Emma Mitchell miró el reloj. Las dos en punto. ¿Eran las dos de la tarde o de la madrugada? Creía que de la madrugada, pero no estaba segura. En la permanente oscuridad de la base ya no era posible diferenciar el día de la noche. Siempre había gente durmiendo y gente despierta. Siempre había personas reunidas en grupos y apiñadas, cuchicheando en secreto sobre nada importante, y siempre había personas llorando, gimiendo y discutiendo. Siempre había soldados pasando a través de las cámaras de descontaminación o saliendo al hangar para comprobar, volver a comprobar y comprobar por milésima vez los equipos que tenían almacenados.
Fueran las dos de la madrugada o de la tarde, Emma no podía dormir. Estaba tendida en la cama al lado de Michael Collins, con la mirada fija en su cara. Hacía un rato que habían hecho el amor, y ella se sentía ridículamente culpable. Había sido la cuarta vez que practicaban sexo en las tres semanas que llevaban bajo tierra, y como siempre, él se había quedado dormido en cuanto habían terminado y ella se había quedado sola con los mismos sentimientos. Cuando ella le preguntó al respecto, Michael le contestó que al estar con ella se sentía completo, que su intimidad hacía que se sintiera como antes de que muriese el resto del mundo. Aunque Emma compartía ese sentimiento, el sexo le recordaba todo lo que había perdido y se preguntaba qué ocurriría si perdía a Michael. No sabía si se acostaba con él porque lo amaba o si sólo lo hacía porque casualmente estaban allí el uno para el otro. De lo que estaba segura era de que ya no había lugar en su mundo para el romanticismo ni para otros sentimientos largamente olvidados. Él no tenía problemas, pero ella no creía que volviera a estar lo suficientemente relajada o excitada como para tener un orgasmo. Y ya no había lugar para la seducción o los juegos previos. Todo lo que quería era sentir a Michael dentro de ella. Él era lo único positivo que quedaba en su mundo. Excepto las caricias de Michael, todo lo demás era frío.
Durante los últimos días antes de encontrar ese búnker, Emma había llegado a odiar la abarrotada autocaravana que había compartido con Michael. Ahora no quería salir de ella. Era un espacio pequeño y privado donde podían aislarse de los demás, y lo agradecía. A los demás no les quedaba más remedio que pasar todo el día, todos los días, juntos, y Emma no sabía cómo lo podían soportar. Ella necesitaba ese espacio para desconectar de todo lo que ocurría a su alrededor. Ayer había escuchado por casualidad la conversación de dos soldados, que comentaban que el aire se estaba enrareciendo en los niveles inferiores de la base, que el simple peso de los cadáveres en la superficie estaba empezando a causar problemas, al bloquear las bocas de ventilación y taponar los conductos. Ella había hablado con Cooper sobre el tema y éste no pareció sorprendido. La idea de cuál debía de ser ahora la situación en la superficie hacía que deseara cerrar las puertas de la autocaravana para no volver a abrirlas jamás.
Emma oyó un ruido en el exterior. Se sentó y limpió la condensación de la ventanilla más cercana, provocada por el calor que desprendían los cuerpos de Michael y ella en contraste con el aire frío del enorme hangar. Se estaban repartiendo víveres. Dos soldados enfundados en trajes de protección surgieron de las cámaras de descontaminación para entregar de mala gana las raciones a los civiles supervivientes. Emma estaba sorprendida de que les estuvieran dando algo. Con frecuencia intentaba imaginar cómo sería la vida de los soldados. ¿Se limitaban a cumplir mecánicamente con su deber, a la espera de que llegara la muerte? ¿Cuánto tiempo iba a durar la contaminación del exterior? ¿Ahora mismo el aire era limpio, o seguiría contaminado durante otro mes, otro año u otra década? ¿Cómo lo sabrían? ¿Alguno de los soldados sería lo suficientemente valiente o estúpido para arriesgarse a subir a la superficie y respirarlo? Donna Yorke había sugerido que por eso los militares habían sido tan amables con ellos. Decía que llegaría el momento en que querrían utilizar a los supervivientes inmunes para encontrar una cura o, cuando los cuerpos se hubieran podrido hasta quedar en nada, para explorar la superficie en busca de comida, agua y suministros.
Emma se colocó el pesado abrigo invernal de Michael, se puso en pie y se acercó a otra ventanilla. Era difícil vislumbrar lo que estaba ocurriendo en el exterior: las luces del hangar casi siempre estaban al mínimo para ahorrar energía y sólo aumentaban de intensidad cuando los militares se dirigían hacia el exterior, lo cual no había ocurrido en las últimas dos semanas. Dos días después de la llegada de los civiles, el ejército había abierto las puertas en un intento inútil de limpiar el caos que habían provocado al entrar. Se habían tenido que retirar ante la cantidad de cadáveres que había en el exterior. Los primeros centenares habían sido eliminados con lanzallamas, pero había miles más detrás de ellos. Distraída con el recuerdo de la carnicería de aquel día, contempló cómo Cooper comprobaba uno de los vehículos en los que habían llegado él y los demás. Por su comportamiento, actitud y prioridades estaba claro que era militar, o ¿acaso era ahora ex militar? Reglamentario y confiado, ella había visto con frecuencia cómo enseñaba a grupos pequeños a utilizar el equipo militar que les rodeaba. Emma sabía que era importante mantenerse bien ellos mismos a la vez que mantener en buen estado sus vehículos. No se hacía ilusiones. Hoy, mañana, o dentro de seis meses, al final tendrían que abandonar el búnker.
—¿Pasa algo?
Emma se dio la vuelta y vio que Michael estaba sentado en la cama. Sus ojos oscuros parecían cansados y confusos.
—Nada. No podía dormir, eso es todo.
Bostezó y le hizo un gesto para que se acercase. Emma volvió a la cama y él la abrazó con fuerza, como si hubieran estado separados durante años.
—¿Cómo estás? —preguntó Michael en voz baja, su rostro muy cerca del de ella.
—Estoy bien.
—¿Ocurre algo ahí fuera?
—En realidad, no. Sólo están repartiendo comida, nada más. ¿Es que ocurre algo alguna vez?
—Dale tiempo —murmuró Michael con tristeza, besándola en la mejilla—. Dale tiempo.