Más de cincuenta días después de que el germen destruyese casi toda la población del planeta, los últimos supervivientes llegaron al espacio aéreo de la isla de Cormansey.
Michael había estado esperando en la casita junto a la pista de aterrizaje. Donna y Jack le habían hecho compañía, aunque nadie había dicho nada en lo que parecían horas. Finalmente, el silencio opresivo se vio roto por el ronroneo constante del helicóptero al aproximarse. El distante sonido aumentó la incertidumbre y el nerviosismo de Michael hasta un grado casi insoportable. Casi demasiado asustado para mirar, salió y oteó el cielo hasta que finalmente pudo vislumbrar la aeronave que se acercaba. Contempló hasta el último metro de su descenso dolorosamente largo y lento hasta el suelo, y entonces recorrió a la carrera la corta extensión de la pista de la isla.
Cooper fue el primero en bajar, después Juliet. Y entonces la vio. Michael corrió hacia Emma y la abrazó. Ignorando todo lo demás que estaba ocurriendo a su alrededor (la actividad frenética y agitada, las lágrimas por los amigos perdidos, los coches que se aproximaban desde varias direcciones, los gritos de alivio y los gemidos de tristeza) hundió la cara de Emma en su pecho y la abrazó con fuerza.
—Pensé que te había perdido —le susurró, apretándola hasta que casi no pudo respirar.
—Ni lo sueñes —le respondió ella también en un susurro, mirándolo a la cara y sonriendo a través de las lágrimas.
En un momento de silencio, Michael se quedó al lado de Emma y vio como ella miraba a su alrededor, intentando asimilar lo que podía ver de la isla. La contempló mientras saboreaba el aire y se empapaba de la atmósfera. También vio como finalmente se empezaba a relajar y la abrazó cuando lloró de alivio.
Cormansey era un lugar feo, frío e implacable, pero ambos sabían que era lo mejor que podían tener.