Capítulo 9

Senderos opuestos hacia el éxito

De abajo arriba, de arriba abajo * Las tierras altas de Nueva Guinea * Tikopia * Los problemas de Tokugawa * Las soluciones de Tokugawa Por qué triunfó Japón * Otros éxitos

En los capítulos precedentes se han descrito seis sociedades del pasado cuyo fracaso en la resolución de los problemas medioambientales que encontraron o desencadenaron contribuyó en última instancia a su desaparición: la isla de Pascua, la isla de Pitcairn, la isla de Henderson, los anasazi, los mayas clásicos de las tierras bajas y los noruegos de Groenlandia. Me he extendido en sus fracasos porque nos brindan muchas enseñanzas. Sin embargo, no cabe duda de que no todas las sociedades del pasado estuvieron condenadas a sufrir una hecatombe medioambiental: los islandeses han sobrevivido en un entorno difícil durante más de mil cien años, y muchas otras sociedades han pervivido durante millares de años. Esas historias de éxito también nos ofrecen enseñanzas, además de esperanza y ejemplo. Indican que hay dos tipos de enfoques alternativos para resolver los problemas medioambientales, a los cuales denominaremos como «de abajo arriba» y «de arriba abajo».

Esta caracterización procede en concreto del trabajo que el arqueólogo Patrick Kirch realizó en islas de diferente tamaño del Pacífico, y que arrojaron diferentes resultados para las sociedades que albergaban. La ocupación de la diminuta isla de Tikopia (3 kilómetros cuadrados) todavía era sostenible tras 3000 años; la sociedad de la mediana isla de Mangaia (44 kilómetros cuadrados) se vino abajo de manera similar a la isla de Pascua tras una catástrofe provocada por la deforestación; y la de la mayor de estas tres islas, la de Tonga (463 kilómetros cuadrados), se ha mantenido activa de forma más o menos sostenible durante 3200 años. ¿Por qué la isla pequeña y la grande consiguieron dominar en última instancia sus problemas ambientales mientras que la isla mediana fracasó? Jürch sostiene que la isla pequeña y la grande pusieron en práctica aproximaciones contrapuestas para alcanzar el éxito, pero que ninguna de esas dos aproximaciones era viable en la isla mediana.

Las sociedades pequeñas que ocupan una isla o un territorio reducido pueden abordar la gestión medioambiental de abajo arriba. Como el territorio es pequeño, todos sus habitantes conocen bien la totalidad de la isla, saben que les afectan todos los cambios que se produzcan en ella y comparten con los demás habitantes cierto espíritu de identidad y un interés común. Por tanto, todo el mundo es consciente de que se beneficiará de las medidas de gestión medioambiental sensatas que ellos y sus vecinos adopten. Esta es la gestión de abajo arriba, según la cual las personas colaboran para resolver sus problemas.

La mayor parte de nosotros tenemos experiencia en este tipo de gestión de abajo arriba en los barrios en los que vivimos o trabajamos. Por ejemplo, todos los propietarios de la calle de Los Ángeles en la que vivo pertenecemos a una asociación de propietarios del barrio, cuya finalidad es mantener la seguridad, la armonía y el atractivo del mismo por nuestro propio bien. Todos elegimos cada año a la junta directiva de la asociación, analizamos la política que seguir en una asamblea anual y dotamos de presupuesto a la asociación mediante el pago de unas cuotas anuales. Con ese dinero la asociación cuida los jardines de los cruces, exige a los propietarios que no corten árboles sin que haya una buena razón para hacerlo, revisa los planes de edificación para velar por que no se construyan casas antiestéticas o exageradamente grandes, resuelve disputas entre vecinos y presiona a los cargos municipales sobre cuestiones que afectan al barrio en su conjunto. Otro ejemplo de ello es el que mencioné en el capítulo 1 cuando dije que los propietarios que vivían cerca de Hamilton, en el valle de Bitterroot de Montana, han hecho causa común para poner en marcha el Teller Wildlife Refuge, con lo que han contribuido a mejorar su forma de vida, a impulsar los valores de la zona y mejorar las oportunidades de caza y pesca, aun cuando ello en sí mismo no resuelva los problemas de Estados Unidos ni del mundo.

El enfoque opuesto viene representado por la gestión de arriba abajo, más adecuada para una sociedad grande y con una organización política centralizada, como la isla polinesia de Tonga. Tonga es demasiado grande para que un único pequeño agricultor esté familiarizado con el conjunto del archipiélago, o siquiera con una sola de las grandes islas que lo componen. En algún remoto lugar del archipiélago podría estar produciéndose algún problema que en última instancia se revelara fatal para la forma de vida del agricultor, pero del cual él no tendría conocimiento alguno en primera instancia. Aun cuando lo conociera, podría dejarlo a un lado con la excusa habitual («no es problema mío») porque pensara que no le afectaba a él o que sus consecuencias se manifestarían mucho más adelante, en un futuro muy lejano. O a la inversa: un agricultor podría minimizar algún problema en su propio territorio (por ejemplo, la deforestación) porque suponga que hay muchísimos árboles en algún otro lugar, aunque de hecho no lo sepa.

Sin embargo, Tonga continúa siendo suficientemente grande para que haya surgido un gobierno centralizado bajo la autoridad de un rey o jefe destacado. A diferencia de los agricultores, ese rey sí cuenta con una perspectiva general de todo el archipiélago. A diferencia también de los agricultores, el rey puede sentirse inclinado a velar por los intereses a largo plazo del archipiélago en su conjunto, ya que obtiene su riqueza del conjunto del archipiélago, es el último de una dinastía de gobernantes que ha vivido allí durante mucho tiempo y espera que sus descendientes gobiernen Tonga eternamente. Por tanto, el rey o la autoridad central puede poner en práctica una gestión de recursos ambientales de arriba abajo, y puede dar órdenes que resulten beneficiosas a largo plazo para todos sus súbditos, pero para cuya formulación carecen del conocimiento necesario.

Este enfoque de arriba abajo es tan conocido entre los ciudadanos de los actuales países del Primer Mundo como la aproximación de abajo arriba. Estamos acostumbrados al hecho de que los organismos gubernamentales, sobre todo (en Estados Unidos) los gobiernos federal y estatales, desarrollen políticas medioambientales y de otra naturaleza que afecten al conjunto del estado o del país. Suponemos que los líderes gubernamentales pueden disponer de una perspectiva general del estado o del país que sobrepasa la capacidad de la mayor parte de los ciudadanos individuales. Por ejemplo, aunque los ciudadanos del valle de Bitterroot en Montana disponen de su propio Teller Wildlife Refuge, la mitad de la extensión del valle es propiedad o está gestionada por el gobierno federal, ya sea porque esté calificado como bosque nacional o porque lo gestione el Bureau of Land Management (Oficina de Gestión del Territorio).

Las sociedades tradicionales de tamaño medio que ocupan islas o territorios medianos pueden no prestarse fácilmente a ninguna de estas dos aproximaciones. La isla es demasiado grande para que un pequeño agricultor disponga de una perspectiva general de todas las zonas de la misma o le afecte lo que sucede en ellas. La hostilidad entre jefes de valles vecinos impide emprender acciones coordinadas o concertadas, e incluso contribuye a la destrucción del medio ambiente: cada jefe comanda ataques para talar árboles o causar estragos en el territorio rival. La isla puede ser demasiado pequeña para que haya surgido un gobierno central capaz de administrar la isla en su conjunto. Esa parece haber sido la suerte de Mangaia, que también puede haber afectado a otras sociedades medianas del pasado. En la actualidad, cuando el mundo entero está estructurado en estados, pocas sociedades medianas pueden afrontar este dilema, que puede no obstante surgir en países donde el control estatal es más débil.

Como ejemplo de estas aproximaciones contrapuestas hacia el éxito relataré sucintamente a continuación la historia de dos sociedades pequeñas en las que las aproximaciones de abajo arriba funcionaron (las tierras altas de Nueva Guinea y la isla de Tikopia), y de una sociedad grande en la que surtieron efecto las medidas impuestas de arriba abajo (el Japón de los tiempos de la dinastía Tokugawa, que en la actualidad es el octavo país más poblado del mundo). En los tres casos los problemas medioambientales a que se enfrentaban eran la deforestación, la erosión y la fertilidad del suelo. De todos modos, muchas otras sociedades del pasado adoptaron también enfoques similares para resolver problemas de recursos hídricos, pesqueros o cinegéticos. Debe entenderse también que en el seno de una misma sociedad grande, estructurada en una pirámide jerárquica de unidades, pueden coexistir las aproximaciones de abajo arriba y de arriba abajo. Por ejemplo, tanto en Estados Unidos como en otras democracias coexiste la gestión de abajo arriba por parte de asociaciones de vecinos y ciudadanos con la gestión de arriba abajo desarrollada desde los múltiples niveles de la administración (la ciudad, el condado, el estado y el país).

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El primer ejemplo es el de las tierras altas de Nueva Guinea, una de las grandes historias de éxito de gestión de abajo arriba en el mundo.

En Nueva Guinea hay pueblos que han vivido de forma sostenible durante unos 46 000 años, y hasta hace poco sin aportaciones económicas importantes que procedieran de otras sociedades y sin ningún tipo de importaciones, a excepción de algunos artículos comerciales valorados únicamente por el prestigio que confieren (como las conchas de cauri o las plumas de ave del paraíso). Nueva Guinea es la isla grande que se encuentra justo al norte de Australia. Se encuentra muy próxima al ecuador y, por tanto, sus tierras bajas están pobladas por la selva tropical cálida, pero en su escarpado interior alternan las crestas y valles que culminan en montañas de casi cinco mil metros de altitud, cubiertas por glaciares. Lo abrupto de aquel terreno confinó a los exploradores europeos en la costa y los ríos de las tierras bajas durante cuatrocientos años, período en el cual se suponía que el interior estaba cubierto de bosques y deshabitado.

Por tanto, cuando los aviones fletados por biólogos y mineros sobrevolaron por primera vez el interior de la isla en la década de 1930, sus pilotos quedaron sorprendidos al ver que bajo ellos se extendía un paisaje transformado por millones de personas anteriormente desconocidas para el mundo exterior. La imagen se parecía a la que ofrecían las zonas de Holanda con mayor densidad de población: amplios valles abiertos con pequeños grupos de árboles, divididos hasta donde la vista alcanzaba en huertos claramente delimitados por canales de regadío y drenaje, pronunciadas laderas en terraza que recordaban a Java o a Japón y aldeas rodeadas por empalizadas defensivas. Cuando otros europeos prosiguieron con los descubrimientos realizados desde el aire por los pilotos, averiguaron que los habitantes eran agricultores que cultivaban taro, plátano, ñame, caña de azúcar y batatas, y que criaban cerdos y pollos. En la actualidad sabemos que los cuatro primeros de estos cultivos principales (más otros de menor importancia) fueron domesticados en la propia Nueva Guinea, que las tierras altas de Nueva Guinea constituían uno de los únicos nueve núcleos de domesticación de plantas del mundo y que allí se ha estado practicando la agricultura durante aproximadamente siete mil años; todo ello lo convierte en uno de los experimentos activos más duraderos del mundo en lo que a producción sostenible de alimentos se refiere.

Para los exploradores y colonizadores europeos los habitantes de las tierras altas de Nueva Guinea parecían «primitivos». Habitaban chozas de paja, vivían en guerra permanente, no tenían reyes ni jefes siquiera, carecían de escritura y no llevaban ninguna o muy poca ropa aun cuando hiciera frío o lloviera mucho. Carecían de metal y fabricaban sus utensilios con piedra, madera y hueso. Por ejemplo, talaban árboles con hachas de piedra, cavaban los huertos y las acequias con bastones de madera y luchaban entre sí con lanzas y flechas de madera y cuchillos de bambú.

Esa apariencia «primitiva» resultaba engañosa, puesto que sus métodos agrícolas son sofisticados, hasta tal punto que los ingenieros agrónomos europeos aún no comprenden por completo en algunos casos cuáles son las razones por las que los métodos de los habitantes de Nueva Guinea funcionan y por qué las bienintencionadas innovaciones agrícolas europeas fracasaron allí. Por ejemplo, un asesor agropecuario europeo quedó horrorizado al comprobar que, en un huerto de batatas de Nueva Guinea situado en una pendiente acusada de una zona húmeda, los canales de drenaje estaban trazados en vertical bajando por la ladera en línea recta. Convenció a los aldeanos de que enmendaran ese espantoso error y en su lugar dispusieran los canales de drenaje de forma horizontal siguiendo las curvas de nivel, según establecían las buenas prácticas europeas. Atemorizados por él, los aldeanos reorientaron la dirección de sus canales, como consecuencia de lo cual el agua se acumuló en los canales y en las siguientes lluvias torrenciales un desprendimiento de tierra arrastró ladera abajo la huerta entera hasta el río. Precisamente para evitar ese resultado, mucho antes de la llegada de los europeos los agricultores de Nueva Guinea comprendieron las ventajas de los canales de drenaje verticales dada la pluviosidad y las condiciones del suelo de las tierras altas.

Esa es solo una de las técnicas que los habitantes de Nueva Guinea desarrollaron mediante ensayo y error a lo largo de miles de años para cultivar en territorios que recibían hasta diez mil milímetros de lluvia anuales, con terremotos frecuentes, deslizamientos de tierras y (en alturas elevadas) escarcha. Para preservar la fertilidad del suelo, sobre todo en las zonas de alta densidad de población en las que era imprescindible que los períodos de barbecho fueran cortos o incluso se cultivaba de forma permanente para obtener alimento suficiente, recurrieron a todo un abanico de técnicas, además de la silvicultura, que expondré a continuación. Añadían al suelo hasta cuarenta toneladas por hectárea de maleza, hierba, viejas vides y otra materia orgánica que ejerciera de abono. Incorporaban a la superficie del suelo mantillo y fertilizantes compuestos por desperdicios, cenizas, vegetación arrancada de los campos en barbecho, troncos podridos y excrementos de pollos. Cavaban canales en torno a los campos para rebajar el nivel de la capa freática e impedir que se anegaran, y trasladaban a la superficie del suelo los desperdicios orgánicos desenterrados al excavar los canales. Los cultivos de leguminosas que retenían el nitrógeno de la atmósfera, como las judías, se alternaban con otros cultivos; esta era una invención del principio de rotación de cultivos generalizado en la actualidad en la agricultura del Primer Mundo para mantener los niveles de hidrógeno del suelo, pero que Nueva Guinea descubrió en realidad de forma independiente. En las laderas con mucha pendiente los habitantes de Nueva Guinea construyeron terrazas, erigieron barreras para retener el suelo y, por supuesto, eliminaron el exceso de agua mediante los drenajes verticales que despertaron la ira de aquel ingeniero agrónomo. Una consecuencia de la dependencia de todo este conjunto de métodos especializados es que, para aprender a cosechar con éxito en las tierras altas de Nueva Guinea, es necesario criarse en una aldea durante años. Mis amigos de las tierras altas que pasaron su infancia lejos de su aldea para forjarse una educación descubrieron al volver a ella que no estaban capacitados para cultivar los huertos de la familia, ya que habían perdido las oportunidades de dominar un inmenso cuerpo de conocimiento complejo.

La agricultura sostenible en las tierras altas de Nueva Guinea plantea problemas difíciles no solo en lo que se refiere a la fertilidad del suelo, sino también en lo relativo al suministro de madera, ya que ha sido necesario talar bosques para establecer huertos y aldeas. La forma de vida tradicional de las tierras altas dependía de los árboles en muchos aspectos, como, por ejemplo, para obtener tablones con los que construir casas y vallas, madera para fabricar herramientas, utensilios y armas, y combustible para cocinar y calentar las chozas durante las noches frías. En un principio, las tierras altas estaban cubiertas de robledales y hayedos, pero miles de años de cultivo han dejado las zonas arboladas más espesas (sobre todo el valle de Wahgi, de Papua Nueva Guinea, y el valle de Baliem, en el territorio indonesio de la isla de Nueva Guinea) deforestadas por completo hasta la cota de los 2500 metros. ¿De dónde obtienen los habitantes de las tierras altas la madera que necesitan?

Ya el primer día que estuve de visita en las tierras altas, en 1964, vi en aldeas y huertos arboledas de una variedad de casuarina. Conocidos también como «carpes» o «caquis», las casuarinas son un grupo formado por varias docenas de especies de árboles cuyas hojas recuerdan a las agujas de los pinos y son originarios de las islas del Pacífico, Australia, el sudeste de Asia y el África tropical oriental, pero que en la actualidad han sido introducidas de forma generalizada en muchos otros lugares gracias a que su madera es al mismo tiempo muy fácil de cortar y muy dura (de ahí su nombre inglés, ironwood, «madera de hierro»). Una especie autóctona de las tierras altas de Nueva Guinea, la Casuarina oligodon, es la única que varios millones de habitantes de las tierras altas cultivan a escala masiva trasplantando los plantones que han brotado de forma natural junto a las riberas de los ríos. De forma análoga, los habitantes de las tierras altas plantan algunas otras especies de árboles, pero la casuarina es la predominante. La escala a la que trasplantan casuarinas en las tierras altas es de tal magnitud que en la actualidad se la denomina «silvicultura», el cultivo de árboles, en lugar del cultivo de granos de la agricultura convencional (silva, ager y cultura son las palabras latinas para denominar al bosque, la tierra y el cultivo, respectivamente).

Solo muy poco a poco los silvicultores europeos llegaron a apreciar las peculiares ventajas de la Casuarina oligodon y los beneficios que los habitantes de las tierras altas de Nueva Guinea obtenían de sus arboledas. La especie crece muy rápidamente. Su madera es excelente para la construcción y como combustible. Los nódulos de sus raíces, que retienen el nitrógeno, y la abundancia de hojas que deja caer incrementan los niveles de nitrógeno y carbono del suelo. Por tanto, las casuarinas que se cultivan intercaladas en los huertos que se explotan mejoran la fertilidad del suelo, mientras que las que se cultivan en huertos abandonados reducen el tiempo de barbecho destinado a restablecer la fertilidad de ese lugar antes de que se pueda plantar una nueva cosecha. Las raíces retienen el suelo en las laderas empinadas y con ello reducen la erosión. Los agricultores de Nueva Guinea afirman que los árboles reducen de algún modo en los huertos las plagas de escarabajo del taro, y la experiencia indica que cuando hacen esa afirmación, al igual que otras muchas, están en lo cierto, si bien los ingenieros agrónomos no han descubierto todavía el fundamento del proclamado poder antiescarabajos de este árbol. Los habitantes de las tierras altas también dicen que valoran sus arboledas de casuarina por razones estéticas, porque les gusta el sonido del viento entre sus ramas y porque los árboles dan sombra a la aldea. Así, incluso en los valles abiertos, de los que ha quedado eliminado por completo el bosque original, la silvicultura de la casuarina permite que una sociedad dependiente de la madera continúe prosperando.

¿Cuánto tiempo han estado practicando la silvicultura los habitantes de las tierras altas de Nueva Guinea? Las pistas que siguen los paleontólogos para reconstruir la historia de la vegetación de las tierras altas han sido en esencia las mismas que las ya expuestas para la isla de Pascua, el territorio de los mayas, Islandia y Groenlandia entre los capítulos 2 y 8: el análisis de los depósitos de sedimentos de marismas y lagos en busca de polen identificable en los niveles inferiores a los de las especies de plantas que lo producen en la actualidad; la presencia de carbón vegetal o partículas carbonizadas procedentes de incendios (ya sean naturales o provocados por los seres humanos para limpiar terrenos); la acumulación de sedimentos que indique erosión tras la eliminación de los bosques; y la datación mediante radiocarbono.

Resulta que Nueva Guinea y Australia fueron colonizadas por primera vez hace unos 46 000 años por seres humanos que se desplazaban hacia el este en balsas o canoas procedentes de Asia a través de las islas de Indonesia. En aquella época, Nueva Guinea todavía formaba una unidad de masa continental con Australia, donde hay constancia de la llegada de los primeros seres humanos en numerosos lugares. Hace 32 000 años, la aparición de carbón vegetal, fruto de incendios frecuentes, y el incremento de polen de especies de árboles de las que no hay bosque en relación con las especies de árboles de bosques indican que las tierras altas de Nueva Guinea ya recibían la visita de seres humanos que, según parece, iban a cazar y a recoger bayas de pantano, como todavía hacen en la actualidad. Los signos de eliminación sostenida de bosques y la aparición de desagües artificiales en las marismas de los valles, hace unos siete mil años, sitúan en ese momento los orígenes de la agricultura en las tierras altas. El polen de especies de árboles continuó decreciendo en favor del polen de otras especies hasta hace alrededor de mil doscientos años, momento en que aparece la primera gran oleada de polen de casuarina casi de forma simultánea en dos valles que distan más de ochocientos kilómetros, el valle de Baliem en el oeste y el valle de Wahgi en el este. En la actualidad, esos son los valles de las tierras altas que más deforestación han sufrido y que soportan las poblaciones humanas más numerosas y de mayor densidad; y es probable que esos mismos rasgos se dieran también en esos dos valles hace mil doscientos años.

Si aceptamos que la oleada de polen de casuarina es un indicio del comienzo de la silvicultura de casuarina, ¿por qué habría surgido entonces, de forma aparentemente independiente, en dos territorios distintos de las tierras altas? En aquella época intervinieron dos o tres factores que desencadenaron una crisis de la madera. Uno era el avance de la deforestación a medida que la población que cultivaba las tierras altas empezó a incrementarse hace siete mil años. Un segundo factor está asociado con una gruesa capa de ceniza volcánica, denominada «tefra del Ogowila», que justo en esa época cubrió el este de Nueva Guinea (incluido el valle de Wahgi) pero no fue arrastrada por el viento a una zona tan occidental como el valle de Baliem. Aquella tefra del Ogowila procedía de una enorme erupción en Long Island, frente a la costa oriental de Nueva Guinea. Cuando visité Long Island en 1972 la isla estaba compuesta por un anillo de montañas de 26 kilómetros de diámetro en torno a un inmenso hueco ocupado por el lago de un cráter, uno de los lagos más grandes de todas las islas del Pacífico. Tal como se expuso en el capítulo 2, los nutrientes transportados por este tipo de lluvia de cenizas habría estimulado el crecimiento de los cultivos y con ello habría favorecido el crecimiento demográfico, lo cual produciría a su vez una cada vez mayor necesidad de madera para la construcción y para combustible, y un incremento también de los beneficios de descubrir las virtudes de la silvicultura de la casuarina. Por último, si podemos extrapolar a Nueva Guinea los registros ocasionales de episodios de El Niño manifestados en Perú, la sequía y la escarcha podrían haber constituido un tercer factor que presionara a las sociedades de las tierras altas.

A juzgar por una oleada aún mayor de polen de casuarina hace entre trescientos y seiscientos años, los habitantes de las tierras altas pueden haber difundido aún más la silvicultura bajo el estímulo de otros dos acontecimientos: la tefra del Tibito, una lluvia de cenizas volcánicas que supuso un estímulo para la fertilidad del suelo y el incremento de la población humana aún mayor que la tefra del Ogowila. La tefra del Tibito procedía también de Long Island y era responsable directa de que la cavidad del lago que vi se rellenara; y quizá la llegada en ese momento a las tierras altas de Nueva Guinea de la batata andina, la cual permitía que los cultivos rindieran varias veces más lo que rendían con anterioridad solo con cultivos autóctonos de Nueva Guinea. Tras su aparición inicial en los valles de Wahgi y Baliem, la silvicultura de la casuarina (tal como atestiguan los depósitos de polen) se extendió a otras zonas de las tierras altas en diferentes momentos posteriores, y no fue adoptada en algunas zonas periféricas hasta entrado el siglo XX. Esa extensión de la silvicultura se debió probablemente a la difusión del conocimiento de la técnica desde sus dos lugares de invención originarios, aunque quizá también se inventó con posterioridad en otras zonas de forma independiente.

He presentado la silvicultura de la casuarina de las tierras altas de Nueva Guinea como un ejemplo de resolución de problemas de abajo arriba, aun cuando no existen registros escritos en las tierras altas que nos indiquen exactamente cómo se adoptó la técnica. Pero es poco probable que se hubiera adoptado mediante alguna otra forma de resolución de problemas, ya que las sociedades de las tierras altas de Nueva Guinea constituyen un ejemplo ultrademocrático de toma de decisiones de abajo arriba. Hasta la llegada de los gobiernos coloniales holandés y australiano, en la década de 1930, no había habido el menor atisbo de unificación política en ningún lugar de las tierras altas: aldeas estrictamente independientes alternaban la contienda y la constitución de alianzas temporales contra otras aldeas próximas. En el seno de cada aldea, en vez de jefes o líderes hereditarios solo había unos pocos individuos, denominados «grandes hombres», que por la fuerza de su personalidad eran más influyentes que otros individuos, pero que vivían no obstante en chozas iguales a las de los demás y labraban la tierra como cualesquiera otros. Las decisiones se tomaban (y a menudo se toman todavía) sentando juntos a todos los habitantes de la aldea y hablando, hablando y hablando. Los grandes hombres no podían dar órdenes, y podían tener éxito o no a la hora de persuadir a los demás de que aceptaran sus propuestas. En la actualidad, para los forasteros (incluyéndome no solo a mí, sino a menudo a los propios funcionarios del gobierno de Nueva Guinea), ese enfoque de abajo arriba en la toma de decisiones puede resultar frustrante, ya que no se puede abordar a algún líder consolidado de una aldea y obtener una rápida respuesta a una demanda; es necesaria mucha paciencia para soportar horas o días de conversación, conversación y más conversación con todos los aldeanos que tengan alguna opinión que aportar.

Ese debió de ser el contexto en el que se adoptaron en las tierras altas de Nueva Guinea la silvicultura de la casuarina y todas las demás prácticas agrícolas útiles. La población de cualquier aldea podía ver que la deforestación avanzaba en torno a ellos, podían percibir las menores tasas de crecimiento de sus cultivos a medida que los huertos perdían la fertilidad desde que fueran despojados inicialmente de árboles, y vivieron las consecuencias de la escasez de combustible y madera para la construcción. Los habitantes de Nueva Guinea son más curiosos y experimentan mucho más que cualquier otro pueblo que yo haya conocido. Cuando en los primeros años de mi estancia en Nueva Guinea veía a alguien que había conseguido un lápiz, que entonces todavía era un objeto poco familiar, lo podía utilizar para miles de propósitos distintos de la escritura: ¿un adorno para el pelo?; ¿una herramienta punzante?; ¿algo para mordisquear?; ¿un pendiente largo?; ¿un artefacto con el que atravesar la membrana nasal ya perforada? Cada vez que llevaba conmigo a trabajar hasta zonas alejadas de su propia aldea a algún habitante de Nueva Guinea, este no paraba de recoger constantemente plantas del lugar, preguntando a las personas por los usos que les daban y seleccionando algunas de ellas para llevarlas consigo y tratar de cultivarlas en su tierra. De manera similar, algún habitante de hace mil doscientos años habría visto crecer los plantones de casuarina junto a un arroyo, los habría llevado a su aldea como otra planta más con la que experimentar, se habría fijado en los efectos beneficiosos que tenía sobre un huerto… y después alguien habría visto esas casuarinas en los huertos y habría probado también con los plantones.

Además de resolver con ello sus problemas de abastecimiento de madera y fertilidad del suelo, los habitantes de Nueva Guinea también se enfrentaron a un problema de población a medida que la cifra de sus integrantes aumentaba. Ese incremento demográfico acabó siendo controlado mediante prácticas que se extienden hasta los hijos de muchos de mis amigos de Nueva Guinea; sobre todo la guerra, el infanticidio, la utilización de plantas silvestres como anticonceptivos o abortivos o la abstinencia sexual y la amenorrea lactante natural que se produce cuando se amamanta a un niño durante varios años. Las sociedades de Nueva Guinea evitaron así el destino de la isla de Pascua, Mangareva, los mayas, los anasazi y muchas otras sociedades que sufrieron deforestación e incremento de la población. Los habitantes de las tierras altas de Nueva Guinea consiguieron actuar de forma sostenible durante decenas de miles de años antes del origen de la agricultura, y durante otros diez mil años tras el origen de la agricultura, a pesar de que los cambios climáticos y los impactos ambientales de los seres humanos producían alteraciones constantes en las condiciones.

En la actualidad, los habitantes de Nueva Guinea se enfrentan a una nueva explosión demográfica debido a la eficacia de las medidas de salud pública, la introducción de nuevos cultivos y el fin o la disminución de las luchas entre aldeas. El control de la población mediante el infanticidio ya no es una solución socialmente aceptable. Pero los habitantes de Nueva Guinea ya se adaptaron en el pasado a cambios tan profundos como la extinción de la megafauna del Pleistoceno, la fusión de los glaciares y el aumento de las temperaturas de finales de la glaciación, el desarrollo de la agricultura, la deforestación masiva, las lluvias de tefra volcánica, los episodios de El Niño, la llegada de la batata o la llegada de los europeos. ¿Serán capaces también ahora de adaptarse al cambio de condiciones que produce su actual explosión demográfica?

Tikopia, una isla tropical diminuta y aislada del sudeste del océano Pacífico, constituye otra historia de éxito en la gestión de abajo arriba (véase el mapa Archipielago de Pitcairn e Isla de Pascua).

Con una extensión total de solo tres kilómetros cuadrados, mantiene a 1200 habitantes, lo cual se traduce en una densidad de población de 480 habitantes por kilómetro cuadrado de tierra cultivable. Es una población densa para una sociedad tradicional que carece de las técnicas de la agricultura moderna. Sin embargo, la isla ha estado ocupada de forma continua durante casi tres mil años.

La tierra más próxima a Tikopia es la aún más diminuta isla de Anuta (240 metros cuadrados), a 137 kilómetros de distancia, habitada por solo 170 personas. Las islas mayores más próximas, Vanua Lava y Vanikoro, en los archipiélagos de Vanuatú y Salomón respectivamente, se encuentran a 225 kilómetros, y aun así cada una tiene solo 160 kilómetros cuadrados de superficie. En palabras del antropólogo Raymond Firth, que vivió en Tikopia durante un año entre 1928 y 1929 y realizó con posterioridad alguna otra visita: «A quien no haya vivido en la isla le resulta difícil percibir su aislamiento del resto del mundo. Es tan pequeña que pocas veces deja uno de ver el mar. (La distancia máxima a la costa desde el centro de la isla es de 1200 metros). El concepto autóctono del espacio guarda clara relación con ello. Para los habitantes del lugar es casi imposible concebir una masa de tierra verdaderamente grande… En una ocasión, unos cuantos de ellos me preguntaron preocupados: “Amigo, ¿existe alguna tierra en la que no se oiga el mar?”. Su confinamiento tiene otra consecuencia menos obvia. En las expresiones “hacia el interior” o “hacia el mar” encuentran todas las referencias espaciales que precisan. Así pues, un hacha que esté en el suelo de una casa se localiza de ese modo, e incluso he oído cómo un hombre le hacía una indicación a otro diciendo: “Tienes una mancha de barro en la mejilla que da al mar”. Un día tras otro, un mes tras otro, no hay nada que rompa la línea de un horizonte nítido que no presenta ni una leve bruma que indique la existencia de ninguna otra tierra».

En las pequeñas canoas tradicionales de Tikopia resultaba peligroso viajar por mar abierto a través del sudeste del Pacífico, donde son frecuentes los ciclones, para llegar a cualquiera de las islas vecinas más próximas; si bien los habitantes de Tikopia lo consideraban una gran aventura. La reducida envergadura de las canoas y la poca frecuencia de los viajes limitaba en buena medida la cantidad de bienes que podían importarse, de modo que en la práctica las únicas importaciones significativas desde el punto de vista económico eran las de piedra para fabricar herramientas y la de jóvenes casaderos de Anuta con fines matrimoniales. Como la piedra de Tikopia es de baja calidad para fabricar utensilios (del mismo modo que en el capítulo 3 vimos que sucedía en las islas de Mangareva y Henderson), de Vanuta Lava y Vanikoro se importaba obsidiana, vidrio volcánico, basalto y calcedonia, algunas de las cuales procedían a su vez de islas mucho más lejanas pertenecientes a los archipiélagos de las islas Bismarck, Salomón o Samoa. También se importaban artículos de lujo: conchas para fabricar adornos, arcos y flechas o (antiguamente) cerámica. No había posibilidad de importar alimentos básicos en cantidades suficientes que contribuyeran de forma significativa a la subsistencia de los habitantes de Tikopia. En concreto, los habitantes de Tikopia tenían que producir y almacenar los suficientes excedentes alimentarios para conseguir evitar morir de hambre durante la estación seca anual de los meses de mayo y junio, así como cuando, a intervalos impredecibles, los ciclones destruían los huertos. (Tikopia se encuentra en el principal cinturón de ciclones del Pacífico, con una media de veinte ciclones por década). Por consiguiente, sobrevivir en Tikopia exigía haber resuelto dos problemas durante tres mil años: cómo producir con garantías una provisión de alimentos suficiente para mil doscientas personas y cómo impedir que la población creciera por encima de una cifra que resultara imposible de mantener.

La principal fuente de información de que disponemos sobre la forma de vida tradicional de los habitantes de Tikopia procede de las observaciones hechas por Firth en uno de los estudios clásicos de la antropología. Aunque Tikopia había sido «descubierta» por los europeos ya en 1606, su aislamiento aseguraba que la influencia europea resultara insignificante hasta el siglo XIX, ya que la primera visita de misioneros no tuvo lugar hasta 1857, y las primeras conversiones al cristianismo de los isleños no comenzaron hasta después de 1900. Por tanto, en 1928-1929 Firth disfrutó de una oportunidad mejor que la de los posteriores antropólogos que visitaron la isla de observar una cultura que todavía conservaba muchos de sus elementos tradicionales, si bien ya entonces se encontraba en proceso de cambio.

En Tikopia la sostenibilidad de la producción de alimentos se ve favorecida por algunos de los factores ambientales de los que en el capítulo 2 se dijo que contribuían a favorecer la sostenibilidad de las sociedades de algunas islas del Pacífico y a hacerlas menos susceptibles a la degradación ambiental que las de las sociedades de otras islas. En favor de la sostenibilidad operan en Tikopia su alta pluviosidad, su moderada latitud y su ubicación en la zona de abundante lluvia de cenizas volcánicas (procedentes de volcanes de otras islas) y elevada incidencia de lluvia de polvo asiático. Estos factores constituyen un golpe de suerte geográfico para los habitantes de Tikopia: determinan unas condiciones favorables por las que ellos personalmente no pueden atribuirse ninguna responsabilidad. El resto de su buena suerte debe atribuirse a lo que ellos han hecho por sí mismos. Prácticamente la totalidad de la isla está gestionada para producir alimentos de forma continua y sostenible, en lugar de mediante la agricultura de tala y quema predominante en muchas otras islas del Pacífico. Los habitantes de Tikopia utilizan para una cosa u otra casi todas las especies vegetales de la isla: hasta la hierba se utiliza como mantillo en los huertos, y los árboles silvestres se emplean como fuentes de alimento en épocas de hambre.

A medida que nos aproximamos a Tikopia desde el mar, la isla parece estar cubierta por un auténtico bosque tropical alto y de varios pisos, como el que puebla las islas deshabitadas del Pacífico. Solo cuando desembarcamos y nos aproximamos a los árboles nos damos cuenta de que el verdadero bosque tropical se reduce a unos pocos parches en los acantilados más perpendiculares, y de que el resto de la isla está dedicada a la producción de alimentos. La mayor parte del territorio de la isla está cubierto por un vergel cuyos árboles más altos son autóctonos o especies de árboles introducidas que producen bayas, frutos comestibles u otros productos útiles, de los cuales los más importantes son los cocos, el fruto del árbol del pan y los sagúes, que dan unos frutos que tienen una carne muy rica en almidón. Menos numerosos, pero no obstante apreciados, son otros árboles altos como el almendro autóctono (Canarium harueyí), la Burckella ovovata, que ofrece nueces, el castaño de Tahití Inocarpus fagiferus, el nogal tropical Barringtonia procera y el almendro tropical Terminalia catappa. Entre los árboles útiles de menor tamaño se encuentran la palma betel, con unas bayas que contienen un estupefaciente, el jobo indio Spondias dulcís, y el antiaris de tamaño mediano Antiaris toxicara, que encaja bien en este huerto y cuya corteza se utilizaba para tejer, en lugar de la morera de papel utilizada en otras islas polinesias. Bajo estas tres capas de árboles hay en realidad a ras de suelo un huerto para cultivar ñames, plátanos y el gigantesco taro de pantano Cyrtosperma chamissonis, la mayoría de cuyas variedades requieren condiciones pantanosas, pero de los que los habitantes de Tikopia cultivan un clon genético adaptado específicamente a las condiciones secas de los huertos bien drenados de sus laderas. El conjunto de este huerto de varios pisos es único en el Pacífico en lo que respecta a la simulación estructural de un bosque tropical, con la excepción de que sus plantas son todas comestibles, mientras que la mayor parte de los árboles de un bosque tropical no lo son.

Además de estos importantes huertos, hay otros dos tipos de zonas de menor extensión que están despejadas y carecen de árboles, pero que también se utilizan para producir alimentos. Una es una pequeña marisma de agua dulce dedicada a cultivar el habitual taro de pantano gigante, bien adaptado a la humedad, en lugar de su particular clon adaptado a la aridez que se cultiva en las laderas. La otra está compuesta de atérrenos dedicados a la producción casi continua de tres tubérculos bajo un régimen de cultivo intensivo y con breves períodos de barbecho: el taro, el ñame y, ahora, la yuca procedente de América del Sur, que ha sustituido en gran medida a los ñames autóctonos. Estos campos demandan una labor casi constante de arrancar maleza, cubrirlos con hierba a modo de mantillo y desbrozarlos para impedir que se sequen las plantas que se cultivan.

Los principales productos alimenticios de estos vergeles, marismas y campos de cultivo son alimentos vegetales ricos en almidón. Para las proteínas, en ausencia de animales domésticos de mayor tamaño que los pollos y los perros, los habitantes tradicionales de Tikopia confiaban en menor medida en los patos y el pescado obtenidos en un lago de agua salobre de la isla, y en mayor medida en el pescado y el marisco de concha extraídos del mar. La explotación sostenible de animales marinos, una consecuencia de los tabúes administrados por los jefes, cuyo permiso era necesario para capturar o comer pescado; el tabú tenía por tanto el efecto de impedir un exceso de capturas.

Con todo, los habitantes de Tikopia tenían todavía que recurrir a los tipos de suministro alimentario de emergencia que les permitieran superar la estación seca anual en la que la producción de cosechas era baja y los ciclones ocasionales podían destruir los cultivos de los huertos y los vergeles. Uno de ellos consistía en fermentar los excedentes de frutos de árbol del pan en unos hoyos con el fin de producir una pasta rica en almidón que puede almacenarse durante dos o tres años. El otro consistía en explotar las pequeñas zonas de bosque tropical original que quedaban para recoger frutos, bayas y otras partes comestibles de plantas, que no se encontraban entre los alimentos predilectos pero podían salvar a la población de morir de hambre. En 1976, mientras visitaba otra isla polinesia llamada Rennell, estuve preguntando a sus habitantes si eran comestibles cada una de las docenas de especies de árboles silvestres de Rennell. Revelaron disponer de tres tipos de respuestas: de algunos árboles se decía que su fruto era «comestible»; de otros decían que sus frutos eran «incomestibles»; y de unos terceros decían que sus frutos «se comían solo en épocas de hungi kenge». Como no había oído hablar nunca de un hungi kenge, pregunté qué era. Me dijeron que era el ciclón más grande que se recordaba, el cual destruyó los huertos de Rennell alrededor de 1910 y dejó a la población al borde de la inanición, de lo cual se salvaron comiendo frutos del bosque que no les gustaban demasiado y que en condiciones normales no comerían. En Tikopia, con su media de dos ciclones anuales, este tipo de frutas debe de ser aún más importante que en Rennell.

Estas son las formas mediante las cuales los habitantes de Tikopia se aseguran un suministro de alimentos sostenible. El otro requisito previo para ocupar Tikopia de forma sostenible es que la población sea estable y no aumente. Durante su visita en los años 1928 y 1929, Firth contabilizó la población de la isla en 1278 habitantes. Desde 1929 hasta 1952 la población aumentó a un ritmo de un 1,4 por ciento anual, lo cual constituye una tasa de crecimiento modesta, sin duda menor que la de las generaciones posteriores a la primera ocupación de Tikopia hace aproximadamente tres mil años. Aun suponiendo, sin embargo, que la tasa de crecimiento de la población inicial de Tikopia fuera solo de un 1,4 por ciento anual, y que la ocupación inicial de la isla se hiciera mediante una única canoa que hubiera transportado allí a 25 personas, la población de aquella isla de 3 kilómetros cuadrados habría ascendido hasta la absurda cifra total de 25 millones de habitantes al cabo de mil años, o 25 000 millones en 1929. Como es lógico, esto es imposible: la población no pudo haber seguido creciendo a ese ritmo, puesto que habría alcanzado su actual cifra de 1278 habitantes en solo 283 años tras la llegada de seres humanos. ¿Cómo se mantenía constante la población tras 283 años?

Firth descubrió que había seis métodos de control demográfico que todavía se usaban en la isla en 1929, y un séptimo que había operado en el pasado. La mayor parte de los lectores de este libro habrán practicado también uno o más de estos métodos, como la contracepción o el aborto, y nuestras decisiones de hacerlo o no pueden haberse visto influidas de forma implícita por consideraciones sobre la presión de la población humana o los recursos familiares. Sin embargo, en Tikopia las personas dicen de forma explícita que el motivo de practicar la contracepción y otras conductas de control demográfico es impedir que la isla llegue a estar superpoblada y que una familia tenga más hijos que los que las tierras que posee pueden mantener. Por ejemplo, los jefes de Tikopia celebran todos los años un ritual en el que predican para la isla un ideal de Crecimiento Cero de la Población, sin saber que en el Primer Mundo había surgido una organización que se fundó con ese mismo nombre (que posteriormente se modificó) y está dedicada a ese mismo fin. Los padres y madres de Tikopia creen que no está bien continuar dando a luz hijos cuando sus hijos mayores han alcanzado la edad de casarse, o tener más hijos que una cifra caracterizada de diverso modo como cuatro hijos, un chico y una chica, o un chico y una o dos chicas.

De los siete métodos de control de la población tradicionales de Tikopia el más sencillo era la contracepción mediante el coitus interruptus. Otro método era el aborto, provocado presionando o colocando piedras calientes sobre el vientre de una mujer embarazada próxima a término. Alternativamente, se practicaba el infanticidio enterrando vivo, asfixiando o retorciéndole el cuello a un recién nacido. Los hijos menores de las familias que tenían pocas tierras permanecían solteros, y gran parte del superávit de mujeres casaderas que resultaba de ello también se quedaban solteras en lugar de incorporarse a matrimonios polígamos. (En Tikopia la soltería no quiere decir no tener hijos, y no impide tener relaciones sexuales practicando el coitus interruptus y recurriendo si es necesario al aborto o el infanticidio). Otro método era el suicidio, del cual entre 1929 y 1952 se conocieron siete casos por ahorcamiento (seis hombres y una mujer) y doce nadando mar adentro (todas ellas mujeres). Mucho más habitual que este tipo de suicidio explícito era el «suicidio virtual» que se cometía exponiéndose a realizar peligrosas travesías marítimas, lo cual arrebató la vida a 81 hombres y tres mujeres entre 1929 y 1952. Este tipo de travesías marítimas representaban más de la tercera parte de las muertes de todos los jóvenes solteros. Si la travesía marítima constituía un suicidio virtual o se trataba solo de una conducta imprudente por parte de los jóvenes era algo que sin duda variaba de un caso a otro; pero las sombrías perspectivas de los hijos menores de las familias pobres en una isla atestada de gente durante una hambruna a menudo era con toda probabilidad, algo que había que tener en cuenta. Por ejemplo, en 1929 Firth se enteró de que un habitante de Tikopia llamado Pa Nukumara, el hermano menor de un jefe que todavía vivía entonces se había hecho a la mar con dos de sus propios hijos durante una sequía y hambruna severas con la intención expresa de morir rápidamente en lugar de morir lentamente de hambre en la playa.

El séptimo método de control de la población no se practicaba durante las visitas de Firth, pero se hablaba de él en la tradición oral. En algún momento del siglo XVII o principios del siglo XVIII, a juzgar por el recuento del número de generaciones transcurridas desde que los hechos tuvieron lugar, la antigua bahía de agua salada de Tikopia se convirtió en el actual lago de agua salobre cuando una barrera de arena clausuró su abertura. Aquello desembocó en la desaparición de los antiguos y ricos lechos de marisco de concha de la bahía y en una drástica disminución de su población de peces, y por tanto en la muerte de hambre del clan Nga Ariki, que en aquella época vivía en esa zona de Tikopia. El clan reaccionó atacando y exterminando al clan Nga Ravenga para adquirir más tierra y una franja costera propia. Una o dos generaciones más tarde, los Nga Ariki también atacaron a los integrantes del clan Nga Faea que quedaban, los cuales huyeron de la isla en canoas (cometiendo así suicidio virtual) antes que esperar en tierra a morir asesinados. Estos recuerdos transmitidos oralmente han sido confirmados mediante las evidencias arqueológicas de la clausura de la bahía y de los asentamientos de las aldeas.

La mayor parte de estos siete métodos para mantener constante la población de Tikopia han desaparecido o declinado durante el siglo XX bajo la influencia europea. El gobierno colonial británico de las islas Salomón prohibió las travesías por mar y la guerra, mientras que las misiones cristianas predicaron contra el aborto, el infanticidio y el suicidio. Como consecuencia de ello, la población de Tikopia pasó de 1278 habitantes en 1929 a 1723 habitantes en 1952, momento en que dos devastadores ciclones en un plazo de trece meses destruyeron la mitad de las cosechas de Tikopia y ocasionaron una hambruna generalizada. El gobierno colonial británico de las islas Salomón respondió a la crisis más inmediata enviando alimentos, y después abordó el problema a largo plazo permitiendo o animando a los habitantes de Tikopia a que aliviaran su superpoblación instalándose en las menos pobladas islas Salomón. En la actualidad, los jefes de Tikopia limitan el número de habitantes a los que se permite residir en la isla a 1115 personas, una cifra que se aproxima al tamaño de la población que se mantenía de forma tradicional mediante el infanticidio, el suicidio y otros medios hoy día inaceptables.

¿Cómo y cuándo surgió la extraordinaria economía sostenible de Tikopia? Las excavaciones arqueológicas de Patrick Kirch y Douglas Yen muestran que no se inventó todo al mismo tiempo, sino que fue evolucionando en el transcurso de casi tres mil años. La isla fue colonizada por primera vez alrededor del año 900 a. C. por el pueblo lapita, antepasado de los actuales polinesios, tal como expusimos en el capítulo 2. Aquellos primeros colonos causaron un tremendo impacto en el entorno de la isla. Los restos de carbón vegetal de los yacimientos arqueológicos indican que eliminaron el bosque quemándolo. Se dieron un festín con las colonias de aves marinas en época de cría, de aves terrestres, de murciélagos frugívoros y de pescado, marisco de concha y tortugas de mar. Al cabo de mil años, las poblaciones de cinco especies de aves de Tikopia (el alcatraz de Abbott, la pardela de Audubon, el rascón franjeado, el megapodio o talégalo de Freycinet y el charrán sombrío) fueron expulsadas, a las que siguió posteriormente la de alcatraz patirrojo. También en ese primer milenio los paleovertederos revelan la práctica eliminación de los murciélagos frugívoros, contienen una cantidad de huesos de peces y aves tres veces menor y de marisco de concha diez veces menor, e indican que el tamaño máximo de las almejas gigantes y los gasterópodos prosobranquios disminuyó (como podemos suponer porque la población prefería capturar los ejemplares más grandes).

En tomo al año 100 a. C., la economía empezó a transformarse a medida que desaparecían o se agotaban aquellas fuentes alimentarias iniciales. Según muestran los yacimientos arqueológicos, en el transcurso de los mil años siguientes cesó la acumulación de carbón vegetal y aparecieron restos de almendros autóctonos (Canarium harveyi), lo cual indica que los habitantes de Tikopia estaban abandonando la agricultura de tala y quema por el mantenimiento de vergeles con árboles que tuvieran bayas. Para compensar la drástica disminución de aves y marisco, la población se dedicó a la cría intensiva de cerdos, los cuales llegaron a representar casi la mitad de todas las proteínas que se consumían. Los rasgos culturales distintivos de los polinesios de la zona de Fiji, Samoa y Tonga pasaron a formar parte de los descendientes de aquella migración lapita que también colonizara inicialmente Tikopia alrededor del año 1200, momento en que se produjo un cambio brusco en su economía y en los utensilios que empleaban. Fueron estos polinesios quienes trajeron consigo la técnica de fermentar y almacenar en hoyos la fruta del pan.

Una trascendental decisión, tomada de forma deliberada alrededor del año 1600 y recogida por las tradiciones orales pero también confirmada por los restos arqueológicos, fue la matanza de todos los cerdos de la isla, que fueron reemplazados como fuente de proteínas por el incremento del consumo de pescado, marisco y tortugas. Según los relatos orales de los habitantes de Tikopia, sus antepasados tomaron esa decisión porque los cerdos asaltaban y hozaban en los huertos, competían con los seres humanos por el alimento, eran un medio poco eficiente para alimentar a los seres humanos (cuesta cinco kilos de vegetales comestibles para los seres humanos producir solo medio kilo de cerdo) y se habían convertido en un artículo de lujo para los jefes. Con la eliminación de los cerdos y la transformación alrededor de esa misma época de la bahía de Tikopia en un lago salobre, la economía de Tikopia adoptó esencialmente la forma que tenía cuando los primeros europeos empezaron a instalarse en el siglo XIX. Por tanto, hasta que las influencias del gobierno colonial y la misión cristiana llegaron a adquirir importancia en el siglo XX, los habitantes de Tikopia habían sido prácticamente autosuficientes en su pequeña mota de tierra microgestionada durante tres milenios.

En la actualidad los habitantes de Tikopia se dividen en cuatro clanes, cada uno de los cuales está liderado por un jefe hereditario que concentra más poder que un gran hombre no hereditario de las tierras altas de Nueva Guinea. Sin embargo, la evolución de la subsistencia en Tikopia queda mejor descrita mediante la metáfora de gestión de abajo arriba que por la de arriba abajo. Cualquiera puede recorrer toda la costa de Tikopia en menos de medio día, de manera que todos los habitantes de Tikopia están familiarizados con la isla entera. La población es lo bastante reducida para que todos los habitantes de la isla puedan conocer también en persona a todos los demás individuos. Aunque todas las parcelas de tierra tienen un nombre y son propiedad de algún grupo de parentesco patrilineal, cada casa posee parcelas en distintas zonas de la isla. Si un huerto no se está utilizando en un determinado momento, cualquiera puede plantar algo en él de forma provisional sin pedir permiso al propietario. Cualquiera puede pescar en cualquier arrecife, con independencia de que esté o no frente a la casa de algún otro. Cuando llega un ciclón o se produce una sequía, afecta a la isla en su totalidad. Por tanto, a pesar de las diferencias entre los habitantes de Tikopia por su filiación en uno u otro clan o por la cantidad de tierra que posea su linaje, todos ellos hacen frente a los mismos problemas y están a merced de los mismos peligros. El aislamiento y el reducido tamaño de Tikopia han exigido que la toma de decisiones fuera colectiva desde que la isla fue colonizada. El antropólogo Raymond Firth tituló su primer libro We, the Tikopia («Nosotros, los tikopia») porque los habitantes de la isla pronunciaban con frecuencia esa expresión («Matou nga Tikopia») cuando le explicaban cómo era su sociedad.

Los jefes de Tikopia ejercen de caciques de las tierras y las canoas de su clan y redistribuyen los recursos. Sin embargo, para lo que suele suceder en Polinesia, Tikopia es una de las jefaturas menos estratificadas y cuyos jefes ostentan menos poder. Los jefes y sus familias producen, al igual que el resto de los aldeanos, su propio alimento y cultivan sus propios huertos y vergeles. Según palabras de Firth: «En última instancia el modo de producción es inherente a la tradición social, de la cual el jefe es únicamente el principal agente e intérprete. Él y su pueblo comparten unos mismos valores: una ideología del parentesco, el ritual y la moralidad reforzada por la leyenda y la mitología. El jefe es en gran medida un custodio de esta tradición, pero desempeña esa función en solitario. Los ancianos, los demás jefes, la gente de su clan e incluso los miembros de su familia están todos imbuidos de esos mismos valores, lo aconsejan, y critican sus acciones». Así pues, esa función de los jefes de Tikopia supone una gestión de arriba abajo de mucho menor alcance que la función que ejercen los líderes de las restantes sociedades que analizaremos a continuación.

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La historia de éxito que nos resta por describir se parece a la de Tikopia en que también afecta a la sociedad de una isla con alta densidad de población aislada del mundo exterior, con pocas importaciones importantes desde el punto de vista económico y cuya forma de vida autosuficiente y sostenible cuenta con una larga tradición. Pero el parecido termina aquí, puesto que esta isla tiene una población cien mil veces superior a la de Tikopia, un gobierno central fuerte, una economía industrial del Primer Mundo, una sociedad muy estratificada dominada por una elite rica y poderosa, y un papel fundamental de las iniciativas de arriba abajo en la resolución de los problemas medioambientales Nuestro estudio se centra ahora en el Japón anterior a 1868.

La larga tradición de gestión forestal científica de Japón no es bien conocida entre los europeos y estadounidenses. Por el contrario, los ingenieros forestales profesionales piensan que las técnicas de gestión forestal generalizadas en la actualidad comenzaron a elaborarse en los principados alemanes del siglo XVI, y que desde allí se extendieron a gran parte del resto de Europa en los siglos XVIII y XIX. Como consecuencia de ello la extensión total de bosque europeo tras el declive sostenido desde que comenzara a practicarse la agricultura en Europa hace nueve mil años ha aumentado en realidad desde aproximadamente el año 1800. La primera vez que visité Alemania en 1959 quedé sorprendido al descubrir la cantidad de bosques repoblados, delimitados con nitidez, que cubrían gran parte del país, ya que siempre había pensado que Alemania era un país industrializado, muy poblado y urbanizado.

Pero resulta que Japón, de manera independiente y simultánea a Alemania, también desarrolló una gestión forestal impulsada de arriba abajo, en vertical. También esto resulta sorprendente, ya que Japón, al igual que Alemania, es un país industrializado, muy poblado y urbanizado. Cuenta con la densidad de población más alta de todos los países grandes del Primer Mundo, que alcanza casi los seiscientos habitantes por kilómetro cuadrado de superficie total, o tres mil habitantes por kilómetro cuadrado de tierra de cultivo. A pesar de esa elevada población, casi el 80 por ciento de la extensión de Japón está compuesto por montañas cubiertas de bosques y escasamente pobladas, mientras que la mayor parte de la población y la agricultura están concentradas en las llanuras, que solo constituyen la quinta parte de la extensión del país. Esos bosques están tan protegidos y bien gestionados que su extensión está incluso aumentando, aun cuando se están aprovechando como valiosas fuentes de madera para la construcción. Debido a dicha cubierta forestal, los japoneses a menudo se refieren a su isla-nación como «el archipiélago verde». Aunque la cubierta vegetal recuerda a simple vista a un bosque primigenio, en realidad la mayor parte de los bosques accesibles originales de Japón fueron talados hace trescientos años y reemplazados por bosques repoblados y plantaciones de árboles microgestionados con tanto rigor como los de Alemania y Tikopia.

Las políticas forestales japonesas surgieron como respuesta a una crisis demográfica y medioambiental producida, paradójicamente, por la paz y la prosperidad. Durante casi ciento cincuenta años a partir de 1467, Japón estuvo conmocionado por guerras civiles cuando se vino abajo la coalición gobernante de las casas más poderosas que había emergido tras la desintegración del poder del anterior emperador, y cuando el control pasó a descansar por el contrario en docenas de barones guerreros independientes (denominados daimyo), que luchaban entre sí. Las victorias militares de un guerrero llamado Toyotomi Hideyoshi y de su sucesor, Tokugawa Ieyasu, pusieron fin definitivamente a estas guerras. En 1615, el asalto de Ieyasu a la plaza fuerte de la familia Toyotomi, en Osaka, y el suicidio de los Toyotomi que sobrevivieron marcaron el final de las guerras.

Ya en 1603 el emperador había investido a Ieyasu con el título hereditario de shogun o jefe de los ejércitos. A partir de entonces, el shogun ejerció el poder efectivo tras establecer la capital en la ciudad de Edo (la actual Tokio), mientras que el emperador se mantuvo como figura protocolaria en la vieja capital de Kioto. La cuarta parte de la extensión de Japón estaba administrada directamente por el shogun, y las tres cuartas partes restantes las administraban los 250 daimyo, a quien el shogun gobernaba con mano firme. La fuerza militar pasó a ser monopolio del shogun. Los daimyo ya no podían luchar entre sí, e incluso necesitaban permiso del shogun para casarse, reformar sus fortalezas o ceder en herencia sus propiedades a un hijo. Los años comprendidos en Japón entre 1603 y 1867 corresponden al reinado de la dinastía Tokugawa, durante el cual una serie de shogun Tokugawa mantuvieron a Japón libre de guerras y de la influencia extranjera.

La paz y la prosperidad permitieron que la población y la economía de Japón explosionaran. Al cabo de un siglo del final de las guerras, la población se duplicó debido a una afortunada combinación de varios factores: las condiciones de paz, la relativa ausencia de las epidemias que asolaban Europa en aquella época (debido a la prohibición vigente en Japón de viajar o recibir visitas de extranjeros; véase más abajo), el incremento de la productividad agrícola como consecuencia de la llegada de dos nuevos cultivos productivos (la patata y la batata), la recuperación de marismas, las mejoras en el control de las inundaciones y el aumento de la producción de arroz de regadío. Aunque gracias a todo ello aumentó la población en su conjunto, las ciudades crecieron con más rapidez aún, hasta el punto de que Edo se convirtió en 1720 en la ciudad más poblada del mundo. A lo largo y ancho de Japón, la paz y un gobierno centralizado fuerte establecieron una moneda única y un sistema de pesos y medidas unificado, pusieron fin a los aranceles y las fronteras, hicieron posible la construcción de carreteras y mejoraron la navegación de cabotaje, todo lo cual contribuyó a producir una explosión del comercio interior de Japón.

Pero el comercio de Japón con el resto del mundo quedó reducido prácticamente a la nada. Los navegantes portugueses, concentrados en el comercio y la conquista, rodearon África y llegaron a la India en 1498, a las Molucas en 1512, a China en 1514 y a Japón en 1543. Aquellos primeros visitantes europeos de Japón fueron solo un par de marineros naufragados, pero produjeron cambios perturbadores al introducir las armas de fuego, y las transformaciones fueron aún mayores cuando fueron seguidos seis años después por misioneros católicos. Cientos de miles de japoneses, entre ellos algunos daimyo, acabaron convertidos al cristianismo. Por desgracia, los misioneros jesuitas y franciscanos rivalizaban entre sí y empezaron a competir, y se difundieron rumores de que los monjes estaban tratando de cristianizar Japón como preludio para que Europa se apoderara de ella.

En 1597 Toyotomi Hideyoshi crucificó al primer grupo de 26 mártires cristianos. Cuando los daimyo cristianos trataron entonces de sobornar o asesinar a los funcionarios del gobierno, el shogun Tokugawa Ieyasu concluyó que los europeos y el cristianismo representaban una amenaza para la estabilidad del shogunato y de Japón. (Visto en retrospectiva, cuando nos detenemos a pensar que la llegada en apariencia inocente de comerciantes y misioneros a China, la India y muchos otros países fue seguida de la intervención militar europea, vemos que la amenaza percibida por Ieyasu era real). En 1614 Ieyasu prohibió el cristianismo y comenzó a torturar y ejecutar a los misioneros y a aquellos conversos que se negaran a renegar de su religión. En 1635, otro shogun posterior llegó más lejos al prohibir incluso que los japoneses viajaran al extranjero y que los barcos japoneses abandonaran las aguas costeras de Japón. Cuatro años más tarde expulsó de Japón a todos los portugueses que quedaban.

Inmediatamente después Japón inauguró un período que se prolongó más de dos siglos, en el cual se cerró al resto del mundo por razones que reflejan mejor sus planes en relación con China y Corea que su defensa ante Europa. Los únicos comerciantes extranjeros a quienes se admitía eran unos pocos holandeses (considerados menos peligrosos que los portugueses porque eran anticatólicos), a los cuales se mantenía aislados en una isla del puerto de Nagasaki como si fueran peligrosos gérmenes y un enclave chino similar. El único comercio exterior que se autorizaba era con los coreanos de la isla de Tsushima, que se encuentra entre Corea y Japón, con las islas Ryukyu (incluida Okinawa), al sur, y con la población aborigen ainu de la isla de Hokkaido, al norte (que entonces no formaba parte todavía de Japón). Aparte de estos contactos, Japón ni siquiera mantuvo relaciones diplomáticas con el exterior, ni siquiera con China. Tampoco trató Japón de hacer conquistas en el exterior tras las dos tentativas fallidas de Hideyoshi de invadir Corea en la década de 1590.

Durante esos siglos de relativo aislamiento, Japón consiguió satisfacer la mayor parte de sus necesidades por sí solo, y concretamente fue autosuficiente por completo en lo que se refería a alimentos, madera y la mayor parte de los metales. Las importaciones estaban estrechamente limitadas al azúcar y la madera, la seda china, la piel de venado y otras pieles para hacer cuero (puesto que Japón criaba poco ganado), y al plomo y el salitre para fabricar pólvora. Incluso el volumen de estas importaciones disminuyó con el tiempo a medida que la producción interior de seda y azúcar aumentaba, y el uso de las armas de fuego acabó restringiéndose hasta quedar casi prohibidas. Esta notable condición de autosuficiencia y aislamiento voluntario se prolongó hasta que una escuadra estadounidense bajo el mando del comodoro Perry llegó en 1853 para exigir que Japón abriera sus puertos a fin de abastecer de combustible y provisiones a los buques mercantes y balleneros estadounidenses. Cuando quedó claro que el shogunato de Tokugawa ya no podía seguir protegiendo a Japón de los bárbaros armados con cañones, se vino abajo en 1868 y Japón inició una transformación con asombrosa rapidez para dejar de ser una sociedad semifeudal aislada y convertirse en un Estado moderno.

La deforestación fue uno de los principales elementos de la crisis medioambiental y demográfica desencadenada por la paz y la prosperidad del siglo XVII, a medida que se fue elevando el consumo de madera de Japón (que explotaba casi toda la madera del país). Hasta finales del siglo XIX, la mayor parte de las edificaciones japonesas eran de madera, en lugar de piedra, ladrillo, cemento, barro o tejas, como sucedía en muchos otros países. Esa tradición de construir en madera se derivaba en parte de la predilección estética japonesa por la madera, y en parte de la inmediata disponibilidad de árboles a lo largo de toda la historia temprana de Japón. Con la llegada de la paz, la prosperidad y la explosión demográfica, la explotación de madera para la construcción despegó hasta abastecer las necesidades de las crecientes poblaciones urbanas y rurales. A partir de aproximadamente 1570, Hideyoshi, el shogun que le sucedió, Ieyasu, y muchos de los daimyo siguieron esa pauta y dieron gusto a sus egos para tratar de impresionarse mutuamente construyendo fortalezas y templos inmensos. Para construir solo las tres fortalezas más grandes de Ieyasu, fue necesario talar unos dieciséis kilómetros cuadrados de bosque. Bajo los shogunatos de Hideyoshi, leayasu y el shogun que les sucedió se construyeron unas doscientas ciudades y ciudades-fortaleza. Tras la muerte de Ieyasu, la construcción urbana tomó la delantera a la edificación monumental de las elites en lo que a demanda de madera se refería, sobre todo porque las ciudades de edificios de madera, con tejados de paja muy próximos entre sí y que en invierno se calentaban con chimeneas, eran muy propensas a arder; de modo que había que reconstruir las ciudades una y otra vez. El mayor de estos incendios urbanos fue el de Meireki, que en 1657 calcinó la mitad de la capital de Edo y acabó con la vida de cien mil habitantes. Gran parte de esa madera se transportaba a las ciudades en barcos de cabotaje, hechos a su vez de madera y que, por tanto, consumían más madera. No obstante, hicieron falta más barcos de madera para trasladar a los ejércitos de Hideyoshi a través del estrecho de Corea en sus fracasadas tentativas de conquistar aquel país.

La madera para la construcción no fue la única demanda que impulsó la deforestación; también era el combustible que se utilizaba para calentar las viviendas, para cocinar y para usos industriales como la fabricación de sal, azulejos y cerámica. Se quemaba madera para obtener carbón vegetal que sirviera para mantener las altas temperaturas necesarias para fundir el hierro. La creciente población de Japón necesitaba más alimento y, por tanto, talar más bosques para dedicar esas tierras a la agricultura. Los campesinos fertilizaban sus campos con «fertilizante verde» (es decir, hojas, corteza y ramas de árboles) y alimentaban a sus bueyes y caballos con forraje (hierba y maleza) obtenido en los bosques. Cada hectárea de tierra de cultivo exigía entre cinco y diez hectáreas de bosque que aportara el necesario fertilizante verde. Hasta que acabaron las guerras civiles en 1615, los ejércitos combatientes de los daimyo y el shogun extraían de los bosques el forraje para sus caballos y el bambú para sus armas y empalizadas. Y los daimyo de territorios boscosos cumplían con sus compromisos anuales con el shogun entregándole madera.

Los años comprendidos entre 1570 y 1650 marcaron la cumbre de la expansión de la construcción y la deforestación, que se fue ralentizando a medida que la madera escaseaba. En un principio se cortaba madera, bien bajo orden directa del shogun o el daimjo, o bien según las necesidades locales de los propios campesinos; pero hacia 1660 la tala realizada por empresarios privados superó las talas decretadas por el gobierno. Por ejemplo, cuando se declaró otro incendio más en Edo, uno de aquellos empresarios madereros privados más famosos, un comerciante llamado Kinokuniya Bunzaemon, previo con mucha astucia que aquello supondría mayor demanda de madera, y antes incluso de que se hubiera extinguido el fuego se hizo a la mar para comprar enormes cantidades de madera en el distrito de Kiso con el fin de revenderla más cara en Edo.

La primera zona de Japón que se deforestó, ya antes del año 800, fue la cuenca del río Kinai, en la isla japonesa de mayor tamaño, la de Honshu, lugar donde se encontraban las primeras ciudades importantes de Japón, como Osaka y Kioto. Para el año 1000 la deforestación se había extendido hasta la cercana isla de menor tamaño de las que conforman el archipiélago principal, la de Shikoku. En 1550, aproximadamente la cuarta parte de la extensión de Japón (sobre todo el centro de Honshu y el este de Shikoku) había sido talada, pero otras zonas de Japón albergaban todavía muchos bosques muy longevos en las tierras bajas.

En 1582 Hideyoshi se convirtió en el primer gobernante que exigió madera de todo Japón, ya que las necesidades que tenía de esta para sus espléndidas construcciones monumentales excedía la cantidad de madera disponible en sus propios dominios. Asumió el control de algunos de los bosques más valiosos de Japón y requisaba una cantidad de madera anual de cada daimyo. Además de los bosques, por los que competían el shogun y los daimyo, también reclamaban todas las especies de árboles de los terrenos privados o comunales de las aldeas que tuvieran algún valor. Para transportar toda esa madera desde las cada vez más lejanas zonas de tala hasta las ciudades o las fortalezas en que se requería, el gobierno eliminó los obstáculos de los ríos de modo que los troncos pudieran transportarse simplemente flotando o empleados como plataformas hasta la costa. A continuación se transportaba a su vez hasta las ciudades portuarias. La tala se extendió por las tres islas principales de Japón, desde el extremo meridional de la isla más meridional de Kyushu, pasando por Shikoku, hasta el extremo septentrional de Honshu. En 1678 los leñadores tuvieron que dirigirse al extremo meridional de Hokkaido, una isla que se encuentra al norte de Honshu y que en aquel momento no formaba parte todavía de la nación japonesa. En 1710, la mayor parte de los bosques accesibles de las tres islas principales (Kyushu, Shikoku y Honshu) y del sur de Hokkaido habían sido talados, dejando solo bosques en las laderas más empinadas, en las zonas más inaccesibles y en los lugares en que era demasiado difícil o costoso talar con la tecnología disponible durante el período Tokugawa.

La deforestación perjudicó al Japón de la era Tokugawa en otros aspectos además de en el obvio de provocar escasez de madera para la construcción, de combustible y de forraje, y obligó a poner fin a las construcciones monumentales. Las disputas por la madera para construir y por la leña para quemar fueron volviéndose más frecuentes entre diferentes aldeas y en el seno de las mismas, así como entre las aldeas y los daimyo o el shogun, todos los cuales competían por los bosques de Japón. También hubo disputas entre quienes querían utilizar los ríos para transportar los troncos flotando y aquellos otros que, por el contrario, querían utilizarlos para pescar o regar cultivos. Del mismo modo que ya vimos en el capítulo 1 que sucedió en Montana, los incendios forestales aumentaron en número porque los nuevos bosques que nacían en tierras taladas eran más inflamables que los bosques más antiguos. Una vez que desapareció la cubierta forestal que protegía las laderas más empinadas, la tasa de erosión del suelo aumentó como consecuencia de la elevada pluviosidad, la fusión de los hielos y los frecuentes terremotos de Japón. La inundación de las tierras bajas producida por el aumento de las corrientes de agua desde las laderas desnudas, el aumento del nivel de las aguas en los sistemas de regadío de las tierras bajas, debido a la erosión del suelo y al encenagamiento de los ríos, y la escasez de fertilizante y forraje procedente de los bosques, se combinaron todos para mermar el rendimiento de los cultivos en una época de crecimiento demográfico, y por tanto contribuyeron a producir hambrunas importantes que afligieron al Japón de Tokugawa desde finales del siglo XVII en adelante.

En 1657 el incendio de Meíreki y la consiguiente demanda de madera para reconstruir la capital de Japón ejerció de toque de atención para poner de manifiesto la creciente escasez de madera y demás recursos del país en una época en que la población, sobre todo la urbana, había estado creciendo con rapidez. Esto podría haber desembocado en una catástrofe como la de la isla de Pascua. Por el contrario, en el transcurso de los dos siglos siguientes, Japón estabilizó paulatinamente su población y ajustó sus tasas de consumo de recursos a lo sostenible. El cambio fue dirigido desde arriba por sucesivos shogun que invocaron principios confucianos para promulgar una ideología oficial que fomentaba limitar el consumo y acumular provisiones de reserva con el fin de proteger al país del desastre.

Parte de este cambio supuso una mayor dependencia del alimento procedente del mar y del comercio con los ainu a cambio de comida con el fin de aliviar la presión sobre la agricultura. Los esfuerzos por fomentar la pesca incluían nuevos métodos de captura, como el uso de redes muy largas y la pesca de altura. Los territorios reclamados por las aldeas y los daimyo individuales incluían ahora el mar colindante con sus tierras, en reconocimiento de la idea de que las reservas de pescado y marisco eran limitadas y podrían agotarse si alguien pescaba sin control en un territorio que no era de su propiedad. La presión sobre los bosques como fuente de fertilizante verde para el cultivo se redujo haciendo un uso mucho mayor de fertilizantes elaborados a base de harina de pescado. La caza de mamíferos marinos (ballenas, focas y nutrias marinas) aumentó, y se crearon agrupaciones para sufragar los gastos de los barcos, el equipo y la gran cantidad de mano de obra necesarias. La enorme expansión del comercio con los ainu de la isla de Hokkaido proporcionó a Japón salmón ahumado, pepino de mar seco, abulón, kelp, pieles de venado y de nutrias marinas a cambio del arroz, el sake (vino de arroz), el tabaco y el algodón que se facilitaba a los ainu. Una de las consecuencias de ello fue el agotamiento del salmón y el venado de Hokkaido, lo cual supuso que los ainu dejaran de ser cazadores autosuficientes para pasar a depender de las importaciones procedentes de Japón y que, en última instancia, resultaran exterminados por los problemas económicos, las epidemias y las conquistas militares. Así, parte de la solución de Tokugawa al problema del agotamiento de recursos en el propio Japón fue preservar los recursos japoneses desencadenando el agotamiento de los recursos de otro lugar, exactamente igual que parte de la solución de Japón y otros países del Primer Mundo a los problemas de recursos actuales es agotar los recursos de otros lugares. (Recordemos que Hokkaido no se incorporó políticamente a Japón hasta el siglo XIX).

Otra vertiente del cambio consistió en el logro casi total del crecimiento cero de la población. Entre 1721 y 1828 la población de Japón apenas se incrementó, al pasar de 26 100 000 a solo 27 200 000 habitantes. Comparado con los siglos anteriores, los japoneses de los siglos XVIII y XIX se casaban más tarde, sus hijos mamaban más tiempo y nacían a intervalos de tiempo mayores entre sí merced a la consiguiente amenorrea lactante, además de practicar la contracepción, el aborto y el infanticidio. Estas menores tasas de natalidad representaban la respuesta de las parejas a la escasez percibida de alimentos y otros recursos, como muestra en el Japón de Tokugawa la sincronización de las alzas y bajas de las tasas de natalidad con las alzas y caídas de los precios.

Otros aspectos del cambio sirvieron para reducir el consumo de madera. A partir de finales del siglo XVII, en Japón aumentó el uso del carbón en lugar de la madera como combustibles. Unas edificaciones menos sobrecargadas de madera reemplazaron a las casas fabricadas con madera maciza, las estufas de cocina mucho más eficientes sustituyeron a las chimeneas abiertas, los pequeños braseros portátiles de carbón vegetal reemplazaron la práctica de calentar toda una vivienda y, además, aumentó el aprovechamiento del sol para calentar las casas durante el invierno.

Se impusieron de forma vertical muchas medidas dirigidas a poner remedio al desequilibrio entre la tala de árboles y la producción de los mismos. En un principio, se adoptaron sobre todo medidas negativas (reducir la tala), para pasar después cada vez más a adoptar también medidas positivas (producir más árboles). Una de las primeras señales de que en lo más alto había conciencia del problema fue una proclama del shogun en 1666, solo nueve años después del incendio de Meireki, que advertía de los peligros de la erosión, el encenagamiento de las corrientes de agua y las inundaciones producidas por la deforestación, y urgía a la población a plantar árboles. Desde esa misma década, Japón desplegó un esfuerzo a escala nacional en todos los niveles de la sociedad con el fin de regular el uso de sus bosques, y hacia 1700 ya había implantado un minucioso sistema de gestión forestal. En palabras del historiador Conrad Totman, el sistema se centraba en «especificar quién podía hacer qué, dónde, cuándo, cómo, cuánto y a qué precio». Es decir, la primera fase de la respuesta de la era Tokugawa a los problemas forestales de Japón hacía hincapié en medidas negativas que no restablecerían la producción de madera a sus anteriores niveles, pero que al menos concedían tiempo, impedían que la situación empeorara hasta que se pudieran hacer efectivas medidas positivas y establecían las reglas de juego para la competitividad en el marco de la sociedad japonesa sobre unos productos forestales cada vez más escasos.

Las respuestas negativas estaban dirigidas a tres estadios distintos de la cadena de abastecimiento de madera: la gestión de los bosques, el transporte de la madera y el consumo de la madera en las ciudades. En el primer estadio, el shogun, que controlaba directamente en torno a la cuarta parte de los bosques de Japón, designó un alto magistrado del Ministerio de Economía como responsable de sus bosques, y casi todos los 250 daimyo siguieron su ejemplo nombrando cada uno de ellos en su territorio a su propio magistrado de asuntos forestales. Estos magistrados clausuraban las tierras taladas para permitir que los bosques se regeneraran, concedían autorizaciones que especificaban los derechos de los campesinos a cortar madera o llevar a pastar a los animales en tierras del gobierno, y prohibían la práctica de la quema de bosques orientada a limpiar terreno con el fin de modificar su calificación para dedicarlo al cultivo. En los bosques que no estaban controlados por el shogun o por un daimyo, sino por las aldeas, el líder de la misma gestionaba el bosque como una propiedad comunitaria para uso de todos los aldeanos, establecía normas para la explotación de los productos forestales, prohibía que los campesinos «forasteros», procedentes de otras aldeas, utilizaran esos recursos forestales y contrataba a guardias armados para hacer cumplir todas estas normas.

Tanto el shogun como los daimyo sufragaron la realización de inventarios muy detallados de sus bosques. Para ilustrar la obsesión de estos gestores basta decir que el inventario de un bosque próximo a Karuizawa, 130 kilómetros al noroeste de Edo, recogía en 1773 que el bosque tenía una extensión de 4804 kilómetros cuadrados y albergaba 4114 árboles, de los cuales 573 estaban encorvados o llenos de nudos y 3541 estaban en buen estado. De aquellos 4114 árboles, 78 eran grandes coníferas (66 de ellas en buen estado) cuyos troncos medían entre 7 y 11 metros de altura y entre 1,8 y 2,1 metros de perímetro, 293 eran coníferas medianas (253 de ellas en buen estado) con troncos de entre 1,2 y 1,5 metros de perímetro, 255 eran pequeñas coníferas en buen estado cuyos troncos medían entre 2 y 6 metros de altura con un perímetro de entre 30 centímetros y 1 metro que se explotarían en el año 1778, y 1474 eran pequeñas coníferas (1344 de las cuales estaban en buen estado) que se explotarían en años posteriores. También había 120 abetos medianos (104 de ellos en buen estado) cuyos troncos medían entre 4 y 5,5 metros de altura con un perímetro de entre 1 y 1,2 metros, 15 abetos pequeños cuyos troncos medían entre 3,5 y 7 metros de longitud con perímetros de entre 20 y 30 centímetros que se explotarían en 1778, y 320 abetos pequeños (241 de ellos en buen estado) que se explotarían en años posteriores, sin contar 448 robles (412 de ellos en buen estado) con troncos de entre 3,5 y 7 metros de altura y entre 1 y 1,7 metros de perímetro, y otros 1126 árboles cuyas características se enumeraban de manera similar. Semejante recuento representa una gestión de arriba abajo radical que no dejaba nada a juicio de los aldeanos comunes.

El segundo estadio en el que se aplicaron medidas negativas suponía el establecimiento por parte del shogun y los daimyo de puestos de guardia en las principales carreteras y ríos para inspeccionar los cargamentos de madera y garantizar que se estaban cumpliendo de forma efectiva todas aquellas normas sobre gestión forestal. El último estadio consistía en una infinidad de disposiciones gubernamentales que especificaban, una vez que se había cortado un árbol y había pasado la inspección en un puesto de guardia, quién podía utilizarlo y para qué fines. Los valiosos cedros y robles se reservaban para usos gubernamentales y estaban fuera del alcance de los aldeanos. La cantidad de madera que uno podía utilizar para construir su casa variaba en función de la posición social que ocupara: 30 ken (un ken es una viga de 1,80 metros de longitud) para un jefe que gobernara varias aldeas, 18 ken para el heredero de uno de estos jefes, 12 ken para el jefe de una única aldea, 8 ken para un jefe local, 6 ken para un campesino sujeto al pago de impuestos y únicamente 4 ken para un campesino o pescador ordinario. El shogun también decretó normas sobre los usos que se podía dar a la madera para fabricar objetos de menor tamaño que las casas. Por ejemplo, en 1663 un edicto prohibía que cualquier carpintero de Edo fabricara una caja pequeña con madera de ciprés o de cedro japonés, o utensilios domésticos con madera de cedro japonés, pero permitía que las cajas grandes sí se hicieran de ciprés o de sugi. En 1668 el shogun pasó a prohibir el uso de la madera de ciprés, cedro japonés y cualquier otra madera de calidad para estampar en ella anuncios públicos, y 38 años más tarde se eliminó a los grandes pinos de la lista de árboles con los que se podían fabricar ornamentos para conmemorar el Año Nuevo.

Todas estas medidas negativas pretendían resolver la crisis forestal de Japón garantizando que solo se utilizara la madera para los fines autorizados por el shogun o los daimyo. Sin embargo, el uso que habían hecho de la madera el shogun y los propios daimyo había desempeñado un papel esencial en la crisis que vivía Japón. Por tanto, la solución definitiva de la crisis exigía medidas positivas para producir más árboles, así como también para proteger la tierra de la erosión. Esas medidas se iniciaron en Japón ya en el siglo XVII mediante el desarrollo de un cuerpo de conocimiento científico minucioso acerca de la silvicultura. Los guardas forestales contratados, tanto por el gobierno como por comerciantes privados, observaban, experimentaban y publicaban sus hallazgos en un inmenso caudal de revistas y manuales de silvicultura, lo cual queda bien ilustrado en el primero de los grandes tratados de silvicultura de Japón, el Nogyo zensho de 1697, obra de Miyazaki Antei. Allí pueden encontrarse instrucciones sobre cuál es el mejor modo de recoger, extraer, secar, almacenar y preparar semillas; cómo preparar un almacigo limpiándolo, fertilizándolo, aireándolo y removiéndolo; cómo empapar las semillas antes de sembrarlas; cómo proteger la siembra cubriéndola con paja; cómo desbrozar un almacigo; cómo trasplantar los brotes y a qué distancia deberían estar unos de otros; cómo reemplazar los plantones echados a perder durante los cuatro primeros años; cómo entresacar los árboles jóvenes obtenidos; y cómo podar las ramas del tronco con el fin de que este adquiera la forma deseada. Como alternativa a este tipo de cultivo de árboles de semillero, algunas especies de árboles se cultivaban por el contrario plantando esquejes o retoños, y otros mediante la técnica de la tala (dejando tocones o raíces vivas en la tierra para que rebroten).

Poco a poco, Japón fue desarrollando con independencia de Alemania una mentalidad de silvicultura de plantación: la idea de que los árboles deberían considerarse un cultivo de crecimiento lento. Tanto los gobiernos como los empresarios particulares comenzaron a plantar bosques en tierras que, o bien compraban o bien alquilaban, sobre todo en zonas en que resultara económicamente beneficioso, como las inmediaciones de ciudades donde había demanda de madera. Por una parte, la silvicultura de plantación es cara, arriesgada y exige mucho capital. Los costes iniciales son muy altos porque hay que pagar a los trabajadores que plantan los árboles, después hay más costes laborales durante varios decenios para atender la plantación, y no se recupera ninguna de estas inversiones hasta que los árboles son lo bastante grandes para cosecharlos. Durante esas décadas, cualquiera podía perder la cosecha en cualquier momento a causa de una plaga o un incendio, y el precio que la ladera alcanzara finalmente estaba sometido a fluctuaciones del mercado impredecibles con los decenios de antelación con que se plantan las semillas. Por otra parte, la silvicultura de plantación presenta algunas ventajas compensatorias en comparación con la tala de bosques que crecen de forma natural. Se pueden plantar únicamente las especies de árboles útiles que se prefiera, en lugar de tener que aceptar lo que brota en el bosque. Se puede maximizar la calidad de los árboles y el precio que se obtiene por ellos, por ejemplo podándolos a medida que crecen para obtener en último término troncos rectos y bien conformados. Se puede seleccionar una localización conveniente cerca de una ciudad para reducir los costes de transporte o cerca de un río por el que se puedan trasladar flotando, en lugar de tener que cargar con los troncos ladera abajo desde una montaña remota. Se pueden espaciar los árboles a intervalos regulares, con el fin de reducir con ello los costes de la tala final. Algunos silvicultores de plantación japoneses se especializaron en madera para unos usos determinados y, con ello, consiguieron imponer precios máximos para una «marca» consolidada. Por ejemplo, las plantaciones de Yoshino se hicieron famosas porque producían los mejores travesaños de cedro para toneles en los que almacenar sake (vino de arroz).

El auge de la silvicultura en Japón se vio favorecido por instituciones y métodos casi uniformes en todo el país. A diferencia de lo que sucedía en Europa, dividida en aquella época en cientos de estados o principados, el Japón de Tokugawa era un único país gobernado de modo homogéneo. Aunque el clima del sudoeste de Japón es subtropical y el del norte es templado, el conjunto del país se parece en que es húmedo, con pendientes pronunciadas, susceptible a la erosión, de origen volcánico y dividido en montañas abruptas cubiertas de bosque y tierras de cultivo llanas, lo cual confiere cierta uniformidad ecológica en lo que a las condiciones para la silvicultura se refiere. En lugar de asignar múltiples usos a los bosques conforme a la tradición japonesa, según la cual la elite reclamaba la madera para la construcción y los campesinos recogían el fertilizante, el forraje y la leña como combustible, la silvicultura de plantación adquirió la especificación de estar destinada a la finalidad principal de la producción de madera para la construcción, según la cual solo se permitía servirse de la madera para otros usos en la medida en que no perjudicara la producción de madera para la construcción. Las patrullas forestales preservaban el bosque de la actividad maderera ilegal. Con todo ello, entre 1750 y 1800 se generalizó en Japón la silvicultura de plantación, y para 1800 se había invertido la larga tendencia descendente de la producción de madera para la construcción.

Un observador externo que visitara Japón en 1650 podría haber augurado que la sociedad japonesa se encontraba al borde de un colapso provocado por una catastrófica deforestación, ya que cada vez más personas competían por menos recursos. ¿Por qué el Japón del período Tokugawa consiguió desarrollar soluciones impuestas de arriba abajo y evitar con ello la deforestación, mientras que los antiguos isleños de Pascua, los mayas, los anasazi y las actuales Ruanda (véase el capítulo 10) y Haití (véase el capítulo 11) fracasaron? Esta pregunta es un ejemplo del problema más general que se analizará en el capítulo 14: por qué y dando qué pasos triunfan o fracasan los pueblos en la toma de decisiones colectivas.

Las respuestas que por regla general se dan al éxito de los períodos intermedio y final del Japón de la era Tokugawa —un supuesto amor por la naturaleza, un respeto budista por la vida o una actitud confuciana— pueden desautorizarse con facilidad. Además de que esas afirmaciones simples no constituyen descripciones precisas de la compleja realidad de las actitudes japonesas, no impidieron que en sus comienzos el Japón del período Tokugawa agotara sus recursos, ni tampoco impiden que el Japón actual agote los recursos del océano y de otros países. Más bien, parte de la respuesta tiene que ver con las ventajas ambientales de Japón: se trata de algunos de los factores medioambientales analizados ya en el capítulo 2 para explicar por qué Pascua y algunas otras islas polinesias y melanesias acabaron deforestadas mientras que Tikopia, Tonga u otras no. Los habitantes de estas últimas tuvieron la suerte de vivir en entornos fuertes donde los árboles volvían a crecer rápidamente en los suelos talados. Al igual que las islas polinesias y melanesias con entornos fuertes, en Japón la tasa de recuperación forestal es rápida debido a la alta pluviosidad, la abundante caída de cenizas volcánicas y polvo asiático que restablecen la fertilidad del suelo, y la juventud de los suelos. Otra parte de la respuesta tiene que ver con las ventajas sociales de Japón: rasgos de la sociedad japonesa que ya estaban presentes antes de la crisis de la deforestación y que no surgieron como respuesta a ella. Entre esos rasgos se encontraban la ausencia en Japón de cabras y ovejas, cuyas labores de pastoreo y apacentamiento habían devastado los bosques de amplias extensiones de tierra en otros lugares; la brusca disminución del numero de caballos en los primeros momentos del período Tokugawa en Japón, ya que el fin de la guerra hizo desaparecer la necesidad de la caballería; y la abundancia de pescado y marisco, que aliviaba la presión sobre los bosques como fuentes de proteínas y fertilizante. La sociedad Japonesa sí utilizaba los bueyes y los caballos como animales de tiro, pero se dejó disminuir su número en respuesta a la deforestación y a la pérdida de forrajes procedentes de los bosques, para sustituirlos por personas con palas, azadas y otras herramientas.

Las otras explicaciones aglutinan un conjunto de factores que permitió que tanto la elite como las masas japonesas reconocieran, en mayor medida que la mayor parte de los demás pueblos, el interés que tenían a largo plazo en preservar sus propios bosques. En lo que se refiere a la elite, una vez impuesta la paz y eliminados los ejércitos rivales del interior, los shogun de la dinastía Tokugawa vaticinaron correctamente que corrían poco riesgo de sufrir una revuelta en el interior o una invasión del exterior. Confiaban en que la dinastía Tokugawa se mantuviera al mando de Japón, lo cual sucedió de hecho durante 250 años. Por tanto la paz, la estabilidad política y la confianza bien fundada en su propio futuro animó a los shogun Tokugawa a planificar e invertir en el futuro a largo plazo de sus dominios: a diferencia de ellos, los reyes mayas y los presidentes haitianos y ruandeses no podían o no pueden esperar que sus hijos les sucedan o siquiera agotar el plazo para el que han sido designados en su cargo. La sociedad japonesa en su conjunto era (y todavía es) relativamente homogénea desde el punto de vista étnico y religioso, y no existen en ella las desestabilizadoras diferencias que aquejan a la sociedad ruandesa y que probablemente aquejaron también a las sociedades maya y anasazi. La ubicación geográfica aislada del Japón del período Tokugawa, el desdeñable comercio exterior y la renuncia a la expansión en el extranjero evidenciaban que tenía que depender de sus propios recursos y que no satisfaría sus necesidades saqueando los recursos de otro país. De igual modo, el hecho de que el shogun mantuviera la paz en el interior de Japón significaba que la gente sabía que no podía satisfacer sus necesidades de madera para la construcción apoderándose de la madera de algún vecino suyo. Como vivían en una sociedad estable, a la que no llegaban ideas del exterior, tanto la elite como los campesinos de Japón esperaban por igual que el futuro fuera igual al presente y que los problemas del futuro se resolvieran con los recursos del presente.

Lo que los campesinos adinerados del período Tokugawa suponían sin siquiera pensarlo, y lo que los aldeanos más pobres esperaban, era que sus herederos recibieran finalmente las tierras que ellos poseían. Por esa y otras razones, el verdadero control de los bosques de Japón fue cayendo cada vez más en manos de personas con derechos adquiridos a largo plazo sobre sus bosques: ya fuera porque ellos esperaban o confiaban en que sus hijos heredaran los derechos de usufructo, o en virtud de distintos tipos de arrendamiento o contrato a largo plazo. Por ejemplo, gran parte de las tierras comunales de las aldeas se parcelaron en diferentes arriendos para familias individuales, con lo cual se minimizaba «la tragedia de lo común», que se analizará en el capítulo 14. Otros bosques comunales se gestionaron mediante acuerdos de venta de madera que habían sido redactados con mucha antelación al momento de la tala. El gobierno negoció contratos a largo plazo sobre terrenos forestales de su propiedad, según los cuales compartía con una aldea o un comerciante la recaudación final por la madera a cambio de que cualquiera de estos últimos gestionara los bosques. Todos estos factores políticos y sociales favorecieron el interés del shogun, los daimyo y los campesinos por gestionar sus bosques de forma sostenible. De modo igualmente obvio que tras el incendio de Meireki, estos factores volvieron absurda la sobreexplotación a corto plazo de los bosques. No obstante, claro está, la gente con intereses a largo plazo no siempre actúa de forma prudente. A menudo continúan prefiriendo los objetivos a corto plazo, y también a menudo emprenden iniciativas absurdas tanto a corto como a largo plazo. Eso es lo que hace que la biografía y la historia sean infinitamente más complicadas y menos predecibles que el rumbo de las reacciones químicas, y esa es la razón por la que este libro no defiende el determinismo medioambiental. Los líderes que no reaccionan simplemente de un modo pasivo, que tienen el valor de prever las crisis o actuar con prontitud, y que toman con perspicacia decisiones de gestión con un marcado carácter de imposición de arriba abajo, pueden marcar en verdad una enorme diferencia en sus sociedades. Así también los ciudadanos activos que, de manera similar, ejercen la gestión de abajo arriba. Los shogun de la dinastía Tokugawa y mis amigos propietarios de tierras de Montana comprometidos con el Teller Wildlife Refuge ilustran lo mejor de cada una de estas modalidades de gestión en la persecución de objetivos a largo plazo y la defensa de los intereses de muchas otras personas.

Tras haber dedicado siete capítulos sobre todo a sociedades que se derrumbaron por la deforestación y por otros problemas medioambientales, en los que solo aparecen unas pocas historias de éxito (las islas Orcadas, Shetland, Feroe e Islandia), al dedicar un único capítulo a estas tres historias de éxito de las tierras altas de Nueva Guinea, Tikopia y el Japón del período Tokugawa no pretendo dar a entender que los éxitos constituyen raras excepciones. En los últimos siglos Alemania, Dinamarca, Suiza, Francia y otros países de Europa occidental han estabilizado y posteriormente incrementado su cubierta forestal mediante medidas impuestas de arriba abajo, como hizo Japón. De manera similar, unos seiscientos años antes la sociedad indígena americana más grande y cohesionada, el Imperio inca de la cordillera central de los Andes, con decenas de millones de súbditos a las órdenes de un gobernante absoluto, llevó a cabo una repoblación forestal masiva y dispuso las laderas en terrazas para detener la erosión del suelo, incrementar el rendimiento de los cultivos y garantizar el suministro de madera.

También abundan los ejemplos de gestión vertical acertada en pequeñas economías agrícolas, ganaderas, cazadoras o pescadoras. Un ejemplo, que mencioné brevemente en el capítulo 4, es el representado por el sudoeste de Estados Unidos, donde las sociedades norteamericanas, mucho más pequeñas que el Imperio inca, pusieron en práctica muchas soluciones diferentes al problema de desarrollar una economía perdurable en un entorno difícil. Las soluciones de los anasazi, los hohokam y los indios mimbres desaparecieron en última instancia, pero la solución un tanto distinta adoptada por los indios pueblo ha continuado operativa en esa misma región durante más de un millar de años. Aunque los noruegos de Groenlandia desaparecieron, los inuit sobrevivieron en ella con una economía de caza y recolección durante al menos quinientos años, desde su llegada antes del año 1200 hasta que comenzaran a sufrir los trastornos originados por la colonización danesa a partir del año 1721. Tras la extinción de la megafauna australiana del Pleistoceno, hace alrededor de 46 000 años, los aborígenes australianos sostuvieron economías de cazas y recolección hasta la colonización europea en el año 1788. Algunas de las numerosas sociedades rurales autosuficientes y a pequeña escala de la edad moderna que se han estudiado con particular detalle son comunidades de España y Filipinas que mantienen sistemas de regadío y aldeas alpinas suizas que ponen en práctica economías agrícolas y ganaderas mixtas, todas las cuales operaron durante muchos siglos mediante acuerdos locales detallados sobre la gestión de los recursos comunales.

Cada uno de los casos de gestión vertical que acabo de mencionar afecta a una sociedad pequeña que detenta los derechos exclusivos sobre todas las actividades económicas que se desarrollan en su territorio. Hay (o tradicionalmente había) casos interesantes y más complejos en el subcontinente indio, donde el sistema de castas actúa, por el contrario, permitiendo que docenas de subsociedades económicamente especializadas compartan la misma zona geográfica desarrollando diferentes actividades económicas. Las castas comercian mucho entre sí y con frecuencia viven en una misma aldea, pero son endogámicas; es decir, las personas por regla general se casan con otras personas de su misma casta. Las castas coexisten explotando diferentes recursos ambientales y formas de vida, como por ejemplo la pesca, la agricultura, el pastoreo o la caza y recolección. Existe incluso cierta especialización aún más afinada, según la cual, por ejemplo, diferentes castas de pescadores pescan con diferentes técnicas en distintos tipos de aguas. Como en el caso de los habitantes de Tikopia y de los japoneses del período Tokugawa, los miembros de las castas indias especializadas saben que solo pueden disponer de una base de recursos restringida para mantenerse, pero esperan legar esos recursos a sus hijos. Estas condiciones han favorecido la aceptación de normas sociales pormenorizadas mediante las cuales los miembros de una determinada casta garantizan que están explotando sus recursos de forma sostenible.

La pregunta sigue siendo por qué estas sociedades del capítulo 9 triunfaron mientras que la mayor parte de las sociedades seleccionadas para su análisis en los capítulos 2 a 8 fracasaron. Parte de la explicación reside en las diferencias ambientales: algunos entornos son más vulnerables que otros y plantean problemas que representan desafíos mayores. Ya vimos en el capítulo 2 la multitud de razones que determinan que los entornos de las islas del Pacífico sean más o menos frágiles, y que explican en parte por qué las sociedades de Pascua y Mangareva se vinieron abajo mientras que la de Tikopia sobrevivió. De manera similar, las historias de éxito de las tierras altas de Nueva Guinea y el Japón del período Tokugawa, referidas en este capítulo, afectaban a sociedades que tuvieron la suerte de habitar entornos relativamente resistentes. Pero las diferencias ambientales no constituyen toda la explicación, como bien demuestran los casos de Groenlandia y el sudoeste de Estados Unidos, en que una sociedad triunfó mientras que otra u otras que practicaban economías diferentes fracasaron en el mismo entorno. Es decir, no solo el entorno es importante, sino también la adecuada elección de una economía que se ajuste al mismo. La infinidad de piezas restantes de este rompecabezas dependen de que una sociedad practique de forma sostenible incluso un tipo de economía muy determinado. Con independencia de los recursos sobre los que se base su economía —suelo cultivado, vegetación para pastos, una pesquería o la caza o recolección de plantas o pequeños animales—, algunas sociedades desarrollan prácticas para evitar la sobreexplotación, pero otras no consiguen responder a ese desafío. En el capítulo 14 analizaremos los tipos de errores que hay que evitar. No obstante, antes, analizaremos en los cuatro capítulos siguientes algunas sociedades actuales con el fin de compararlas con las sociedades del pasado que venimos estudiando desde el capítulo 2.