10

El reloj de Clare Smith marcaba las tres menos cuarto. La cavernosa tienda era fría y levantaba ecos. Estaba tendida inquieta en el suelo al lado de Donna sobre un colchón polvoriento que habían arrastrado hacía unas horas desde el departamento de muebles. Estaba físicamente exhausta, pero era incapaz de dormir. Se incorporó sobre un codo y miró a su alrededor. Más o menos la mitad de los supervivientes también estaban despiertos.

Clare necesitaba relajarse, pero no era capaz de sentirse cómoda. Sus tripas se retorcían con oleadas repentinas de calambres. Probablemente sólo eran los nervios, se dijo a sí misma, o eso o la sobredosis de alimentos dulces que había ingerido antes. Fuera cual fuese la razón, ahora mismo la sola idea de pensar en comer le provocaba arcadas. Hacía una hora había estado con diarrea. Dios santo, había sido humillante. Se había sentado en una taza del váter reseca en el extremo más alejado del edificio y había gritado a causa del malestar y la humillación. Estaba segura de que todo el mundo la había oído. Incluso ahora, después de vivir de forma austera durante casi seis semanas y de pasar incluso sin las necesidades humanas más básicas, algunas veces la situación la sobrepasaba. Era una adolescente y, a pesar de lo que le había ocurrido al resto del mundo, su cuerpo se seguía desarrollando como era normal. Hacía unos días tuvo su primera regla. Donna la ayudó y la tranquilizó todo lo que pudo, pero no había sido fácil. Donna también estaba luchando. Todos y cada uno de ellos estaba librando su propia batalla.

Clare se tendió de nuevo y se quedó mirando el alto techo, estudiando las vigas de metal que sostenían el tejado y las luces. Deseaba que las pudieran encender. Hacía semanas que vivían en una oscuridad casi constante.

Los párpados le pesaban, pero seguía sin poder dormir. Sabía que en cuanto amaneciese, se levantarían y se irían, y no sabía cuándo podrían parar de nuevo. No sabía si tendría suficiente fuerza para continuar si no descansaba un poco. Ya era lo suficientemente duro seguir adelante cuando no sabían dónde estaban o lo que iban a hacer.

Oía algo.

Se sentó y escuchó. En la distancia podía oír sin lugar a dudas un ruido leve y mecánico. ¿Quizá más soldados que habían escapado del búnker? El mundo estaba tan silencioso que este sonido nuevo e inesperado parecía no proceder de ninguna dirección. ¿Se lo estaba imaginando? ¿Se trataba sólo de su mente cansada jugando a un juego cruel, o tal vez era algo más escondido en este edificio extraño?

Cada vez era más fuerte.

Se dio cuenta de que no era la única que lo había oído. Un par de personas más estaban ahora sentadas. Se inclinó y sacudió a Donna.

—¿Qué? —gruñó Donna apática antes de recordar de repente dónde se encontraba y dio un respingo con rapidez, preocupada de que algo fuera mal—. ¿Qué ocurre?

—Escucha.

Ahora no cabía duda de que el ruido se estaba acercando. Sonaba como un motor, pero nada que pudieran reconocer. Siguió aumentando constantemente en volumen y después se volvió poco a poco más claro; un traqueteo y golpeteo por encima del rugido del motor. Donna creía saber lo que era, pero se negaba a creerlo. Era cada vez más fuerte, hasta que pareció que el edificio se veía sacudido por aquel ruido ensordecedor. Michael se puso en pie y corrió hacia la parte delantera de la tienda, aplastando la cara contra el vidrio, intentando ver a través de los huecos de la reja de seguridad. Muy por encima del edificio, al parecer desde la nada, apareció de repente una columna de una luz blanca y brillante. Barrió varias veces toda el área del polígono industrial y después se detuvo, iluminando la zona de carga al lado de la tienda. La realidad de la situación tardó unos segundos en calar: había un helicóptero parado justo encima del edificio.

—¿Es uno de los vuestros? —le preguntó Jack a Stonehouse.

—No tiene nada que ver con nosotros —contestó el soldado.

Cooper agarró el fusil de uno de los soldados y desapareció a través de la puerta lateral que habían usado en su momento para entrar en el edificio. Stonehouse y Jack lo siguieron hacia la zona de carga y se agacharon a su lado junto al camión penitenciario, todos ellos protegiendo sus ojos de la luz brillante y del viento racheado. El piloto del helicóptero estabilizó con habilidad la máquina y la hizo aterrizar en el espacio entre los tres vehículos. Cooper contempló ansioso cada metro de su lento descenso.

El motor y las luces del helicóptero se apagaron. Las palas del rotor se empezaron a detener y el ruido se fue difuminando, pero el vacío quedó inmediatamente cubierto por el sonido familiar de los cadáveres precipitándose contra la alambrada de tela metálica.

—¿Quién demonios es? —preguntó Jack.

Antes de que nadie pudiera contestar, se abrieron las puertas laterales de la cabina del helicóptero. Dos personas saltaron a tierra, ambas agachándose instintivamente para evitar las palas aún en movimiento. Un hombre fornido y un mujer más pequeña y rechoncha estaban delante del helicóptero y miraban a su alrededor en busca de señales de vida.

—¡Hola! —gritó el hombre—. ¿Hay alguien ahí?

Su llamada provocó una reacción súbita e intensa de la muchedumbre de cadáveres al otro lado de la alambrada, pero nada más. Después de unos segundos pasados en silencio valorando otras opciones, Cooper se puso en pie y salió de las sombras. Seguía agarrando con fuerza el fusil del soldado, asegurándose de que fuera claramente visible, pero también mantuvo el cañón apuntando hacia el suelo.

—¡Por aquí! —gritó.

El hombre y la mujer se dieron la vuelta y anduvieron hacia él. Para su alivio parecían relativamente normales: civiles mal vestidos y desarmados.

—¿De dónde demonios han salido?

—De las afueras de Bigginford —contestó el hombre—. Soy Richard Lawrence. Ésta es Karen Chase.

—¿Va todo bien, Cooper? —preguntó Michael, apareciendo de repente en el exterior, flanqueado por un soldado y otros dos supervivientes.

Algunas personas más estaban de pie en el quicio de la puerta justo detrás de ellos, mirando con gran interés. Cooper los ignoró a todos y se acercó a los recién llegados.

—¿Cómo demonios nos han encontrado? Sólo llevamos aquí unas horas.

—No resulta difícil desde ahí arriba —respondió Richard, haciendo un gesto hacia el helicóptero. Se retiró de la cara el cabello canoso y largo removido por el viento para poder ver mejor a Cooper—. Vimos antes la muchedumbre, así que supimos que pasaba algo por los alrededores —prosiguió, refiriéndose a la batalla en el búnker—. Por eso estábamos atentos en busca de alguien que intentase huir. Y vosotros destacáis como un pulgar hinchado.

—¿Por qué?

—Llevo pilotando helicópteros desde hace años —explicó—. Te acostumbras al aspecto que deben tener las cosas desde ahí arriba. Es fácil descubrir lo que se sale de lo normal, en especial cuando todo lo demás está tan jodido. No resulta frecuente ver vehículos como ésos aparcados en la parte trasera de lugares como éste. No son exactamente camiones de reparto, ¿no te parece?

Tenía razón, admitió Cooper en silencio.

—¿Cuántas personas tienen aquí? —preguntó Karen, mirando el gentío en la puerta.

—No lo sé con exactitud —respondió Cooper—. Entre treinta y cuarenta.

—Deberíamos hablar dentro —sugirió Michael, que ya estaba regresando hacia la puerta, muy consciente del efecto que había producido la llegada del helicóptero en la masa creciente de cadáveres que se encontraba en las proximidades.

Los extraños le siguieron dentro, y cuando llegaron a la zona central donde había acampado el resto del grupo, todo el mundo estaba despierto y levantado, y sabían lo que estaba pasando. Las conversaciones nerviosas y en voz baja quedaron acalladas inmediatamente cuando los dos desconocidos entraron en la tienda. Convertidos repentinamente en el centro de atención, Richard y Karen se encontraron en medio del grupo, sintiéndose raros y vulnerables, y saludando con la cabeza a las pocas caras que pudieron distinguir en la penumbra.

—Éstos son Richard Lawrence y Karen Chase —les presentó Cooper—. Vienen de Bigginford.

—Eso está a kilómetros de distancia —comentó Jack en voz baja.

—Tienen un maldito helicóptero, so idiota —suspiró Croft, enojado por un comentario tan estúpido.

La sala se quedó repentinamente en silencio y expectante. Nadie hablaba, y aun así cada uno de ellos tenía innumerables preguntas que formular. Donna se aclaró la garganta.

—¿Así que se pasan todo el tiempo volando por ahí en medio de la noche en busca de supervivientes? —El tono de su voz era inesperadamente sarcástico y resultaba claro que no confiaba en ellos.

—Normalmente, no —respondió Karen, igualando su desconfianza.

—Entonces, ¿cómo nos han encontrado?

—Hace algún tiempo que sabemos que pasaba algo por aquí.

—Pero no sabíamos qué —continuó Richard, jugando con su corta barba de tonos canosos mientras hablaba—. Todo lo que podíamos ver desde allí arriba eran unos pocos miles de cadáveres. Sabíamos que les debía atraer algo, pero no sabíamos qué.

—¿Dónde estaban? —preguntó Karen.

—Bajo tierra —respondió Jack.

—Sobrevolé hace unos días esta zona y resultaba bastante evidente que sucedía algo. Y había muchísimo humo por todas partes, pero no pude ver lo que estaba ocurriendo. Volvimos más tarde y vimos la batalla. Pensamos que algunos habíais podido huir, así que hemos pasado las dos últimas horas volando por los alrededores para encontraros.

Durante un momento no habló nadie, analizando la explicación que acababan de escuchar. Parecía creíble. No tenían ninguna razón para no creer en lo que les habían dicho.

—¿Cómo habéis acabado con un helicóptero? —preguntó Emma.

—Me ganaba la vida volando —le explicó Richard—. Solía trabajar para una emisora de radio local, para la sección de noticias de tráfico que solían emitir. Me encontraba ahí arriba cuando empezó todo esto. Estábamos en medio de la emisión y atacó a la reportera. Era una chica guapa. Murió en el asiento a mi lado…

—¿Sois muchos?

—Por lo que parece, no tantos como vosotros —contestó Karen—. Somos poco más de veinte, pero de momento estamos separados.

—¿Separados?

—Hemos tenido nuestra base en el aeródromo de Monkton desde que empezó todo, pero nos estamos preparando para trasladarnos.

—¿Adónde vais?

—Probablemente lo sabréis por vuestra propia experiencia —replicó Richard, retomando la historia—. En este momento haces un maldito ruido en el exterior y acabas rodeado de estas jodidas cosas antes de que te des cuenta de lo que está pasando. Con el helicóptero y el avión…

—¿También tenéis un avión? —le interrumpió Jack, sorprendido.

—Uno pequeño. En cualquier caso, con el ruido que hemos estado haciendo estamos rodeados por miles de ellos desde que ocupamos el aeródromo.

—Entonces, ¿adónde planeáis ir? —intervino Michael, repitiendo la pregunta—. Seguramente será igual de malo allá donde vayáis a parar.

—Hemos encontrado una isla —explicó Karen.

—¿Una isla? —jadeó Emma, su cabeza se llenó de inmediato con imágenes de playas bañadas por el sol e interminables extensiones de arenas doradas.

—Se encuentra frente a la costa del noreste —prosiguió Karen—. Es fría, gris y deprimente, y no hay casi nada en ella, pero es muchísimo más segura que cualquier sitio del continente.

—¿Es muy grande? —preguntó Michael con rapidez—. ¿Qué tipo de instalaciones tenéis allí? ¿Hay muchos edificios o…?

—Aún es demasiado pronto —le interrumpió Karen, levantando una mano para frenar su aluvión de preguntas—. Hemos pasado un montón de tiempo buscando el emplazamiento ideal y creemos que finalmente lo hemos encontrado. Es un lugar pequeño que se llama Cormansey. Tiene unos dos kilómetros y medio de largo por uno y medio de ancho. Originalmente vivían allí unas quinientas personas. Existe un pueblo pequeño, que es donde vivía la mayoría de gente, y unas pocas casas y chozas repartidas por toda la zona. Hay una pista de aterrizaje en el extremo más alejado de la isla y…

—¿Y qué pasa con los cuerpos? —insistió Michael, desesperado por mantener bajo control su excitación repentina.

Richard se lo explicó.

—Tenemos planeado liquidar lo que queda de la población local. Intentamos llevar por vía aérea unas pocas personas cada día para adecuar poco a poco el lugar. La descubrimos hace sólo unos pocos días. Llevé a tres personas ayer por la mañana y a tres más hoy. Por eso sobrevolé por encima de este lugar.

—Entonces, ¿cuál es el plan?

—Hemos enviado a algunos de los más fuertes para que empiecen a limpiar el terreno. Van a abrirse camino a lo largo de la isla para librarse de los muertos. Como ha dicho Karen, creemos que inicialmente sólo vivían unos pocos centenares de personas y, por lo que hemos visto, parece que muchos de ellos siguen tendidos boca abajo en el suelo. Por lo que sabemos, no hay supervivientes locales, de manera que eso nos deja con varios cientos de cadáveres de los que nos tenemos que deshacer y con una enorme operación de limpieza.

Jack se quedó mirando sobrecogido al piloto. Como todo el mundo a su alrededor, estaba empezando a asumir lentamente las implicaciones de lo que estaba escuchando. Imaginarse en un sitio con la libertad para moverse de un lado a otro sin cadáveres por ninguna parte. Imaginarse en un lugar donde pudiera hacer todo el ruido que tuviera las jodidas ganas de hacer sin temer a las consecuencias. Sonaba demasiado bien para ser verdad. Quizá lo fuera.

—Cuando hayamos conseguido trasladar a una cantidad suficiente de personas, nos empezaremos a instalar en el pueblo —prosiguió Richard—. Tenemos la intención de limpiarlo edificio a edificio hasta que nos hayamos librado de hasta el último rastro de los muertos.

—¿Y el agua y la electricidad? —preguntó Croft, su mente a mil por hora.

—Venga ya, Phil —intervino Donna, pesimista—, no te adelantes a los acontecimientos. ¿Cómo sabemos que todo eso es verdad?

—Han aparecido aquí en un maldito helicóptero, Donna —replicó Cooper, irritado por su actitud—. ¿Por qué tendrían que mentir? Aunque es posible que no sea todo tan fácil como suena.

—Nunca hemos dicho que vaya a ser fácil —intervino Richard—. Estamos al principio y tenemos mucho que hacer, pero no existe ninguna razón para que no podamos conseguir que esto funcione. Y quién sabe, en el futuro es posible que consigamos que el suministro de combustible y electricidad vuelva a funcionar.

«El futuro —pensó Michael—. Maldita sea, estos dos supervivientes que han aparecido de repente caídos del cielo se encuentran en una posición lo suficientemente fuerte como para poder permitirse el lujo de pararse a pensar en el futuro. Vale, está claro que tienen una enorme cantidad de trabajo por delante y el peligro al que se enfrentan no ha dejado de existir, pero al menos pueden ver el final del mismo. Pueden ver el rumbo que podría tomar el resto de sus vidas. Yo, en comparación, no sé en qué dirección correr ni a qué me tendré que enfrentar por la mañana.»

La conversación continuó a medida que más supervivientes, antes en silencio, recuperaron de repente la voz y plantearon cada vez más preguntas a los recién llegados. Conforme respondían con paciencia a los interrogantes, quedaron cada vez más en evidencia los detalles claros y racionales del plan. Cada uno de los supervivientes empezó a comprender la importancia en potencia de lo que estaban escuchando.

Durante una pausa muy breve apareció una pregunta inesperada.

—¿Sabéis lo que ha ocurrido? —planteó una mujer, su voz baja, insegura de si debía haberlo preguntado.

Todas las conversaciones quedaron silenciadas.

—¿Y vosotros? —preguntó Richard retóricamente al grupo. Sobre la sala cayó un silencio sepulcral—. ¿Y vosotros qué? —preguntó de nuevo, esta vez mirando directamente a Stonehouse y a los otros tres soldados enfundados en trajes de protección que estaban a su lado—. Tenéis que saber algo.

—No nos explicaron nada —contestó Cooper por él.

—¿También eres militar?

—Lo era.

Richard se quedó mirando el vacío y reflexionó cauteloso antes de hablar de nuevo.

—Mirad, os puedo decir lo que me han explicado, pero no os puedo decir si es cierto o no.

—¿Cómo es posible que sepa algo? —exigió Donna enojada—. No queda nadie que se lo hubiera podido decir.

—No puedes estar segura de eso… —intervino Croft, intentando aplacarla.

—De ningún modo —repitió Donna, mirando al piloto del helicóptero y apuntándolo con un dedo acusador—. No lo puedes saber… es imposible.

—Como he dicho —prosiguió Richard, imperturbable—. Os puedo explicar lo que he visto y oído, y podéis decidir si os lo queréis creer o lo queréis olvidar. A mí no me importa lo que creáis. Algo en mi interior me dice que lo que he escuchado es cierto, pero eso no significa necesariamente que lo sea.

—¡Para ya con toda esa mierda y desembucha! —gritó Peter Guest.

El exabrupto airado estaba completamente fuera de lugar en una personalidad tan retraída como la de Peter. Aunque Michael estaba esperando a saber más, se preguntó si en realidad quería escuchar lo que Richard estaba a punto de decir. ¿Qué importaba ya? ¿Cómo iba a cambiar nada saber lo que había ocurrido? Lo único que podía hacer era enfadarlo más. Podía empeorar la situación. Incluso podría afectar a su relación con Emma, aunque no sabía cómo. A pesar de lo que pudiera pasar o no, sabía que no tenía más elección que escuchar a Lawrence. Quería saber por qué su mundo había quedado destruido con tanta rapidez y de un modo tan cruel, por qué todo el mundo que conocía había muerto en un solo día y por qué su vida se había convertido en nada más que una lucha interminable y agotadora.

Richard se aclaró la garganta, sintiendo la incomodidad colectiva del grupo. Miró la sala oscura a su alrededor, contemplando por turno cada uno de los rostros que podía distinguir.

—¿Realmente queréis saber qué ha causado esto? —preguntó.

Silencio.

—Entonces, os contaré lo que me han explicado.