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Con la marcha del primer grupo considerable de personas, la torre de control parecía de repente un lugar hueco y vacío. Donde Emma se había acostumbrado con rapidez a ver gente, ahora sólo podía ver espacio vacío. Varios de los que se habían ido no hacían nada más que sentarse en el mismo sitio y esperar desde que llegaron al aeródromo. Le irritaba que algunos de los que no habían hecho nada para ayudar al grupo estuvieran entre los primeros en irse, pero comprendía que debía ser así. Le hubiera gustado que tuvieran algún modo de saber si el avión había llegado sano y salvo a la isla. Durante una hora o dos después de su marcha, casi había esperado levantar la mirada y ver a Keele trayendo de vuelta el avión, aún lleno de pasajeros. No tenía demasiada fe en él, ni como piloto ni como ser humano. Pero, bien pensado, ya no tenía demasiada fe en nada. Si era totalmente sincera consigo misma, la verdad era que quería que regresase el avión para poderse ir. Quería alejarse de aquel lugar y de los miles de cadáveres que lo rodeaban, y quería irse ya, no mañana. Fuera lo que fuese que había ocurrido, en unas horas sabrían si los pilotos habían tenido éxito. El plan era que regresasen al aeródromo lo más rápido que pudieran. Tenían planeado ir y volver durante el día y esperaban regresar al continente hacia las tres. Casi era la hora.

Emma había contado antes que quedaban poco más de treinta personas en el aeródromo, incluyéndola a ella y a Kilgore, que había desaparecido hacía varias horas, tras dirigirse a uno de los edificios anexos cercanos a la torre de control. Agotado, deshidratado y muerto de hambre, el soldado sabía que le había llegado su hora, pero no tenía la fuerza o el valor de hacer lo que había hecho Kelly Harcourt. En su lugar, se quedaba quieto y se consumía. El resto del grupo mantenía las distancias con él. Los acercamientos más recientes habían sido recibidos con ira y hostilidad o con expresiones igualmente inaguantables de autocompasión y pena procedentes del hombrecillo debilitado. Con suficientes problemas para asumir su propia confusión, desorientación y dudas, hacían todo lo que podían para olvidarse de él. Ahora se podía encontrar a la mayoría de ellos en el edificio de oficinas, esperando impacientemente el regreso del helicóptero y el avión.

Emma bajó la escalera de la torre de control y salió a la tarde fría pero brillante. Encontró a Cooper en el exterior, vigilando la alambrada perimetral y de vez en cuando los cielos con un par de prismáticos.

—¿Ves algo? —preguntó esperanzada.

—Nada —respondió. Emma vio como volvía su atención del cielo a la tierra—. Dudo mucho que lleguen antes de una hora o así.

—Entonces, ¿qué estás buscando?

—En realidad, nada —contestó—. Sólo les estoy echando un vistazo.

Emma hizo visera sobre los ojos para protegerlos del sol bajo y miró hacia la valla. Sin la ventaja de los prismáticos podía ver poco más que una masa en movimiento constante y aparentemente interminable de carne muerta. La inmensa multitud no parecía hoy muy diferente de la de ayer o antes de ayer.

—No me gusta cómo pinta esto —comentó de repente Cooper, centrando su atención en una sección particular de la valla.

—¿Qué? —preguntó Emma ansiosa.

—Esas malditas cosas de ahí parece que quieran tirar la valla.

—¿Qué? —repitió Emma, incapaz de creer lo que estaba escuchando.

Cooper le entregó los prismáticos y ella los levantó hasta sus ojos. Enfocó con rapidez hacia la valla y la revisó hacia su izquierda hasta llegar a la sección que había estado mirando Cooper.

—Maldita sea —jadeó.

Él tenía razón. En la distancia, un grupo fuertemente apelotonado de criaturas había agarrado la tela metálica. Juntas la estaban estirando hacia ellas y después empujándola hacia el otro lado como si estuvieran intentando tumbar los postes. Parecían bastante descoordinados, pero su intención estaba clara.

—¿Lo conseguirán?

—No sé si tienen la fuerza, pero…

—¿Pero…?

—Pero ahí fuera hay miles. Dales tiempo y el número suficiente y quién sabe qué pueden hacer.

Emma miró de nuevo con atención la masa de cuerpos. Toda la multitud parecía estar constantemente retorciéndose y agitándose.

—¿Qué vamos a hacer al respecto?

—No creo que haya nada que podamos hacer —contestó Cooper—, excepto lo que ya hemos hecho. El número de cadáveres que nos continúen siguiendo a todas partes va a ser un problema ocurra lo que ocurra. Mañana tendríamos que estar todos fuera de aquí, pasado mañana como muy tarde. Hasta entonces tendremos que confiar en nuestra suerte.

—Hemos confiado en la suerte desde que empezó todo esto.

—Es verdad, así que un par de días más no va a representar una gran diferencia. Si queremos, podemos acercarnos a esa parte de la alambrada, empapar esas malditas cosas con combustible y prenderles fuego, pero no sé qué íbamos a conseguir. Hará que nos sintamos un poco mejor y es posible que nos libremos de unos centenares, pero ¿estaremos más seguros o hará que salgamos de aquí con mayor rapidez? Y si realmente están empezando a pensar de nuevo de manera lógica, entonces pueden interpretar lo que hagamos como un acto de agresión y devolver el golpe.

—¿Estás de broma?

—Recientemente he visto que ocurrían cosas más raras.

Emma le devolvió los prismáticos, se dio la vuelta y regresó a la torre de control, de repente ansiosa por volver al interior. Cooper siguió vigilando la alambrada. Había otro pequeño foco de actividad junto a la entrada principal, donde más cadáveres estaban empujando la barrera. Se dirigió hacia el edificio de oficinas. Necesitaba que la gente se quedase dentro y fuera de la vista. No quería arriesgarse a excitar a los cadáveres sin necesidad. Era necesario tener a los cadáveres bajo control al otro lado de la alambrada de tela metálica y la mejor manera de hacerlo era guardar las distancias.