7

Se encendieron las luces. Donna saltó inmediatamente de su asiento cuando se empezaron a abrir las puertas de las cámaras de descontaminación.

—¡Oh, Dios! —exclamó ansiosa, mirando hacia Emma, Clare y Bernard, que estaban también de pie cerca de ella y que también estaban mirando cómo se abrían lentamente las puertas.

Alertados por la claridad repentina en el hangar, la mayor parte de los demás supervivientes habían empezado a dirigirse con rapidez hacia el otro lado de la enorme caverna en dirección a sus vehículos. Cuando los primeros soldados enfundados en trajes de protección empezaron a emerger de su refugio sellado, la multitud asustada de hombres, mujeres y niños corrieron de nuevo hacia el furgón policial, el camión penitenciario y la autocaravana.

Un flujo constante de soldados tomó de nuevo posición en la rampa justo delante de las puertas de entrada. De pie, al lado de la columna principal de soldados, un oficial ladraba furioso las órdenes. Como habían hecho con anterioridad, arrancaron una serie de motores y otro transporte blindado de tropas salió de entre las sombras. Esta vez el potente vehículo estaba acompañado por cuatro Jeeps y rodeado de una falange de ocho hombres con lanzallamas. Los soldados se movían con rapidez hacia la parte delantera del pequeño convoy, dispuestos para escoltar a los vehículos hacia el exterior y abrirse paso con las llamas a través de la multitud putrefacta de los muertos.

Era sábado por la tarde, a las tres en punto.

—¿Qué crees? —le preguntó Donna a Bernard. Ambos se habían detenido a medio camino del hangar y contemplaban las tropas con interés—. ¿Piensas que intentan hacer lo mismo de la otra vez?

—Eso parece —contestó Bernard, su voz baja y ligeramente temblorosa—. Lo único que quiero es que acabe todo esto. Si realmente lo van a hacer, quiero que lo hagan ahora y dejen todo este estúpido e inútil…

Sus palabras quedaron ahogadas cuando se inició el siniestro ruido metálico que señalaba la abertura de las puertas principales. Tragó saliva nervioso y se lamió los labios secos, incapaz de apartar la mirada de la entrada del búnker, demasiado asustado para seguir mirando, pero aún más aterrorizado de no hacerlo. Lentamente empezó a aparecer el mundo exterior. A causa de la pendiente de la rampa de entrada, lo primero que vio fueron las nubes: un cielo sucio, grisáceo y lluvioso se cernía sobre la escena desolada y hacía que el día pareciera tan oscuro como la noche. Y entonces empezó. El segundo inesperado de silencio y calma quedó roto por la avalancha repentina de cuerpos que empezaron a entrar en la base antes de que fueran rechazados y aniquilados por los soldados con lanzallamas. Desde esa distancia, Bernard no podía distinguir los cadáveres por separado. Sólo veía una masa sin forma en movimiento, cambiando y girando constantemente, precipitándose sobre las llamas que iban avanzando. Durante un momento de tensión aparentemente interminable, el peso y la fuerza de los cuerpos pareció que obligaba a retirarse a los soldados más adelantados, casi forzándolos a entrar de nuevo en la base antes de que pudieran afianzarse e iniciar el avance. Su fuerza y poder increíblemente superiores les permitió muy pronto penetrar con facilidad en la multitud. Brutal y unilateral, mientras se desarrollaba con rapidez la batalla, el familiar olor a quemado empezó a llenar de nuevo el cavernoso hangar, acompañado de nubes asfixiantes de humo sucio.

—Nos tenemos que preparar para partir —indicó Michael.

Donna reaccionó al instante, pero Bernard fue incapaz de responder, paralizado por las visiones infernales que podía ver ahora en el exterior. El transporte de tropas empezó a avanzar, seguido primero por los Jeeps y después por otros vehículos fuertemente blindados. Todo el convoy quedó rodeado por un anillo de soldados que lanzaban chorros de llamas hacia la muchedumbre.

—Cooper afirma que esta vez van a ir a por ellos de verdad —comentó Jack Baxter, que apareció de repente detrás de Bernard—. Dice que incluso pueden intentar deshacerse de todos ellos. ¿Qué bien se creerán que están haciendo? Liquidarán a éstos, pero vendrán más a ocupar su lugar. Nunca lo conseguirán.

—No puedes razonar con ellos —intervino Cooper, que contemplaba cómo salían los soldados. Durante medio segundo se preguntó si debería estar luchando a su lado—. Poneos en su piel —prosiguió—. No sabemos mucho de lo que está ocurriendo, pero sabemos muchísimo más que ellos. Tal vez no tengamos el equipo pesado que tienen ellos, pero estamos más preparados para enfrentarnos a todo esto. Lo único que saben es que no pueden respirar el aire exterior porque probablemente les mataría, y esas malditas cosas de ahí fuera están impidiendo que obtengan el aire limpio que necesitan. Ven los cadáveres como el enemigo, y creen que la única opción que les queda es enviarlos a todos al infierno.

—Pero ¿es que no lo comprenden? —preguntó inútilmente Jack antes de que lo interrumpiese Cooper.

—No, Jack, no lo entienden, al menos no del todo. No han visto ni la mitad de lo que hemos visto nosotros.

—Pero los cadáveres no se van a detener, ¿verdad? Seguirán viniendo hasta que no quede nada.

Fuera del búnker, las tropas más avanzadas habían realizado un progreso constante. La zona más próxima que rodeaba la base —que ya parecía un campo de batalla sangriento y abrasado de la primera guerra mundial— era un hormiguero en movimiento. Los cadáveres se acercaban desde todos los ángulos y eran rechazados por soldados que habían esperado demasiado tiempo bajo tierra y estaban desesperados por luchar. Se precipitaban con ira y odio contra los cadáveres que se aproximaban, de manera que este estallido repentino de brutalidad les ayudó finalmente a librarse de su creciente frustración y de las emociones anteriormente ahogadas. Los que no habían estado antes en el exterior, aunque impresionados y aterrorizados por lo que estaban viendo a su alrededor, estaban sorprendidos por la facilidad relativa con la que podían destruir a los cadáveres. Pero desde su posición ventajosa en las profundidades subterráneas, aún no eran del todo conscientes del ingente número de muertos y de su implacable determinación.

La artillería pesada se desplegó con rapidez. Se dispararon morteros y obuses contra la interminable muchedumbre más allá del perímetro inmediato de la base. A cierta distancia, las explosiones hacían temblar constantemente el suelo y cada impacto destrozaba un gran número de cadáveres. Más cerca de la entrada, el transporte de tropas casi había alcanzado otra boca de ventilación. Caminando junto a uno de los respiraderos, y escudado de la batalla por el anillo protector de fuego que rodeaba el convoy, el oficial al mando sobre el terreno, un tipo duro y veterano de muchos conflictos llamado Jennens, contemplaba el desarrollo de los acontecimientos a su alrededor con cierto grado de prudente satisfacción. Sus hombres y mujeres avanzaban sin parar, a pesar de las condiciones adversas. Un chubasco repentino de lluvia torrencial lo había empapado todo. Por todo el terreno abrasado y pisoteado se formaban charcos de agua sucia, que el calor feroz de los lanzallamas convertía en vapor. Las botas del capitán Jennens hundieron en el barro carne calcinada y huesos abrasados.

Se pudo asegurar con facilidad otro respiradero. Jennens miró hacia el resplandor distante más allá de los restos esparcidos de cientos de cuerpos que ya habían sido destruidos. En su momento había presenciado visiones sorprendentes, pero nunca nada como aquello. El tamaño y la ferocidad de la muchedumbre aparentemente interminable eran considerables y terroríficos. En cuanto se abría un claro entre los muertos, aparecían más para ocupar el puesto de los caídos. Contempló con incómoda satisfacción cómo aún más de las criaturas oscuras y esqueléticas empujaban, pisaban y se arrastraban a través del caos hacia los soldados y una destrucción cierta. ¿Es que las malditas cosas no se daban cuenta de que serían aniquiladas? En medio de la confusión, Cowell, uno de los hombres de mayor confianza de Jennens, apareció a su lado.

—¡Lo podemos hacer, señor! —gritó para que lo pudiera oír a través de su máscara y por encima del viento, la lluvia torrencial y el ruido constante de la batalla. El suelo tembló durante un instante cuando un disparo de mortero ligero quedó corto del blanco y explotó en la cercanía, lanzando una terrible lluvia de trozos de cuerpos ennegrecidos volando por los aires—. Si vamos a hacerlo, entonces deberíamos hacerlo ahora.

Jennens reflexionó durante un momento. Cowell tenía razón. Sus rivales, aunque enormes en número, resultaban claramente débiles y parecían incapaces de oponer cualquier resistencia coordinada y tangible. Aunque liquidarlos no proporcionaría mayor libertad a los soldados, ésa era, indudablemente, una oportunidad perfecta para recuperar algo de lo que habían perdido. La posición defensiva que al principio tenían la intención de formar se había convertido ya en una ofensiva atacante. Si podían destruir suficientes cadáveres y alejar a los restantes hasta cierta distancia y mantenerlos allí, podrían reforzar la entrada del búnker y limpiar y asegurar los respiraderos. Seguía sin existir la más mínima posibilidad de que los militares pudieran sobrevivir fuera de la base, pero el capitán Jennens reconoció de inmediato la importancia psicológica de librarse de lo que veían como el enemigo.

—¿Doy la orden, señor? —preguntó Cowell, ansioso por emprender esta acción arriesgada y decisiva.

Jennens recorrió de nuevo con la mirada el campo de batalla. En el corto espacio de tiempo que llevaba allí, sus tropas habían avanzado a través de la muchedumbre putrefacta. El enemigo era patético y estaba indefenso contra el poder superior de los militares. Lo único que tenían los muertos era su superioridad numérica. Jennens sabía que no tenían nada que perder.

—Hazlo —ordenó.

—No veo nada —gimió Jack, acercándose más a los soldados encargados de proteger la entrada del hangar—. No puedo ver nada en absoluto.

—No te acerques, Jack —le advirtió Michael.

Un ruido repentino a las espaldas del pequeño grupo de supervivientes los sobresaltó durante un momento. Cooper se dio la vuelta para ver que se volvían a abrir las puertas de la cámara de descontaminación.

—Mierda —maldijo cuando una segunda columna desorganizada de soldados nerviosos apareció desde las profundidades de la base. Esta vez parecía que había el doble.

—¿De qué va todo esto? —preguntó Bernard, que se sentía cada vez más ansioso.

—Supongo —respondió Cooper mientras más de un centenar de soldados pasaban en filas por su lado— que han decidido liquidarlos completamente. Creo que éste es el espectáculo que nos habían prometido.

A medida que surgían de las sombras y penetraban en la luz del hangar, los soldados aumentaban la velocidad, adoptando un paso ligero durante unos metros antes de acelerar y correr para salir a la semioscuridad con las armas terciadas, dispuestos para el combate.

—Esto no pinta bien —comentó Jack, sintiendo cómo se le revolvía el estómago a causa de los nervios—. Esto no pinta nada bien.

A medida que la lucha en el exterior aumentaba en ferocidad y volumen, Cooper indicó a los demás que se dirigieran a sus vehículos. Michael subió a la autocaravana y descubrió que ya estaba abarrotada de personas aterrorizadas, cada una de ellas abrazada a las pocas pertenencias personales que había conseguido salvar de la confusión repentina. En la parte delantera, Donna ocupaba la posición que normalmente tenía él detrás del volante. Emma estaba sentada a su lado.

—¿Estáis bien? —preguntó Michael, inclinándose hacia la cabina delantera.

Donna agarró con fuerza el volante, dispuesta a todo.

—¿Quieres ocupar tu asiento?

—No te preocupes —contestó Michael—. Esto ya está bastante lleno, encontraré otro sitio. Mira, Donna, si ocurre cualquier cosa, sólo tienes que apretar tu jodido pie y sacarnos de aquí, ¿de acuerdo?

—Ten cuidado, Mike —dijo Emma, pero él ya se había ido.

Tanto la autocaravana como el camión penitenciario estaban llenos, porque la gente elegía la comodidad del primero o la seguridad del segundo, pero seguía habiendo sitio en el furgón policial. Cooper lo llamó.

—Sólo hay un par de tipos en la parte trasera —le comentó, haciendo un gesto hacia el furgón por encima del hombro—. Hazme un favor, asegúrate de que tú o yo estamos al volante si nos tenemos que poner en marcha, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Sin aliento y con la cara roja, Bernard Heath salió de la parte trasera del furgón.

—He realizado un recuento rápido —resolló—. Creo que está todo el mundo.

Cooper asintió y se quedó contemplando cómo los soldados seguían saliendo por la puerta del búnker.

Fuera de la base ya se había limpiado una amplia zona de terreno. La mayor parte de los soldados habían formado ahora en largas líneas de ataque, barriendo lentamente toda la superficie a partir de la entrada del búnker, ocupados en destruir todos los cadáveres que podían. Los Jeeps se habían colocado sobre todos los respiraderos, excepto uno, y se había cumplido el objetivo principal de la expedición. Lo que estaba ocurriendo ahora no había sido planificado en su mayor parte, pero aun así parecía relativamente bien coordinado. Situada en sus posiciones justo detrás de los soldados que avanzaban, la artillería pesada disparaba por encima de sus cabezas, arrasando sin descanso toda la zona y las hordas sombrías, destruyendo docenas de cuerpos con cada impacto. Por toda el área, llamaradas repentinas de luz amarilla, naranja y blanca atravesaban la penumbra monocroma y cada vez más oscura, iluminando durante una fracción de segundo cuerpos grotescos como si fueran los flashes de una cámara. Las tropas se iban alejando a un ritmo constante de la entrada de la base, su avance rápido y prácticamente sin resistencia.

Las líneas de ataque de vanguardia de las tropas de infantería se habían desplegado a medida que se alejaban del búnker, evitando que la muchedumbre se pudiera acercar. Entre los soldados que avanzaban y los muertos se abría un espacio sangriento y relativamente constante de bastantes metros de anchura. Ignorantes del peligro al que se enfrentaban, las criaturas que hasta ese momento habían escapado de la ira de los militares seguían intentando acercarse, arrastrándose por encima de los restos putrefactos de los miles de cadáveres que habían caído delante de ellas.

—¡Apuntad a la cabeza! —gritó un sargento, intentando no pensar hasta qué punto sonaba como un personaje de una de las películas de terror que le gustaba ver, mientras sus soldados descargaban otra furiosa lluvia de balas y llamas contra la masa furibunda de cadáveres.

Impertérritos, y sin la más mínima muestra de emoción, los muertos seguían avanzando.

A una corta distancia a lo largo de la línea de tropas, Sean Ellis, un soldado con una hoja de servicios corta pero impecable, hundido hasta los tobillos en sangre, barro y carne rancia, abatía uno a uno a los cadáveres en medio de la multitud en constante movimiento que tenía delante. Con la habilidad y la concentración de un francotirador muy bien entrenado, conseguía aislarse del resto del caos que se desarrollaba a su alrededor y apuntaba por turno contra cada uno de los cadáveres, disparándoles a la cabeza y destruyendo lo que quedaba de su cerebro. Caían al suelo retorciéndose e inmediatamente eran pisoteados por más figuras grotescas que avanzaban detrás de ellos. Las condiciones eran cada vez peores debido a la mezcla de humo, llamas y lluvia que impedía ver con claridad a través de la luz difusa de esa lluviosa tarde de otoño. A derecha e izquierda, los compañeros de Ellis seguían la lucha, cada uno de ellos destruyendo todos los cuerpos que podían, pero las criaturas enloquecidas seguían avanzando. Por cada uno que destruía Ellis, parecía que diez más ocupaban inmediatamente su puesto. Y se dio cuenta de que más allá había miles y miles más. Fuera de lo que alcanzaba la vista, un número interminable de cadáveres atravesaba la oscuridad en dirección al combate.

—Dios santo —maldijo un soldado que se encontraba a su derecha—. ¿Cuántas de estas jodidas cosas hay ahí fuera?

Siguieron disparando y los cuerpos siguieron avanzando, ocupando el terreno como un lodo espeso y oscuro. Ellis no tenía tiempo de pensar o hablar, concentrado totalmente en disparar bala tras bala contra la masa putrefacta. Un arco de llamas blancas atravesó ardiendo el aire justo delante de él, iluminando todo el horror de la escena durante unos pocos y angustiosos segundos. Los rostros desintegrados de cientos de cadáveres se hicieron visibles de repente y Ellis quedó petrificado, mirándolos horrorizado y asqueado, rezando para que se desvaneciese la luz y regresase la oscuridad. Los cadáveres más cercanos se encontraban a menos de diez metros.

La línea irregular de soldados, que seguía avanzando, llegó a una zanja donde antaño un arroyo había serpenteado en diagonal a través del campo de batalla, si bien a lo largo de las últimas semanas había quedado colmatada por una capa compacta de restos humanos putrefactos. El soldado a la derecha de Ellis, que se esforzaba por seguir concentrado en el combate y no perder los nervios, resbaló en la ligera pendiente, aterrizando a cuatro patas en medio de la zanja estancada. Una poderosa arcada lo asaltó al mirar hacia abajo y contemplar un barrizal formado por caras, extremidades y otras partes del cuerpo en descomposición, que eran totalmente reconocibles como tales. Se puso en pie y cruzó tropezando y tambaleándose al otro lado de la zanja, a la parte más cercana a los cuerpos que se aproximaban. La bilis le empezó a subir a la garganta y empezó a salivar. Sabía que iba a vomitar, pero también que tenía que evitarlo a toda costa. Se dio la vuelta para pedir ayuda, y otra llamarada de fuego destructor iluminó el cielo tormentoso por encima de su cabeza. Una fracción de segundo más tarde, un obús quedó corto de su objetivo e impactó a unos pocos metros, explotando al instante y regando las tropas con barro, metralla y jirones de carne. Derribado de nuevo, el soldado fue presa del pánico y se alejó gateando de la línea del frente. Notó de repente un dolor punzante y ardiente en su espalda, pero no le prestó atención y siguió adelante. Una vez estuvo de nuevo en pie, se tocó por encima del hombro y se frotó la parte del cuello y del hombro derecho que le dolía más. Pudo sentir un trozo de metal pequeño y cortante que le había atravesado el traje y le había perforado la piel. Se miró la mano y vio que brillaba con sangre, y supo que el traje se había roto. Presa del pánico, levantó el arma y se dio la vuelta para encararse con los muertos. Durante un instante más, no más de unos pocos segundos, la adrenalina adormeció el dolor y lo mantuvo en la lucha.

Consciente del hueco que se había abierto en la línea de ataque a su lado, Ellis miró a su alrededor. El soldado herido que tenía al lado siguió disparando contra la masa de cadáveres hasta que la infección se apoderó de él. Cuando disparó otra ráfaga contra la muchedumbre, la parte interior de su garganta se empezó a inflamar, después empezó a sangrar. Consciente de que se estaba muriendo, pero sin saber por qué, el soldado se volvió lentamente desesperado por encontrar ayuda. Paralizado en su posición por una reacción nerviosa espontánea, su dedo siguió apretando el gatillo del fusil, lanzando continuas ráfagas de balas. Ellis fue el primero de los ochos soldados que cayeron, alcanzados en el abdomen y el cuello.

Desde el suelo, los sonidos de la batalla quedaban amortiguados. Aunque le aplastaba el peso del aparato de respiración y el resto del equipo, Ellis consiguió rodar sobre la espalda en medio del barro. Levantó la mirada hacia el cielo de un gris oscuro por encima de su cabeza y esperó. La lluvia intensa golpeaba la máscara que le cubría la cara, ahogando cualquier otro ruido. Fue consciente de un movimiento repentino y frenético a su alrededor y después lo engulló una oscuridad completa e impenetrable. Sintió como la multitud de cuerpos en descomposición pasaba sobre él mientras se dirigían hacia la base.

—Escuchad —dijo Cooper, que se encontraba cerca de los vehículos, al lado de Michael y Bernard.

—¿Qué? —preguntó Bernard nervioso.

—Está pasando algo.

Los hombres se quedaron en silencio, escuchando los ruidos que reverberaban a su alrededor, amplificados por la enormidad del hangar.

—¿Qué? —volvió a preguntar Bernard.

—¿No lo oís?

—¿Oír qué? —exigió Michael, sintiéndose cada vez más inquieto.

—Sólo escuchad…

Michael obedeció a Cooper, y poco a poco empezó a verse claro. Se había producido un cambio sutil en los sonidos de la batalla que se filtraban hacia el búnker desde el exterior. Donde antes sólo se escuchaba el martilleo constante de los disparos y de las explosiones de mortero, ahora se podían oír chillidos y gritos por encima del tumulto constante. Todo sonaba de repente desesperadamente frenético y descoordinado, como si todo el orden y el control estuvieran desapareciendo de forma progresiva. Michael miró a lo largo de la rampa hacia la puerta de entrada y vio que mientras algunos de los soldados que habían quedado atrás para proteger el búnker avanzaban, otros estaban empezando a retirarse.

—No tienen ni idea de la cantidad de cadáveres que hay ahí fuera, ¿no te parece? —comentó Michael ansioso—. Has intentado explicárselo, ¿verdad? Dios santo, debe de haber miles de cadáveres por cada soldado.

—Todo irá bien, ¿verdad, Cooper? —preguntó Bernard, aunque ya conocía la respuesta a la pregunta.

Cooper recorrió el hangar a la carrera y subió la rampa de entrada hasta encontrarse casi al mismo nivel que los soldados que habían quedado para custodiar la base. Miró hacia la oscuridad, donde los flashes constantes de luz brillante y llamas y las explosiones proporcionaban suficiente iluminación para ver lo que estaba ocurriendo en el exterior. Era un soldado con experiencia y había participado en suficientes operaciones para saber cuándo las tácticas de un ejército estaban funcionando y cuándo no. Podía ver al menos dos zonas por delante de él donde los cadáveres se encontraban ahora entre los soldados y la base. De alguna manera, las criaturas habían conseguido abrirse paso a través de la línea de tropas. De un modo implacable y desapasionado, las hordas de muertos seguían su avance, pasando al lado de grupos inesperadamente aislados de hombres y mujeres que quedaban rodeados y desaparecían bajo las masas putrefactas. Aquella escena horrible y de pesadilla dejó bloqueado a Cooper hasta que lo distrajeron los faros del transporte de tropas que se encontraba a corta distancia. Estaba regresando al búnker, sus luces saltando arriba y abajo mientras el conductor forzaba a toda velocidad el gran vehículo sobre un terreno desnivelado. Tanto soldados aterrorizados como cuerpos muertos que se cruzaban ocasionalmente en su camino eran aplastados mientras corría de vuelta a la seguridad de la base.

Los cadáveres estaban cerca. Jodidamente cerca.

—¿Qué puedes ver? —gritó Michael desde el pie de la rampa.

Cooper no contestó, sino que siguió vigilando el caos del exterior. Increíblemente, el equilibrio de poder en el campo de batalla parecía estar cambiando. Cuanto más tiempo observaba, más caóticos y desorganizados se volvían los soldados. Los tres huecos recién abiertos en las defensas militares se convirtieron en cuatro, después en cinco, y después en muchos más. El transporte de tropas regresaba a toda velocidad y por todos lados los soldados empezaban a incumplir las órdenes, abandonando la formación y corriendo para protegerse, disparando salvajemente a cualquier cosa que se moviera. Y entonces, en lo más alto, por encima de toda esta locura, apareció en el cielo una bengala naranja. Quedó suspendida sobre la carnicería, iluminando la base de las nubes y bañando todo lo que tenía debajo con una luz fuerte e inquietantemente bella. Cooper se obligó a regresar con los demás. Sabía que la bengala era la señal de retirada.

—¡Están regresando! —chilló Cooper mientras corría de vuelta.

Casi no había terminado de hablar cuando el transporte de tropas entró casi volando en la base, saliendo a toda velocidad de la oscuridad y resbalando por la pendiente, fuera de control. Michael y Bernard se agacharon en busca de refugio en direcciones opuestas mientras el vehículo pesado se deslizaba a lo largo del hangar y colisionaba después con el frontal del furgón policial, obligándole a dar un cuarto de vuelta y lanzándolo con dureza contra el muro. Michael corrió para ayudar a los que estaban dentro del vehículo esperando, sin saber lo que estaba pasando e incapaces de protegerse del repentino y violento impacto. Podía oír cómo gemían a causa de la confusión y el dolor cuando abrió de golpe las puertas. Uno de ellos, un hombre mayor cuyo nombre no podía recordar nunca, estaba muerto, su cara ensangrentada aplastada contra una de las ventanillas.

—¿Qué demonios vamos a hacer ahora? —le gritó a Cooper mientras sacaba a los demás supervivientes.

Cooper corrió hacia el transporte de tropas. La mayoría de los soldados que viajaban en él ya habían huido hacia la cámara de descontaminación y aporreaban la puerta para que los dejasen pasar.

—Que suban aquí.

Mientras Michael empujaba a los civiles aturdidos hacia el vehículo militar, los primeros soldados de infantería empezaron a entrar en la base. Bajaban tambaleándose por la rampa, mientras seguían disparando indiscriminadamente hacia la oscuridad que quedaba a sus espaldas. Segundos después les siguió la primera oleada de cadáveres. Un ruido muy fuerte y repentino y un destello de movimiento frenético distrajeron a Cooper. Levantó la mirada y vio que uno de los Jeeps se había empotrado contra un lateral de la puerta de entrada. El soldado que lo había conducido bajó ahora la rampa cojeando, pero no consiguió llegar ni a la mitad del trayecto cuando fue arrollado por los cadáveres al ataque, que habían visto incrementada su velocidad por la pendiente.

—Tenemos que salir de aquí ahora mismo —le indicó Cooper a Michael—. Como no puedan cerrar esa puerta en un par de minutos, este lugar se llenará de esas malditas cosas. No podemos esperar.

—¡Adelante! —le gritó Michael a Donna y Steve Armitage, que estaba al volante del camión penitenciario.

El ruido en la cavernosa sala era intenso y ensordecedor, y al principio ninguno de los dos reaccionó. Michael gesticuló frenético y enfadado hacia las puertas del búnker hasta que finalmente Steve le indicó que había comprendido e inició la marcha, haciendo que el pesado camión penitenciario rodease grandes pilas de equipo militar. Donna, que nunca había conducido una autocaravana, lo siguió nerviosa.

A medida que los dos vehículos se dirigían hacia la entrada, muchos más soldados y cadáveres se precipitaban de regreso a la base. Por separado, los cuerpos eran lentos y bastante descoordinados, pero su avance colectivo por la rampa daba la impresión de ser veloz y controlado. Seguían sonando disparos. Conforme más soldados forzaban su regreso y se intensificaba el combate, el hangar se llenaba con rapidez de un tiroteo mortal y de ráfagas ocasionales de llamas escasamente controladas.

Emma buscaba con la mirada desesperadamente desde la parte delantera de la autocaravana, esperando vislumbrar a Michael mientras se sumían cada vez más en el caos. A su lado, Donna se esforzaba por controlar el vehículo, que no respondía bien. Siguió al camión penitenciario, centrada en permanecer cerca de su parte trasera e imitando cualquier movimiento que hiciera Steve. Miró por el retrovisor. En lo más profundo de la base a sus espaldas pudo ver el movimiento frenético alrededor de la parte trasera del transporte de tropas. En medio de todo vio a Bernard Heath, afanándose por subir a él. Vio impotente cómo lo abatían unos disparos, una ráfaga casi lo cortó por la mitad. Un torrente de balas impactó en su pierna derecha, la entrepierna, el abdomen y el hombro. Cuando llegó al suelo, ya estaba muerto.

—¡Oh, Dios! —exclamó, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. Bernard ha caído.

—¿Qué? —preguntó Emma, dándose la vuelta e intentando conseguir una visión clara a través de la ventanilla trasera de la autocaravana. Pudo vislumbrar su cuerpo en el suelo antes de que otra horda de cadáveres le tapase la vista. ¿Dónde demonios estaba Michael?

Sin que lo pudieran ver desde la autocaravana, Michael tiró de la puerta trasera del transporte de tropas para cerrarla.

—¡Muévete! —chilló. Avanzó unos pasos y se dejó caer en un asiento mientras el soldado que conducía el transporte daba la vuelta e iniciaba la marcha.

—¡Aprieta el maldito acelerador! —le ordenó Cooper.

El conductor no discutió, superando con rapidez a la autocaravana y al camión penitenciario, y subiendo por la rampa de acceso. Un número incontable de figuras tambaleantes, tanto vivas como muertas, quedaron aplastadas bajo sus anchas ruedas.

—¿Hacia dónde? —tartamudeó el soldado nervioso a través de su máscara pesada y voluminosa.

La brillante luz eléctrica fue sustituida por una oscuridad relativa cuando salieron al exterior. Se seguían produciendo combates intensos por todas partes mientras los soldados luchaban por volver al búnker. Los disparos proporcionaban cierta iluminación, pero no la suficiente para que Cooper pudiera dar sentido a lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Sabía que el camino principal del búnker estaba bloqueado por el camión que los supervivientes habían estrellado cuando llegaron unas semanas antes, de manera que ahora necesitaban encontrar otra ruta. El vehículo que ocupaban sería capaz de pasar por cualquier terreno, sin importar la dureza o el desnivel, pero el camión penitenciario y la autocaravana que le seguían detrás no podrían superar nada que no fuera una suave pendiente. Resignado al hecho de que probablemente las condiciones serían igual de malas en cualquier dirección que eligiese, tomó una decisión rápida.

—Sigue la línea del valle —ordenó, haciendo un gesto hacia la izquierda y eligiendo lo que creía que sería la ruta más llana, gritando para que lo pudiera oír por encima del ruido del motor y el imparable pum, pum, pum de la marea interminable de cuerpos que se lanzaban inútilmente contra los laterales de metal del transporte de tropas—. Sigue recto. En algún momento desembocaremos en una carretera o en un camino.

Conduciendo a través del caos y la devastación sangrienta que se seguía desarrollando a su alrededor, los tres vehículos desaparecieron en la oscuridad.

El hangar estaba lleno de cadáveres. Los soldados aún conseguían ofrecer cierto grado de resistencia, pero la munición y su voluntad de luchar habían desaparecido casi por completo. Aterrorizados y exhaustos, muchos soldados desorientados y desesperados se habían arrancado las pesadas máscaras y casi de inmediato quedaron infectados y murieron. Otros cayeron abatidos por el fuego cruzado. Muchos más fueron desmembrados por una multitud enorme e interminable de cadáveres enloquecidos, que se lanzaban en grandes cantidades sobre cada uno de los militares.

Los oficiales superiores que habían quedado bajo tierra ordenaron que se sellaran las salas de descontaminación. Ciento diecisiete soldados quedaron enterrados en el subterráneo. Casi el doble quedaron atrapados en el hangar y en la superficie, algunos aún luchando, la mayoría muertos o moribundos.