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Con Danvers Lye casi completamente despejada y la mayoría de la población muerta de Cormansey erradicada, el grupo de la isla se dispuso a revisar edificio a edificio para descubrir los últimos cadáveres que quedaban y después empezar a limpiar y desinfectar las casas.

Michael, Danny y Bruce habían llevado el Jeep hasta la punta más meridional de la isla y estaban empezando a regresar lentamente hacia el norte a lo largo de la sencilla red de carreteras. Ya habían limpiado y vaciado una casa, y ahora se estaban preparando para empezar con la segunda. En comparación con la penumbra del día anterior, la mañana era brillante, seca y cálida. Las condiciones eran buenas y podían ver el siguiente edificio desde una cierta distancia. Su fachada de ladrillos rojos contrastaba con su entorno predominantemente verde, marrón y gris.

Michael detuvo el todoterreno delante de la casa, que tenía un jardín pequeño y cuadrado, rodeado por una valla. Los tres hombres cruzaron la carretera y atravesaron el corto sendero del jardín hasta llegar a la puerta principal. Se detuvieron para valorar la situación antes de aventurarse en el interior. Por muchos cuerpos que hubieran encontrado y liquidado antes, cada nuevo descubrimiento era diferente del anterior y casi siempre era inquietante. Michael descubrió que le resultaba especialmente difícil ocuparse de los cadáveres que encontraba en sus propios hogares, quizá porque los cadáveres en las calles tenían la peculiaridad del anonimato y el distanciamiento de su entorno. Por el contrario, cuando se encontraba con un cadáver que había muerto rodeado de sus pertenencias, instintivamente intentaba unir los detalles de una vida truncada de una forma tan abrupta. Ver lo que habían sido esas personas hacía que fuera muchísimo más difícil pensar en ellas sólo como trozos de carne fría y muerta.

—Escuchad —susurró cuando se encontraron delante de la puerta.

Danny se acercó un poco más. Podían oír algo que se movía en el interior de la casa. Bruce miró a través de las ventanas delanteras, primero en la cocina y después en la sala de estar. Podía ver los restos de un cuerpo tendido en el suelo al lado de un sillón, así como sombras y señales difusas de movimiento en el quicio de una puerta más al fondo. Si había un cadáver moviéndose por la casa, se encontraba en el vestíbulo, atraído sin duda por el repentino ruido de su llegada.

—No puedo ver gran cosa, Mike —comentó Bruce desde cierta distancia—. Lo más seguro es que sólo haya uno o dos ahí dentro. Vamos a por ellos.

Michael empujó la puerta, que se abrió con facilidad hacia dentro. Instintivamente dio un paso atrás cuando el único ocupante en movimiento de la casa surgió de las sombras y se lanzó hacia él. El corazón le dio un vuelco. Ésa era una de esas ocasiones devastadoras en las que descubría que le resultaba casi imposible pensar en los cadáveres como objetos. A veces, la magnitud de la tragedia aún lo cogía por sorpresa. A veces, aún dolía. Se apartó a un lado mientras los restos descompuestos de un niño pequeño se tambaleaban hacia él. El pobre chico, que le llegaba a la cintura, no podía tener más de cinco o seis años cuando murió. Eso si era un niño, porque el cuerpo se había deteriorado tanto que ni siquiera podía estar seguro. Se siguió acercando con aquella forma de andar extraña y habitual y con la determinación inútil de los muertos. Lo miró con sus ojos fríos y vacíos. Pensó que resultaba curioso ver cómo los muertos habían eliminado todo rastro de individualidad de los restos de la población. Esta cosa tenía la apariencia y se comportaba como todos los demás cuerpos que tenían el doble de su tamaño y eran mucho más viejos.

Danny Talbot dio un paso al frente y, con un gruñido repentino de esfuerzo y violencia, cortó el delgado cuello del cadáver con un hacha de mano. Le costó cinco golpes certeros y duros causar el daño suficiente en la cabeza y la columna vertebral para que el cadáver se dejase de mover. Cayó a los pies de Michael, que se arrodilló a su lado.

—¿Estás bien? —preguntó Bruce.

Michael asintió. Aguantando la respiración, intentando hacer caso omiso del hedor asfixiante del cuerpo infestado de insectos, lo recogió, lo sacó del jardín y lo dejó a un lado de la carretera. Lo depositó en el arcén de hierba, listo para ser recogido y quemado más tarde. Eso era todo lo que quedaba ahora de ese pobre niño, pensó con tristeza mientras contemplaba lo que quedaba de su cara. Los gusanos se arrastraban bajo la piel, haciendo que pareciera que cambiaba de expresión. Ese chico no acabaría nunca la escuela. Nunca pasaría por la adolescencia. Nunca experimentaría su primer beso, ni se marcharía de casa, ni conseguiría un trabajo, ni sería padre. Ni éxitos. Ni fracasos. Nada.

Cuando Michael se puso en pie de nuevo, Bruce y Danny ya habían entrado en la casa. Él los siguió.

—¿Algo más aquí dentro? —preguntó.

El hedor en la casa cerrada era típicamente repugnante y sobrecogedor.

—Creo que sólo ése —respondió Bruce, señalando el cadáver sobre la alfombra de la sala de estar que había visto desde fuera.

Podía oír a Danny en el piso de arriba revisando los dormitorios. Unos segundos más tarde, bajó corriendo la escalera, su rostro sonrojado a causa del esfuerzo repentino.

—Despejado —jadeó.

Bruce agarró las muñecas huesudas del cadáver tendido en la habitación y lo arrastró hasta el vestíbulo. Presumiblemente, la madre del niño muerto estaba bien preservada al encontrarse en un ambiente seco y relativamente constante. Dejó a su paso el rastro oscuro y pegajoso de la descomposición en la alfombra.

La casa fría y llena de ecos era modesta y convencional. El olor a moho y la falta de ventilación daban al edificio una atmósfera antigua y parecida a un museo. Michael miró a su alrededor.

—¿Estás seguro de que estás bien? —le preguntó Bruce después de regresar al interior tras tirar el cuerpo al lado del cadáver del niño—. Esta mañana te encuentras a kilómetros de distancia.

—Eso me gustaría —respondió con rapidez.

Hoy se sentía diferente, no lo podía negar. Tenía una sensación extraña de anticlímax y decepción. Se preguntaba si sería porque poco a poco se iba dando cuenta de las limitaciones de la isla. Aunque se podía convertir sin duda en un lugar seguro y protegido, también se podía transformar en un ambiente limitado y agobiante. Su aislamiento y localización remota iban a dificultar inevitablemente que crecieran y ampliaran con facilidad su pequeña comunidad. Ya estaba claro que Cormansey nunca se iba a convertir en el paraíso que él y todos los demás habían soñado ingenuamente que iba a ser. Allí nada iba a ser fácil, eso estaba garantizado, pero de todas formas nada iba a ser fácil en ninguna parte. Quizás hoy parecía todo peor porque ayer se pasó demasiado tiempo pensando en todo lo que había perdido.

Las instrucciones de la mañana habían sido sencillas: limpiar de cadáveres las casas que visitasen. Sin embargo, echando un vistazo general a esa propiedad pequeña y modesta, estaba claro que quedaba mucho trabajo por delante para conseguir que todos los edificios fueran habitables de nuevo. En la cocina, la nevera y los armarios estaban llenos de alimentos podridos. Había polvo, moho y descomposición por todas partes. No se podía salvar nada. Había rastros de plagas de insectos y roedores. Una ventana abierta en uno de los dormitorios había permitido la aparición de muchos nidos de pájaros y la entrada de dos meses de agua de lluvia. La humedad se estaba extendiendo por las paredes.

Las consecuencias de lo que veía a su alrededor eran inmensas, aunque decidió no compartirlas con los demás. Lo que veía en aquel momento era un mundo que desaparecía lentamente. Sin duda, la llegada de los supervivientes a Cormansey iba a prolongar la vida y la utilidad de ese y otros edificios de la isla, pero en el continente, el proceso de descomposición y deterioro continuaría sin freno. La desaparición del hombre de la faz del planeta iba a provocar inevitablemente un cambio enorme y un desequilibrio en el ecosistema. Ya no crecerían ni se recogerían las cosechas. Las alimañas podrían crecer y alimentarse. La descomposición de millones de cuerpos provocaría el aumento exponencial del número de insectos, gérmenes y enfermedades. Las repercusiones eran interminables, demasiadas para que pudiera pensar en ellas. Al llegar a la isla, se había sentido fuerte, decidido y lleno de esperanza. Sin embargo, en la actualidad, esos sentimientos habían empezado a diluirse. En comparación con la magnitud casi inimaginable de los cambios que había provocado la infección en todo el planeta, los logros de poca monta de aquel grupo pequeño de supervivientes no significaban nada. Descorazonado, Michael se arrastró de vuelta al Jeep con los otros dos hombres.

—¿Próxima parada? —preguntó.

—La carretera se bifurca dentro de poco —contestó Bruce—. Seguiremos hacia el oeste. Harper ha dicho que él se mantendrá al este.

—De acuerdo.

Michael ocupó de nuevo el asiento del conductor y se preparó para inspeccionar el edificio siguiente. Miró por el retrovisor exterior y vio durante un par de segundos los cuerpos del niño y su madre antes de girar la llave de contacto, arrancar el motor y alejarse.

—¿Te ha afectado ese chico? —preguntó Danny desde el asiento de atrás con torpeza, pero con un sorprendente grado de perspicacia.

—En este momento me afecta todo —gruñó en respuesta.

—¡Pero tenemos un tiempo bastante bueno! —comentó Bruce con alegría, haciendo todo lo que podía para aligerar el estado de ánimo cada vez más decaído y sombrío—. Imaginad lo que será este sitio en verano. Mucha costa, buenas aguas para pescar…

—Sólo que antes tienes que pasar el invierno —le recordó Danny.

—Lo sé, aguafiestas, pero eso no significa… —Se calló, se inclinó hacia delante y miró hacia el cielo—. ¿Qué es eso?

Michael redujo la velocidad del Jeep y levantó la mirada. Podía ver el helicóptero, deslizándose sobre el azul oscuro como una pequeña araña negra.

—Estupendo —suspiró Bruce aliviado—. Aquí llega un poco de ayuda. Me pregunto a quién habrá traído. Espero que sea alguien que eche una mano. Lo último que necesitamos aquí es…

—El avión —lo interrumpió Danny—. Lo puedo oír.

Todos los ojos pasaron de contemplar el helicóptero a buscar por el cielo, intentando localizar el avión. Bruce fue el primero en verlo y se lo indicó a Michael. Parecía como si siguiera el curso exacto que había tomado el helicóptero. Sintiéndose de repente más vivo y vigoroso de lo que se había sentido desde que estaba en la isla, Michael apretó de nuevo el acelerador.

—¿Adónde vas? —le preguntó Bruce cuando pasaron a toda velocidad por delante de la casa siguiente y continuaron por la estrecha carretera.

—Tengo que ver quién llega —respondió Michael, su pulso acelerado a causa de los nervios y la expectación repentinos.

Cuando llegaron a la pista, el avión y el helicóptero ya habían aterrizado. Los pasajeros estaban bajando del fuselaje del avión. Se tambalearon al tomar contacto con la pista de asfalto y caminaron hacia Brigid y Gayle, que corrieron hacia ellos desde el extremo de la pista. Los recién llegados miraban alrededor sobrecogidos, como turistas que llegaban a un destino vacacional muy esperado y deseado. Gary Keele corrió en dirección contraria y se detuvo al llegar a una zona de hierbas altas. Se dobló, apoyó las manos en las rodillas y vomitó sobre el trozo de malas hierbas que tenía a sus pies. Aterrizar el avión había sido mucho más enervante que despegar.

Michael detuvo el Jeep, bajó de un saltó y empezó a mirar esperanzado a su alrededor. Podía ver muchas caras que reconoció de inmediato. Podía ver a Donna, a Clare y a Karen Chase entre otros.

No había señales de Emma.