Poco después de las seis de la mañana siguiente, Gary Keele se encontraba entre dos de los edificios en desuso del aeródromo, oculto de los numerosos supervivientes que ahora se movían de un lado a otro entre la torre de control, los edificios de oficinas y el helicóptero y el avión. Esta vez no se estaba escondiendo de ellos, sólo que no quería que lo vieran. Estaba literalmente enfermo a causa de los nervios. Ya había vomitado dos veces y la salivación repentina en la boca y los calambres en las tripas le indicaban que estaba a punto de hacerlo por tercera vez. No había comido nada desde el día anterior por la tarde y su estómago estaba completamente vacío, pero la idea de pilotar el avión hizo que al instante le volviera a subir la bilis. Tuvo arcadas, eructó y vomitó de nuevo.
Con las piernas temblorosas, Keele se agachó y escupió hacia las hierbas altas que tenía a sus pies, intentando aclararse la boca del sabor agrio del vómito. «Esto es una estupidez», pensó. Tenía cientos de horas de vuelo a sus espaldas, así que ¿por qué se sentía tan aterrorizado ante ese vuelo? Volar hasta la isla debía ser mucho más fácil que sus vuelos anteriores: excepto por el helicóptero, los cielos estaban completamente vacíos. ¿Era la responsabilidad de llevar tantos pasajeros y que confiasen en él lo que le provocaba el nerviosismo? Ésa podría haber sido la razón. En su trabajo de piloto de un avión de arrastre en un club de vuelo sin motor, casi siempre había volado solo y no se tenía que preocupar de nadie en cuanto el piloto que llevaba detrás se había soltado. La primera mañana había estado solo, arrastrando el cuarto de cinco planeadores, cuando empezaron a caer como piedras, desapareciendo del cielo a su alrededor.
«Contrólate», pensó. Súbitamente decidido, respiró hondo y caminó hasta el borde del edificio, pero entonces se detuvo y volvió atrás al ver el avión. Se aplastó contra la pared, con un sudor frío y nervioso que le perlaba de nuevo la frente. Lo tenía que hacer. Tenía que obligarse a hacerlo. No tenía alternativa. No importaban todos los demás; si no subía a ese maldito avión y lo pilotaba, él también se quedaría atrapado en el aeródromo.
—¡Por fin! —Richard Lawrence sonrió cuando Keele pasó decidido a su lado—. Aquí llega. ¿Te sientes bien, Tuggie?
Keele no lo oyó, concentrado en superar su miedo y en llevar a cabo la tarea que tenía por delante. Richard miró a Cooper y se encogió de hombros.
—No le presiones —dijo Cooper—, al menos está aquí. Mientras ponga ese maldito avión en el aire, no me importa cómo se encuentre.
Contemplaron como Keele subía a la cabina del avión y empezaba a realizar nervioso las comprobaciones previas al despegue. En la parte trasera de la nave, doce supervivientes igual de nerviosos estaban en sus asientos con los cinturones abrochados y rodeados —desde hacía ya más de media hora— de todas las bolsas y cajas de suministros útiles que habían conseguido meter con seguridad dentro del avión. Cinco personas más, incluidas Donna y Clare, salieron del edificio de oficinas. Con el brazo sobre los hombros de Dean McFarlane, de sólo ocho años, la persona más joven que seguía viva, Clare emprendió la marcha hacia el avión.
—Cuídate cuando llegues —le gritó Jack desde su sitio al borde de la pista.
—Lo haré. —Clare sonrió, ocultando sus nervios—. Te enviaré una postal. ¡Te explicaré cómo es el lugar!
—No te molestes —contestó Jack—. ¡Estaré contigo antes de que llegue la postal!
Keele salió de la cabina del avión. Bajó de nuevo a la pista y revisó todo lo largo del avión y después miró hacia el cielo, preparándose psicológicamente para el vuelo. Richard Lawrence se volvió y habló con Donna.
—Parece que estamos preparados —comentó, cogiéndola por el brazo y empujándola suavemente hacia delante—. Por favor, sube a bordo.
Donna fue hacia el helicóptero, donde la esperaban otros tres supervivientes. Cooper se la quedó mirando mientras se alejaba. Richard captó su preocupación.
—Todo irá bien —comentó—. En cuanto abandone el suelo, Keele recuperará su aplomo.
—O eso o se hace picadillo. ¿Y si pierde los nervios?
—Entonces, el vuelo será muy corto. Y yo me pasaré la próxima semana volando ida y vuelta entre este agujero y la jodida isla.
Keele se estaba acercando a ellos.
—¿Preparado? —le preguntó Cooper.
—Supongo —contestó, aunque su voz no parecía nada segura.
—¿Sabes adónde vas, verdad Keele? —comprobó Richard por enésima vez. Mejor prevenir que curar.
—Lo sé.
—No deberías tener problemas para encontrar el sitio. Si ocurre lo peor de lo peor, dirígete hacia la costa este y después vira hacia el norte hasta que encuentres la isla. Verás el humo y la gente, y ellos te verán antes de que puedas…
—Lo sé —le interrumpió Keele—. Ya me lo has explicado.
Cooper y Richard intercambiaron una mirada rápida, ambos aún con dudas sobre el estado mental del piloto y su capacidad para volar.
—Pongámonos en marcha —les animó Cooper.
Keele corrió de vuelta al avión.
—Deberíamos estar de vuelta a última hora del día —gritó Richard por encima del hombro mientras se encaminaba hacia el helicóptero. Se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Cooper y Jack—. Calculo que hacia media tarde. Hacedme un favor y aseguraos de que todo el mundo está listo para irnos a primera hora de la mañana. Quiero que esto se haga con rapidez, ¿vale?
—De acuerdo —contestó.
Jack y Cooper, de repente las únicas personas que quedaban en el exterior, se alejaron de la pista cuando primero Richard y después Keele arrancaron los motores de sus aeronaves. Un aumento súbito del viento y del ruido acompañó el despegue del helicóptero, que se elevó y rodeó con elegancia el aeródromo, provocando que las masas putrefactas al otro lado de la alambrada perimetral fueran presas de un ataque de frenesí. Keele empezó el recorrido por la pista y entonces aumentó la velocidad. Richard se elevó a gran altura y contempló cómo el otro piloto convenció con cuidado al avión para que abandonara el suelo y después lo elevó en el cielo. Unos saltitos nerviosos y subió con rapidez y potencia hacia las nubes grises.
Al borde del aeródromo, el cuerpo de Kelly Harcourt se empezó a mover. La soldado muerta seguía donde había caído casi dos días antes. Ahora, empezando en lo más profundo del cerebro del cadáver, y mostrándose primero en la misma punta de sus dedos fríos y entumecidos, estaba empezando la transformación.
Se extendió con rapidez por todo el cuerpo. El movimiento fue aumentando gradualmente hasta que se abrieron con lentitud sus ojos muertos y velados, y el torso y los brazos torpes se animaron de nuevo. Con movimientos extraños y descoordinados, el cuerpo se puso a cuatro patas, y después se puso en pie y empezó a tambalearse hacia delante. Tropezó con la hierba alta y siguió en movimiento hasta que se precipitó contra la valla fronteriza.
Imitando la reacción básica de los miles de cadáveres que se habían levantado antes del suelo y habían empezado a andar de esa forma, la carcasa que una vez fue Kelly Harcourt se dio la vuelta e intentó alejarse. Pero no se podía mover. Estaba atrapada, agarrada con fuerza desde atrás por las manos engarfiadas de numerosos cadáveres putrefactos que se encontraban al otro lado de la valla. Ya de por sí agitados a causa del ruido del avión y del helicóptero que sólo unos momentos antes volaba bajo por encima de sus cabezas, la resurrección de la soldado muerta había provocado más de las mismas reacciones básicas y brutales. Las más diestras de las criaturas consiguieron meter sus dedos descompuestos a través de la tela metálica y agarrar el cabello del cadáver, la ropa y cualquier otra cosa que pudieran coger. Los cadáveres tiraban y arrastraban los restos de la soldado, intentando acercarla de nuevo a la valla, sin comprender que la tela metálica se lo estaba impidiendo. Al final, los torpes dedos perdieron el agarre y se escurrieron, lo cual permitió que el cadáver se pudiera alejar en la dirección opuesta.
Al otro lado de la valla, justo a la derecha del lugar en el que el cuerpo de Kelly se había visto brevemente atrapado, otro cadáver estaba reaccionando de un modo muy diferente. Ocho semanas antes, esta criatura había sido un joven e inteligente gerente de unos grandes almacenes de ropa con un brillante futuro por delante. Ahora era una colección de huesos astillados y carne putrefacta cubierta de barro, medio desnudo y escuálido. A diferencia de la mayoría de la multitud enorme y bulliciosa, estaba empezando a mostrar señales de un control y una determinación reales. A diferencia de los que estaban allí ausentes o de los que golpeaban y arañaban a los demás cadáveres que tenían a su alrededor, aquel cuerpo estaba empezando a pensar. Presionado con fuerza contra la alambrada y rodeado de varios miles de criaturas por ambos lados y por un número similar a sus espaldas, sabía que se tenía que mover para sobrevivir. Al otro lado de la tela metálica podía vislumbrar el borrón oscuro del cuerpo de Harcourt alejándose y decidió que eso era lo que tenía que hacer. Agarró la tela metálica con manos frías y huesudas y empezó a agitarla. Todos los cadáveres a su alrededor empezaron a imitarlo.