26

La mañana desapareció en minutos. Por primera vez en sus recuerdos recientes, Michael rezaba para que el tiempo se ralentizase. El despegue se había retrasado una hora, pero no era suficiente. Quería que se retrasase más.

Las poderosas palas del rotor del helicóptero se deslizaron a través del aire sobre sus cabezas mientras Richard conducía a Michael, Peter Guest y un adolescente llamado Danny Talbot sobre la tierra muerta. El asiento libre entre Michael y Peter estaba abarrotado con sus pertenencias y víveres, que ocupaban hasta el último milímetro de espacio libre.

Lo que para Richard se había convertido con rapidez en un viaje regular y casi común y corriente, para sus pasajeros era una experiencia mucho más inquietante. Además de estar habituado a volar, Richard también se había acostumbrado a la visión desde el aire de un paisaje desolado. Para Michael, Peter y Danny, el turbulento viaje fue un aprendizaje duro, un doloroso recordatorio de la escala casi incomprensible de la devastación en la tierra.

Durante la primera mitad del viaje, Michael había estado preocupado pensando en Emma. No había sido capaz de sacarse de la cabeza ni un solo segundo su rostro cubierto de lágrimas. Ahora que la había dejado se sentía vacío y solo. Miró abajo desde el aire y contempló cómo se volvía cada vez más pequeña hasta que desapareció a la vista. Había intentado consolarse con la idea de que si todo salía según lo previsto, estarían de nuevo juntos en menos de una semana, pero antes de eso había mucho trabajo que hacer, y en esos momentos las cosas rara vez iban según lo planeado. Michael lamentaba ya amargamente el haberla dejado. Era como había dicho Emma durante las primeras horas de la mañana que acababa de pasar, hasta el momento habían pasado juntos casi cada segundo de esa pesadilla. Alejarse ahora de ella simplemente no parecía lo correcto.

Obligándose a despejar la mente y centrarse en lo que tenía por delante, miró en el interior del helicóptero a Peter Guest. Peter estaba sentado con la cabeza apoyada en el vidrio y miraba hacia abajo. Paralizado, casi sin pestañear, contemplaba el terreno que pasaba a una velocidad vertiginosa. Michael se volvió y miró por su lado. Hacía tiempo que había desaparecido el sol brillante de primera hora de la mañana y el cielo de finales de otoño estaba ahora apagado, gris y amenazando lluvia. Miró hacia abajo y vio que volaban sobre un pueblo pequeño. Podía ser la velocidad o su imaginación, pero todo parecía emborronado y sin definir. Casi como si se estuvieran tragando los edificios y las carreteras, fundiéndose con el campo.

Danny Talbot, un adolescente bajo y cubierto de acné, que había llegado al aeródromo en la parte trasera del camión penitenciario, buscaba instintivamente supervivientes en medio de las ruinas. Pero casi todo estaba tranquilo, y no vio nada. «Si estuviera ahí abajo solo —pensó—, cuando oyera el helicóptero, saldría al exterior y me aseguraría de que me viesen.» Entonces, ¿por qué no podía ver a nadie ahí abajo? ¿Por qué sólo podía ver cadáveres putrefactos tambaleándose por el paisaje silencioso? ¿Quizá porque cualquier superviviente que hubiera oído el helicóptero estaba demasiado asustado o era demasiado lento o vulnerable para reaccionar? ¿O simplemente porque no había más supervivientes? Ésa parecía la explicación más probable.

—Cormansey —anunció Richard Lawrence unos veinte minutos después de vislumbrar la isla en el horizonte neblinoso.

El continente quedaba ahora a sus espaldas, y el helicóptero volaba sobre el océano. Michael había cerrado los ojos y había estado a punto de quedarse dormido cuando las palabras del piloto provocaron que se enderezara con rapidez. Se sintió nervioso mientras miraba por la ventanilla cubierta de lluvia. Cuanto más duraba el viaje, más se había acostumbrado a la sensación de protección que le ofrecía el helicóptero, y la idea de que muy pronto estaría de vuelta en la tierra y en medio del caos le resultaba desconcertante.

El helicóptero sobrevolaba el océano, engañosamente liso y tranquilo, acercándose cada vez más a las olas. La espuma de las olas se encontraba ahora a menos de un metro por debajo de ellos y, por primera vez, Michael y los demás pudieron apreciar totalmente la velocidad a la que estaban viajando. El borrón apagado y oscuro sobre el horizonte aumentó rápidamente de tamaño y se volvió más definido, y pocos minutos después estaban sobre la isla.

—Entonces es esto —murmuró Peter mientras miraba hacia abajo el terreno agreste y poco acogedor que les esperaba.

Tenía el aspecto que Michael se había imaginado: fría y solitaria, con rocas grises dando paso a prados de un verde exuberante, con parches ocasionales de vegetación rojiza y naranja amarronada. El mar batía incansablemente la costa de la isla. Las altas olas rompían contra las rocas, lanzando al aire largas columnas de agua y espuma. A sus pies se encontraba ahora el pueblo, poco más que una intersección de calles cortas flanqueadas de edificios, como si aún no lo hubieran perturbado las personas que vivían ahora en ese pequeño trozo de tierra. Los cadáveres yacían inmóviles en medio de la calle, donde habían caído meses antes. Aunque sólo llevaban unos segundos encima de aquel lugar parecido a una tumba, tuvieron tiempo suficiente para vislumbrar numerosos cadáveres que se tambaleaban lúgubremente entre los edificios. Michael pensó que era extraño que siguieran estando por allí.

Richard siguió sobrevolando la isla. Michael continuó contemplando la tierra que dejaban atrás, los ricos colores del terreno contrastaban con el cielo negro y gris. Podía ver carreteras estrechas y senderos de grava que conducían hasta las puertas de las pequeñas chozas y las casas aisladas. Prácticamente, todas las casas de la isla, aunque con frecuencia estaban a la vista de uno o dos edificios, se alzaban a cierta distancia de los vecinos más cercanos. Algunas parecían incluso más aisladas que la granja Penn.

—Casi hemos llegado —gritó Richard mientras el helicóptero seguía subiendo, pasando rápidamente por encima de una elevación sorprendente en un terreno que por lo demás era completamente llano.

Sobrevolaron un afloramiento rocoso que parecía recorrer toda la anchura de Cormansey. Una vez sobrepasadas las rocas, el helicóptero y sus pasajeros tuvieron una visión clara del resto de la isla. En la distancia, justo por delante, Michael pudo vislumbrar una corta pista de aterrizaje acondicionada en una gran extensión de un prado relativamente llano. Un poco más allá pudo ver algunos edificios. Desde detrás de una casita pequeña y encalada se elevaba en el aire borrascoso una columna de humo blanco grisáceo. Sin verse alterado por las rachas de viento, Richard hizo descender con gran habilidad el helicóptero en medio de la pista. Al principio ni Michael ni Peter ni Danny se movieron, ni siquiera se desabrocharon sus cinturones de seguridad.

—Llegarán en un par de minutos —anunció Richard, bajando la voz a medida que el poderoso motor se iba ralentizando y se paraba.

—¿Quiénes? —preguntó Peter, presa del pánico. ¿Estaba hablando de los cadáveres?

—Los demás —explicó Richard—. Brigid, Harry y el resto.

Michael limpió un trozo de la ventanilla para ver el exterior. Ahora que el helicóptero había aterrizado, podía oír y sentir toda la fuerza del viento. Silbaba a través de las palas del rotor, golpeando y meciendo la aeronave con tanta fuerza que tenía la sensación de que se iba a deslizar por la pista. Michael se había sentido más seguro en el aire.

—¿Desde dónde se supone que va a llegar esa gente? —preguntó Peter—. Supongo que en realidad no importa. Aquí no debe de tardarse mucho en ir de un sitio a otro.

—Se tardan quince minutos en conducir de un extremo de la isla al otro —le informó Richard—. Realizamos una vuelta rápida cuando llegamos por primera vez para orientarnos. Establecimos la base en este extremo por la pista de aterrizaje y las colinas. Imaginamos que los cadáveres no podrían pasar por encima de las rocas, de manera que en su mayor parte se han quedado alrededor del pueblo en el otro extremo. Espera, ahí están.

Richard abrió su puerta, bajó a la pista y ayudó a los demás a salir. Al pisar el asfalto, Michael vio un par de faros brillantes que se desplazaban a lo largo de la pista en su dirección. Al acercarse el vehículo, pudo ver que se trataba de un todoterreno fuerte y de aspecto moderno. Se detuvo a poca distancia y del asiento del conductor salió una mujer baja y fornida.

—¿Estás bien, Richard? ¿Has tenido un buen vuelo?

—No ha sido malo —contestó—. ¿Cómo van las cosas por aquí?

—Tranquilas —respondió—. En realidad, más tranquilas de lo que esperaba.

La mujer miró a los tres recién llegados.

—Brigid, éstos son Michael, Peter y Danny —les presentó Richard. Cada uno de ellos la saludó, luchando por que no se los llevara el viento—. Estaban con un grupo que se unió ayer a nosotros —explicó—. ¿Recuerdas que la última vez que vinimos aquí te hablé de la multitud de cadáveres que habíamos visto? Pues allí estaban estos muchachos. Llevaban algún tiempo enterrados en una especie de instalación militar. Tuvieron algunos problemas y al final tuvieron que salir pitando.

—Ni que lo digas —confirmó Peter.

—Karen y yo conseguimos localizarlos.

Michael se encontraba al lado del helicóptero con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando ansioso a su alrededor y escuchando sólo a medias la conversación. Aún se sentía mal al estar de esa forma al aire libre, expuesto e indefenso. ¿Realmente había tan pocos cadáveres por los alrededores que no importaba?

—Venga —ordenó Brigid—, vayamos a un sitio donde podamos entrar en calor.

Los hombres descargaron los suministros del helicóptero y los metieron en el Jeep. Michael, Peter y Danny se apretaron en el asiento trasero del vehículo. Repentinamente sobrecargados de preguntas, sentimientos, ideas al azar y simple cansancio mental, siguieron en silencio mientras Brigid daba la vuelta y regresaba por la pista.

—¿Has estado ocupada, Brig? —preguntó Richard.

—Ya me conoces, Rich, siempre lo estoy —contestó—. ¿Y tú? ¿Va todo bien en el continente?

—En realidad está igual que cuando te fuiste. Ahora somos unos cuantos más, eso es todo.

—¿Y vas a conseguir pronto que Keele sea capaz de traer volando ese avión?

—Eso espero. Estoy harto de hacer de mulo de carga. Dios santo, la cantidad de veces que he volado ida y vuelta entre el aeródromo y esta maldita isla.

—Haces que suene como una tortura. —Brigid rió, inclinándose hacia delante para limpiar la condensación del parabrisas con el dorso de la mano—. Te encanta estar aquí.

—Desde luego —asintió Richard—. Es el regreso a ese lugar muerto lo que no puedo soportar.

Un estrecho camino de tierra dibujaba una curva a partir del final de la pista de aterrizaje y desaparecía entre dos colinas bajas y con aspecto de duna. Brigid condujo por el camino irregular y siguió girando hacia la derecha. Incómodamente apretado entre Peter y Danny, Michael miró a través del parabrisas y vio que se estaban acercando a la nube creciente de humo que había visto desde el otro extremo de la pista. Realizaron otro giro y subieron por detrás de la casita encalada que se había visto desde el aire, frente a la cual se encontraba otro hombre bajo y de aspecto atlético, inflando las ruedas de otro coche. Dejó lo que estaba haciendo y levantó la vista al acercarse el Jeep.

—De vuelta al hogar —anunció Brigid mientras apagaba el motor—. ¿Qué vas a hacer, Richard? ¿Entras o regresas ya?

—Estoy reventado. He dicho a los demás que pasaré aquí la noche —respondió—. No tiene demasiado sentido volver hasta mañana. De todas formas preferiría quedarme aquí.

En cuanto bajó Peter, Michael pudo salir también del todoterreno. Estiró las piernas. Aunque corto, el trayecto había sido incómodo y con estrecheces. El hombre que había estado trabajando en el otro coche se acercó a él y le tendió la mano. Michael se la estrechó. Su apretón fue inesperadamente fuerte.

—Harry Stayt —se presentó el hombre con alegría—. ¿Cómo estás?

—Creo que bien —respondió Michael, sintiéndose un poco apabullado—. Soy Michael. Habéis encontrado un lugar muy apacible. No pensé que volvería a ver nunca un sitio como éste.

Para su vergüenza, Michael descubrió que hablar de forma coherente se había vuelto de repente tontamente difícil. Era un lugar muy tranquilo y anodino, y aun así él seguía esforzándose para asimilarlo todo. No era la localización lo que le había afectado ni el aspecto físico de la isla, que a primera vista era muy diferente de la tierra devastada que había dejado atrás y a su vez no era en absoluto lo que había esperado. Era el ambiente y la actitud de las personas que había conocido hasta el momento lo que le había sorprendido. Parecían sorprendentemente relajados y cómodos. Estaban al aire libre, hablaban con libertad, despreocupados del volumen de sus voces y sin mirar continuamente por encima del hombro.

—Te diré una cosa —comentó Harry—, éste es el sitio. En cuanto llegamos, lo supe. En cuanto lo limpiemos y traigamos a todo el mundo, podremos vivir aquí.

Michael no contestó. Se quedó en silencio, escuchó el viento y respiró aire. Excepto por las bocanadas ocasionales del humo procedente del fuego cercano, todo olía relativamente puro y fresco. El hedor enfermizo a muerte y descomposición que impregnaba el resto del país estaba mucho menos presente en aquel lugar. Aún quedaba rastro del hedor en el aire, pero era mucho más difuso que el olor al que se había ido acostumbrando.

—¿Queda mucho por hacer? —preguntó.

—En realidad, no —contestó—. Lo único que queda ahora es lo más grande.

—¿Lo más grande?

—Danvers Lye.

—¿Qué demonio es eso?

—El pueblo. ¿Te han hablado del pueblo, verdad? Vamos a empezar a limpiarlo.

—Nos han hablado de él. ¿Cuándo?

—Probablemente dentro de un par de días. Incluso es posible que empecemos mañana ahora que somos unos pocos más.

Michael oyó cómo se acercaba otro motor. Dio unos pasos a la derecha para mirar al otro lado de la casa, desde donde se alejaba otra carretera que partía de la puerta principal del edificio. Una camioneta se dirigía hacia ellos, pero pasó de largo de la casita y siguió hacia la columna de humo que se elevaba a corta distancia.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Bruce Fry y Jim Harper —respondió Harry—. Han estado limpiando.

—¿Limpiando?

Harry emprendió la marcha tras la camioneta y en dirección hacia el humo, y Michael lo siguió. Llegaron a la cima de otra colina baja y contemplaron una hoya natural. Había una hoguera ardiendo en el fondo de un foso, y la camioneta estaba aparcada al otro lado.

—Es la única forma sensata de hacer esto, de verdad —explicó Harry mientras contemplaban a los dos hombres bajando de la camioneta. Los dos llevaban monos de protección, botas de pescador y guantes de goma.

—¿Hacer qué?

Uno de los dos hombres saludó a Michael y a Harry antes de acercarse a la parte trasera de la camioneta y abrir el portón. Entre los dos empezaron a arrastrar los cadáveres apilados en el fondo del vehículo y los tiraron sin ceremonias a las llamas.

—Éstos son en su mayoría los que hemos encontrado tirados por ahí. Hasta ahora nos hemos deshecho de una treintena —explicó Harry mientras se daba la vuelta e iniciaba el regreso hacia la casita—. ¡Sólo nos quedan unos centenares más!

Michael se quedó quieto y contempló el fuego durante un rato más, mirando fijamente las llamas. Si se fijaba con atención, podía vislumbrar huesos calcinados (podían diferenciarse sobre todo cráneos, manos y pies) y había trozos de ropa parcialmente quemada alrededor de los bordes de la pira. Finalmente se dio la vuelta y corrió tras Harry.

—¿Sois seis, verdad? —le preguntó cuando llegó a su altura.

—Correcto.

—Entonces, ¿dónde están los otros dos, en la casa?

—No, están fuera. Volverán dentro de un rato. Están explorando por ahí.

—¿Qué hacen?

—Sólo comprueban el lugar. No olvides que no llevamos aquí demasiado tiempo —comentó cuando llegaba a la puerta trasera del edificio pequeño—. Ya hemos conseguido hacer bastante, pero queremos cubrirnos un poco más las espaldas antes de intentar nada arriesgado.

—¿Arriesgado? —repitió Michael mientras lo seguía al interior de la oscura cocina de la casita.

La habitación era pequeña y de techo bajo, y estaba abarrotada. A través de una puerta abierta pudo ver a Danny y Peter sentados en una sala de estar que también estaba en la penumbra, hablando con Richard y Brigid.

—Nos estamos tomando las cosas con calma —prosiguió Harry—. Tenemos que estar completamente seguros de lo que vamos a hacer antes de hacer nada que podamos lamentar.

—¿Como qué?

—Como entrar en Danvers Lye y que nos den por el culo un centenar de cadáveres.

—Entendido.

Michael entró en la sala de estar. Aunque había tan poca luz como en la cocina, la habitación estaba seca y relativamente caliente, y era bastante más cómoda y acogedora que cualquier otro sitio en el que hubiera estado durante los dos últimos meses. Seguía sin sentirse bien al estar a plena vista del resto del mundo y hablando sin preocupaciones, como si no hubiera ocurrido nada. Se sentía nervioso y a punto de saltar. ¿Y si había cadáveres cerca?

—¿Te encuentras bien, Mike? —le preguntó Richard, dándose cuenta de que seguía en un rincón.

—Bien —contestó—. Sólo estoy un poco…

—¿Cansado?

Michael negó con la cabeza e intentó pensar en la palabra adecuada para expresar con propiedad lo que estaba sintiendo de repente.

—Desorientado.

—Te acostumbrarás —dijo Brigid, sonriendo—. No tardarás mucho.

Michael se sentó en un cómodo sillón al lado de un fuego apagado. «Dios santo, qué bien me siento al poderme sentar de esta forma», pensó. Se reclinó y estiró las piernas mientras miraba a los demás, que seguían hablando. Al principio se conformó con seguir sentado y escuchar sin tomar parte activa en la conversación. Había estado activo durante demasiado tiempo.

Después de un par de minutos, la conversación dio un giro y cambió de tono. Otro coche se detuvo en el exterior y los dos últimos habitantes de la isla entraron en la casa, presentándose a los recién llegados como Tony Hyde y Gayle Spencer. Ambos llevaban toda la tarde de reconocimiento. Habían conducido hasta las afueras de Danvers Lye para comprobar la situación de cara a preparar la liquidación de cadáveres que iba a comenzar inevitablemente dentro de poco. Explicaron que pudieron acercarse al pueblo más de lo esperado. Michael se sintió confuso.

—No comprendo —comentó, mirando a Tony y Gayle, que estaban sentados enfrente de él—. ¿Cómo habéis conseguido llegar cerca del pueblo y por qué habéis arriesgado el cuello para llegar allí? Seguramente, los cadáveres habrán reaccionado al estar vosotros tan cerca de ellos.

Gayle negó con la cabeza.

—Creemos que el comportamiento de algunos cadáveres está cambiando en este lugar.

—¿Cambiando?

—Ayer nos dimos cuenta por primera vez —explicó Gayle—. Cuando llegamos, todo era poco más o menos como habíamos esperado: sólo teníamos que toser y la mayoría de los cadáveres que había en los alrededores empezaba a moverse hacia nosotros.

—Entonces, ¿qué diferencia hay ahora?

—Cuando nos levantamos ayer, esperábamos estar rodeados de cadáveres a causa del ruido que habíamos hecho y del fuego, y decidimos seguir el juego para deshacernos de unos cuantos. Supusimos que los podríamos atraer poco a poco… ya sabes, atraerlos en lugar de correr detrás de ellos. En cualquier caso, cuando salimos, sólo había un puñado. Los liquidamos con rapidez y supusimos que el resto aún no había conseguido llegar a este lado de la isla.

Tony prosiguió con el relato.

—A media mañana, tres de nosotros nos acercamos al pueblo. Sólo queríamos ver a qué nos enfrentábamos y tener una idea de la situación sobre el terreno. Paramos el coche al final de la calle principal y esperamos.

—¿Qué ocurrió?

—Ahora llega la parte extraña —continuó Gayle—. Las malditas cosas no reaccionaban ante nuestra presencia. Al menos, no reaccionaban como esperábamos. Algunos lo hicieron y vinieron directamente a por nosotros, pero la mayoría se mantuvieron alejados. Conseguimos acercarnos un poco más y los pudimos ver. Pero ésta es la parte más rara: parecía que nos estuvieran esperando. Casi escondiéndose de nosotros.

—Tonterías.

—Te lo juro. Los pudimos ver esperando en la penumbra y dentro de edificios que estaban abiertos, pero apartados de nuestro camino.

—¿Qué hicisteis entonces?

—Nada —respondió Tony—. Dios santo, no nos queríamos acercar demasiado. Lo último que queríamos era fastidiarles.

—¿Fastidiarles? ¿No creerás que esas cosas estén a punto de dar la vuelta y rendirse?

Brigid negó con la cabeza.

—Creo que en su interior tienen aún muchas ganas de pelear.

—Entonces, ¿qué ha cambiado? —preguntó Peter Guest.

—He pensado mucho en eso —contestó Brigid, que se había convertido de repente en el centro de atención—. No sé lo que habéis vivido los demás, pero yo he visto cómo van cambiando estas cosas desde el día en que se levantó el primero y volvió a andar. Al principio sólo podían moverse, después pudieron oír y ver, después se volvieron más agresivos y ahora parece que han empezado a…

—¿Pensar? —se anticipó Michael cuando ella se calló durante un instante.

—Supongo que sí. Han ganado otro nivel de control. Se trata de una progresión lógica, si puedes llamar lógico a algo de toda esta locura.

Michael recorrió la habitación con la mirada.

—Yo he visto que ocurría algo similar, aunque no tanto como lo que habéis visto vosotros. Tenemos con nosotros a un médico que me explicó que cree que una parte de su cerebro ha sobrevivido a la infección. Es como si poco a poco fueran volviendo en sí, a pesar del hecho de que sus cuerpos se están cayendo a trozos. Parece como si hubieran estado sedados y ahora la droga estuviera empezando a desaparecer.

—Entonces, eso es bueno, ¿no? —comentó Peter. Tenía la boca seca a causa de los nervios y tragó con fuerza antes de volver a hablar—. Problema solucionado. Si van a ser capaces de pensar y controlarse, entonces no serán una amenaza, ¿no os parece? Verán que no es una lucha justa y se quedarán quietos mientras se pudren.

—Posiblemente —replicó Michael con precaución—, pero no creo que el que sean una amenaza sea ya la cuestión principal.

—¿De qué estás hablando?

—Siempre he dicho que los cadáveres se mueven por instinto. Es como si estuvieran motivados y controlados al nivel más básico. Cada vez que se produce un cambio evidente en su comportamiento, es como si hubieran conquistado otra capa de conciencia.

—No sé adónde quieres ir a parar —se quejó Peter.

—¿Has visto cómo a veces se pelean entre ellos? Siempre parece que sea completamente espontáneo. Pero ¿alguna vez os habéis parado a pensar por qué lo hacen? ¿Qué van a ganar en la lucha? Entre ellos no existen clases, posición ni cualquier otra división. No comen, no necesitan refugio, no pelean por comida ni posesiones.

—Entonces, ¿qué estás diciendo? —preguntó Brigid—. ¿Por qué lo hacen?

—Creo que la única razón que les queda para luchar es la supervivencia. Luchan simplemente para seguir existiendo. Es una cuestión de autoconservación, y eso es a lo que nos enfrentamos aquí. En una multitud de miles, se pueden llevar por delante a algunos de nosotros. Cuando están en minoría, se retraen.

—No me trago nada de esto —intervino Peter—. ¿Te has escuchado? ¿Has escuchado lo que has dicho? ¿Has oído lo estúpido que suena?

—Lo que estoy diciendo es que los cadáveres no son una amenaza para nosotros, sino que más bien nos ven como una amenaza para ellos. Y si realmente les mueve el instinto, entonces harán todo lo que tengan que hacer para asegurar su supervivencia.