiento, suspiró sin pronunciar palabra. Miró de reojo hacia sus compañeros de viaje, e inclinó la cabeza, persignándose vivamente. Uno de los hombres, el más joven de todos, observó el detalle. Y captó el dorado destello del pequeño crucifijo sobre los senos arrogantes de la joven, en su terso escote.
—¿Está asustada, señorita? —se interesó él, cortés.
—¿Asustada? —ella le miró, sorprendido el gesto. Movió despacio la cabeza, de un lado a otro—. No, en absoluto, señor. No soy miedosa.
—La felicito, señorita —resopló el hombre viejo—. Yo estoy aterrorizado.
—Es sólo una tormenta —replicó ella—. ¿Qué tiene de terrible?
—Una tormenta en Yorkshire, en plena noche… y esta época del año… —suspiró el hombre gordo, sentado junto a la ventanilla. Pareció estremecerse y apretó los labios, apoyando su grasiento cabello en el tapizado verde oscuro, aterciopelado, del confortable vagón de primera clase. Añadió en voz más baja—: Eso es algo más que una tormenta en cualquier otro lugar del país, señorita…
—¿De veras? —ella enarcó unas cejas color cobre vivo, centelleando sus verdes ojos profundos—. ¿En qué estriba la diferencia, señores?
—En el lugar, en este mes, en muchas cosas… —susurró el hombre.
—Perdone —terció el joven—. ¿Tiene algo de especial el lugar… y el mes de noviembre?
—Sí —afirmó roncamente el viajero, pestañeando con rapidez—. Mucho.
—Me gustaría saber el qué —sonrió la joven—. Sólo recuerdo que es el mes en que se conmemora la fecha de los Fieles Difuntos…
—¿Es usted católica?
—Sí —suspiró la muchacha—. He sido educada en Francia. Es un país donde esa religión está más extendida que en el nuestro, al menos desde la reforma. ¿Tiene eso algo que ver con su miedo supersticioso, caballeros?
—No, no era eso. Es que no nos referíamos a la fecha de difuntos, sino al mes de noviembre y a lo que significó en Yorkshire hace años… —murmuró el hombre obeso, resoplando.
—No entiendo esa cuestión —rechazó ella, perpleja—. Es la primera vez que piso esta región, aunque llevo ya más de un año en Londres, a mi regreso de Francia…
—Ya lo entenderá, señorita —habló el otro—. Cuando conozca mejor esta parte del país, si es que se queda en ella.
—Creo que me quedaré por un tiempo —convino la joven—. Existen poderosas razones para ello. Razones familiares, quiero decir.
—¿Va tal vez a Leeds? —preguntó el viajero más joven.
—No —negó la joven, sonriendo—. Me bajaré de este tren en un sitio mucho menos importante: en Hardsfield.
—¡Hardsfield! —se sorprendió el joven, irguiéndose en el asiento—. ¿Es posible?
—Sí. ¿Por qué esa extrañeza?
—Porque yo… yo también voy a Hardsfield, señorita…
—Vaya, es una curiosa coincidencia —ella le contempló, interesada—. ¿Conoce el lugar?
—Sí, lo conozco, Pero no demasiado. Mi viaje también tiene sus motivos especiales.
—¿Es un lugar agradable?
—No —negó el joven—. Me temo que no.
—¿Por qué? —se extrañó ella—. ¿Es pequeño?
—Pequeño, sí, Pero eso no es lo peor.
—¿No? ¿Hay alguna otra razón, para…?
—La hay, señorita —dijo, cansadamente, el hombre de más edad—. Es lo que hablamos antes. Y Hardsfield es el corazón de todo ello…
—El corazón… ¿de qué? —insistió la viajera.
—El corazón del miedo —suspiró el viajero gordo—. El corazón de ese miedo, extraño e injustificado para usted, que ha apreciado en nosotros, cuando restalló aquel trueno…
Como acompañando esas palabras, hubo afuera otro desgarrador estallido de luz lívida, y casi simultáneamente reventó el cielo en un bramido tremendo, que pareció sacudir a todo el convoy. Incluso las luces de gas del alumbrado interior, en aquel confortable vagón de primera clase, oscilaron tras el formidable estallido de la borrasca que batía furiosa sobre el condado de Yorkshire, al norte del país.
El hombre de rostro adiposo gritó roncamente, casi con terror, dejando de hablar. Afuera, en el silencio brusco que se hizo tras el relámpago y el trueno, se percibió el largo y agrio chirrido de los frenos, al detenerse el convoy. Después, solamente llegó a ellos el jadeo de la vecina locomotora, y el golpeteo sordo de la lluvia torrencial.
—¿Qué ocurre? —jadeó la voz del hombre viejo, caído sobre la frente un mechón de blancos cabellos.
—Nos hemos parado —replicó calmosamente el joven—. Eso es todo.
—¿Parado? ¿Por qué? —se inquietó el viajero gordo—. Será alguna avería, a causa del temporal, porque no sé de ninguna estación en esta región…
El joven consultó rápidamente un folleto de los ferrocarriles británicos, y negó con firmeza:
—No. Están equivocados. Hay una estación, donde creo que nos hemos detenido…
—Juraría que está en un error —rechazó el otro—. ¿Qué estación en ésa?
—Waxham.
—Oh, ya recuerdo —asintió el viajero de cabellos blancos—. Waxham… Un simple apeadero sin importancia. No acostumbra a detenerse aquí el tren.
—Sólo si algún viajero sube o baja del convoy —rectificó el gordo—. Ya recuerdo, sí. Espero que sigamos pronto viaje.
La joven de cabellos rojos miraba por la ventanilla, intentando esforzarse por atravesar la cortina de lluvia en los vidrios. Le resultó imposible ver otra cosa que el bailoteo de una difusa luz, allá en la noche, entre la lluvia; posiblemente un farol oscilando a impulsos del viento, en el apeadero ferroviario.
El apeadero ferroviario de Waxham.
La viajera pelirroja estudió el folleto impreso, de su compañero de viaje, con una ojeada furtiva. Llegó a leer algo:
WAXHAM:
… Población aproximada: tres mil doscientos habitantes. Apeadero sin parada obligatoria. Solamente si hay pasaje o correo pendiente. Industrias de cera, principalmente. Al parecer, ése es el origen de su nombre.
(Wax: en inglés, «cera». Naturalmente, en la época en que transcurre este relato, era una industria bastante próspera y floreciente, pese al gas).
Había algunos datos más, no muchos. Alzó los ojos.
Se encontró con las pupilas risueñas, casi sonrientes, del joven viajero con la guía abierta en sus manos. Él la cerró. El convoy seguía detenido en la noche. La locomotora emitió un silbido estridente y cansino. Afuera, la lluvia, la oscuridad y el vapor formaban un denso e incierto panorama, tras los vidrios goteantes de agua.
—¿Preocupada? —indagó él, esbozando una sonrisa con sus labios, que no era sino reflejo del brillo amable de sus ojos.
—No —negó ella—. ¿Por qué había de estarlo?
—No sé. La vi mirar mi guía de ferrocarriles. Después de lo que se ha hablado aquí sobre el Yorkshire…
—Me tienen sin cuidado las habladurías —cortó ella, incisiva—. Voy a Hardsfield.
—Es una postura decidida. Y lógica. Veo que no conoce su destino, ¿verdad?
—Verdad. De otro modo, no le hubiera preguntado cómo es…
—Tiene razón —confesó humildemente el joven. Se echó atrás un mechón rebelde de pelo oscuro, y sacudió la cabeza. Los ojos pardos, inteligentes y vivos, centellearon en la penumbra amarillenta del compartimiento—. ¿Tiene familia en Hardsfield?
—No. Ninguna —negó ella, rotunda.
—Vaya… —la sorpresa asomó al gesto de él—. No será un viaje de placer…
—¿Por qué supone que no lo es?
—No sé… Sería la última región de Inglaterra adonde alguien fuese con ideas turísticas, la verdad.
—¿Tan mala es?
—Imagine: una serie de páramos, de poblaciones aisladas, de pantanos, de colinas deshabitadas… y de leyendas fantasmales.
—¿Fantasmales? —casi brilló el sarcasmo en los claros ojos de la bonita pelirroja.
—Eso es —afirmó el joven viajero, mientras su mechón barría la frente, con díscola insistencia—. Una región donde el simple movimiento de una puerta que se abre, de un hombre que aparece… puede significar, según la superstición de las gentes…, la llegada del diablo. O del peor de sus siervos…
La joven pelirroja dio un respingo. Todos habían escuchado las palabras del joven viajero. Y su reacción, al chirriar la puerta del compartimiento de aquel vagón, fue la misma en todos los casos.
Ojos sobresaltados se fijaron en la madera barnizada de la puerta, al ser accionada desde el corredor del vagón. El hombre alto, totalmente vestido de negro, pálido y envuelto en los blancos vahos del vapor apestando a carbonilla, se quedó mirando gravemente a todos.
—Buenas noches, caballeros —dijo. Y al identificar a la dama del cabello rojo, añadió con cortés inclinación—: Perdón, señora. Muy buenas noches a todos…
—Señorita, —rectificó ella fríamente. Y su mirada se cruzó con la del joven viajero.
—Perdonen… ¿Les molesto, acaso? —y contempló a los cuatro ocupantes del compartimiento de seis personas, sin que su mano enguantada dejase de apretar el asa de su maletín, tan negro como su sombrero alto de peluche, su macferlán y su pantalón estrecho, ajustado.
—Oh, no, ¿por qué habría de hacerlo? —resopló el hombre gordo, tras un brusco movimiento de cabeza—. Siéntese, por favor. ¿Tan lleno está el tren que busca sitio aquí?
—Por el contrario —sonrió el desconocido con un suspiro, depositando su maletín en la red superior—. Está vacío…
—¿Vacío? —indagó el viajero de cabellos blancos, moviéndose con desasosiego.
—Eso es: vacío —corroboró el hombre, acomodándose tranquilamente al lado de la dama de rojos cabellos, a quien dirigió una suave sonrisa—. La verdad: no me gusta viajar solo.
—A nadie le gusta viajar solo —confirmó el joven, pensativo, dejando la guía de ferrocarriles a su lado, sobre el tapizado verde intenso. Miró al nuevo viajero del tren nocturno, mientras éste, con otro silbido plañidero, empezaba a arrancar, entre vapores y jadeos, dejando atrás el desolado apeadero de Waxham. Estudió al nuevo compañero, y añadió, con aire distraído—: ¿No ha subido nadie más en su población, caballero?
—No, nadie —negó el hombre.
Y cruzó sus brazos, sin que se despojara de los guantes que envolvían sus manos largas y apáticas. Muy fija la mirada azul pálida en el joven viajero que acababa de interpelarle.
A su lado, crujió el tejido malva de la joven viajera de los cabellos rojos y la mirada esmeralda. El nuevo viajero se volvió, cortés. Ambas miradas chocaron un instante. Luego, ella fue la primera en desviarla, molesta por la fijeza extraña del desconocido.
—Waxham es una población peculiar —señaló el viajero, como si hablase directamente con la joven, aunque sus palabras parecieron flotar en el angosto ambiente del compartimiento alumbrado por la luz de gas del techo, dirigidas a todos los demás—. Sólo vive de olor a cera. Todo el mundo trabaja en ceras, desde velas hasta frutos imitados, pasando por imágenes, lámparas y figuras artísticas. Yo siempre he dicho que un sitio así, necesariamente ha de oler a funeral. O a muerto…
El hombre gordo indagó, con aguda agresividad:
—¿Usted trabaja en ceras acaso, señor?
—¿Por qué? —fue la réplica del desconocido, volviéndose, sonriente. Era pálido de cara. Pálido y anguloso, como una imagen modelada en la misma cera que formaba parte de la industria de Waxham—. ¿Acaso huelo… a muerto?
—No lo dije por eso, caballero —cortó el viajero obeso—. Pero si subió usted en Waxham…
—No vivo en Waxham —negó el otro, apacible. Suspiró, y empezó a quitarse sus guantes oscuros, de piel, que dejaron ver ahora unas manos largas, marfileñas, de dedos sensitivos, agudos, de uñas cuidadas y pulcras—. Pero he vivido ahí unos días. Los suficientes para aborrecer la cera, el olor a cirios… y quizás también el olor a muertos.
—Deje a los muertos en paz, caballero —se estremeció el viajero de cabellos blancos—. No me gusta mencionar esos temas. Y menos aquí…
—Bueno, pero ¿qué sucede aquí? —se interesó al fin la joven pelirroja, casi irritándose con todos los demás—. Es la primera vez que vengo a Yorkshire. Y no me gusta su conversación, señores. Si están ocultando algo, vale más que lo digan. No soy supersticiosa. Ni siquiera sé lo que es sentir miedo a nada ni a nadie.
—¿De veras, señorita? —era el desconocido de ropas enlutadas el que hablaba. Sus labios delgados y sin color dibujaron una fría mueca de ironía—. ¿Ni siquiera teme… a los que yacen en tierra sagrada pero que nunca murieron?
Ella pestañeó. Negó, rotunda.
—No —dijo—. Ni siquiera a ésos, si es que existen.
—Existen, señorita —afirmó sombríamente el caballero de Waxham—. Se lo aseguro.
—Está usted hablando de simples fantasías —sonrió con entereza el joven viajero, clavando sus ojos pardos, oscuros y profundos, en el hombre que subiera en el apeadero fantasmal, perdido en la noche neblinosa y fría del Yorkshire—. Ha mencionado a… a los no-muertos, si no me equivoco.
—Eso es, caballero —afirmó el otro, volviendo a él la cabeza con rapidez—. Los no-muertos. ¿Sabe usted quiénes son ellos?
—Lo sé —afirmó fríamente el joven—. Los… vampiros.
Hubo un silencio espectral en el compartimiento del tren. El hombre gordo se encogió con aire amedrentado. El caballero de pelo blanco sacudió la cabeza, como si le molestara que la conversación se desviara hacia tales temas. La muchacha pelirroja contuvo el aliento con profundo interés, clavando su mirada ingenua en los dos hombres que hablaban casi agresivamente entre sí.
El tren se movía con rapidez en la noche, a través de los yermos pantanosos del condado. La lluvia tamborileaba en las ventanillas del vagón. Parecía convertirse en gruesas lágrimas, deslizándose por el cristal.
—Vampiros… —repitió despacio el recién llegado. Entrelazó sus manos pálidas, casi de cera, sobre su regazo enlutado—. Sí… Esa puede ser una de las respuestas, caballero…
—Lo es —afirmó el joven—. Usted se refería a ellos cuando habló.
—Cierto —sonrió fríamente el desconocido—. Los vampiros… Los vampiros de Dorian Manor…
—¿Dorian Manor? —la joven pelirroja se irguió, sobresaltada—. ¿Por qué mencionaron ese lugar, precisamente?
—Porque Dorian Manor, señorita, es el lugar maldito de Hardsfield —habló el joven serenamente—. Se dice que allí moran los no-muertos. Los vampiros, ¿comprende?
—Sí, comprendo… —susurró ella, pálida.
—¿Qué le pasa? —se interesó su compañero de viaje—. ¿Por qué se impresiona así? Sólo son leyendas, fantasías de la gente…
—Tal vez lo sean, pero… pero yo soy la nueva propietaria de Dorian Manor…