17

El camino al otro lado del río estaba bastante despejado y no planteaba demasiados problemas. A poco más de un kilómetro, la carretera que habían estado siguiendo se volvía a ampliar a dos carriles, y las vías en dirección a la ciudad estaban atestadas con la familiar escena de cientos de vehículos que habían chocado en cadena, algunos de ellos con los restos podridos de conductores y pasajeros aún atrapados en su interior, luchando por salir a medida que se acercaba el convoy. En comparación, los dos carriles en dirección contraria estaban casi vacíos; muchos menos vehículos salían de Rowley cuando atacó la infección. Cooper condujo el convoy a través de la mediana, abriendo un agujero en una sección de quitamiedos que ya estaba dañada. Conducir en el lado erróneo de la carretera parecía antinatural, pero no cabía duda de que era más rápido y fácil.

Un pequeño respiro en la niebla y la lluvia aumentó durante un rato muy breve el nivel de luz vespertina de finales de octubre. La carretera trazaba una curva larga y suave con bosques a un lado y las sombras de la ciudad de Rowley al otro. No importaba el tiempo que hubiera pasado desde que el germen (si realmente era eso lo que había provocado todo el daño) atacase y lo destruyese todo, la visión de una ciudad antaño ajetreada y poderosa sumida en una oscuridad total y sin una sola luz en ninguno de sus edificios seguía siendo perturbadora. Era un gran recordatorio de la magnitud de lo que le había pasado al mundo.

Peter Guest parecía haber recuperado un poco la compostura.

—En algo menos de un kilómetro tendríamos que llegar a una serie de rotondas —explicó, siguiendo con atención en el mapa cada centímetro de su progreso y comprobándolo con sus notas manuscritas—. Sigue recto hasta que lleguemos a la quinta, entonces giras a la izquierda. Aproximadamente, unos treinta kilómetros después casi habremos llegado.

Michael se arrodilló en el suelo de la parte trasera del transporte de tropas y se lavó las manos con un desinfectante muy fuerte que habían cogido de la tienda, intentando eliminar el detestable olor de la carne muerta. Emma estaba sentada a su lado, contemplándolo con atención y de vez en cuando levantando la vista y mirando a través de la ventanilla. Cada pocos segundos, la luz de uno de los vehículos iluminaba la ventana de un edificio vacío o el parabrisas de un coche parado, reflejándose durante un instante, haciendo que mirase dos veces y se preguntase si había alguien dentro. Sabía que no había nadie, pero seguía mirando por si acaso.

Sintiendo pinchazos en las manos y con los ojos llorosos, Michael terminó lo que estaba haciendo y se derrumbó con fuerza en el asiento al lado de Emma, mientras el transporte de tropas giraba alrededor de la primera rotonda.

—¿Estás bien? —preguntó Emma.

—Bien.

—Apestas.

—Muchas gracias.

Emma no sabía qué era peor: el hedor de la carne muerta o el olor acre de los productos químicos que Michael había vertido sobre sus manos.

—Estaba pensando —le dijo, apoyándose en ella y susurrando en voz baja—. Si esto funciona, quiero llegar a la isla lo antes posible. Creo que ambos tendríamos que hacerlo.

—¿Por qué? —preguntó Emma, su voz igualmente baja.

—Porque si crees todo lo que hemos escuchado, entonces podría ser el lugar donde acabemos pasando el resto de nuestras vidas. Quiero asegurarme de que tendremos allí todo lo que necesitamos.

—¿No te parece que eso es un poco egoísta? ¿Qué pasa con…?

—No estoy sugiriendo que hagamos nada en perjuicio de nadie —explicó Michael con rapidez, ansioso por dejar claro que no estaba siendo completamente egocéntrico—. Sólo me quiero asegurar de que tengamos lo que necesitemos. Y no sólo estoy hablando de ti y de mí, sino que también estoy hablando de todos éstos.

Echó un vistazo alrededor del transporte de tropas hacia las otras personas que viajaban con ellos. Resultaba descorazonador que incluso ahora, después de haber pasado tanto tiempo juntos, el grupo siguiera dividido y disperso. En general, parecía que los supervivientes se encuadraban en dos categorías distintas: los que hablaban del futuro y hacían algo al respecto, y los que no lo hacían. Michael pensó que resultaba interesante que pudiera nombrar a todos aquellos que al menos habían intentado mirar hacia delante y construir algo con lo poco que les había quedado. Los demás, los que seguían pasando cada día en silencio hundidos en la autocompasión y la desesperación, seguían sin tener nombre ni rostro.

—Lo que estoy diciendo —le explicó a Emma, ansioso por que quedara claro— es que nos tenemos que asegurar de que seguimos al mando y de que no nos pasen por encima y nos quedemos con las sobras sólo porque ellos tienen un maldito helicóptero. Este poco de control es todo lo que nos queda.

Dos vehículos detrás, los nervios empezaban a crisparse.

—¿Queréis hacer el favor los dos de acabar con el maldito gimoteo? —gritó Donna, mirando por encima del hombro a los dos soldados derrumbados en la parte trasera de la furgoneta—. Lo único que habéis hecho durante la última hora es quejaros. Si no tenéis nada positivo que decir, no digáis nada de nada.

—Yo tengo un montón de cosas que decir —le respondió Kilgore también a gritos—. El problema es que no me quieres escuchar.

—Sólo te tienes que quitar la maldita máscara para que te oigamos bien.

—Venga ya, Donna, ¿no te parece que eso ha sido un poco duro? —murmuró Jack en la parte delantera de la furgoneta—. Déjalo estar, no vale la pena. Sólo es un maldito idiota aterrorizado ante la muerte. Ambos lo están, lo puedes ver en sus ojos.

Donna contempló en el retrovisor cómo Kilgore, enfadado, se dejaba caer de nuevo en su asiento como un niño enfurruñado, cruzando los brazos y volviéndose de espaldas a ella para mirar por la ventanilla.

—Ahora mismo los tendríamos que echar a los dos —comentó Donna a través de la comisura de los labios—. No sé por qué nos molestamos siquiera en traerlos con nosotros. Deberíamos hacer lo que Cooper le hizo a los otros dos y…

—Venga ya —suspiró Jack decepcionado—, sabes tan bien como yo por qué Cooper hizo lo que hizo. Esto es diferente. Al fin y al cabo son sólo personas como tú y como yo.

—Aun así.

Jack movió la cabeza con tristeza. Sabía (o al menos tenía la esperanza) que Donna no creía de verdad lo que estaba diciendo. Quizá se trataba sólo de la tensión y la incertidumbre del día, que la estaban alterando como lo estaban haciendo con él. Sin el menor deseo de prolongar la conversación, devolvió su atención a los mapas.

El convoy se aproximaba con rapidez a la tercera de las cinco rotondas que debían atravesar de camino hacia el aeródromo. Cansada, Donna se enderezó en el asiento y dejó que la furgoneta quedara un poco atrás para permitirle una visión más amplia de la carretera que tenía delante. En el centro de la isleta en medio de la calzada se alzaba un monumento a los caídos en piedra, alto y en forma de aguja, que podía ver recortado contra el cielo que se iba oscureciendo. En su base había recibido el impacto de un camión que había perdido el control al morir su conductor. El enorme camión se retorcía a su alrededor de una forma muy extraña, con la cabina caída hacia un lado y la mitad de las ruedas levantadas del suelo.

—Da el giro con suavidad —le advirtió Jack mientras los dos vehículos que iban delante redujeron la velocidad para rodear el accidente.

Un cuerpo salió de la oscuridad y salió al paso del transporte de tropas, distrayendo a Cooper y provocando que diera un volantazo. Steve Armitage, que le seguía demasiado cerca y no estaba prestando demasiada atención, golpeó la parte trasera del camión accidentado, haciendo que se empotrase más en la base del monumento. Levantó la mirada a tiempo para ver que el alto monumento de piedra se estaba moviendo. Aumentó la velocidad y se dirigió con rapidez hacia la salida que acababa de tomar Cooper.

—¡Mierda! —chilló Donna al ver cómo el camión y el transporte de tropas se evitaban y seguían adelante.

Desde donde se encontraba podía ver que el monumento, ya inestable, había quedado seriamente debilitado por el impacto y por la consiguiente vibración. Al alejarse el camión penitenciario, la punta del monumento se empezó a mecer. Su caída era inevitable, así que en lugar de correr ningún riesgo innecesario, Donna fue frenando la furgoneta. Contemplaron desde la distancia cómo la alta aguja de piedra caía al suelo, rompiéndose en tres grandes trozos. Incluso antes de asentarse el polvo resultaba obvio que la carretera que tenía delante había quedado bloqueada.

—¡Maldita sea! —exclamó Donna, golpeando el volante con el puño en señal de frustración.

—No importa, ve por el otro lado —sugirió Jack, mirando ansiosamente a su alrededor a medida que los cadáveres empezaban a salir de las sombras y a converger en la furgoneta—. Haz algo, por el amor de Dios, para seguir en movimiento.

Donna aceleró de nuevo y empezó a rodear la isleta en el sentido contrario a las agujas del reloj, haciendo todo lo que podía para concentrarse en seguir la carretera e ignorar los cadáveres que se acercaban en masa.

—¿Qué salida? —Estaba confusa al girar por la rotonda en sentido contrario.

—La tercera —le indicó Jack, aunque no parecía muy seguro—. No, espera, la cuarta.

La indecisión de Jack a causa de los nervios, junto con la presión repentina e intensa, el movimiento desorganizado de los cadáveres a su alrededor y los diversos obstáculos que bloqueaban la carretera, provocaron que Donna tomase la salida equivocada. Su error quedó inmediatamente en evidencia.

—¡Maldita sea! —maldijo, apretando el freno y deteniéndose.

Miró por el retrovisor y vio que la carretera que quedaba detrás se estaba llenando rápidamente de cadáveres. Era imposible dar la vuelta. Por delante, a la izquierda, podía ver las luces traseras del transporte de personal y del camión penitenciario que se movían con rapidez por la ruta que debería haber seguido.

—Aquí no puedo dar la vuelta —comentó, buscando desesperadamente otra vía de salida.

—Sigue adelante —indicó Jack cuando los primeros cadáveres empezaron a golpear los laterales de la furgoneta—. Tú sigue adelante. Sé donde estamos en el mapa. En unos minutos volveremos a la ruta correcta.

—Nos encontrarán —dijo con firmeza Cooper, con la esperanza de callar a Peter Guest, que ya estaba balbuceando con nerviosismo sobre la furgoneta desaparecida.

—Pero pueden estar en cualquier sitio…

—Escucha, han tomado una salida equivocada, eso es todo. Tienen mapas. No son estúpidos. Nos encontrarán.

—Pero y si…

—Nos encontrarán —repitió—. Y si no lo hacen, sólo tienen que encontrar una ruta hacia el aeródromo, tal como habíamos acordado. Ellos esperarán que sigamos la ruta que tenemos planeada y que no perdamos el tiempo buscándolos. Parar y dar la vuelta o abandonar ahora esta carretera sólo empeorará las cosas para todos.