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Envuelto en un grueso abrigo de invierno para protegerse del frío y con una gorra de béisbol puesta para evitar la lluvia intermitente, Michael estaba sentado sobre una pared baja de piedra en la oscuridad, mirando hacia el horizonte. Estaba solo y, por el momento, así era como quería estar. La única persona con la que deseaba estar esa noche se encontraba a kilómetros de distancia. Había dejado a los otros ocho supervivientes celebrando el día de trabajo y bebiendo hasta emborracharse en el penumbroso bar de The Fox, el único pub de Cormansey.

El sonido del mar llenaba el aire de última hora de la tarde. El batir constante de las olas contra la playa justo delante de él resultaba un sonido bienvenido y relajante. Aquella noche se sentía seguro estando solo y en el exterior. La noche anterior no se habría arriesgado a salir de esa forma, pero hoy el grupo había trabajado muy duro para limpiar el pueblo y habían ejecutado y eliminado un número muy grande de cadáveres. Desde donde estaba sentado aún podía ver el brillante resplandor de la gran pira que habían encendido a las afueras de Danvers Lye. Si esa noche había otros cadáveres cerca (y suponía que probablemente los había), sabía que sería capaz de acabar con ellos de un modo rápido y fácil. Su fiel palanca descansaba a su lado, siempre dispuesta.

Michael tenía ganas de escapar del pueblo muerto, y había decidido pasear por la revirada carretera costera que conducía hacia el extremo más alejado de la isla. Sintiendo de repente el frío, saltó del muro de piedra donde estaba sentado y bajó hacia el mar, sus pies hundiéndose en los guijarros. Las olas ahogaban el sonido de sus pasos.

Se había pasado todo el día ocupado y preocupado, pero ahora que finalmente habían dejado de trabajar, seguía librando de nuevo su lucha interior. Siguió paseando por la playa, que a diferencia de la mayor parte de la costa de Cormansey que había visto hasta entonces, era bastante nivelada y llana. Los restos de una barca pesquera habían sido arrastrados a la orilla cerca de donde estaba paseando. No tenía manera de saber si era una nave que había partido de Cormansey o si simplemente estaba a la deriva y se había precipitado contra las rocas por casualidad. Viniera de donde viniese, había acabado su vida laboral naufragando en aquella playa, embarrancada sobre un costado como una ballena muerta. Al acercarse, Michael vio que el capitán de la barca —si es que lo era— seguía a bordo. Atrapado en la maquinaria oxidada del cabestrante, el cadáver estaba especialmente deteriorado, casi esquelético en algunos sitios, sin duda a causa de la exposición a las duras e implacables condiciones del océano. Casi toda la carne visible había sido arrancada por el agua salada del mar, dejando a la vista huesos de un color blanco amarillento.

Meses atrás, el descubrimiento de un cadáver como ése habría tenido importancia. Las vidas de muchas personas se habrían visto afectadas por las repercusiones de la muerte: la familia, la policía, los jefes del hombre… y así una larga lista. Hoy no significaba nada para nadie. Michael sintió pena por el pobre bastardo que había muerto. Lo que habría sido un titular en las noticias en los días anteriores a la destrucción del mundo era ahora poco más que un trozo de madera sin importancia. Cada vez resultaba más difícil recordar que todos estos cadáveres habían sido alguien en su momento. Alguien con una personalidad, un nombre, una historia y una vida. Cuando lo hubiera olvidado, Michael sabía que ese hombre se habría ido para siempre.

Había sido un día difícil, pero no por las razones que había imaginado. Michael, junto con el resto de hombres y mujeres de la isla, había tenido la oportunidad súbita de mirar hacia atrás y recordar todo lo que habían perdido. Mientras Michael seguía paseando por la playa, con el viento racheado soplando desde el mar y golpeando con furia su cara, su memoria llegó aún más atrás, rememorando la vida que había vivido antes de empezar aquella pesadilla. Pensó en su familia y amigos. Pensó en su hogar. Imaginó su casa cuando la dejó y después intentó arrastrar esa imagen hasta el presente. Se imaginó la calle donde solía vivir, ahora invadida de malas hierbas y escombros, el pavimento cubierto con los restos de las personas que había conocido.

Cuando los guijarros dieron paso a rocas más grandes y peligrosas, Michael devolvió su atención hacia el pasado más inmediato. Recordaba cómo había encontrado la granja con Emma y Carl. Dios santo, deberían haberlo hecho mejor. Deberían haber sido más fuertes. Pero quizá lo que ocurrió en la granja había sido inevitable. Pensó en la base militar y en cómo un sitio seguro y resistente se había visto expuesto al peligro y había sucumbido de una forma tan rápida y desastrosa. ¿Resultaría diferente la isla? Tenía que creer que iba a ser así. En principio, en la isla, los peligros eran menores, pero en ese momento el abismo entre lo predecible y la realidad era difícil de calcular.

Lo único que quería era seguridad y refugio. Una vida tranquila y sencilla con sus necesidades básicas satisfechas. Todo lo que deseaba era un techo sobre su cabeza y tener a Emma a su lado.