—¡Agáchate, cierra la maldita boca y escóndete! —le ordenó Phil Croft a Jacob Flynn.
Croft estaba agachado detrás de un escritorio. Flynn estaba de pie en medio de la sala, a plena vista desde las ventanas. Era un capullo imprevisible y egoísta que se había mantenido apartado todo el tiempo que llevaba en el aeródromo. Ahora era diferente, desesperado y aterrorizado, y su miedo le había obligado a actuar. Estaba furioso porque lo habían dejado atrás, más enfadado con los que se habían ido que con los muertos del exterior. Para él, ahora cada hombre, mujer y niño estaba solo, y él estaba condenadamente seguro de que no iba a terminar atrapado en ese jodido edificio con esta gente jodidamente estúpida.
—¿De qué sirve esconderse, maldito idiota? —le gritó—. Ya saben que estamos aquí. La única posibilidad que tenemos es abrir la jodida puerta y abrirnos camino peleando.
—¿Abrirse camino hacia dónde? —preguntó Croft—. ¿Es que no lo ves? No queda ningún sitio adonde ir.
Una de las personas ocultas en la oscuridad a la espalda de Croft soltó un súbito gemido de miedo. El médico se dio la vuelta, pero no pudo ver quién había gritado. Sin embargo, desde su posición baja en el suelo podía ver muchas de las oficinas cercanas. Muchedumbres espesas y furiosas de cuerpos putrefactos presionaban contra todas las ventanas, intentando forzar una entrada. Incluso si Flynn tenía razón e intentaban correr para salvar el pellejo, pensó, el simple número de cadáveres en el exterior evitaría que llegasen muy lejos. Con la sensación de que se le acababa el tiempo, se levantó sobre sus pies inestables y se acercó a Flynn, que seguía de pie bufando en medio de la sala.
—Abre cualquiera de las puertas —dijo con tranquilidad, su cara a centímetros de la de Flynn para que nadie más le oyera— y este sitio se llenará de cadáveres en segundos. Tú no sobrevivirás y yo no sobreviviré. Abre la puerta y estaremos todos muertos.
Flynn miró a Croft. Era quince centímetros más alto que el médico y su presencia era imponente y amenazadora. Agarró a Croft por el cuello y lo acercó aún más.
—Quiero salir de aquí —siseó, con más de un indicio de desesperación aterrorizada en la voz—. Me vas a ayudar a salir de aquí, ¿entendido?
—No puedes —replicó Croft, intentando mantener el equilibrio y contener los nervios—. Sólo podemos esperar.
—¿Esperar a qué?
Cuando Croft no respondió, Flynn lo apartó de un empujón y fue a dar contra una silla cercana. El repentino movimiento provocó un dolor intenso que recorrió toda la extensión de su pierna herida del tobillo a la cadera. Croft jadeó por la impresión.
—Deberíamos meternos todos en una habitación —indicó, el corazón desbocado e intentando mantener la calma y la concentración—. Reunamos a todo el mundo y escondámonos. Tenemos que evitar que nos vean.
Flynn gruñó su asentimiento reticente y miró alrededor del edificio oscuro. Abrió una puerta a su derecha.
—Aquí dentro —ordenó, haciendo un gesto hacia un cuarto de baño pequeño que tenía un cubículo y un lavabo. Pero lo que resultaba más importante era que la única ventana del cuarto era una franja muy estrecha en lo más alto. Flynn se aseguró de entrar el primero, y le siguieron nueve personas más. El espacio era desesperantemente limitado. Además del váter, en el cubículo no había sitio para que ninguno de ellos se pudiera sentar o tumbar. Phil Croft, el último en entrar, cerró la puerta a su espalda.
Alguien estaba llorando. No podía ver quién era ni dónde estaba. Era posible que fuera más de una persona. Quienquiera que fuera, tenía que callarse con rapidez si querían tener alguna posibilidad de salir de allí con vida.
—Quienquiera que seas, por favor, cállate —susurró.
Con un gesto de dolor se apoyó en la puerta. La pierna le volvía a doler mucho. No sabía cuánto tiempo podría seguir de pie.
—Sé que es duro pero, por favor, callaos.
Podía seguir oyendo llantos y gemidos apagados. Alguien más estaba llorando ahora.
Muy apretados los unos contra los otros e incapaces de moverse, las once personas desesperadas se quedaron esperando.