Capítulo 10

Malthus en África: el genocidio de Ruanda

Un dilema * Los sucesos de Ruanda * Algo más que odio étnico * Acumulación en Kanama * Explosión en Kanama * Por qué sucedió

Cuando mis hijos gemelos tenían diez años, y de nuevo cuando tenían quince, mi esposa y yo los llevamos de vacaciones al este de África. Al igual que muchos otros turistas, a los cuatro nos sobrecogió la experiencia directa de los famosos paisajes, pueblos y grandes animales de África. Al margen de la frecuencia con la que hubiéramos visto fieras salvajes atravesando la pantalla de televisión en los especiales del National Geographic que vemos cómodamente en nuestro salón, no estábamos preparados para contemplar, oír y oler desde un Land Rover en las llanuras del Serengueti a los millones de ellos que componían inmensas manadas que rodeaban el vehículo extendiéndose hasta el horizonte en todas direcciones. La televisión tampoco nos había preparado para el descomunal tamaño de la llanura del cráter del Ngorongoro y su suelo despoblado de árboles, ni para la pendiente y la altura de sus paredes interiores, por las que se desciende hasta su lecho desde un hotel para turistas colgado del borde del cráter.

También nos sobrecogió la amabilidad de los pueblos del este de África, su simpatía hacia nuestros hijos, sus vistosos trajes… y su enorme número. Una cosa es leer de forma abstracta algo acerca de la «explosión demográfica» y otra muy distinta encontrar un día tras otro hileras de niños africanos a lo largo de la carretera, muchos de ellos aproximadamente de la misma estatura y edad que mis hijos, dirigiéndose a los vehículos de turistas que pasaban para pedirles un lápiz que pudieran utilizar en la escuela. El impacto de esa cantidad de habitantes sobre el paisaje puede apreciarse incluso en los tramos de carretera en los que las personas se habían marchado para hacer alguna otra cosa. En los pastizales la hierba escasea y las manadas de vacas, ovejas y cabras la aprovechan a fondo. Se pueden ver los surcos recientes de la erosión, en cuyos lechos fluyen corrientes de agua pardusca por el barro arrastrado desde los pastos desnudos.

Todos esos niños se sumaban a unas tasas de crecimiento demográfico que en el este de África se encuentran entre las más altas del inundo: en Kenia ha ascendido hace poco al 4,1 por ciento anual, lo cual se traduce en que la población se duplica cada diecisiete años. Esa explosión demográfica se ha producido a pesar de que África es el continente habitado por seres humanos desde hace mucho más tiempo que cualquier otro, lo cual nos llevaría a suponer de forma un tanto ingenua que la población de África debería haberse estabilizado hace mucho tiempo. En realidad, la explosión demográfica ha sido reciente y se debe a múltiples razones: la adopción de cultivos autóctonos del Nuevo Mundo (sobre todo el maíz, la judía, la batata y la mandioca, también conocida como «casava»), lo cual ha ensanchado la base agrícola y ha incrementado la producción de alimentos por encima de lo que podía hacerse únicamente con los cultivos africanos autóctonos; la mejora de las condiciones higiénicas, la medicina preventiva, la vacunación de madres e hijos, los antibióticos y cierto control de la malaria y otras enfermedades africanas endémicas; y por último la unificación de países y la fijación de fronteras nacionales, con lo cual pasaban a poder ocuparse algunos territorios que con anterioridad eran tierras de nadie que se disputaban por gobiernos adyacentes de menor envergadura.

A menudo calificamos el tipo de problemas de población de África oriental como «maltusianos», ya que en 1798 el economista y demógrafo inglés Thomas Malthus publicó un famoso libro en el que sostenía que el crecimiento de la población humana tendía a superar el crecimiento de la producción de alimentos. Ello se debía (según argumentaba Malthus) a que la población crece de forma geométrica, mientras que la producción de alimentos aumenta solo de forma aritmética. Por ejemplo, si el período de duplicación de una población es de 35 años, entonces una población de cien habitantes en el año 2000, que continúe creciendo de forma constante, se habrá duplicado en el año 2035 hasta alcanzar las doscientas personas, cuyo número se duplicará de nuevo hasta los cuatrocientos en el año 2070, los cuales se duplicarán de nuevo hasta los ochocientos habitantes en el año 2105, y así sucesivamente. Pero el incremento en la producción de alimentos se suma en lugar de multiplicarse: un primer incremento aumenta el rendimiento del trigo en un 25 por ciento; después, otro aumenta la producción en un 20 por ciento adicional, etcétera. Es decir, hay una diferencia fundamental entre cómo crece la población y cómo aumenta la producción de alimentos Cuando la población crece, las personas nuevas que se suman a la población también se reproducen; al igual que sucede con el interés compuesto, en que el propio interés produce interés. Esto hace posible el crecimiento geométrico. A diferencia de ello, el incremento de la producción de alimentos no produce un incremento mayor de la producción, sino que, por el contrario, desemboca solo en el crecimiento aritmético de la producción de alimentos. Así pues, una población dada tenderá a expandirse para consumir todo el alimento disponible y nunca dejará un excedente, a menos que el propio crecimiento de la población se vea frenado por una hambruna, una guerra o una epidemia, o, además, por que las personas adopten medidas preventivas (como, por ejemplo, imponiendo medidas anticonceptivas o posponiendo el matrimonio). La idea todavía generalizada hoy día de que podemos favorecer la felicidad humana con solo incrementar la producción de alimento, sin frenar al mismo tiempo el crecimiento demográfico, está llamada a acabar en frustración; o al menos eso decía Malthus.

Se ha discutido mucho sobre la validez de esta argumentación pesimista. De hecho, en la actualidad hay países que han reducido de manera drástica el crecimiento de su población mediante el control voluntario de la natalidad (por ejemplo, Italia o Japón) o la regulación decretada por el gobierno (China). Pero la actual Ruanda ilustra un caso en que el peor escenario maltusiano posible parece haber sido acertado. De forma genérica, tanto los defensores como los detractores de Malthus podrían coincidir en que la población y los problemas medioambientales producidos por un uso no sostenible de los recursos se resolverán en última instancia de algún modo: si no es de forma agradable mediante decisiones tomadas por nosotros mismos, entonces por medios desagradables y no escogidos, como los que Malthus en un principio auguró.

Hace unos pocos meses, cuando impartía un curso a universitarios de UCLA (Universidad de California, Los Ángeles) sobre los problemas medioambientales de las sociedades, acabé analizando las dificultades que por regla general deben superar las sociedades cuando tratan de llegar a acuerdos sobre disputas medioambientales. Uno de mis alumnos respondió señalando que las disputas podían resolverse, como a menudo sucedía, por medio de un conflicto. Con ello el alumno no quería decir que estuviera a favor del asesinato como medio de solucionar los problemas. Más bien estaba señalando de un modo sencillo que los problemas medioambientales a menudo originan conflictos entre personas, que los conflictos en Estados Unidos a menudo se resuelven en los tribunales, que los tribunales brindan un medio absolutamente aceptable para resolver las disputas y, por tanto, que los estudiantes que quieran prepararse para emprender una carrera sobre resolución de problemas medioambientales deben familiarizarse con el sistema judicial. El caso de Ruanda resulta una vez más instructivo: mi alumno estaba esencialmente en lo cierto acerca de la frecuencia con que los problemas se resuelven mediante el conflicto, pero el conflicto puede adoptar formas más desagradables que las de los procesos judiciales.

En las décadas recientes Ruanda y su vecina Burundi se han convertido en nuestra mente en sinónimos de dos cosas: población numerosa y genocidio. Son los dos países con mayor densidad de población de África, y se encuentran entre los más densamente poblados del mundo: la media de densidad de población de Ruanda es el triple incluso que la del tercer país con mayor densidad de población de África (Nigeria) y diez veces superior a la de su vecina Tanzania. El genocidio en Ruanda produjo la tercera cifra más alta de víctimas de las ocasionadas por los genocidios que ha habido en el mundo desde 1950, superada únicamente por las matanzas de la década de 1970 en Camboya y de 1971 en Bangladesh (en aquel entonces, Pakistán Oriental). Como la población total de Ruanda es diez veces menor que la de Bangladesh, la magnitud proporcional del genocidio de Ruanda en cifras relativas de población asesinada supera con mucho a la de Bangladesh y ocupa el segundo lugar tras la de Camboya. El genocidio de Burundi fue de menor escala que el de Ruanda, ya que arrojó «solo» unos pocos cientos de miles de víctimas. Con todo, todavía basta para situar a Burundi en el séptimo lugar del mundo desde 1950 en cuanto al número de víctimas de genocidio, y la mantiene firme en el cuarto lugar en lo que se refiere a proporción de población muerta.

Hemos acabado asociando el genocidio de Ruanda y Burundi con la violencia étnica. Para poder entender qué otras cosas influyeron, además de la violencia étnica, es necesario que comencemos por algunos antecedentes de los acontecimientos del genocidio, por la historia que desembocó en él, así como por la interpretación habitual que se hace de ella, que es como sigue. (Posteriormente mencionaré algunos aspectos en los que la interpretación habitual se equivoca, es incompleta o está excesivamente simplificada). Las poblaciones de ambos países están compuestas únicamente por dos grupos principales, denominados hutu (originalmente en torno al 85 por ciento de la población) y tutsi (aproximadamente el 15 por ciento). En gran medida, los dos grupos han desempeñado papeles y funciones económicas diferentes, según lo cual los hutu eran principalmente agricultores y los tutsi, pastores. A menudo se afirma que los dos grupos tienen diferente aspecto, que los hutu son por regla general más bajos, más fornidos, con la piel más oscura, la nariz chata, los labios gruesos y la mandíbula más cuadrada, mientras que los tutsi son más altos, con la piel más clara, los labios más finos y el mentón más afilado. Por regla general se da por sentado que los primeros en colonizar Ruanda y Burundi fueron los hutu, procedentes del sur y del oeste, mientras que los tutsi son un pueblo nilótico que supuestamente llegó con posterioridad procedente del norte y el este, y que se establecieron como caciques de los hutu. Cuando primero el gobierno colonial alemán (en 1897) y después el belga (1916) tomaron el poder, les pareció conveniente gobernar con intermediarios tutsi, a quienes consideraban superiores a los hutu desde el punto de vista racial debido a que aquellos tenían la piel más clara y supuestamente ofrecían un aspecto más europeo o «cainita». En la década de 1930 los belgas exigieron que todo el mundo empezara a llevar un carné de identidad que los identificara como hutu o como tutsi, incrementando con ello mucho más la diferenciación étnica que ya existía.

Los dos países alcanzaron la independencia en 1962. A medida que se aproximaba ese momento, los hutu empezaron a luchar en ambos países por derrocar la dominación tutsi y sustituirla por una dominación hutu. Se produjeron pequeños incidentes violentos que fueron convirtiéndose en espirales de muertes por venganza entre hutus y tutsis. En Burundi el resultado fue que los tutsi consiguieron conservar su situación de dominación tras las rebeliones hutu de 1965 y 1970-1972, a las que siguió el asesinato de unos cuantos cientos de miles de hutu a manos de los tutsi. (Inevitablemente la estimación de estas cifras de muertos y exiliados, así como de otras muchas de las que a continuación se ofrecen, es muy imprecisa). En Ruanda, sin embargo, se impusieron los hutu y en 1963 mataron a veinte mil tutsi (¿o quizá solo a diez mil?). En el curso de los dos decenios siguientes se exiliaron hasta un millón de ruandeses, sobre todo tutsi, en los países vecinos, desde los cuales trataban periódicamente de invadir Ruanda, lo cual se traducía en nuevas matanzas de tutsis a manos de hutus, hasta que en 1973 el general hutu Habyarimana dio un golpe de Estado contra el gobierno, en el que predominaban hutus, y decidió dejar en paz a los tutsi.

Bajo el mandato de Habyarimana, Ruanda prosperó durante quince años y se convirtió en uno de los países receptores predilectos de ayuda internacional procedente de donantes del extranjero, que podían señalar hacia un país en el que la sanidad, la educación y los indicadores económicos estaban mejorando. Por desgracia, la mejora económica de Ruanda acabó frenada por la sequía y la acumulación de problemas medioambientales (sobre todo la deforestación, la erosión del suelo y la pérdida de fertilidad del mismo), coronada en 1989 por varios factores: una marcada caída de los precios que entonces alcanzaban en el mundo las esenciales exportaciones de té y café de Ruanda, las medidas de austeridad impuestas por el Banco Mundial y una sequía en el sur del país. Habyarimana utilizó entonces otra tentativa tutsi de invadir el nordeste de Ruanda desde la vecina Uganda en 1990 como pretexto para acosar o matar a los disidentes hutu y a los tutsi de toda Ruanda con el fin de fortalecer la posición de su facción en el país. Las guerras civiles desplazaron a un millón de ruandeses hacia campos de refugiados, en los cuales las milicias reclutaban con facilidad a muchos jóvenes desesperados. En 1993, un acuerdo de paz firmado en Arusha exigía compartir el poder, de forma que participaran en el gobierno múltiples fuerzas políticas. Aun así, los empresarios próximos a Habyarimana importaron 581 000 machetes que distribuyeron entre los hutu para que mataran a los tutsi, ya que dichos machetes eran más baratos que las armas de fuego.

Sin embargo, las acciones de Habyarimana contra los tutsi y su reciente consentimiento de matanzas de tutsis se reveló insuficiente para los extremistas hutu (es decir, para los hutu que eran aún más extremistas que Habyarimana), quienes temían que su poder se diluyera como consecuencia de los acuerdos de Arusha. Empezaron a formar milicias, a importar armas y a prepararse para exterminar a los tutsi. El temor de los hutu de Ruanda hacia los tutsi provenía de la larga historia de dominación tutsi sobre los hutu, de las diversas invasiones de Ruanda comandadas por los tutsi y de las matanzas de hutu y los asesinatos de líderes políticos hutu llevados a cabo por los tutsi en la vecina Burundi. Este miedo de los hutu se incrementó en 1993, cuando algunos oficiales extremistas tutsis del ejército de Burundi asesinaron al presidente hutu de su propio país, lo cual desencadenó allí una matanza de tutsis a manos de hutus, que a su vez provocó nuevas matanzas a gran escala de hutus a manos de tutsi en ese mismo país.

La situación alcanzó su punto crítico en la tarde del 6 de abril de 1994, cuando el avión presidencial ruandés, en el que regresaban el presidente Habyanmana de Ruanda y también el nuevo presidente provisional de Burundi (que tomó ese mismo avión en el último momento), procedentes de una reunión en Tanzania, fue derribado por dos misiles cuando iba a aterrizar en el aeropuerto de Kigali, la capital de Ruanda, y murieron todos los pasajeros. Los misiles fueron disparados desde un lugar adyacente al perímetro del aeropuerto. Hoy día sigue sin estar claro quién y por qué razón derribó el avión de Habyarimana; había varios grupos que tenían distintos motivos para matarlo. Al cabo de una hora de que el avión fuera derribado, los extremistas hutu empezaron a poner en práctica unos planes que, evidentemente, ya estaban detallados con antelación, y que incluían matar a tutsis y acabar con la vida del primer ministro hutu y con la de otros miembros moderados, o siquiera menos extremistas, de la oposición democrática. Una vez que la oposición hutu había sido eliminada, los extremistas tomaron el control del gobierno y de la radio y se dispusieron a exterminar a los tutsi de Ruanda, que todavía alcanzaban la cifra de aproximadamente un millón, incluso después de las matanzas y exilios anteriores.

Los extremistas del ejército hutu brindaron el primer ejemplo de matanzas utilizando pistolas. Pero muy pronto prefirieron organizar a los civiles hutu, en aras de la eficiencia, distribuyendo armas, estableciendo controles de carretera, matando a determinados tutsi en esos controles de carretera, difundiendo por radio llamamientos a todos los hutu para que mataran a todas las «cucarachas» (como se apodaba a los tutsi), instando a los tutsi a que se reunieran en supuestos lugares seguros para protegerlos, donde entonces se les podía matar, y averiguando el paradero de los tutsi supervivientes. Cuando finalmente comenzaron a surgir protestas internacionales contra las matanzas, el gobierno y la radio cambiaron el tono de su propaganda, que dejó de ser el de exhortaciones a matar cucarachas por la necesidad de que los ruandeses ejercieran la legítima defensa y se protegieran contra los vulgares enemigos de Ruanda. Los hutus moderados que formaban parte del gobierno y trataron de impedir las matanzas fueron intimidados, aislados, sustituidos o asesinados. Las matanzas más grandes, cada una de ellas de centenares o millares de tutsi en un único lugar, se producían cuando los tutsi se refugiaban en iglesias, escuelas, hospitales, edificios del gobierno o cualesquiera otros lugares seguros, donde entonces quedaban rodeados y se les quemaba o se les mataba a machetazos. El genocidio supuso participación civil hutu a gran escala, aunque se discute si la cantidad de civiles hutu que se sumaron a la matanza tutsi alcanzó la proporción de un tercio de la población civil o solo algo menos. Tras las matanzas iniciales, en las que el ejército utilizó armas de fuego en todas las zonas, las matanzas posteriores se sirvieron de tecnología más rudimentaria, principalmente machetes o garrotes tachonados de clavos. Las matanzas acarrearon mucha barbarie, que incluía cortar los brazos o las piernas de las futuras víctimas, cercenar los pechos de las mujeres, arrojar niños a pozos o llevar a cabo violaciones de forma generalizada.

Aunque las matanzas estuvieron organizadas por el gobierno hutu extremista y fueron en gran medida llevadas a cabo por civiles hutu, las instituciones y los extranjeros de quienes se podría haber esperado mejor comportamiento adoptaron un papel permisivo muy relevante. Concretamente, numerosos líderes de la Iglesia católica de Ruanda, o bien no consiguieron proteger a los tutsi, o bien intervinieron de forma activa para agruparlos y entregarlos a los asesinos. Naciones Unidas ya contaba con una pequeña fuerza de pacificación en Ruanda, cuya retirada procedió a ordenar; el gobierno francés envió una fuerza de pacificación, que se alineó con el gobierno hutu genocida en contra de los rebeldes invasores; y el gobierno de Estados Unidos declinó intervenir. Para justificar estas políticas, tanto Naciones Unidas como los gobiernos francés y estadounidense recurrieron al «caos», a «una situación confusa» y al «conflicto tribal», como si se tratara simplemente de un conflicto tribal más de los que se consideraran normales y aceptables en África, e ignoraron las evidencias de que el gobierno ruandés había orquestado las matanzas de forma muy meticulosa.

Al cabo de seis semanas se calculaba que habían sido asesinados unos ochocientos mil tutsi, lo cual representaba alrededor de tres cuartas partes de los tutsi que entonces quedaban en Ruanda, o el 11 por ciento de la población de Ruanda. Un ejército rebelde liderado por tutsis y denominado Frente Patriótico de Ruanda (FPR) inició operaciones militares contra el gobierno al día siguiente del comienzo del genocidio. En todos los lugares de Ruanda el genocidio finalizó únicamente cuando llegó ese ejército del FPR, que proclamó la victoria absoluta el 18 de julio de 1994. De forma general se admite que el ejército del FPR era disciplinado y no integraba en sus filas a civiles asesinos, pero sí llevó a cabo matanzas en represalia a una escala mucho menor que el genocidio al que estaba respondiendo (la cifra estimada de víctimas de esas represalias es de «solo» entre 25 000 y 60 000 muertos). El FPR estableció un nuevo gobierno, puso énfasis en la reconciliación y unidad nacionales y urgió a los ruandeses a que se consideraran ruandeses antes que hutus o tutsis. Unos 135 000 ruandeses fueron finalmente encarcelados bajo la acusación de genocidio, pero pocos de esos prisioneros han sido juzgados o condenados. Tras la victoria del FPR, unos dos millones de personas (en su mayoría hutus) se exiliaron en los países vecinos (sobre todo en el Congo y en Tanzania), mientras que unos setecientos cincuenta mil antiguos exiliados (en su mayoría tutsi) regresaron a Ruanda procedentes de los países vecinos a los que habían huido.

Es habitual presentar los genocidios de Ruanda y Burundi como una consecuencia del odio étnico preexistente, avivado por políticos cínicos en aras de sus propios intereses. Como se resume en el libro Leave None to Tell the Story: Genocide in Rwanda («Que no quede nadie para contarlo: el genocidio de Ruanda»), publicado por la organización Human Rights Watch, «este genocidio no fue un estallido incontrolable de ira de un pueblo consumido por “odios tribales ancestrales”… El genocidio fue producto de la deliberada decisión de una elite moderna de alimentar el odio y el miedo para mantenerse en el poder. Ese grupo reducido y privilegiado dispuso primero a la mayoría contra la minoría con el fin de contrarrestar una creciente oposición política en el interior de Ruanda. Después, enfrentado al éxito del FPR en el campo de batalla y en la mesa de negociación, aquel mismo pequeño grupo de caciques transformó la estrategia de la división étnica en genocidio. Creían que la campaña de exterminio restablecería la unidad de los hutu bajo su liderazgo y los ayudaría a ganar la guerra…». Hay abrumadoras evidencias de que esta perspectiva es correcta y explica en gran medida la tragedia de Ruanda.

Pero también hay muestras de que intervinieron otros factores. Ruanda albergaba un tercer grupo étnico, al que se conoce bajo el diferente nombre de twa o pigmeos, que representaba solo el 1 por ciento de la población, ocupaba el lugar más bajo de la jerarquía social y la estructura de poder, y no constituía una amenaza para nadie; aun así, la mayor parte de ellos también fueron aniquilados en las matanzas de 1994. El estallido de 1994 no fue únicamente de los hutu contra los tutsi, sino que las facciones en conflicto eran en realidad más complejas: había tres facciones rivales compuestas predominante o exclusivamente por hutu una de las cuales puede haber sido la principal en el desencadenamiento del estallido al matar al presidente hutu, que pertenecía a otra facción; y si bien el ejército invasor de exiliados del FPR estaba comandado por tutsis, también estaba integrado por hutus. La distinción entre hutu y tutsi no era ni mucho menos tan nítida como a menudo se caracteriza. Los dos grupos hablaban la misma lengua, asistían a las mismas iglesias, escuelas y cantinas, vivían juntos en la misma aldea bajo los mismos jefes y trabajaban juntos en las mismas oficinas. Los hutu y los tutsi se casaban entre sí, y (antes de que los belgas introdujeran los carnés de identidad) cambiaban a veces su identidad étnica. Aunque por regla general los hutu y los tutsi tienen un aspecto diferente, es imposible asignar a muchos individuos a uno de los dos grupos basándose en su apariencia. Alrededor de la cuarta parte de todos los ruandeses tienen entre sus bisabuelos tanto a hutus como a tutsis. (En realidad, hay alguna duda acerca de si la explicación tradicional de que los hutu y los tutsi tienen un origen distinto es correcta, o si más bien los dos grupos se diferenciaron solo desde el punto de vista social y económico en el interior de Ruanda y de Burundi partiendo de un linaje común). Esta mezcla de poblaciones desencadenó decenas de millares de tragedias personales durante las matanzas de 1994, ya que los hutu trataban de proteger a sus esposas, parientes, amigos, colegas y jefes tutsi, o trataban de sobornar con dinero a los potenciales asesinos de aquellos a quienes amaban. Los dos grupos estaban tan entremezclados en la sociedad ruandesa que en 1994 los médicos acabaron matando a sus pacientes y viceversa, los profesores mataban a sus alumnos y viceversa, y los vecinos y compañeros de trabajo se mataban también entre sí. Algunos hutu mataron a algunos tutsi para proteger a otros tutsi. Es inevitable plantear la siguiente pregunta: bajo semejantes circunstancias, ¿cómo es posible que tantos ruandeses se dejaran manipular con tanta facilidad y rapidez por líderes extremistas que consiguieron que se mataran entre sí con el salvajismo más extremo?

Si creemos que en el genocidio no hubo nada más que odio étnico entre hutus y tutsis avivado por los políticos, entonces resultan particularmente desconcertantes los acontecimientos del noroeste de Ruanda. Allí, en una comunidad en la que prácticamente todo el mundo era hutu y solo había un único tutsi, también hubo asesinatos masivos: de unos hutu a manos de otros hutu. Aunque allí el número proporcional de muertos, que se estima en «al menos el 5 por ciento de la población», puede haber sido un tanto más bajo que en Ruanda en general (el 11 por ciento), el hecho de que una comunidad hutu matara al menos al 5 por ciento de sus miembros en ausencia de motivos étnicos exige en todo caso alguna explicación. En otros lugares de Ruanda, a medida que el genocidio de 1994 progresaba y el número de tutsis descendía, los hutus se volvieron contra sí mismos para atacarse unos a otros. Todos estos hechos ilustran por qué es necesario buscar otros factores que contribuyeran a ello además del odio étnico.

Para comenzar nuestra búsqueda, pensemos de nuevo en la elevada densidad de población de Ruanda que señalé anteriormente. Ruanda (y también Burundi) contaba ya con una densidad de población muy alta en el siglo XIX antes de la llegada de los europeos, debido a las ventajas gemelas de la moderada pluviosidad y la altitud demasiado elevada para la malaria y la mosca tsé-tsé. Posteriormente, la población de Ruanda aumentó, si bien con altibajos, a una tasa media de más de un 3 por ciento anual, sobre todo por las mismas razones que en las vecinas Kenia y Tanzania (los cultivos del Nuevo Mundo, la salud pública, la medicina y las fronteras políticas estables). Para 1990, incluso después de las matanzas y los exilios masivos de las décadas anteriores, la densidad de población media de Ruanda era de 458 habitantes por kilómetro cuadrado, superior a la del Reino Unido (367) y aproximándose a la de Holanda (562). Pero el Reino Unido y Holanda disponen de una agricultura mecanizada altamente eficiente, de tal modo que solo un pequeño porcentaje de la población que trabaja en el sector agrícola puede producir alimentos para todos los demás. La agricultura ruandesa es mucho menos eficiente y no está mecanizada; los agricultores dependen de las azadas de mano, los picos y los machetes; y la mayor parte de las personas tienen que dedicarse a la agricultura, ya que esta produce poco o ningún excedente con el que alimentar a los demás.

Cuando la población de Ruanda fue aumentando tras alcanzar su independencia, el país continuó con sus métodos agrícolas tradicionales y no consiguió modernizarse, introducir variedades de cultivos más productivos, incrementar sus exportaciones agrícolas ni instituir una planificación familiar eficaz. Por el contrario, la creciente población se iba acomodando simplemente eliminando bosques y desecando marismas para ganar nuevas tierras de cultivo, acortando los períodos de barbecho y tratando de obtener cada año dos o tres cosechas consecutivas de cada parcela. Cuando en la década de 1960 y en 1973 huyeron o fueron asesinados tantos tutsis, la posibilidad de que sus antiguas tierras se redistribuyeran alimentó el sueño de que todo agricultor hutu podría ahora por fin disponer de la tierra suficiente para alimentarse a sí mismo y a su familia con holgura. En 1985 se estaba cultivando toda la tierra roturable que no formaba parte de los parques nacionales. Cuando se incrementaron la población y la producción agrícola, la producción de alimentos per cápita se incrementó entre 1966 y 1981, pero después volvió a caer hasta los niveles en los que se encontraba a principios de la década de 1960. Esa es, precisamente, la trampa maltusiana: más alimentos, pero también más personas y, por tanto, ningún incremento del alimento por persona.

A unos amigos míos que visitaron Ruanda en 1984 les pareció que se estaba gestando una catástrofe ecológica. El país entero parecía un huerto y una plantación de plátanos. Se estaba cultivando en laderas con mucha pendiente hasta la cresta misma del monte. Ni siquiera se estaban llevando a cabo las medidas más elementales que podrían haber minimizado la erosión del suelo, como disponer los cultivos en terraza, arar perpendicularmente a la pendiente en lugar de paralelamente a ella y sembrar algún tipo de cubierta vegetal en barbecho en lugar de dejar los campos desnudos entre una cosecha y otra. Como consecuencia de ello, el suelo estaba muy erosionado y los ríos transportaban grandes cantidades de barro. Un ruandés me escribió: «Los agricultores pueden despertarse una mañana y descubrir que todas sus tierras (o al menos la capa superficial del suelo y los cultivos) han sido arrastradas por el agua durante la noche, o que el terreno y las piedras de su vecino han sido arrastradas hasta su propia parcela». La eliminación de los bosques desembocó en que los arroyos se secaran y la pluviosidad fuera más irregular. A finales de la década de 1980 empezaron a reaparecer las hambrunas. En 1989, una sequía ocasionada por la combinación de un cambio climático global o regional y los efectos locales de la deforestación produjeron una escasez de comida mucho más grave que antes.

Dos economistas belgas, Catherine André y Jean Philippe Platteau, estudiaron con detalle las consecuencias de todos estos cambios medioambientales y demográficos en una zona del noroeste de Ruanda (la comunidad de Kanama) habitada únicamente por hutus. André, que era alumna de Platteau, vivió allí durante un total de dieciséis meses, repartidos en dos visitas realizadas en 1988 y 1993, mientras la situación se estaba deteriorando pero antes del estallido del genocidio. Entrevistó a miembros de la mayor parte de las familias de la zona. A partir de las entrevistas realizadas a las familias en aquellos dos años diferentes, determinó el número de personas que vivían en la casa, la extensión total de tierra que poseían y el volumen de ingresos procedentes de empleos ajenos a la granja que obtenían sus miembros. También tabuló las ventas o transferencias de tierras y las disputas que requerían algún tipo de mediación. Tras el genocidio de 1994 siguió la pista de las noticias de los supervivientes y trató de extraer algún tipo de pauta según la cual algunos hutus determinados acabaron muertos a manos de otros hutus. André y Platteau procesaron a continuación esta ingente cantidad de datos para averiguar qué significaban.

Kamana cuenta con un suelo volcánico muy fértil, de manera que su densidad de población es incluso superior a la de la media de la densamente poblada Ruanda: 1048 habitantes por kilómetro cuadrado en 1988, la cual ascendió a 1229 en 1993. (Eso significa una cifra aún superior a la de Bangladesh, el país agrícola con mayor densidad de población del mundo). Esas elevadas densidades de población se traducían en que las explotaciones eran muy pequeñas: en 1988 el tamaño medio de una explotación era de 0,36 hectáreas (3600 metros cuadrados), que descendió hasta las 0,29 hectáreas en 1993. Cada explotación estaba dividida (por lo general) en diez parcelas independientes, de modo que los agricultores cultivaban parcelas ridículamente pequeñas con una extensión media de 0,036 hectáreas (360 metros cuadrados) en 1988 y 0,029 hectáreas (290 metros cuadrados) en 1993.

Como toda la tierra de la comunidad estaba ya ocupada, a la gente joven le resultaba difícil casarse, abandonar el hogar paterno, adquirir un terreno y establecer su propia familia. Los jóvenes posponían cada vez más su matrimonio y continuaban viviendo en la casa de sus padres. Por ejemplo, en el segmento de edad comprendido entre los veinte y veinticinco años, el porcentaje de mujeres que vivían todavía en la casa paterna ascendió de un 39 por ciento en 1988 a un 67 por ciento en 1993, y el porcentaje de hombres pasó del 71 por ciento hasta el ciento por ciento: ni un solo hombre de poco más de veinte años se había independizado de sus padres en 1993. Como es lógico, eso contribuyó a incrementar las mortíferas tensiones familiares que estallaron en 1994, como expondré más abajo. Dado que había más gente joven que continuaba viviendo en casa de sus padres, la cifra media de personas por familia aumentó (entre 1988 y 1993) de 4,9 a 5,3, de modo que la escasez de tierra era aún más acusada de lo que indicaba la mera disminución del tamaño medio de las explotaciones de 0,36 hectáreas a 0,29. Cuando se divide la decreciente extensión de las explotaciones agrícolas entre el creciente número de personas que vivía en cada familia, el resultado es que en 1988 cada persona se alimentaba únicamente de lo que se cultivara en 0,08 hectáreas (800 metros cuadrados), extensión que disminuyó a 0,06 hectáreas (600 metros cuadrados) en 1993.

No es de extrañar que para la mayor parte de los habitantes de Kamana resultara imposible alimentarse de tan poca tierra. Aun cuando estos datos se interpreten de acuerdo con la baja ingesta de calorías que se considera adecuada en Ruanda, aun así una familia media solo satisfacía con su explotación el 77 por ciento de sus necesidades de calorías. El resto de los alimentos había que comprarlos con ingresos obtenidos al margen de la misma, en sectores como el de la carpintería, la fabricación de ladrillos, las serrerías o el comercio. Dos tercios de las familias ocupaban puestos de trabajo de este tipo, mientras que un tercio no. La proporción de población que consumía menos de 1600 calorías diarias (es decir, lo que se considera por debajo del nivel de hambre) era en 1982 del 9 por ciento, la cual aumentó en 1990 al 40 por ciento y, posteriormente, a un porcentaje superior que desconocemos.

Todas las cifras que aporto hasta el momento sobre Kanama son cifras medias, lo cual enmascara desigualdades. Algunas personas poseían explotaciones mayores que otras, y esa desigualdad se incrementó entre 1988 y 1993. Definamos una explotación «muy grande» como de una extensión superior a una hectárea, y una explotación «muy pequeña» como aquella que tuviera una extensión inferior a 0,25 hectáreas (2500 metros cuadrados). (Recordemos el capítulo 1 para apreciar lo absurdo y trágico de estas cifras: allí señalé que en Montana solía considerarse que hacía falta una granja de dieciséis hectáreas para mantener una familia, pero que en la actualidad hasta eso es insuficiente). Tanto el porcentaje de explotaciones muy grandes como el de explotaciones muy pequeñas aumentó entre 1988 y 1993, los cuales pasaron del 5 al 8 por ciento y del 36 al 45 por ciento respectivamente. Es decir, la sociedad agrícola de Kanama estaba polarizándose cada vez más en ricos y pobres, y la cifra de habitantes con una riqueza media estaba disminuyendo. Los cabezas de familia de más edad tendían a ser más ricos y a disponer de explotaciones mayores: el tamaño medio de las granjas de los de edades comprendidas entre cincuenta y cincuenta y nueve años y entre veinte y veintinueve años era, respectivamente, de 0,83 hectáreas (8300 metros cuadrados) y 0,15 hectáreas (1500 metros cuadrados). Como es lógico, el tamaño de las familias era mayor en el caso de los cabezas de familia de más edad, de modo que necesitaban más tierra, pero disponían no obstante de tres veces más tierra por miembro familiar que los cabezas de familia más jóvenes.

Por paradójico que resulte, los ingresos ajenos a las explotaciones agrarias los obtenían de un modo desproporcionado sobre todo los propietarios de las explotaciones más grandes: el tamaño medio de las granjas que contaban con este tipo de ingresos era de 0,53 hectáreas (5300 metros cuadrados), en relación con las solo 0,20 hectáreas (2000 metros cuadrados) de las granjas que carecían de estos ingresos. La diferencia resulta paradójica porque las explotaciones más pequeñas son aquellas cuyas familias disponen para alimentarse de menos tierra de cultivo por miembro familiar, y que por tanto necesitan más ingresos ajenos a la tierra. Esa concentración de ingresos ajenos a la tierra en las explotaciones más grandes contribuyó a acrecentar la división de la sociedad de Kanama en ricos y pobres, en la que los ricos se enriquecían más y los pobres se empobrecían más. En Ruanda, supuestamente es ilegal que los propietarios de pequeñas explotaciones vendan sus tierras. Pero en realidad se hace. La investigación sobre venta de tierras arrojó como resultado que los propietarios de las explotaciones más pequeñas vendían la tierra sobre todo cuando necesitaban dinero para alguna emergencia relacionada con la comida, la salud, las costas judiciales, los sobornos, un bautismo, una boda, un funeral o el abuso de la bebida. A diferencia de ello, los propietarios de las explotaciones grandes vendían por razones como la de incrementar la eficiencia agrícola (por ejemplo, vender una parcela de tierra distante con el fin de comprar otra más próxima a la vivienda familiar).

En las explotaciones más grandes, los ingresos suplementarios ajenos a las tierras permitían comprar terrenos de explotaciones de menor tamaño, como consecuencia de lo cual las explotaciones grandes tendían a comprar tierra y a aumentar más de tamaño, mientras que las explotaciones pequeñas tendían a vender tierra y a reducir aún más su tamaño. Casi ninguna explotación agraria grande vendía tierra sin comprar alguna otra, pero en 1988 el 35 por ciento de las explotaciones más pequeñas, y en 1993 el 49 por ciento, vendían sin comprar. Si desglosamos las ventas de tierra según los ingresos ajenos a las tierras, todas las explotaciones con ingresos ajenos a ellas compraron tierra, y ninguna vendió tierra sin comprar; pero solo el 13 por ciento de las explotaciones que carecían de otros ingresos compraba tierra, y el 65 por ciento de ellas vendía tierra sin comprar otra. Observemos una vez más la paradoja: las explotaciones que ya eran diminutas, las que necesitaban disponer de más terrenos, en realidad menguaban aún más porque vendían tierra por motivos de emergencia a las explotaciones mis grandes, que financiaban su compra con ingresos ajenos a sus tierras. Recordemos de nuevo que lo que denomino «explotaciones grandes» son solo grandes para la media de Ruanda: «grande» significa «mayor de 0,4 o 0,8 hectáreas» (4000 u 8000 metros cuadrados).

Por consiguiente, en Kanama la mayor parte de la población era población empobrecida, hambrienta y desesperada; pero algunos estaban más empobrecidos, hambrientos y desesperados que otros, y la mayor parte de la gente se desesperaba cada vez más, mientras que solo unos pocos se desesperaban cada vez menos. No debe sorprendernos que esta situación diera pie a frecuentes y graves conflictos que las partes implicadas no podían resolver por sí solas, y que, o bien se recurriera a mediadores de las aldeas o (con menor frecuencia) a los tribunales. Cada año, según informaban las familias, la media de estos conflictos graves que exigían resolución desde el exterior era superior a 1. André y Platteau analizaron las causas de 226 de estos conflictos, tal como los describían o bien los mediadores o bien los propietarios. Según ambos tipos de informantes, las disputas por la tierra eran la raíz de la mayor parte de los conflictos graves: o bien porque se tratara abiertamente de un conflicto por la tierra (el 43 por ciento de los casos), o bien porque se debiera a una disputa conyugal, familiar o personal que a menudo se derivaba, en última instancia, de una disputa por la tierra (ofreceré ejemplos en los dos párrafos siguientes), o bien porque la disputa se debiera a un robo llevado a cabo por gente muy pobre, conocida en la zona como «ladrones hambrientos», que casi no poseían ninguna tierra, carecían de ingresos ajenos a sus tierras y vivían robando por falta de otras alternativas (el 7 por ciento de todas las disputas y en el 10 por ciento de todas las familias).

Esas disputas por la tierra socavaron la cohesión del tejido social tradicional de la sociedad ruandesa. Tradicionalmente, se esperaba de los propietarios más ricos que ayudaran a sus parientes más pobres. Este sistema estaba desmoronándose, puesto que hasta los propietarios que eran más ricos que otros eran todavía demasiado pobres para poder ofrecer algo a sus parientes más pobres. Esa pérdida de protección social discriminó sobre todo a los grupos sociales más vulnerables: las mujeres separadas o divorciadas, las viudas, los huérfanos y los hermanastros menores. Anteriormente, cuando los exmaridos dejaban de mantener a sus exesposas separadas o divorciadas, las mujeres habrían regresado con su familia de origen para que fuera esta quien las mantuviera; pero ahora sus propios hermanos se negaban a que regresaran, puesto que eso empobrecería aún más a los hermanos o a sus hijos. Entonces las mujeres podían tratar de regresar con sus familias de origen acompañadas únicamente de sus hijas para que los hermanos de la mujer no vieran a las hijas de esta como competidoras de sus propios hijos, ya que la tradición de Ruanda establece que la herencia se transmite a través de los hijos varones. La mujer podía dejar a sus hijos varones con su padre (su marido divorciado), pero los parientes de este podrían negar entonces la tierra a los hijos de aquella, sobre todo si el padre moría o dejaba de protegerlos. De manera similar, una viuda se encontraría desasistida tanto por la familia de su marido (sus cuñados) como por sus propios hermanos, que una vez más veían en los hijos de la viuda a competidores de sus hijos por la tierra. Tradicionalmente, a los huérfanos los atendían los abuelos de la rama paterna; cuando los abuelos morían, los tíos de esos huérfanos (los hermanos de su padre fallecido) trataban entonces de desheredar o desalojar a los huérfanos. Los hijos de matrimonios polígamos, o de matrimonios rotos en los que el hombre se casaba a continuación y tenía hijos con una nueva esposa, se veían desheredados o desahuciados por sus propios hermanastros.

Las disputas por la tierra más dolorosas y socialmente perturbadoras eran las que enfrentaban a padres contra hijos. Tradicionalmente, cuando el padre moría sus propiedades pasaban todas a su hijo mayor, de quien se esperaba que explotara la tierra en beneficio del conjunto de la familia y ofreciera a sus hermanos menores la suficiente tierra para subsistir. A medida que la tierra fue escaseando, los padres fueron alterando poco a poco esta costumbre para pasar a repartir la tierra entre todos los hijos, con el fin de reducir el potencial de conflictos en el seno de la familia tras la muerte del padre. Pero los distintos hijos instaban a su padre a que aceptara diferentes propuestas de división de la tierra, todas ellas en competencia. Los hijos menores sentían resentimiento si los mayores, que se casaban primero, recibían una porción que ellos consideraban demasiado grande; por ejemplo, porque el padre hubiera tenido que vender parte de la tierra antes del momento en que sus hijos menores se casaran. Por su parte, los hijos menores exigían estrictamente partes iguales; se oponían a que su padre hiciera un regalo de tierras a su hermano mayor con motivo de su boda. El hijo menor, que era quien la tradición establecía que cuidara de sus padres cuando estos fueran ancianos, necesitaba o demandaba una porción extra de tierra con el fin de cumplir con esa responsabilidad tradicional. Los hermanos desconfiaban de sus hermanos y hermanas menores y trataban de desalojar a los que recibieran del padre cualquier donación de tierra, por sospechar que se estaba haciendo a cambio de que esa hermana o hermano menor aceptara cuidar del padre cuando fuera anciano. Los hijos se quejaban de que su padre se quedaba con demasiada tierra para mantenerse cuando fuera anciano, y demandaban para sí mismos más tierra en ese momento. Los padres a su vez estaban con razón aterrorizados de quedarse con demasiada poca tierra para cuando fueran ancianos y se defendían de las demandas de sus hijos. Todos estos tipos de conflictos acababan en los mediadores o ante los tribunales, donde los padres demandaban a los hijos y viceversa, las hermanas a los hermanos, los sobrinos a sus tíos, etcétera. Estos conflictos minaron los lazos familiares y convirtieron a los parientes próximos en competidores y enemigos implacables.

Esa situación de conflicto crónico y creciente constituye el telón de fondo de las matanzas de 1994. Antes incluso de 1994, Ruanda estaba alcanzando niveles cada vez más elevados de violencia y robo, cometidos sobre todo por jóvenes sin tierra y hambrientos que carecían de ingresos ajenos a la agricultura. Si comparamos las tasas de criminalidad del grupo de edad comprendida entre los veintiún y los veinticinco años en diferentes zonas de Ruanda, la mayor parte de las diferencias regionales guardan correlación estadística con la densidad de población y la disponibilidad de calorías per cápita: unas densidades de población elevadas y condiciones de hambre más severas iban asociadas a una mayor criminalidad.

Tras el estallido de 1994, André trató de rastrear cuál había sido el destino de los habitantes de Kanama. A partir de lo que le dijeron, descubrió que el 5,4 por ciento había muerto como consecuencia de la guerra. Esa cifra es una estimación a la baja de las víctimas totales, puesto que había algunos habitantes sobre cuya suerte no obtuvo ninguna información. Por tanto, no sabemos si la tasa de mortalidad se aproximaba a la cifra media del 11 por ciento de Ruanda en su conjunto. Lo que sí está claro es que la tasa de mortalidad en un territorio en el que la población estaba compuesta casi por completo de hutus ascendía al menos a la mitad de la tasa de mortalidad de zonas donde los hutus estuvieron matando a tutsis y a otros hutus.

Todas las víctimas conocidas de Kanama, excepto una, podían agruparse en seis categorías. En primer lugar, la única persona de origen tutsi de Kanama, una mujer viuda, fue asesinada. No está claro que esto fuera relevante o no respecto al hecho de ser tutsi, puesto que había muchas otras razones para que quisieran matarla: había heredado mucha tierra, se había visto envuelta en muchas disputas por la misma, era viuda de un marido hutu polígamo (por tanto, se la consideraba competidora de las demás esposas del marido y sus familias) y su marido fallecido ya había sido expulsado de sus tierras por sus hermanastros.

Otras dos categorías de víctimas correspondían a hutus que eran grandes terratenientes. La mayoría de ellos eran hombres mayores de cincuenta años y, por tanto, tenían una edad que daba pie a las disputas por la tierra entre padres e hijos. Una minoría eran personas más jóvenes que habían despertado envidias por haber podido obtener muchos ingresos ajenos a su explotación agraria y utilizarlos para comprar tierra.

La siguiente categoría de víctimas era la de los «alborotadores», famosos por haberse visto envueltos en todo tipo de disputas por tierras y otro tipo de conflictos.

Otra categoría más era la de los jóvenes y niños, sobre todo los de origen más pobre, a quienes la desesperación los empujaba a alistarse en las milicias en guerra y quienes procedieron a matarse entre sí. Resulta especialmente probable que se haya subestimado la cifra total de quienes se incluían en este grupo, ya que era peligroso que André formulara demasiadas preguntas acerca de quién pertenecía a qué milicia.

Por último, la cifra mayor de víctimas la constituían las gentes particularmente desnutridas, o sobre todo la gente pobre que no tenía ninguna o muy poca tierra y carecía de ingresos ajenos a una explotación agraria. Como es lógico ellos murieron de hambre, ya que estaban demasiado débiles o no tenían dinero para comprar comida o pagar los sobornos necesarios con los que comprar su supervivencia en los controles de carretera.

Por tanto, como señalan André y Platteau: «Los acontecimientos de 1994 brindaron una oportunidad única para saldar cuentas o redistribuir propiedades agrarias, incluso entre aldeanos hutu… Ni siquiera en la actualidad es infrecuente oír a los ruandeses sostener que la guerra es necesaria para eliminar un exceso de población y ajustar su cifra a la de los recursos agrícolas disponibles».

Esa última cita de lo que los propios ruandeses dicen acerca del genocidio me sorprendió. Siempre pensé que era algo excepcional que las personas reconocieran la existencia de una relación tan directa entre la presión demográfica y las matanzas. Tengo por costumbre pensar que la presión demográfica, el impacto del ser humano sobre el medio ambiente y la sequía son causas últimas que producen desesperación crónica entre las personas y se asemejan a la pólvora de un barril. Pero también necesitamos una causa cercana: una cerilla que lo haga explotar. En la mayor parte de las zonas de Ruanda, esa cerilla fue el odio étnico fomentado por unos políticos cínicos cuya única preocupación era mantenerse en el poder. (Digo «en la mayor parte de las zonas» porque las matanzas a gran escala de hutus a manos de otros hutus producidas en Kanama exhiben cifras similares incluso a las de las zonas en las que todo el mundo pertenecía a un mismo grupo étnico). En palabras de Gérard Prunier, un especialista en África oriental de origen francés: «La decisión de matar fue tomada por supuesto por los políticos, y por razones políticas. Pero al menos parte de la razón por la que se llevó a cabo de forma tan rigurosa por parte de campesinos comunes y corrientes en su ingo (es decir, su tejido familiar) fue la sensación de que había demasiadas personas en demasiada poca tierra, así como de que una reducción de su número dejaría más tierra para los supervivientes».

El eslabón que para Prunier, y también para André y Platteau, vincula la presión demográfica con el genocidio de Ruanda no ha quedado incontestado. Las objeciones constituyen, en parte, réplicas de las afirmaciones en exceso simplificadas que los críticos satirizaron con cierta justicia calificándolas de «determinismo ecológico». Por ejemplo, solo diez días después de que comenzara el genocidio de Ruanda, un artículo de un periódico estadounidense relacionaba la densidad de población de Ruanda con el genocidio diciendo que «las Ruandas (es decir, los genocidios similares) son endémicas e incluso inherentes al mundo en que vivimos». Naturalmente, esa conclusión fatalista y simplificada despierta reacciones negativas no solo contra sí misma, sino también hacia otros puntos de vista más complejos, como los que, sobre todo por tres razones, suscribimos Prunier, André y Platteau y yo mismo.

En primer lugar, cualquier «explicación» de por qué se produjo un genocidio puede interpretarse mal como una «justificación» para el mismo. Sin embargo, con independencia de si elaboramos una explicación simplificada de un genocidio basada en un único factor o una explicación en exceso compleja que recurriera a 73 factores distintos, nada alteraría la responsabilidad personal de quienes perpetraron el genocidio de Ruanda, así como otros actos malvados. Esta es una mala interpretación que aflora de forma habitual en las discusiones sobre el origen del mal: las personas retroceden ante cualquier explicación porque confunden explicación con justificación. Pero es importante que comprendamos los orígenes del genocidio de Ruanda; no para exonerar a los asesinos, sino con el fin de poder emplear ese conocimiento para reducir el riesgo de que vuelvan a suceder este tipo de cosas en Ruanda o en cualquier otro lugar. De manera similar, hay personas que han optado por dedicar sus vidas o sus carreras profesionales a comprender los orígenes del Holocausto nazi, o a entender la mentalidad de los asesinos en serie y los violadores. No han escogido esa opción con el fin de mitigar la responsabilidad de Hitler, la de los asesinos en serie ni la de los violadores, sino porque quieren conocer cómo llegaron a producirse esos espantosos hechos y qué podemos hacer para impedir que se repitan.

En segundo lugar, se puede justificar el rechazo hacia la perspectiva simplista de que la presión demográfica fue la única causa del genocidio de Ruanda. Intervinieron otros factores; en este capítulo he apuntado algunos que me parecen importantes, y los expertos en Ruanda han dedicado libros enteros e infinidad de artículos a este tema, los cuales se notan en la sección de lecturas complementarias del final de este libro. Reiterémoslo: con independencia de la jerarquía de importancia que se les otorgue, algunos de esos otros factores fueron la historia de dominación tutsi sufrida por los hutu en Ruanda, las matanzas de hutus llevadas a cabo por los tutsis en Burundi a gran escala y en Ruanda a pequeña escala, las invasiones tutsi de Ruanda, la crisis económica de Ruanda y su exacerbación a causa de la sequía y otros factores de envergadura mundial (sobre todo, la caída de los precios del café y las medidas de austeridad del Banco Mundial), los cientos de miles de varones jóvenes ruandeses desesperados que se refugiaron en campos de concentración y eran susceptibles de ser reclutados por las milicias, y la competencia entre facciones políticas rivales de Ruanda dispuestas a rebajarse a cualquier cosa con tal de mantener el poder. La presión demográfica se sumó a todos esos factores.

Por último, no deberíamos entender erróneamente que el papel de la presión demográfica entre las causas del genocidio de Ruanda signifique que la presión demográfica desemboque siempre en un genocidio en cualquier lugar del mundo. A quienes objeten que no existe ningún vínculo necesario entre la presión demográfica maltusiana y el genocidio, les contestaría diciendo: «¡Sin duda!». Los países pueden estar superpoblados y no incurrir en el genocidio, tal como ejemplifican Bangladesh (donde prácticamente no ha habido asesinatos a gran escala desde las matanzas genocidas de 1971), Holanda y la multiétnica Bélgica, a pesar de que estos tres países cuentan con una densidad de población mayor que Ruanda. Y, a la inversa, puede producirse un genocidio por razones últimas diferentes del exceso de población, como ilustran los esfuerzos de Hitler por exterminar a judíos y gitanos durante la Segunda Guerra Mundial o el genocidio de la década de 1970 en Camboya, un país cuya densidad de población equivale solo a un sexto de la de Ruanda.

Por mi parte, concluiría que la presión demográfica fue uno de los factores importantes responsables del genocidio de Ruanda, que a veces puede hacer realidad ese peor escenario posible de Malthus, y que Ruanda puede constituir un penoso ejemplo de cómo evoluciona ese escenario. Los problemas graves de superpoblación, impacto medioambiental y cambio climático no pueden prolongarse de forma indefinida: si no conseguimos resolverlos emprendiendo alguna acción decidida, antes o después tienen tendencia a resolverse por sí solos, ya sea al modo de Ruanda o de algún otro modo que no hayamos dispuesto nosotros. En el caso del colapso de Ruanda podemos poner rostro y motivos a la desagradable solución; diría que, aunque no podemos asociarlos con rostros concretos, en los ocasos de la isla de Pascua, Mangareva y los mayas, que expuse en la segunda parte de este libro, operaron motivos similares. Y motivos similares pueden operar de nuevo en el futuro en algunos otros países que, como Ruanda, no consigan resolver sus problemas de fondo. Pueden activarse de nuevo en la propia Ruanda, donde en la actualidad la población crece a un ritmo de un 3 por ciento anual, las mujeres dan a luz a su primer hijo a los quince años, una familia media cuenta con entre cinco y ocho hijos, y la sensación que tiene el visitante cuando llega es que está rodeado por un mar de niños.

La expresión «trampa maltusiana» es abstracta e impersonal. No consigue evocar los espantosos, brutales y escalofriantes detalles de lo que millones de ruandeses hicieron o se hicieron a sí mismos. Cedamos las últimas palabras de este capítulo a un observador y a un superviviente. El observador es, una vez más, Gérard Prunier:

«Todas las personas que iban a ser asesinadas tenían tierra y, en algunos casos, vacas. Y alguien tenía que hacerse con esas tierras y esas vacas tras la muerte de los propietarios. En un país pobre y cada vez más superpoblado, este no era un aliciente desdeñable». El superviviente es un maestro de escuela tutsi a quien entrevistó Prunier, y que sobrevivió únicamente porque resultó encontrarse fuera de casa cuando llegaron los verdugos y mataron a su mujer y a cuatro de sus cinco hijos:

«Las personas cuyos hijos tenían que ir andando descalzos a la escuela mataron a las personas que podían comprar zapatos para los suyos».