22

El vuelo hasta el aeródromo duró menos de quince minutos. El silencio y la tranquilidad que les recibió cuando tocaron tierra contrastaban fuertemente con el caos que habían dejado atrás. Sin prestar atención a los miles de ojos fríos y muertos que los miraban fijamente desde el otro lado de la lejana alambrada, Jack, Clare, Donna, Kelly y Kilgore bajaron tambaleándose del helicóptero, exhaustos pero aliviados, y siguieron a Richard Lawrence por el asfalto. Les condujo hacia una serie de edificios oscuros: un gran hangar medio vacío y esquelético, una torre de control y varios edificios más pequeños que en su momento se habían utilizado como oficinas, salas de espera y espacios comunes. Jack estaba impresionado. Aunque estaba oscuro, el lugar parecía mejor equipado y más imponente de lo que se había atrevido a imaginar. Parecía que había sido un cruce poco habitual entre un pequeño aeropuerto comercial y un club aéreo, y suponía que lo habrían utilizado aviones privados, vuelos chárter y aeronaves para la formación de pilotos. Vislumbró el camión penitenciario y el transporte de tropas aparcados a corta distancia. La presencia de los demás vehículos fue un alivio enorme. El resto del grupo había conseguido llegar con seguridad al aeródromo.

Una luz mortecina relucía desde lo alto de la torre de control. Siguieron a Richard al interior del edificio, cruzaron un pequeño vestíbulo y subieron dos tramos de una escalera empinada y metálica. Los acontecimientos de las últimas horas habían sido física y mentalmente agotadores; Jack en concreto estaba obligándose a subir con todas las fuerzas que le quedaban. Finalmente llegaron a lo más alto del edificio y entraron en una gran sala a través de una pesada puerta batiente de doble hoja. Dentro, la sala estaba iluminada, tenía una temperatura agradable y zumbaba con el sonido de conversaciones relajadas. No podría haber sido mayor el contraste con el silencio frío y forzado del mundo exterior. La visión de rostros familiares repartidos por la sala llenó a los recién llegados de una oleada repentina de energía.

—Al final lo habéis conseguido —gritó Cooper sarcástico desde el otro lado de la sala—. ¿Dónde demonios habéis estado?

—¡Que te jodan! —contestó Jack, intentando esbozar una sonrisa cansada—. ¡Nos equivocamos en un par de cruces, eso es todo!

—¿Sólo un par? Maldita sea, casi os dábamos por perdidos. ¡Llegamos hace horas!

Donna se había quedado en el quicio de la puerta, empapándose de la atmósfera. Todas las personas a su alrededor, tanto los que conocía como las poco más de veinte caras que no reconoció, parecían relajadas. Ella también se sintió de repente mucho más tranquila, como si la tensión y los problemas que la habían abrumado durante casi ocho semanas finalmente se estuvieran alejando. ¿Se sentía así porque acababa de llegar al aeródromo o porque se sentía aliviada de que Cooper y los demás estuvieran seguros? Fuera cual fuese la razón, no había estado en un ambiente tan cómodo y acogedor desde hacía mucho, mucho tiempo. De hecho, ahora que se paraba a pensarlo, no se había sentido así desde que había empezado la pesadilla. Durante un instante, el alivio fue tan intenso que no se pudo mover. El infierno del exterior parecía de repente a miles de kilómetros de distancia.

—¿Estás bien? —preguntó alguien a su lado. Era Emma.

—Muy bien —contestó con rapidez, avergonzada de repente—. Lo siento, sólo estaba…

Donna se calló a media frase, pero Emma sabía lo que estaba intentando decir. Ella había experimentado la misma serie de emociones apabullantes cuando llegó al aeródromo.

—Esto está muy bien, Donna —continuó—. Esta gente se ha organizado realmente bien.

—Eso parece…

—No vas a creer las cosas que nos han estado explicando. Sabes, esta mañana cuando vi el helicóptero, supe que iba a ser algo importante, pero no era consciente de hasta qué punto lo es. Ninguno de nosotros ha tenido tiempo para pararnos a pensar en ello. Dios santo, esta gente ha ido y venido a lo largo y ancho de todo el maldito país. Han visto otras bases como la de Cooper y…

—Lo sé, escuché antes lo que explicaba Richard. Pero entonces, ¿por qué son tan pocos?

—Supongo que han tomado la misma decisión que todos nosotros para enfrentarse a esto —respondió Emma—. Mike y yo decidimos desde el principio que no podíamos perder el tiempo buscando a otros supervivientes. Sabíamos que nos teníamos que olvidar de todos los demás y concentrarnos en superarlo nosotros. Parece que esta gente se ha dedicado a hacer lo mismo.

—Entonces, ¿cuántos son?

—No estoy del todo segura. Creo que alguien ha dicho que son una veintena aquí y otros seis se encuentran ya en Cormansey.

—¿Cormansey?

—La isla, ¿recuerdas?

Donna asintió. Estaba cansada y el cerebro no le funcionaba correctamente. Parecía exhausta y débil, una sombra de sí misma. Emma le acercó una bebida. Era una botella pequeña de limonada. Aquella bebida dulce estaba caliente y tenía gas, pero se la tomó de buen grado.

—¿Han pasado muchas cosas desde que estáis aquí? —preguntó Donna, secándose la boca con el dorso de la manga.

—En realidad, no —respondió Emma—. Os estábamos esperando. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvisteis algún problema?

—Un error estúpido —admitió Donna—. Cogimos la salida equivocada en la rotonda donde se derrumbó ese maldito monumento, y después cometimos más errores al intentar volver a la ruta correcta y alcanzaros.

—Ahora estáis aquí. Eso es lo único que importa.

Una carcajada repentina surgió del extremo más alejado de la sala. Era un ruido inesperado y sorprendentemente extraño. Donna levantó la mirada y vio a Michael, Cooper y otros hablando con personas que no reconocía. Al principio no se preguntó quiénes eran esas personas, o qué les parecía divertido. En su lugar, su mente se centró en el hecho de que acababa de escuchar una risa por primera vez desde hacía semanas. Fuera lo que fuese lo que encontraban divertido, le tocó una fibra. Normalmente fuerte y decidida hasta el punto de parecer a veces fría e indiferente, Donna sintió ahora que estaba a punto de derrumbarse y estallar en lágrimas. Rechazó esos sentimientos como un momento pasajero de debilidad, provocada seguramente por el cansancio. Se volvió y miró por la ventana que tenía detrás, antes de que Emma pudiera ver que se había conmovido.

—¿Ves a esa mujer sentada al lado de Michael? —preguntó Emma.

Donna se dio la vuelta y se limpió los ojos con toda tranquilidad. La mujer entre Michael y Phil Croft era rechoncha, rubicunda y hablaba en voz muy alta. En un mundo en el que la clave para seguir vivo era ahora el silencio, Donna se preguntó cómo demonios había conseguido aquella mujer sobrevivir durante tanto tiempo.

—¿La señora grande? —intentó confirmar, escogiendo con cuidado las palabras.

—Esa misma.

—¿Quién es?

—Se llama Jackie Soames. No creo que aquí esté nadie oficialmente al mando, pero parece que ella interviene en la mayor parte de las decisiones.

—No parece… —empezó Donna.

—No parece el tipo de persona que se quede sentada en un lugar como éste repartiendo consejos —la interrumpió Emma, anticipando con éxito lo que Donna estaba a punto de decir—. Sin embargo, aquí le tienen mucho respeto. He hablado con algunas personas y sólo tienen cosas buenas que decir de ella. Aparentemente tenía un pub. Estaba en su cama durmiendo mientras ocurrió todo lo del primer día. Se fue a la cama con resaca, se despertó a mediodía y encontró a su marido muerto detrás de la barra.

—Qué bien. ¿Quién más hay aquí?

—¿Ves a ese muchacho solo de espaldas a nosotros?

—Sí.

—Es Martin Smith. Es el que…

—¿Quién afirma haber descubierto por qué ha pasado todo esto?

—El mismo. Y el tipo de pie que está mirando por la ventana —continuó, señalando con la cabeza hacia el rincón que se encontraba justo en diagonal al otro lado de la sala cuadrada.

—¿El de la chaqueta y el peinado?

—Ese mismo —contestó Emma—. Creo que su nombre es Gary Keele. Se hace llamar Tuggie[1].

Donna miró al hombre y sintió una extraña mezcla de sentimientos. Mientras que casi todos los supervivientes que había visto llevaban puesta la ropa que habían conseguido recuperar, el aspecto de ese hombre parecía sugerir que, por alguna razón inexplicable, seguía considerando que era importante ir bien vestido y presentable. Su cabello, a diferencia de casi todos los demás, estaba sorprendentemente bien peinado. Parecía totalmente fuera de lugar y ajeno en una especie de limbo, de alguna manera distante y separado del resto. Pero ¿la razón era que había decidido no mezclarse con los demás, o el resto del grupo no quería tratos con él? Fuera cual fuese la razón, en una sala llena de gente estaba muy solo.

—¿Qué es lo que hace por aquí? —preguntó Donna, suponiendo que el hombre debía de tener alguna importancia para el grupo si Emma se lo había señalado.

—Al parecer es quien va a pilotar el avión y llevar a todo el mundo a la isla.

—¿Por qué lo dices así? ¿Qué quieres decir con «al parecer»?

—Aquella chica de allí, Jo Francis, me explicó que solía volar con avionetas pequeñas en un club de vuelo sin motor.

—De ahí el apodo.

—Así es. En cualquier caso, Jo me dijo que él no había pilotado nada tan grande como el avión que tienen aquí.

—¿Es necesario? Ya tienen el helicóptero.

—El plan es seguir enviando personas a la isla en grupos de tres o cuatro para que sea seguro. Cuando todo esté despejado, cargarán el avión y llevarán a todos y todo lo demás.

Donna asintió y se terminó la bebida.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Richard Lawrence me explicó que lo encontró escondido debajo de una mesa en una oficina en otro aeródromo en el que aterrizó para repostar el helicóptero. El tipo tiene los nervios destrozados. No estoy demasiado convencida de que sea capaz de llevar volando a nadie a ninguna parte.

—Estupendo —murmuró Donna.

Jack Baxter cruzó su línea de visión y empezó a acercarse a ella. La tensión y el miedo tan evidentes antes en su cara habían desaparecido y habían quedado reemplazados por una sonrisa relajada y casi incrédula.

—¿Estáis bien?

—Bien —respondió Donna—. ¿Y tú?

—¡Estupendamente!

—Eso es bueno —murmuró Donna, incapaz de igualar su entusiasmo.

—Sí, eso es bueno.

—¿Y por qué estás tan contento?

—¿No lo sientes?

—¿Sentir qué? Sólo llevamos aquí unos minutos, Jack. Aún no he tenido la oportunidad de sentir nada.

—Esto va a funcionar —sonrió Jack—. Lo intuyo. Te digo que no falta mucho para que salgamos de todo este lío.