Su abuela entró en la habitación de su madre en el hospital delante de él y con una pregunta terrible dibujada en la cara. Pero dentro había una enfermera que se la contestó en el acto.
—Tranquila —dijo—. Llegan a tiempo.
Su abuela se llevó las manos a la boca y dejó escapar un grito de alivio.
—Veo que lo ha encontrado —dijo la enfermera mirando a Conor.
—Sí —fue todo lo que dijo su abuela.
Tanto ella como Conor miraban a su madre. La habitación estaba casi toda en penumbra, solo con una luz encendida encima de la cama que ocupaba ella. Tenía los ojos cerrados, y su respiración sonaba como si tuviera un peso encima del pecho. La enfermera los dejó a solas, y su abuela se sentó en la silla al otro lado de la cama, se inclinó hacia delante y tomó una de las manos de su hija. La sostuvo entre las suyas, la besaba mientras se mecía adelante y atrás.
—¿Mamá? —oyó Conor. Era su madre la que hablaba, con la voz tan pastosa y baja que casi era imposible entenderla.
—Estoy aquí, cariño —dijo su abuela sin soltarle la mano—. Conor también está aquí.
—¿Sí? —dijo su madre con dificultad, sin abrir los ojos.
Su abuela lo miró para que dijera algo.
—Estoy aquí, mamá —dijo Conor.
Su madre no dijo nada, tan solo alargó la mano que tenía más cerca de él.
Le pedía que se la cogiera.
Que se la cogiera y no la soltara.
—Aquí está el final de la historia —dijo el monstruo detrás de él.
—¿Qué hago? —susurró Conor.
Sintió que el monstruo le ponía las manos en los hombros. No sabía por qué pero eran lo suficientemente pequeñas como para que Conor sintiera que lo estaban sujetando.
—Todo lo que tienes que hacer es decir la verdad —dijo el monstruo.
—Me da miedo —dijo Conor. Veía a su abuela allí en la penumbra, inclinada sobre su hija. Veía la mano de su madre, todavía tendida, sus ojos todavía cerrados.
—Pues claro que te da miedo —dijo el monstruo empujándolo despacio hacia delante—. Y aun así lo harás.
Mientras las manos del monstruo lo guiaban delicada pero firmemente hacia su madre, Conor vio el reloj que había en la pared, encima de la cama. No sabía muy bien cómo, pero ya eran las 23.46.
Quedaban veintiún minutos para las 00.07.
Quería preguntarle al monstruo qué pasaría entonces, pero no se atrevió.
Porque sentía que lo sabía.
—Si dices la verdad —le susurró el monstruo al oído—, podrás enfrentarte a todo lo que venga.
Así que Conor miró a su madre, a su mano tendida. Sentía que se ahogaba otra vez y que los ojos se le llenaban de lágrimas.
Sin embargo no era el ahogo de la pesadilla. Era más simple, más claro.
Pero igual de duro.
Tomó la mano de su madre.
Ella abrió los ojos, un instante, y lo vio allí. Luego volvió a cerrarlos.
Pero lo había visto.
Y él supo que era entonces. Supo que de verdad no había vuelta atrás. Que iba a pasar, independientemente de lo que él quisiera, independientemente de lo que sintiera.
Y supo también que lo iba a superar.
Sería terrible. Mucho más que terrible.
Pero sobreviviría.
Y esa era la razón por la que había ido el monstruo. Tenía que ser. Conor lo necesitaba, y de alguna manera su necesidad lo había llamado. Y había venido andando. Solo para ese instante.
—¿Te quedarás? —le susurró Conor al monstruo, casi incapaz de hablar—. ¿Te quedarás hasta que…?
—Me quedaré —dijo el monstruo, con las manos todavía en los hombros de Conor—. Ahora lo único que tienes que hacer es decir la verdad.
Y Conor lo hizo.
Respiró hondo.
Y, por fin, dijo la verdad y toda la verdad.
—No quiero que te vayas —dijo, con las lágrimas cayéndole por las mejillas, despacio primero, a borbotones después, igual que un río.
—Ya lo sé, mi amor —dijo su madre con su voz pastosa—. Ya lo sé.
Conor sentía al monstruo, sujetándolo y dejándolo delante de ella.
—No quiero que te vayas —dijo otra vez.
Y eso era todo lo que tenía que decir.
Se inclinó hacia delante sobre la cama y la rodeó con el brazo.
Sujetándola.
Supo que llegaría, y pronto, quizá incluso a las 00.07. El momento en que ella se escurriría de sus manos, por mucho que él la sujetara con todas sus fuerzas.
—Pero no en este momento —susurró el monstruo, todavía cerca—. Aún no.
Conor sujetaba a su madre con fuerza.
Y al hacerlo, pudo por fin dejar que ella se fuera.