Algo en común

—¡Oh, gracias a Dios!

Las palabras se colaron en su cabeza antes de que Conor despertara del todo.

—¡Conor! —oyó, y luego más fuerte—: ¡Conor!

La voz de su abuela.

Abrió los ojos, se incorporó despacio hasta sentarse. Era de noche. ¿Cuánto tiempo llevaba dormido? Miró a su alrededor. Todavía estaba en la colina de detrás de su casa, acurrucado en las raíces del tejo que se elevaba inmenso sobre él. Levantó la vista. Era solo un árbol.

Pero también habría jurado que no lo era.

—¡CONOR!

Su abuela se acercaba corriendo desde la iglesia; vio el coche aparcado en la carretera, con las luces encendidas y el motor en marcha. Se puso de pie mientras ella corría hacia él; su cara era una mezcla de enfado y de alivio y de algo que Conor reconoció y que le encogió el estómago.

—¡Oh, gracias a Dios, gracias a DIOS! —gritó cuando llegó hasta él.

Y entonces hizo algo sorprendente. Lo abrazó tan fuerte que a punto estuvieron de caerse los dos al suelo. Si no se cayeron fue porque Conor se apoyó contra el tronco del árbol. Luego su abuela lo soltó y empezó a gritar de verdad.

—¿Dónde has ESTADO? ¡Llevo HORAS buscándote! ¡Estaba PREOCUPADÍSIMA, Conor! ¿EN QUÉ DEMONIOS ESTABAS PENSANDO?

—Tenía que hacer una cosa —dijo Conor.

—No hay tiempo —dijo ella—, ¡tenemos que irnos!

Y echó a correr hacia el coche, lo cual era muy preocupante. Conor corrió detrás de ella de manera casi automática, y se metió de un salto en el asiento del acompañante. Ni siquiera le dio tiempo de cerrar la puerta antes de que su abuela arrancara con un chirrido de neumáticos.

No se atrevió a preguntar por qué tenían tanta prisa.

—Conor —dijo su abuela mientras el coche bajaba por la carretera a una velocidad alarmante. Solo cuando la miró vio que estaba llorando mares. Y temblando—. Conor, es que no te… —Tembló un poco más, luego Conor vio que agarraba el volante todavía con más fuerza.

—Abuela… —empezó a decir él.

—No —dijo ella—. No.

Siguieron camino sin decir nada durante un rato, pasando las señales de ceda el paso casi sin mirar. Conor volvió a comprobar su cinturón de seguridad.

—Abuela… —dijo Conor agarrándose al asiento mientras pasaban volando por encima de un bache.

Ella seguía acelerando.

—Lo siento —dijo él en voz baja.

Ella se rió, una risa triste y áspera. Movió la cabeza.

—No tiene importancia —dijo—. No tiene importancia.

—¿No?

—Pues claro que no —dijo ella, y empezó a llorar otra vez. Pero no era la clase de abuela que deja que el llanto le impida hablar—. ¿Qué te parece, Conor? ¿Tú y yo? No somos lo que se dice una pareja perfecta, ¿verdad que no?

—No —dijo Conor—. Me parece que no.

—A mí tampoco me lo parece. —Giró en una esquina tan rápido que Conor tuvo que agarrarse a la manilla de la puerta para seguir derecho.

—Pero vamos a tener que aprender, ¿sabes? —dijo ella.

Conor tragó saliva.

—Lo sé.

Conor oyó un sollozo.

—Lo sabes, ¿verdad? —dijo su abuela—. Claro que lo sabes.

Ella tosió para aclararse la garganta mientras miraba a ambos lados al acercarse a un cruce antes de saltarse el semáforo en rojo. Conor se preguntó qué hora sería. Casi no había tráfico.

—Pero ¿sabes qué, nieto? —dijo su abuela—. Tenemos algo en común.

—¿Sí? —preguntó Conor cuando el hospital apareció al final de la carretera.

—Oh, sí —dijo su abuela apretando más aún el acelerador, y él vio que seguía llorando.

—¿Y qué es? —preguntó Conor.

Su abuela se metió en el primer sitio libre que vio en la acera junto al hospital, subió el coche encima del bordillo y frenó con un golpe seco.

—Tu madre —dijo ella mirándolo fijamente a los ojos—. Eso es lo que tenemos en común.

Conor no dijo nada.

Pero sabía a qué se refería. Su madre era hija suya. Y su madre era la persona más importante para los dos. Eso era tener mucho en común.

Era sin duda un punto de partida.

Su abuela paró el motor y abrió la puerta.

—Tenemos que darnos prisa —dijo.