A la mañana siguiente, Michael se despertó dolorido. Emma y él habían pasado la noche durmiendo juntos en el suelo de la pequeña habitación que habían encontrado. Él se había tendido sobre el duro suelo de hormigón y Emma se había acomodado encima de él. Le dolían todos los huesos del cuerpo. Abrió los ojos y miró a su alrededor. La difícil conversación que habían mantenido le seguía retumbando en la cabeza. Le dio un vuelco el corazón al recordar que se iría aquel día.
Emma seguía durmiendo. Michael salió con cuidado de debajo de ella y se aseguró de que estuviera cómoda y abrigada antes de abandonar la habitación y atravesar el vestíbulo principal. Abrió la puerta y salió a una mañana soleada y fría. El cielo estaba despejado y azul, el sol lucía con fuerza. Un viento racheado soplaba por el aeródromo, de manera que la brisa fría lo despertó del todo. A corta distancia delante de él se encontraba el helicóptero; el sol brillaba en sus superficies curvas y se reflejaba en su dirección. Lo estuvo contemplando durante un momento, antes de recordar la razón por la que había salido. Encontró un rincón del edificio menos a la vista, se apoyó en la pared y empezó a vaciar la vejiga.
—Buenos días, Mike —saludó de repente una voz, haciendo que diera un respingo.
Miró a su alrededor y vio que era Donna. Estaba sentada en una silla plegable al borde de la pista, mirando hacia el otro lado del aeródromo a los cuerpos que se encontraban fuera de la lejana alambrada. Un par de meses antes, Michael se habría sentido mortificado porque lo hubieran visto orinando en público de esa forma. Ese día no le importaba.
—Buenos días —respondió indiferente, mientras dejaba caer la gotita, se subía la cremallera y se limpiaba las manos en la hierba húmeda—. ¿Te encuentras bien?
—Bien —contestó Donna, protegiéndose los ojos del sol mientras él se acercaba.
—¿Qué estás haciendo aquí fuera?
—Al principio lo mismo que tú —respondió, ciñéndose a los hechos—. Aparte de eso, no gran cosa. Sólo quería que me diera un poco el aire. Aún no me he podido acostumbrar a estar así al aire libre.
—Aunque hace mucho frío, ¿no te parece?
Donna lo miró. Parecía distraído.
—¿Estás bien?
Se agachó a su lado, pero no respondió de inmediato. Desde allí, los cuerpos al otro lado de la alambrada parecían a kilómetros de distancia. Desde la lejanía no podía distinguir las siluetas por separado, sólo el movimiento constante de una masa putrefacta de color gris verdoso. Phil Croft había mencionado que creía que los cadáveres no serían capaces de seguir viendo a los supervivientes durante mucho más tiempo a causa del deterioro constante de sus caras y ojos. Era posible que su visión limitada se hubiera reducido, pero el hecho de que siguieran al otro lado de la valla en un número tan grande parecía demostrar que la teoría del médico era errónea.
—Cooper me ha dicho que nos dejas —comentó Donna.
—Haces que suene como un adiós definitivo. Creo que nos iremos en el día de hoy. Supongo que todo depende de que Richard pueda volar con este viento.
—¿Y cómo se lo ha tomado Emma?
—Está extasiada —respondió Michael sarcástico—. Sí, está realmente entusiasmada.
—Apuesto a que sí.
—Lo comprende.
—Lo que ocurra en Cormansey es importante.
—Lo sé.
—¿Te das cuenta de lo importante que es? Esto puede suponer la diferencia entre vivir y sólo existir, Mike. Ésta es la mejor oportunidad que hemos tenido, y es probablemente la mejor oportunidad que vayamos a tener.
—Lo sé —repitió él.
Michael se puso en pie, se sacudió y se encaminó hacia la pista de aterrizaje. Pensaba en lo que acababa de decir Donna, y de repente le cayó encima la gravedad e importancia del día. Hasta ahora no se había parado a pensar en detalle lo que iba a hacer. Sin duda, había considerado el lado práctico de ir a la isla y ayudar a liquidar a los muertos y empezar a construir un futuro para el grupo. Sin embargo, ahora, al aire libre, con el viento cortante azotándole la cara y el olor de los muertos suspendido en el aire, empezó a valorar en toda su amplitud la magnitud de la tarea que tenía por delante. Detrás de él, Richard Lawrence salió por la puerta en la base de la torre de control y se acercó hacia donde estaba sentada Donna.
—¿Estáis los dos bien por aquí fuera? —preguntó.
—Sólo quería que me diera un poco el aire —contestó Donna, ofreciéndole la misma respuesta que había dado a Michael unos minutos antes—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo pudimos hacer.
Michael se dio la vuelta al oír la voz del piloto.
—A ver si nos podemos ir hacia mediodía, ¿de acuerdo? —comentó Richard.
—¿Todo irá bien con este viento?
—Créeme, esto no es nada —contestó, riendo—. Recientemente he despegado en condiciones mucho peores que éstas. Confía en mí, colega, éste es un buen día para volar. Quizás un poco de brisa, pero nada que no pueda controlar.
Michael había esperado en silencio que se produjera un retraso. Los acontecimientos se estaban desarrollando a una velocidad incómoda y quería pasar algún tiempo con Emma antes de irse. Habían estado juntos casi cada minuto de las últimas ocho semanas y ahora que se iban a separar, cada segundo que quedaba parecía de repente mucho más precioso. Se dio la vuelta y corrió hacia la torre de control para estar con ella.