Dos granjas * Colapsos, pasado y presente * ¿Paraísos desaparecidos? * Un marco de cinco elementos * Las empresas y el medio ambiente * El método comparativo * Plan de la obra
Hace unos cuantos veranos visité dos granjas productoras de leche, la granja de los Huls y la granja de Gardar, que, pese a distar miles de kilómetros entre sí, se parecían asombrosamente en lo que las hacía fuertes y en sus puntos más vulnerables. Ambas eran con diferencia las granjas más grandes, prósperas y tecnológicamente avanzadas de sus zonas respectivas. En concreto, ambas giraban en torno a un establo de última generación para guarecer y ordeñar las vacas. Aquellas grandes estructuras, claramente divididas en dos hileras de pesebres enfrentados, eclipsaban a todos los demás establos de la zona. Ambas explotaciones dejaban que las vacas pastaran libremente durante el verano en exuberantes prados, cultivaban su propio heno para cosecharlo a finales del verano con el fin de alimentar a las vacas durante el invierno, e incrementaban su producción de pienso para el verano y de heno para el invierno regando sus campos de cultivo. Las dos granjas eran similares en extensión (unos pocos kilómetros cuadrados) y en cuanto al tamaño de los establos; aunque la de los Huls tenía algunas vacas más que la de Gardar (200 frente a 165). A los propietarios de ambas granjas se les consideraba personas destacadas en sus respectivas sociedades. Ambos eran profundamente religiosos. Las granjas estaban situadas en escenarios maravillosos que atraían a turistas desde muy lejos, con el trasfondo de altas montañas coronadas de nieve que desaguaban en arroyos repletos de peces y que descendían hacia un conocido río (en el caso de la granja de los Huls) o fiordo (en el caso de la granja de Gardar).
Estos eran los puntos fuertes de las dos granjas. En lo que se refería a los puntos débiles que compartían, ambas estaban situadas en zonas económicamente poco rentables para la producción de leche, debido a que la alta latitud norte en que se encontraban suponía que la estación veraniega en la que crecían el heno y los prados para pastar era corta. Así pues, dado que incluso en los años buenos el clima dejaba bastante que desear en comparación con el de las granjas lecheras situadas en latitudes más bajas, las granjas eran susceptibles de verse perjudicadas por las variaciones climáticas, y eran la sequía o el frío, respectivamente, las principales preocupaciones de las regiones en que se encontraban la granja de los Huls o la de Gardar. Ambas zonas estaban lejos de centros de población en los que pudieran comercializar sus productos de modo que los costes y riesgos del transporte las situaban en desventaja comparativa con respecto a zonas situadas en una ubicación más central. Las economías de ambas granjas dependían de factores que escapaban al control de sus propietarios, como la desigual prosperidad y gusto de sus clientes y vecinos. A una escala mayor, la economía de los países en que se encontraban ambas granjas crecía o decrecía conforme aumentaban o desparecían las amenazas de lejanas sociedades enemigas.
La mayor diferencia entre la granja de los Huls y la de Gardar reside en su condición actual. La granja de los Huls, una empresa familiar propiedad de cinco hermanos y sus cónyuges del valle de Bitterroot del estado de Montana, en el oeste de Estados Unidos, está prosperando, al tiempo que el condado de Ravalli, en el que se encuentra la granja de los Huls, alardea de contar con una de las tasas de crecimiento de población más altas de todos los condados estadounidenses. Tim, Trudy y Dan Huls que son algunos de los propietarios de la granja, me guiaron personalmente en una visita a su nuevo establo de alta tecnología y me explicaron pacientemente los atractivos y las vicisitudes de la producción de leche en Montana. Resulta inconcebible que en Estados Unidos en general y la granja de los Huls en particular se vengan abajo en un futuro previsible. Pero la granja de Gardar, antigua hacienda del obispo noruego del sudoeste de la Groenlandia noruega[1] se vino abajo por completo: sus miles de habitantes murieron de hambre, en disturbios sociales o en guerras contra un enemigo, o emigraron hasta que no quedó nadie vivo. Aunque los sólidos muros de la piedra del establo de Gardar y de la cercana catedral de Gardar se mantienen todavía en pie, hasta el punto de que pude contar uno a uno los pesebres, a fecha de hoy no queda ningún propietario que pueda explicarme los antiguos atractivos y vicisitudes de Gardar. Sin embargo, cuando la granja de Gardar y la Groenlandia noruega estaban en su momento cumbre, su declive parecía tan inconcebible como lo parece hoy día el declive de la granja de los Huls y de Estados Unidos.
Me explicaré: al esbozar estos paralelismos entre las dos granjas no estoy afirmando que la granja de los Huls y la sociedad estadounidense estén destinadas a desaparecer. En la actualidad, lo cierto es más bien lo contrario: la granja de los Huls se encuentra en proceso de expansión, las granjas vecinas están estudiando sus avanzadas innovaciones tecnológicas para adoptarlas y Estados Unidos es hoy día el país más poderoso del mundo. Tampoco estoy diciendo que las granjas o las sociedades en su conjunto propendan a desaparecer: mientras que algunas como Gardar ciertamente han desaparecido, otras han sobrevivido de forma ininterrumpida durante miles de años. Más bien, mis viajes a las granjas de los Huls y de Gardar, distantes entre sí miles de kilómetros pero visitadas en un mismo verano, me hicieron caer vivamente en la cuenta de que hasta las sociedades más ricas y tecnológicamente avanzadas se enfrentan hoy día a problemas medioambientales y económicos que no deberían subestimarse. Muchos de nuestros problemas son a grandes rasgos parecidos a los que acechaban a la granja de Gardar y la Groenlandia noruega, y son problemas que también se esforzaron por resolver muchas otras sociedades del pasado. Algunas de estas sociedades fracasaron (como la Groenlandia noruega) y otras triunfaron (como la japonesa y la de Tikopia). El pasado nos ofrece una rica base de datos de la que podemos aprender con el fin de que continuemos teniendo éxito.
La Groenlandia noruega es solo una de las muchas sociedades del pasado que se vinieron abajo o desaparecieron dejando tras de sí ruinas monumentales como las que Shellcy imaginó en su poema «Ozyrmandias». Por colapso me refiero a un drástico descenso del tamaño de la población humana y/o la complejidad política, económica y social a lo largo de un territorio considerable y durante un período de tiempo prolongado. El fenómeno del colapso es por tanto una forma extrema de los diversos tipos de declive más leves, y acaba siendo arbitrario establecer cuán drástico debe ser el declive de una sociedad hasta reunir las características adecuadas que nos permitan calificarlo de «colapso».
Algunos de estos tipos de declive más leves son los auges y decadencias secundarios corrientes o las reestructuraciones políticas, económicas y sociales menores de una sociedad determinada; la conquista de una sociedad por parte de otra sociedad vecina, o su declive vinculado al auge del vecino, sin que se altere el tamaño total de la población o la complejidad de la región en su conjunto; y la sustitución o derrocamiento de una elite gobernante por parte de otra. Bajo estos criterios, la mayor parte de la gente consideraría que las siguientes sociedades del pasado fueron famosas víctimas de declives absolutos más que de decadencias menores: los anasazi y los cahokia dentro de las fronteras del actual Estados Unidos, las ciudades mayas de América Central, las culturas moche (o mochica) y tiahuanaco de América del Sur, la Grecia micénica y la Creta minoica en Europa, el Gran Zimbabwe y Meroe en África, Angkor Vat y las ciudades harappa del valle del Indo en Asia y la isla de Pascua en el océano Pacífico.
Las ruinas monumentales abandonadas por esas sociedades del pasado ejercen sobre todos nosotros una fascinación romántica. Quedamos maravillados cuando de niños sabemos de ellas por primera vez a través de imágenes. Cuando crecemos, muchos de nosotros planeamos unas vacaciones que nos permitan contemplarlas de primera mano como turistas. Nos sentimos atraídos por su inquietante y a menudo espectacular belleza, así como también por los misterios que representan. La escala de las ruinas atestigua la antigua riqueza y poder de sus constructores; la jactancia de ese «considerad mis Obras; rabiad ¡oh Poderosos!», en palabras de Shelley. Sin embargo sus artífices desaparecieron, abandonaron las enormes estructuras que con tanto esfuerzo habían erigido. ¿Cómo una sociedad que en otro tiempo fue tan poderosa pudo acabar derrumbándose? ¿Cuál fue el destino de sus habitantes? ¿Se mudaron, y (en ese caso) por qué, o perecieron de algún modo desagradable? Tras este romántico misterio se esconde una idea acuciante: ¿podría un destino semejante cernirse finalmente sobre nuestra sociedad opulenta? ¿Contemplarán algún día los turistas perplejos los herrumbrosos restos de los rascacielos de Nueva York como contemplamos nosotros en la actualidad las ruinas de las ciudades mayas cubiertas por la jungla?
Durante mucho tiempo se ha sospechado que un gran número de estos misteriosos abandonos estuvieron al menos en parte provocados por problemas ecológicos: la gente destruyó inadvertidamente los recursos naturales de los que dependían sus sociedades. Esta sospecha de suicidio ecológico impremeditado —ecocidio— se ha visto confirmada por los descubrimientos que en décadas recientes han realizado arqueólogos, climatólogos, historiadores, paleontólogos y palinólogos (científicos que estudian el polen). Los procesos a través de los cuales las sociedades del pasado se han debilitado a sí mismas porque han deteriorado su medio ambiente se clasifican en ocho categorías, cuya importancia relativa difiere de un caso a otro: deforestación y destrucción del habitat, problemas del suelo (erosión, salinización y pérdida de la fertilidad del suelo), problemas de gestión del agua, abuso de la caza, pesca excesiva, consecuencias de la introducción de nuevas especies sobre las especies autóctonas, crecimiento de la población humana y aumento del impacto per cápita de las personas.
Aquellos desmoronamientos del pasado tenían tendencia a seguir cursos en cierto modo similares que constituían variaciones sobre un mismo tema. El aumento de población obligaba a las personas a adoptar medios de producción agrícola intensivos (como el regadío, la duplicación de cosechas o el cultivo en terrazas) y a extender la agricultura de las tierras óptimas escogidas en primer lugar hacia tierras menos rentables con el fin de alimentar al creciente número de bocas hambrientas. Las prácticas no sostenibles desembocaban en el deterioro medioambiental de uno o más de los ocho tipos que acabamos de enumerar, lo cual significaba que había que abandonar de nuevo las tierras poco rentables. Entre las consecuencias para la sociedad se encontraban la escasez de alimentos, el hambre, las guerras entre demasiadas personas que luchaban por recursos demasiado escasos y los derrocamientos de las elites gobernantes por parte de masas desilusionadas. Al final, la población decrecía por el hambre, la guerra o la enfermedad, y la sociedad perdía parte de la complejidad política, económica y cultural que había alcanzado en su momento cumbre. Algunos autores se sienten tentados a establecer analogías entre la trayectoria de las sociedades humanas y la de las propias personas —hablar del nacimiento, crecimiento, madurez, senectud y muerte de una sociedad—, y suponen que el largo período de senectud por el que la mayoría de nosotros atravesamos entre la etapa de madurez y la muerte también puede interpretarse así en el caso de las sociedades. Pero esa metáfora se revela errónea para muchas sociedades del pasado (y para la moderna Unión Soviética): decayeron rápidamente tras alcanzar unas cifras y un poderío cumbres, y esa decadencia súbita debió de constituir una sorpresa y un duro golpe para sus ciudadanos. En los peores casos de colapso absoluto todos los habitantes de la sociedad emigraron o murieron. Es obvio, sin embargo, que esta trayectoria nefasta no es la que han seguido invariablemente todas las sociedades del pasado hasta desaparecer: diferentes sociedades se desmoronaron en diferentes grados y de formas en cierto modo distintas, mientras que muchas sociedades no desaparecieron en absoluto.
El riesgo de sufrir actualmente este tipo de derrumbe preocupa cada vez más; de hecho, eso ya se ha materializado para Somalia, Ruanda y algunos otros países del Tercer Mundo. Muchas personas sospechan incluso que la amenaza del ecocidio para la civilización mundial ha llegado a eclipsar a la de la guerra nuclear y las nuevas enfermedades emergentes. Entre los problemas medioambientales a que nos enfrentamos hoy día se encuentran esos mismos ocho problemas que socavaron a las sociedades del pasado, más otros cuatro nuevos: el cambio climático producido por el ser humano, la concentración de productos químicos tóxicos en el medio ambiente, la escasez de fuentes de energía y el agotamiento de la capacidad fotosintética de la tierra por parte del ser humano. La mayoría de estas doce amenazas, se afirma, se convertirá en un factor determinante al cabo de unos pocos decenios: o resolvemos estos problemas para entonces o los problemas no solo debilitarán a Somalia, sino también a las sociedades del Primer Mundo. Mucho más probable que un escenario catastrófico en el que se produjera la extinción de la humanidad o un colapso apocalíptico de la civilización industrial sería «simplemente» un futuro con niveles de vida significativamente más bajos, con riesgos crónicos más altos y con la destrucción de lo que hoy día consideramos algunos de nuestros valores esenciales. Semejante colapso podría adoptar formas diversas, como la propagación de enfermedades a escala mundial o las guerras desencadenadas en última instancia por la escasez de recursos ambientales. Si este razonamiento es correcto, entonces nuestro esfuerzo en la actualidad determinará el estado del mundo en el que la actual generación de niños y jóvenes vivan su madurez y sus últimos años.
Pero se está discutiendo con vehemencia la gravedad de los problemas medioambientales actuales. ¿Se están exagerando de forma desproporcionada los riesgos o, por el contrario, se están subestimando? ¿Se ajusta a la razón que la actual población humana de casi siete mil millones de personas con su poderosa tecnología moderna esté causando que nuestro entorno se desmorone a escala global a un ritmo mucho más rápido de lo que unos pocos millones de personas con utensilios de piedra y madera ya hicieron que se desmoronara a escala local en el pasado?
¿Solucionará nuestros problemas la tecnología moderna o está creando nuevos problemas más rápidamente de lo que resuelve los antiguos? Cuando agotamos un recurso (por ejemplo, la madera, el petróleo o la pesca), ¿podemos confiar en ser capaces de sustituirlo con algún recurso nuevo (por ejemplo el plástico, la energía eólica y solar o la piscicultura)? ¿Acaso la tasa de crecimiento de la población humana no está declinando, de forma que ya estamos en vías de que la población mundial se estabilice en un número razonable de personas?
Todas estas preguntas ilustran por qué aquellos famosos derrumbamientos de civilizaciones del pasado han adquirido más importancia que la de ser un mero misterio romántico. Quizá podamos sacar más enseñanzas prácticas de todos aquellos colapsos del pasado. Sabemos que algunas sociedades del pasado desaparecieron mientras que otras no lo hicieron; ¿qué favoreció que determinadas sociedades fueran particularmente vulnerables? ¿Cuáles fueron en concreto los procesos mediante los cuales las sociedades del pasado cometieron ecocidio? ¿Por qué algunas sociedades del pasado no consiguieron percibir los desórdenes en que estaban incurriendo y que (diríamos retrospectivamente) debieron de haber sido evidentes? ¿Cuáles fueron las soluciones que tuvieron éxito en el pasado? Si pudiéramos responder a estas preguntas seríamos capaces de identificar qué sociedades corren ahora un riesgo mayor y cuáles serían las mejores medidas para ayudarlas sin esperar a más derrumbamientos como el de Somalia.
Pero también hay diferencias entre el mundo moderno y sus problemas y aquellas sociedades del pasado y los suyos. No deberíamos ser tan ingenuos como para pensar que el estudio del pasado arrojará soluciones sencillas que puedan trasladarse directamente a nuestras sociedades actuales. Nos diferenciamos de las sociedades del pasado en algunos aspectos que nos sitúan en una posición menos arriesgada que la suya; algunos de estos aspectos que a menudo se mencionan son nuestra poderosa tecnología (es decir, sus efectos beneficiosos), la globalización, la medicina moderna y un mayor conocimiento de las sociedades del pasado y de las sociedades modernas remotas. También nos diferenciamos de las sociedades del pasado en algunos aspectos que nos sitúan en una posición más arriesgada que la suya: a ese respecto se menciona de nuevo nuestra potente tecnología (es decir, sus imprevisibles consecuencias destructivas), la globalización (hasta el punto de que hoy día un colapso incluso en la remota Somalia afecta a Estados Unidos y Europa), la dependencia que millones de nosotros (y pronto miles de millones) tenemos de la medicina moderna para sobrevivir, y nuestra mucho mayor población humana. Quizá todavía podamos aprender del pasado, pero solo si reflexionamos con detenimiento sobre las lecciones que nos brinda.
Los esfuerzos por tratar de comprender los colapsos del pasado han tenido que enfrentarse a una controversia principal y a cuatro pequeñas complicaciones. La controversia tiene que ver con la resistencia a la idea de que los pueblos del pasado (algunos de ellos conocidos por ser antecesores de pueblos que en la actualidad perviven y se hacen oír) hicieron cosas que contribuyeron a su propio declive. En la actualidad somos mucho más conscientes del deterioro medioambiental de lo que lo éramos hace unos pocos decenios. Hasta en las habitaciones de hotel vemos hoy día avisos que invocan el amor al medio ambiente para hacernos sentir culpables si solicitamos toallas nuevas o dejamos correr el agua. Provocar el deterioro del medio ambiente se considera en la actualidad moralmente punible.
No es de extrañar que a los indígenas hawaianos y maoríes no les guste que los paleontólogos les digan que sus antecesores exterminaron a la mitad de las especies de aves que habían evolucionado en Hawai y Nueva Zelanda, como tampoco les gusta a los indígenas norteamericanos que los arqueólogos les digan que los anasazi deforestaron parte del sudoeste de Estados Unidos. Esos supuestos descubrimientos de los paleontólogos y arqueólogos suenan a oídos de algunos como un pretexto racista más que esgrimen los blancos para desposeer a los pueblos indígenas. Es como si los científicos estuvieran diciendo: «Sus antepasados fueron malos administradores de sus tierras, de modo que merecieron ser desposeídos». Algunos estadounidenses y australianos blancos, dolidos por el hecho de que el gobierno haya pagado indemnizaciones y devuelto tierras a los indígenas norteamericanos y aborígenes australianos, se aferran ciertamente a esos descubrimientos para fomentar hoy día ese argumento. No solo los pueblos indígenas, sino también algunos antropólogos y arqueólogos que los estudian y se identifican con ellos, consideran que los supuestos descubrimientos recientes son mentiras racistas.
También algunos pueblos indígenas y los antropólogos que se identifican con ellos se sitúan en el extremo opuesto. Insisten en que los pueblos indígenas del pasado eran (y que los actuales todavía son) administradores moderados y ecológicamente prudentes de sus respectivos entornos, conocían y respetaban profundamente la naturaleza, vivían con inocencia en un virtual paraíso y nunca pudieron haber cometido semejantes atrocidades. Como me dijo en una ocasión un cazador de Nueva Guinea: «Si un día consigo matar un pichón grande al salir de nuestra aldea en una determinada dirección, dejo pasar una semana antes de volver a cazar pichones, y cuando lo hago salgo de la aldea en dirección contraria». Solo esos malvados habitantes del moderno Primer Mundo desconocen la naturaleza, no respetan el medio ambiente y lo destruyen.
En realidad, ambas posiciones extremas de esta controversia —la de los racistas y la de los creyentes en los paraísos del pasado— cometen el error de considerar que los pueblos indígenas del pasado eran esencialmente diferentes de los pueblos del moderno Primer Mundo, ya sea por su inferioridad o su superioridad. Gestionar de forma sostenible recursos ambientales ha sido siempre difícil, desde los tiempos en que el Homo sapiens desarrolló el ingenio, la eficiencia y las destrezas de caza modernas hace aproximadamente cincuenta mil años. Desde que hace 46 000 años se produjera la primera colonización humana, la del continente australiano, con la subsiguiente extinción acelerada de la mayor parte de los antiguos marsupiales gigantes y otros grandes animales de Australia, toda colonización humana de una masa de tierra en la que anteriormente no había seres humanos —ya fuera en Australia, América del Norte, América del Sur, Madagascar, las islas del Mediterráneo o Hawai y Nueva Zelanda y docenas de otras islas del Pacífico— vino seguida de una oleada de extinciones de grandes animales. Estos grandes animales habían evolucionado sin temor a los seres humanos y, o bien eran fáciles de matar, o bien sucumbían ante los cambios del habitat asociados a los seres humanos, las especies pestíferas introducidas o las enfermedades. Cualquier pueblo puede caer en la trampa de sobreexplotar los recursos medioambientales debido a los omnipresentes problemas que analizaremos más adelante en este libro: que los recursos parecen ser en principio inagotablemente abundantes; que los indicios de su incipiente agotamiento aparecen enmascarados durante años o decenios bajo las fluctuaciones habituales de los niveles de recursos; que es difícil conseguir que las personas lleguen a un acuerdo para imponer limitaciones a la recolección de un determinado recurso compartido (la denominada «tragedia de lo común», que expondremos en capítulos posteriores); y que la complejidad de los ecosistemas a menudo provoca que las consecuencias de algunas perturbaciones causadas por los seres humanos sean prácticamente imposibles de predecir incluso para un ecólogo profesional. Los problemas medioambientales que son hoy día difíciles de abordar fueron sin duda aún más difíciles de abordar en el pasado. Especialmente para aquellos pueblos del pasado que no disponían de escritura y no podían leer estudios detallados sobre la desaparición de sociedades, el deterioro ecológico constituyó una consecuencia trágica, imprevista e impremeditada de su tesón, en lugar de una ceguera moralmente culpable o un egoísmo consciente. Las sociedades que acabaron desapareciendo se encontraban (como la maya) entre las más creativas y (durante algún tiempo) avanzadas y triunfantes de sus épocas, en lugar de ser estúpidas y primitivas.
Los pueblos del pasado no eran ni malos gestores ignorantes que merecieran ser exterminados o desposeídos, ni concienzudos ecologistas bien informados que resolvieran problemas que no sabemos resolver en la actualidad. Eran gentes como nosotros, que se enfrentaban a problemas en líneas generales similares a los que nos enfrentamos nosotros hoy día. Tuvieron tendencia a triunfar o a fracasar en función de circunstancias similares a las que nos hacen triunfar o fracasar a nosotros en la actualidad. Sí, hay diferencias entre la situación a que nos enfrentamos hoy día y la que afrontaron los pueblos del pasado; pero, no obstante, sigue habiendo las suficientes semejanzas como para que podamos aprender del pasado.
Por encima de todo, me parece desatinado y peligroso apelar a suposiciones históricas sobre las prácticas medioambientales de pueblos indígenas para avalar que hay que tratarlos con justicia. En muchos o la mayoría de los casos los historiadores y arqueólogos han puesto sobre la mesa abrumadoras evidencias de que esta suposición (la del ecologismo paradisíaco) es errónea. Al invocar esta suposición para propugnar que se trate con justicia a los pueblos indígenas insinuamos que sería correcto maltratarlos si esta suposición quedara refutada. En realidad, las razones en contra de maltratarlos no se basan en ninguna suposición histórica sobre sus prácticas medioambientales; se basan en un principio moral, a saber: que es moralmente incorrecto que un pueblo desposea, subyugue o extermine a otro pueblo.
Esa es la controversia acerca de las catástrofes ecológicas del pasado. En lo que se refiere a las complicaciones, claro está que no es cierto que todas las sociedades estén destinadas a desaparecer a causa del deterioro ecológico: en el pasado algunas sociedades sí lo hicieron, mientras que otras no; la verdadera cuestión es por qué solo algunas sociedades se revelaron frágiles y qué diferenciaba a las que desaparecieron de aquellas otras que no lo hicieron. Algunas de las sociedades que analizaré más adelante, como la de los islandeses o los habitantes de Tikopia, consiguieron resolver problemas medioambientales extremadamente difíciles, con lo cual consiguieron sobrevivir durante mucho tiempo y todavía en la actualidad se mantienen firmes. Por ejemplo, cuando los colonos noruegos de Islandia vieron por primera vez un entorno aparentemente similar al de Noruega pero que en realidad era muy diferente, destruyeron inadvertidamente gran parte de la capa superior del suelo y la mayor parte de sus bosques. Durante mucho tiempo Islandia fue el país de Europa más pobre y más devastado desde el punto de vista ecológico. Sin embargo, los islandeses aprendieron finalmente de la experiencia, adoptaron medidas rigurosas de protección medioambiental y hoy día gozan de una de las rentas per capita más altas del mundo. Los isleños de Tikopia habitan una diminuta isla tan distante de cualquier vecino que se vieron obligados a volverse autosuficientes para casi todo, pero gestionaron sus recursos a pequeña escala con tal minuciosidad y regularon el tamaño de su población de una forma tan cuidadosa que la isla es todavía productiva después de tres mil años de ocupación humana. Por tanto, este libro no constituye una serie ininterrumpida de deprimentes historias de fracasos, sino que también contiene historias de éxito que nos invitan a ser optimistas y a imitarlas.
Además, no conozco ningún caso en el que el ocaso de una sociedad pueda atribuirse exclusivamente al deterioro medioambiental: siempre intervienen otros factores. Cuando empecé a pensar en este libro no valoré esas complicaciones, y pensaba ingenuamente que la obra trataría simplemente del deterioro medioambiental. Finalmente, construí un marco de posibles factores implicados compuesto por cinco elementos a los que recurriré para tratar de comprender todo tipo de fracaso medioambiental putativo. Cuatro de estos conjuntos de factores —el deterioro medioambiental, el cambio climático, los vecinos hostiles y los socios comerciales amistosos— pueden o no ser relevantes para una determinada sociedad. El quinto conjunto de factores —las respuestas de la sociedad a sus problemas medioambientales— siempre demuestra ser relevante. Veamos estos cinco conjuntos de factores uno a uno, en una secuencia en la que el orden no presupone primacía causal alguna sino únicamente conveniencia en la presentación.
Como ya hemos visto, un primer conjunto de factores está relacionado con el daño que las personas infligen inadvertidamente a su entorno. El grado y la reversibilidad de esos daños dependen en parte de las condiciones que imponen las personas (por ejemplo, cuántos árboles por hectárea cortan al año) y en parte de las condiciones del entorno (por ejemplo, los rasgos que determinan cuántos árboles germinan por hectárea y año y a qué ritmo anual crecen). Estas condiciones medioambientales se denominan «fragilidad» (propensión al deterioro) o «capacidad de recuperación» (potencial para restablecerse tras el deterioro), y se puede hablar independientemente de la fragilidad y la capacidad de recuperación de los bosques, los suelos, la población piscícola, etcétera, de un territorio. Así pues, las razones por las que solo determinadas sociedades sufrieron colapsos ecológicos podrían tener que ver en principio con una excepcional imprudencia de su pueblo, con la excepcional fragilidad de algunos rasgos de su entorno o con ambas a la vez.
El siguiente aspecto de mi marco de cinco elementos es el cambio climático, un término que en la actualidad solemos asociar con el calentamiento global del planeta causado por los seres humanos. En realidad, el clima puede volverse más cálido o más frío, más húmedo o más seco, o más o menos variable en unos u otros meses o años debido a cambios en las fuerzas naturales que determinan el clima y que no tienen nada que ver con los seres humanos. Algunos ejemplos de este tipo de fuerzas son las variaciones del calor generado por el Sol, las erupciones volcánicas que vierten ceniza en la atmósfera, los cambios de orientación del eje de la Tierra con respecto a su órbita y los cambios en la distribución de los mares y la tierra sobre la superficie terrestre. Entre los casos de cambio climático natural analizados con frecuencia se encuentran el avance y retroceso de placas de hielo durante los períodos de glaciaciones hace más de dos millones de años, la que se conoce como Pequeña Glaciación, comprendida aproximadamente entre los años 1400 y 1800, o el enfriamiento global del planeta tras la descomunal erupción del volcán Tambora en Indonesia el 5 de abril de 1815. Aquella erupción inyectó tanta ceniza en la capa superior de la atmósfera que la cantidad de luz solar que alcanzaba la Tierra decreció hasta que la ceniza se asentó, lo cual originó hambrunas generalizadas, incluso en América del Norte y Europa, debido a las bajas temperaturas y a la reducción del rendimiento de las cosechas en el verano de 1816 («el año sin verano»).
Para las sociedades del pasado en las que la longevidad humana era escasa y que carecían de escritura, el cambio climático supuso un problema aún mayor de lo que lo es hoy para nosotros, ya que en muchas partes del mundo el clima tiende a variar no solo de un año a otro, sino también en una secuencia temporal de varios decenios; por ejemplo, varios decenios húmedos seguidos de medio siglo seco. En muchas sociedades prehistóricas el promedio de tiempo de generación humana —la media del número de años transcurridos entre el nacimiento de los padres y los hijos de una persona— era de muy pocos decenios. Por tanto, hacia el final de una secuencia de decenios húmedos la mayor parte de las personas vivas podían no disponer de ningún recuerdo de primera mano del anterior período de clima seco. Incluso hoy día hay una tendencia humana a incrementar la producción y la población durante las décadas de bonanza, olvidando (o, en el pasado, sin llegar a saber nunca) que es poco probable que esos decenios perduren eternamente. Cada vez que acababan los decenios de bonanza, la sociedad descubría que albergaba más población que la que podía soportar o que había adoptado como inveterados hábitos inadecuados para las nuevas condiciones climáticas. (Basta pensar hoy día en el árido oeste estadounidense y sus políticas tanto urbanas como rurales de derroche de agua, impulsadas normalmente en décadas húmedas bajo la suposición tácita de que eran lo habitual). Para agravar estos problemas de cambio climático, muchas sociedades del pasado no contaban con mecanismos de «alivio del desastre» que permitieran importar a las zonas que estaban sufriendo escasez de alimentos excedentes alimentarios procedentes de otras zonas con un clima distinto. Todas estas consideraciones exponían a las sociedades del pasado a un mayor riesgo ante el cambio climático.
Los cambios climáticos naturales pueden mejorar o empeorar las condiciones en que vive una sociedad humana determinada, y pueden beneficiar a una sociedad al mismo tiempo que perjudican a otra. (Por ejemplo, veremos que la Pequeña Glaciación fue mala para la Groenlandia noruega pero buena para la Groenlandia de los inuit). Ha habido muchos momentos de la historia en que una sociedad que estaba agotando sus recursos medioambientales pudo compensar las pérdidas mientras el clima fue benigno, pero luego fue conducida al borde del desastre cuando el clima se volvió más seco, más frío, más cálido, más húmedo o más variable. ¿Deberíamos decir entonces que su desaparición estuvo causada por el impacto medioambiental humano o por el cambio climático? Ninguna de estas simples alternativas es correcta. Más bien, si la sociedad no hubiera agotado ya parcialmente sus recursos ambientales podría haber sobrevivido al agotamiento de recursos producido por el cambio climático. O a la inversa, consiguió sobrevivir al agotamiento de recursos autoinfligido hasta que el cambio climático produjo una disminución aún mayor de los recursos. De modo que lo que se reveló fatal no fue uno de los factores tomados de forma aislada, sino la combinación de impacto ambiental y cambio climático.
Una tercera consideración hace referencia a la presencia de vecinos hostiles. Casi todas las sociedades de la historia han estado suficientemente próximas desde el punto de vista geográfico a otras sociedades como para haber tenido al menos algún contacto con ellas. Las relaciones entre sociedades vecinas pueden ser hostiles de forma intermitente o crónica. Una sociedad puede ser capaz de resistir a sus enemigos mientras es fuerte para sucumbir únicamente cuando se ve debilitada por alguna razón, entre las cuales se encuentra el deterioro medioambiental. La causa próxima de la desaparición será entonces la conquista militar, pero la causa última —el factor cuyo cambio desembocó en el ocaso— habrá sido el factor que originó el debilitamiento. Así pues, las desapariciones por razones ecológicas o de otro tipo a menudo se disfrazan de derrotas militares.
La discusión más famosa sobre este posible enmascaramiento se refiere a la caída del Imperio romano de Occidente. Roma se vio cada vez más acuciada por las invasiones bárbaras, pero de forma convencional y un tanto arbitraria se ha adoptado como fecha de la caída del imperio la de 476, el año en que fue depuesto el último emperador de Occidente. Sin embargo, incluso antes del surgimiento del Imperio romano había habido tribus «bárbaras» que vivían en el norte de Europa y Asia Central al otro lado de las fronteras de la Europa mediterránea «civilizada», y que periódicamente atacaban a la Europa civilizada (así como a la China y la India civilizadas). Durante más de mil años Roma consiguió resistir con éxito a los bárbaros, como, por ejemplo, cuando en el año 101 a. C. aniquiló en la batalla de Campi Raudii un enorme contingente invasor de cimbrios y teutones concentrado en la conquista del norte de Italia.
Pero al final fueron los bárbaros en lugar de los romanos quienes ganaban las batallas. ¿Cuál fue la razón fundamental de ese cambio de fortuna? ¿Se debió a transformaciones de los propios bárbaros, como, por ejemplo, que aumentara su número o estuvieran mejor organizados, que dispusieran de mejores armas o más caballos, o que se beneficiaran del cambio climático favorable en las estepas de Asia Central? En ese caso diríamos que los bárbaros podrían considerarse la causa fundamental de la caída de Roma. ¿O fue, por el contrario, que esos mismos antiguos e inalterados bárbaros estaban siempre esperando en las fronteras del Imperio romano y que no consiguieron imponerse hasta que Roma se vio debilitada por una combinación de problemas económicos, políticos, medioambientales y de otro tipo? En ese caso achacaríamos la caída de Roma a sus propios problemas, y los bárbaros asestarían solamente el golpe de gracia. Esta cuestión continúa debatiéndose. En esencia, esta misma cuestión se ha discutido respecto a la caída del Imperio jemer con centro en Angkor Vat en relación con las invasiones de los vecinos tailandeses; respecto al declive de la civilización de Harappa del valle del Indo en relación con las invasiones indoarias; y respecto a la caída de la Grecia micénica y otras sociedades mediterráneas de la Edad del Bronce en relación con las invasiones de los denominados «pueblos del mar».
El cuarto conjunto de factores es el inverso del tercero: decremento del apoyo de vecinos amistosos en contraposición al aumento de ataques por parte de vecinos hostiles. Casi todas las sociedades de la historia han contado en sus alrededores tanto con socios comerciales amistosos como con enemigos. A menudo el socio y el enemigo eran el mismo vecino, cuya conducta oscilaba entre lo amistoso y lo hostil. La mayor parte de las sociedades dependen hasta cierto punto de sus vecinos amistosos, ya sea para importar bienes comerciales esenciales (como en la actualidad las importaciones estadounidenses de petróleo o las importaciones japonesas de petróleo, madera y marisco) o para mantener además lazos culturales que proporcionen cohesión a la sociedad (como la identidad cultural de Australia importada hasta hace poco de Gran Bretaña). Surge, por consiguiente, el riesgo de que si tu socio comercial se ve debilitado por cualquier razón (incluido el deterioro medioambiental) y no puede seguir abasteciéndote de esa importación o ese lazo cultural esencial, tu propia sociedad se vea debilitada como consecuencia de ello. Este es un problema bien conocido en la actualidad debido a la dependencia que el Primer Mundo tiene del petróleo de países ecológicamente frágiles y políticamente agitados del Tercer Mundo que impusieron un embargo de petróleo en 1973. En el pasado surgieron problemas similares para la Groenlandia noruega, los isleños de Pitcairn y otras sociedades.
El último conjunto de factores de este marco de cinco elementos se refiere a la omnipresente cuestión de las respuestas que da la sociedad a sus problemas, tanto si los problemas son medioambientales como si son de otra índole. Sociedades diferentes responden de forma distinta a problemas similares. Por ejemplo, muchas sociedades del pasado sufrieron problemas de deforestación, entre las cuales las tierras altas de Nueva Guinea, Japón, Tikopia y Tonga desarrollaron una gestión forestal acertada y continuaron prosperando, mientras que la isla de Pascua, Mangareva y la Groenlandia noruega no consiguieron desarrollar una gestión forestal adecuada y desaparecieron como consecuencia de ello. ¿Cómo podemos comprender resultados tan dispares? Las respuestas de una sociedad dependen de sus instituciones políticas, económicas y sociales y de sus valores culturales. Esas instituciones y valores influyen en si la sociedad resuelve (o siquiera trata de resolver) sus problemas. En este libro analizaremos el marco de cinco elementos para cada una de las sociedades del pasado cuya desaparición o persistencia se estudia.
Debería añadir, por supuesto, que del mismo modo que el cambio climático, los vecinos hostiles y los socios comerciales pueden o no contribuir al colapso de una determinada sociedad, también el deterioro medioambiental puede o no contribuir a ello. Sería absurdo afirmar que el deterioro medioambiental ha de ser un factor preponderante en todos los colapsos: el derrumbamiento de la Unión Soviética es un contraejemplo moderno, y la destrucción de Cartago a manos de Roma en el año 146 a. C. es uno antiguo. Obviamente, es cierto que los factores militares o económicos pueden bastar. Por tanto, el título completo de este libro podría ser «El colapso de las sociedades originado por algún factor medioambiental, y en algunos casos también por la influencia del cambio climático, los vecinos hostiles y los socios comerciales, además de otros aspectos relacionados con las respuestas ofrecidas por esas sociedades». Esta restricción todavía nos deja abundante material antiguo y moderno que analizar.
Hoy día las cuestiones relacionadas con el impacto ambiental humano suelen ser polémicas, y las opiniones vertidas sobre ellas suelen distribuirse en un espectro que viene delimitado por dos bandos enfrentados. Uno de ellos, habitualmente denominado «ecologista» o «ecológico», sostiene que nuestros actuales problemas medioambientales son graves, que es necesario abordarlos con urgencia y que no se pueden mantener las tasas actuales de crecimiento económico y demográfico. El otro bando sostiene que las preocupaciones de los ecologistas son exageradas, que no tienen justificación, y que el crecimiento económico y demográfico sostenido es al mismo tiempo posible y deseable. Este último bando no tiene asociada una etiqueta comúnmente aceptada, de modo que me referiré a él simplemente como el bando «no ecologista». Sus partidarios proceden sobre todo del mundo de los grandes negocios y la economía, pero la ecuación «no ecologista» = «proempresarial» es imperfecta; existen muchas personas del ámbito de los negocios que se consideran ecologistas y muchas personas escépticas respecto de las afirmaciones de los ecologistas que no pertenecen al mundo de los grandes negocios. ¿Dónde me sitúo yo con respecto a estos dos bandos para escribir este libro?
Por una parte, soy aficionado a observar las aves desde que tenía siete años. Me formé profesionalmente como biólogo, y durante los últimos cuarenta años he realizado investigaciones sobre las aves de los bosques tropicales de Nueva Guinea. Me encantan las aves, disfruto observándolas y disfruto estando en un bosque tropical. También me gustan otras plantas, animales y hábitats y los valoro en sí mismos. He desarrollado un papel activo en muchas labores de conservación de especies y entornos naturales de Nueva Guinea y de otros lugares. Durante la última docena de años he sido director de la sucursal estadounidense de World Wildlife Fund, una de las organizaciones ecologistas internacionales más grandes y la única con intereses más cosmopolitas. Todo ello me ha supuesto críticas de los no ecologistas, que profieren expresiones como «Diamond siembra el temor», «preconiza el pesimismo», «exagera los riesgos» o «da más importancia a la boca de dragón morada en peligro de extinción que a las necesidades de las personas». Pero aunque amo las aves de Nueva Guinea, amo mucho más a mis hijos, mi esposa, mis amigos, los habitantes de Nueva Guinea y otras personas. Estoy más interesado en cuestiones medioambientales por sus consecuencias visibles para las personas que por sus consecuencias para las aves.
Por otra parte, tengo mucha experiencia, interés e implicación activa en grandes empresas y otras fuerzas de nuestra sociedad que explotan recursos medioambientales y a menudo están consideradas antiecologistas. Cuando era adolescente trabajé en grandes ranchos de ganado de Montana a los que, ya adulto y siendo padre, llevo ahora regularmente a mi esposa y mis hijos para pasar las vacaciones de verano. Durante un verano estuve empleado con un equipo de mineros del cobre de Montana. Adoro Montana y a mis amigos rancheros; comprendo, admiro y simpatizo con su estilo de vida y sus negocios agrícolas, y les he dedicado a ellos este libro. En los últimos años también he tenido muchas oportunidades de contemplar y familiarizarme con otras grandes empresas extractivas del sector de la minería, la madera, la pesca, el petróleo y el gas natural. Durante los últimos siete años he estado haciendo el seguimiento del impacto ambiental del yacimiento productor de petróleo y gas natural más grande de Nueva Guinea, en el que las empresas petroleras han encargado a World Wildlife Fund que brinde asesoramiento sobre cuestiones medioambientales desde una posición independiente. A menudo he sido invitado por las empresas extractivas a sus instalaciones, he hablado mucho con sus directivos y empleados y he llegado a comprender sus puntos de vista y sus problemas.
Aunque estas relaciones con las grandes empresas me han reportado perspectivas detalladas del devastador deterioro medioambiental que con frecuencia originan, también he contemplado de cerca situaciones en las que a las grandes empresas les interesaba adoptar garantías medioambientales más draconianas y efectivas que las que he visto aplicar incluso en los bosques nacionales de Estados Unidos. Estoy interesado en lo que motiva estas diferentes políticas medioambientales de las distintas empresas. Mi colaboración con grandes compañías petroleras concretas me ha supuesto la condena de algunos ecologistas, que profieren frases como «Diamond se ha vendido a las grandes empresas», «se baja los pantalones ante las grandes empresas» o «se prostituye con las compañías petroleras».
En realidad, las grandes empresas no me han contratado y describo francamente lo que veo que sucede en sus instalaciones, aun cuando las visito como invitado suyo. En algunas instalaciones he visto compañías petroleras y empresas madereras que están siendo destructivas, y lo he dicho; en otras las he visto ser cuidadosas, y eso fue lo que dije. Mi punto de vista es que mientras los ecologistas no estén dispuestos a involucrarse con las grandes empresas, que son algunas de las fuerzas más poderosas del mundo moderno, no se podrán resolver los problemas medioambientales del mundo. Por tanto, escribo este libro desde una perspectiva moderada, con experiencia tanto de los problemas medioambientales como de las realidades empresariales.
¿Cómo se puede estudiar «científicamente» la desaparición de sociedades? Con frecuencia se caracteriza erróneamente a la ciencia como «el cuerpo de conocimiento adquirido mediante la realización reiterada de experimentos controlados en un laboratorio». En realidad, la ciencia es algo mucho más amplio: es la adquisición de conocimiento fiable sobre el mundo. En algunos campos, como el de la química y la biología molecular, los experimentos controlados reiterados en un laboratorio son factibles y ofrecen con diferencia los medios más fiables para adquirir conocimiento. Mi formación académica se desarrolló en dos de estos campos de la biología de laboratorio, la bioquímica para mis estudios universitarios y la fisiología para mi doctorado. Desde 1955 hasta 2002 dirigí investigaciones experimentales de laboratorio sobre fisiología, primero en la Universidad de Harvard y después en la Universidad de California en Los Ángeles.
Cuando en 1964 empecé a estudiar las aves del bosque tropical de Nueva Guinea me vi enfrentado de inmediato al problema de adquirir conocimiento fiable sin poder recurrir a experimentos controlados reiterados, ya fuera en el laboratorio o al aire libre. Normalmente no es factible, legal, ni ético obtener conocimiento sobre aves exterminando o manipulando sus poblaciones de forma experimental en un lugar mientras se deja que las poblaciones intactas de otro lugar operen como grupos de control. Tuve que utilizar otros métodos. Problemas metodológicos similares afloran en muchas otras áreas de la biología de poblaciones, así como en la astronomía, la epidemiología, la geología o la paleontología.
Una solución habitual consiste en aplicar lo que se denomina «método comparativo» o del «experimento natural»; es decir, comparar situaciones naturales que difieren en relación con la variable de interés. Por ejemplo, cuando como ornitólogo me intereso por los efectos del pájaro miel semimontañés de Nueva Guinea sobre las poblaciones de otras especies de aves que se alimentan de miel, comparo las comunidades de aves de zonas de montaña muy similares entre sí, algunas de las cuales resultan sustentar poblaciones de pájaro miel semimontañés de Nueva Guinea y otras no. De manera similar, mis libros El tercer chimpancé: evolución y futuro del animal humano y ¿Por qué es divertido el sexo?: un estudio de la evolución de la sexualidad humana comparaban diferentes especies animales, en concreto diferentes especies de primates, en una tentativa de entender por qué las mujeres (a diferencia de la mayoría de las demás especies animales) padecen la menopausia y no muestran signos evidentes de ovulación, por qué los hombres tienen un pene relativamente largo (en comparación con los demás animales) y por qué los seres humanos mantienen normalmente relaciones sexuales en privado (en lugar de en público, como hacen la mayor parte de las demás especies animales). Existe una vasta literatura científica sobre los evidentes riesgos de este método comparativo y cómo pueden soslayarse mejor. En las ciencias históricas especialmente (como la biología evolutiva o la geología histórica), en que es imposible manipular el pasado de forma experimental, no existe otra elección que renunciar a los experimentos de laboratorio en favor de los experimentos naturales.
Este libro se sirve del método comparativo para explicar la desaparición de sociedades en las que intervinieron problemas medioambientales. En mi anterior libro (Armas, gérmenes y acero: la sociedad humana y sus destinos) había aplicado el método comparativo al problema contrario: las diferentes tasas de acumulación de las sociedades humanas en diferentes continentes durante los últimos trece mil años. En el presente libro, centrado por el contrario en las desapariciones en lugar de en las acumulaciones, comparo muchas sociedades del pasado y del presente que diferían en fragilidad medioambiental, relación con sus vecinos, instituciones políticas y otras variables «de entrada» de las que se postula que influyen en la estabilidad de una sociedad. Las variables «de salida» que analizo son la desaparición o supervivencia, y la forma de la desaparición cuando esta se ha producido. Al relacionar variables de salida con variables de entrada me propongo extraer la influencia que las posibles variables de entrada han ejercido en la desaparición de la sociedad.
Dicho método se pudo aplicar de forma rigurosa, integral y cuantitativa al problema de los colapsos inducidos por la deforestación en las islas del Pacífico. Los pueblos prehistóricos del Pacífico deforestaron sus islas en diferente medida, la cual abarcaba desde la deforestación leve hasta la más absoluta, y con consecuencias sociales que iban desde la supervivencia a largo plazo hasta la completa desaparición que causó la muerte de todo el mundo. Mi colega Barry Rolett y yo medimos en una escala numérica el grado de deforestación de 81 islas del Pacífico, y también medimos los valores de nueve variables de entrada (como la pluviosidad, el aislamiento y la recuperación de la fertilidad del suelo) postuladas como relevantes para la deforestación. Mediante un análisis estadístico conseguimos calcular la fuerza relativa con la que cada variable de entrada predisponía al resultado de la deforestación. Pudimos hacer otro experimento comparativo en el Atlántico Norte, donde los vikingos de la Edad Media procedentes de Noruega colonizaron seis islas o masas de tierra que diferían en adecuación para la agricultura, facilidad de contacto comercial con Noruega y otras variables de entrada, y que también diferían en resultado (desde el rápido abandono hasta la muerte de toda la población al cabo de quinientos años pasando por la prosperidad incluso actual al cabo de mil doscientos años). También se pueden establecer otras comparaciones entre sociedades de diferentes partes del mundo.
Todas estas comparaciones se basan en información detallada de sociedades concretas, acumulada pacientemente por arqueólogos, historiadores y otros especialistas. Al final de este libro proporciono referencias de los muchos y excelentes libros y artículos sobre los antiguos mayas y anasazi, los modernos ruandeses y chinos, y demás sociedades del pasado y el presente que analizo. Esos estudios individuales constituyen una base de datos indispensable para mi libro. Pero de la comparación entre esas muchas sociedades se pueden extraer conclusiones adicionales que no podrían haberse obtenido del estudio detallado de una única sociedad. Por ejemplo, comprender la desaparición de los famosos mayas exige no solo conocer con precisión la historia y el entorno mayas; podemos situar a los mayas en un contexto más amplio y obtener nuevos resultados comparándolos con otras sociedades que desaparecieron o no y que se parecían a los mayas en algunos aspectos y diferían de ellos en otros. Esos nuevos resultados exigen el método comparativo.
He insistido mucho en la necesidad de disponer tanto de buenos estudios individuales como de buenos análisis comparativos, porque los especialistas que practican una aproximación menosprecian con frecuencia las contribuciones de la otra. Los especialistas en historia de una sociedad tienden a rechazar las comparaciones porque las consideran superficiales, mientras que aquellos que hacen comparaciones tienden a rechazar los estudios de sociedades individuales porque las consideran absolutamente cortas de miras y de un valor limitado para la comprensión de otras sociedades. Pero si queremos adquirir conocimiento fiable necesitamos ambos tipos de estudios. En concreto, sería peligroso generalizar a partir de una sociedad o siquiera estar seguro de la interpretación de un único colapso. Solo se puede esperar alcanzar conclusiones convincentes a partir del peso de la evidencia que nos proporciona un estudio comparativo de muchas sociedades que sufrieron diferentes desenlaces.
Veamos cómo está organizado este libro con el fin de que los lectores tengan de antemano alguna idea de hacia dónde se dirigen. Un plano del mismo recuerda a una boa constrictor que se hubiera tragado dos enormes corderos. Es decir, tanto mis estudios del mundo moderno como los del pasado están compuestos ambos por un relato desproporcionadamente largo de una sociedad concreta, más otros relatos breves de otras cuatro sociedades.
Empezaremos por el primer gran cordero. La primera parte comprende un único y largo capítulo (capítulo 1) sobre los problemas medioambientales del sudoeste de Montana, donde se encuentran la granja de los Huls y los ranchos de mis amigos los Hirschy (a quienes está dedicado este libro). Montana cuenta con la ventaja de ser una sociedad moderna del Primer Mundo cuya población y cuyos problemas medioambientales son reales pero, no obstante, relativamente leves comparados con los de la mayor parte del resto del Primer Mundo. A diferencia de los demás casos, conozco bien a muchos habitantes de Montana, de modo que puedo relacionar las políticas de la sociedad de Montana con las motivaciones a menudo contrapuestas de las personas concretas. Desde esa perspectiva familiar de Montana podemos imaginar más fácilmente qué estaba sucediendo en las remotas sociedades del pasado que inicialmente nos sorprenden por su exotismo y para las que solo podemos adivinar qué motivaba a las personas concretas.
La segunda parte comienza con cuatro capítulos más breves sobre sociedades del pasado que desaparecieron, dispuestos en una secuencia de creciente complejidad según el marco de cinco elementos que he presentado. La mayor parte de las sociedades del pasado que analizaré con detalle eran pequeñas y estaban situadas en la periferia, y algunas de ellas se encontraban geográficamente bien delimitadas, socialmente aisladas o en entornos frágiles. Para no inducir al lector a que concluya erróneamente que representan modelos muy pobres para las bien conocidas y grandes sociedades modernas, debería decir que, tras reflexionar con detenimiento, las seleccioné precisamente porque en estas sociedades tan pequeñas los procesos se desplegaron con mayor rapidez y alcanzaron resultados extremos, lo cual las convertía en ejemplos particularmente claros. No es que las grandes sociedades del centro que comerciaban con sus vecinos y estaban situadas en entornos más robustos no desaparecieran en el pasado y no puedan desaparecer en la actualidad. Una de las sociedades del pasado que analizo con detalle, la sociedad maya, tuvo una población de muchos millones o decenas de millones, estaba situada en una de las dos zonas culturales más avanzadas del Nuevo Mundo antes de la llegada de los europeos (Mesoamérica) y comerciaba con otras sociedades avanzadas de esa zona y se vio influida decisivamente por ellas. En el capítulo de lecturas complementarias para el capítulo 9 resumo brevemente algunas de las muchas otras sociedades del pasado famosas —las sociedades del Creciente Fértil, Angkor Vat, la sociedad de Harappa del valle del Indo y otras— que recuerdan a los mayas en esos aspectos y a cuyos declives contribuyeron poderosamente factores medioambientales.
Nuestro primer estudio de una sociedad del pasado, la historia de la isla de Pascua (capítulo 2), es lo más parecido a un ocaso ecológico «puro» que podemos encontrar, debido en este caso a una total deforestación que condujo a la guerra, el derrocamiento de la elite y de las famosas estatuas de piedra y la progresiva muerte masiva de la población. Por lo que sabemos, la sociedad polinesia de Pascua permaneció aislada desde su fundación original, de modo que la trayectoria de la isla de Pascua no se vio influida ni por enemigos ni por amigos. Tampoco disponemos de evidencias de que el cambio climático desempeñara algún papel en la isla de Pascua, aunque todavía podrían surgir de estudios que lo rebatan. El análisis comparativo que hicimos Barry Rolett y yo nos ayuda a comprender por qué de todas las islas del Pacífico fue la isla de Pascua la que sufrió un derrumbamiento tan devastador.
Las islas de Pitcairn y Henderson (capítulo 3), colonizadas también por polinesios, ofrecen ejemplos del efecto que tiene el punto cuarto de mi marco de cinco elementos: la pérdida de apoyo de sociedades vecinas amistosas. Tanto la isla de Pitcairn como la de Henderson sufrieron deterioro medioambiental local, pero el golpe definitivo vino del colapso desencadenado medioambientalmente de su principal socio comercial. No lo complicó ningún efecto conocido de vecinos hostiles o cambio climático.
Gracias a un registro climático excepcionalmente detallado y reconstruido a partir de los anillos de los árboles, la sociedad indígena norteamericana de los anasazi, en el sudoeste de Estados Unidos (capítulo 4), ilustra con claridad la intersección de deterioro medioambiental y crecimiento de población con el cambio climático (en este caso, sequía). Ni la presencia de vecinos amistosos u hostiles ni (excepto hacia el final) la guerra parecen haber sido factores importantes en la desaparición de los anasazi.
Ningún libro sobre la desaparición de sociedades estaría completo sin una descripción (capítulo 5) de los mayas, la sociedad indígena americana más avanzada y el misterio romántico por antonomasia de todas las ciudades cubiertas por la selva. Al igual que en el caso de los anasazi, los mayas ilustran los efectos combinados de deterioro medioambiental, crecimiento de población y cambio climático sin que los vecinos amistosos desempeñaran ningún papel esencial. A diferencia del caso de la desaparición de los anasazi, los vecinos hostiles fueron una preocupación importante de las ciudades mayas ya desde una etapa temprana. Entre las sociedades analizadas en los capítulos 2-5, solo los mayas nos ofrecen la ventaja de proporcionarnos registros escritos que han sido descifrados.
La Groenlandia vikinga (capítulos 6-8) nos brinda nuestro ejemplo más complejo de desmoronamiento del pasado, el único para el que contamos con la máxima información (ya que era una sociedad europea bien conocida porque disponía de escritura) y el único que nos asegura un análisis más profundo: se trata del segundo cordero del interior de la boa constrictor. En él están bien documentados los cinco aspectos del marco de cinco elementos que he presentado: deterioro medioambiental, cambio climático, pérdida de contactos amistosos con Noruega, auge del trato hostil con los inuit y el propio escenario político, económico, social y cultural de la Groenlandia noruega. Groenlandia nos proporciona nuestra mejor aproximación a un experimento controlado sobre desmoronamientos de sociedades: dos sociedades (la noruega y la inuit) que comparten una misma isla pero tienen culturas muy diferentes, de tal forma que una de esas sociedades sobrevivió y la otra acabó desapareciendo. Por tanto, la historia de Groenlandia transmite el mensaje de que, incluso en un entorno severo, el ocaso no es inevitable, sino que depende de las decisiones que toma una sociedad. También podemos comparar la Groenlandia noruega con otras cinco sociedades del Atlántico Norte fundadas por colonos noruegos, lo cual nos ayudará a comprender por qué las Orcadas noruegas prosperaron mientras sus primos de Groenlandia sucumbían. Una de esas otras cinco sociedades nórdicas, la de Islandia, está entre las excepcionales historias de éxito sobre un entorno frágil hasta alcanzar un alto nivel de prosperidad moderna.
La segunda parte concluye (capítulo 9) con tres sociedades más que, al igual que Islandia, triunfaron y representan un contraste para comprender mejor las sociedades que fracasaron. Aunque estas tres se enfrentaron a problemas medioambientales menos graves que Islandia o la mayoría de los otros que fracasaron, veremos que hay dos senderos distintos hacia el éxito: una aproximación de abajo arriba ejemplificada por Tikopia y las tierras altas de Nueva Guinea, y una aproximación de arriba abajo ejemplificada por el Japón de la dinastía Tokugawa.
La tercera parte vuelve a centrarse en el mundo moderno. Tras haber analizado ya la Montana moderna en el capítulo 2, continuamos ahora con cuatro países actuales muy diferentes, los dos primeros pequeños y los dos últimos grandes o inmensos: una catástrofe del Tercer Mundo (Ruanda), un hasta la fecha superviviente del Tercer Mundo (República Dominicana), un gigante del Tercer Mundo que corre para alcanzar al Primer Mundo (China) y una sociedad del Primer Mundo (Australia). Ruanda (capítulo 10) escenifica ante nuestros propios ojos una catástrofe maltusiana, la de una tierra superpoblada que estalló en un atroz derramamiento de sangre como hicieron los mayas en el pasado. Ruanda y su vecina Burundi son famosas por la violencia étnica entre hutus y tutsis, pero veremos que el crecimiento demográfico, el deterioro medioambiental y el cambio climático proporcionaron la dinamita de la que la violencia étnica fue la espoleta.
La República Dominicana y Haití (capítulo 11), que comparten la isla de La Española, nos ofrecen un sombrío contraste como el que ya nos ofrecieron anteriormente las sociedades noruega e inuit en Groenlandia. Tras décadas de dictaduras igualmente viles, Haití se erigió en el caso perdido más descorazonador del moderno Nuevo Mundo, mientras que en la República Dominicana hay signos de esperanza. A menos que uno suponga que este libro predica el determinismo medioambiental, este último país ilustra qué gran diferencia puede representar una persona, particularmente si es el líder del país.
China (capítulo 12) sufre en grandes dosis los doce tipos modernos de problemas medioambientales. Como China tiene una economía, una población y un territorio tan inmensos, el impacto económico y medioambiental de este país es importante no solo para el propio pueblo de China, sino también para el mundo entero.
En el extremo opuesto de Montana, Australia (capítulo 13) es una sociedad del Primer Mundo que ocupa el medio ambiente más frágil y experimenta los problemas medioambientales más graves. Como consecuencia de ello, también se encuentra entre los países que, con el fin de resolver esos problemas, está considerando en la actualidad reestructurar radicalmente su sociedad.
La sección que cierra este libro (cuarta parte) extrae lecciones prácticas para nosotros en la actualidad. El capítulo 14 plantea la desconcertante pregunta que surge de toda sociedad del pasado que acabó destruyéndose a sí misma, y que desconcertará a los futuros terrícolas si nosotros también acabamos destruyéndonos a nosotros mismos: ¿cómo es posible que una sociedad no consiguiera percibir los peligros que retrospectivamente nos parecen tan evidentes? ¿Podemos decir que su final fue culpa de los propios habitantes o que, por el contrario, fueron víctimas trágicas de problemas irresolubles? ¿Cuánto deterioro medioambiental del pasado era inintencionado e imperceptible y cuánto estuvo porfiadamente forjado por personas que actuaban con plena conciencia de las consecuencias? Por ejemplo, ¿qué decían los últimos habitantes de la isla de Pascua mientras cortaban el último árbol de su isla? Resulta que la toma de decisiones de un grupo puede ser irreparable por toda una serie de factores, empezando por el fracaso al prever o percibir un problema y continuando a través de conflictos de intereses que permiten que algunos miembros del grupo persigan objetivos beneficiosos para sí mismos pero perjudiciales para el resto del grupo.
El capítulo 15 analiza el papel de las empresas modernas, algunas de las cuales se encuentran entre las fuerzas medioambientalmente más destructivas de hoy día, mientras que otras se encargan de proteger el medio ambiente del modo más efectivo. Analizaremos por qué a algunas empresas (pero solo a algunas) les interesa proteger el medio ambiente y qué cambios serían necesarios para que a otras empresas les interese emularlas.
Finalmente, el capítulo 16 resume los tipos de riesgos medioambientales a los que se enfrenta el mundo moderno, las objeciones más comunes que se plantean contra las afirmaciones de su gravedad y las diferencias entre los riesgos medioambientales de hoy día y los que afrontaron las sociedades del pasado. Una diferencia importante tiene que ver con la globalización, que subyace en el corazón de las razones más poderosas tanto para el pesimismo como para el optimismo acerca de nuestra capacidad para resolver los actuales problemas medioambientales. La globalización impide que las sociedades modernas se derrumben en solitario, como lo hicieron en el pasado la isla de Pascua y la Groenlandia nórdica. Cualquier sociedad que hoy día esté agitada, con independencia de lo remota que sea —piénsese en Somalia y Afganistán como ejemplos—, puede originar problemas para las sociedades prósperas de otros continentes, y está sujeta también a su influencia (ya sea beneficiosa o desestabilizadora). Por primera vez en la historia nos enfrentamos al riesgo de un declive global. Pero hoy día también somos los primeros en disfrutar de la oportunidad de aprender rápidamente de los avances de las sociedades de cualquier otro lugar del mundo, y de lo que han desplegado las sociedades de cualquier época del pasado. Esa es la razón por la que he escrito este libro.