Vida después de la muerte

Conor abrió los ojos. Yacía sobre la hierba en la colina de detrás de su casa.

Seguía vivo.

Lo cual era lo peor que podía haber pasado.

—¿Por qué no me ha matado? —gimió, llevándose las manos a la cara—. Me merezco lo peor.

—¿Tú crees? —le preguntó el monstruo elevándose por encima de él.

—He pensado en ello una eternidad —dijo Conor despacio, lastimeramente, esforzándose por hallar las palabras—. Siempre he sabido que ella no saldría adelante, casi desde el principio. Me decía que estaba mejor porque eso era lo que yo quería oír. Y yo la creí. Solo que no la creía.

—No —dijo el monstruo.

Conor tragó saliva, seguía esforzándose.

—Y empecé a pensar en las ganas que tenía de que se acabara. En las ganas que tenía de dejar de pensar en ello. En lo insoportable que se me hacía ya la espera. No podía soportar lo solo que hacía que me sintiera.

Empezó a llorar de verdad, más de lo que creía haber llorado nunca, más todavía que cuando se enteró de que su madre estaba enferma.

—Y una parte de ti deseaba que aquello se acabara —dijo el monstruo—, aunque eso significara perderla.

Conor asintió con la cabeza, casi incapaz de hablar.

—Y empezó la pesadilla. La pesadilla que terminaba siempre con…

—Yo la solté —dijo Conor con un suspiro—. Podría haber seguido sujetándola pero la solté.

—Y esa —dijo el monstruo— es la verdad.

—¡Pero yo no quería! —dijo Conor alzando la voz—. ¡Yo no quería soltarla! ¡Y ahora es de verdad! ¡Ahora se va a morir y es culpa mía!

—Y esa —dijo el monstruo— no es en absoluto la verdad.

La pena de Conor era algo físico, lo paralizaba como un cepo, le tensaba como si todo él fuera un solo músculo. Apenas podía respirar del agotamiento, y se dejó caer en la tierra de nuevo, deseando que se lo llevara de una vez por todas y para siempre.

Casi no sintió las enormes manos del monstruo recogiéndolo y formando un pequeño nido para acogerlo. Fue solo vagamente consciente de que las hojas y las ramas se retorcían en torno a él, ablandándose y ensanchándose para que se tumbara en ellas.

—Es culpa mía —decía Conor—. Yo la solté. Es culpa mía.

—No es culpa tuya —dijo el monstruo, y su voz flotaba en el aire que lo rodeaba como una brisa.

—Sí lo es.

—Solo querías que se acabara el dolor —dijo el monstruo—. Tu propio dolor. Acabar con tu aislamiento. Es el anhelo más humano que hay.

—Yo no quería hacerlo —dijo Conor.

—Querías —dijo el monstruo—, pero no querías.

Conor se sorbió los mocos y lo miró a la cara, que era tan grande como una pared delante de él.

—¿Cómo pueden ser verdad las dos cosas a la vez?

—Porque los humanos son animales complicados —dijo el monstruo—. ¿Cómo puede una reina ser a la vez una bruja buena y una bruja mala? ¿Cómo puede un príncipe ser a la vez un asesino y un salvador? ¿Cómo puede un boticario tener un carácter del demonio pero ser recto en sus principios? ¿Cómo puede un párroco tener malos pensamientos y buen corazón? ¿Cómo es posible que los hombres invisibles estén más solos cuando consiguen que todo el mundo los vea?

—No lo sé —dijo Conor encogiéndose de hombros, agotado—. Tus historias nunca tuvieron sentido para mí.

—La respuesta es que no importa lo que pienses —dijo el monstruo—, porque la mente entrará en contradicción consigo misma cien veces al día. Querías que ella se fuera pero a la vez querías desesperadamente que yo la salvara. Tu mente se creerá las mentiras piadosas pero conoce también las verdades que duelen y que hacen que esas mentiras sean necesarias. Y tu mente te castigará por creer ambas cosas.

—Pero ¿cómo luchas contra eso? —preguntó Conor con voz ronca—. ¿Cómo luchas contra tus contradicciones internas?

—Diciendo la verdad —respondió el monstruo—, como tú acabas de hacer.

Conor pensó otra vez en las manos de su madre, en las suyas cuando la soltaba…

—No pienses más en eso, Conor O’Malley —dijo el monstruo con ternura—. Esta es la razón por la que eché a andar, para contarte esto y que puedas curarte. Tienes que escucharme.

Conor tragó saliva de nuevo.

—Te escucho.

—Tu vida no la escribes con palabras —dijo el monstruo—. La escribes con acciones. Lo que piensas no es importante. Lo único importante es lo que haces.

Hubo un largo silencio en el que Conor recobró el aliento.

—Entonces ¿qué hago? —preguntó por fin.

—Haces lo que acabas de hacer ahora —dijo el monstruo—. Dices la verdad.

—¿Y ya está?

—¿Crees que es fácil? —El monstruo arqueó dos enormes cejas—. Preferías morir antes que decirla.

Conor se miró las manos, y al poco las abrió.

—Porque estaba tan equivocado en lo que pensaba…

—No es que fuera equivocado —dijo el monstruo—, es que solo era un pensamiento, uno entre un millón. No una acción.

Conor dejó escapar un suspiro largo, largo, quejumbroso todavía.

Pero ya no se ahogaba. La pesadilla no lo inundaba por dentro, no le oprimía el pecho, no tiraba de él hacia abajo.

De hecho, ni siquiera sentía la pesadilla por ninguna parte.

—Estoy tan cansado… —dijo Conor poniendo la cabeza entre las manos—. Estoy tan cansado de todo esto…

—Pues duerme —dijo entonces el monstruo—. Hay tiempo.

—¿Lo hay? —murmuró Conor, incapaz de repente de mantener los ojos abiertos.

El monstruo cambió un poco más la forma de sus manos, haciendo más cómodo el nido de hojas en el que Conor estaba echado.

—Tengo que ir a ver a mi madre —protestó Conor.

—La verás —dijo el monstruo—. Te lo prometo.

Conor abrió los ojos.

—¿Estarás allí?

—Sí —dijo el monstruo—. Serán los últimos pasos de mi caminar.

Conor se sintió flotar, la marea del sueño tiraba de él con tanta fuerza que no podía resistirse.

Pero antes de dejarse llevar por completo, sintió que una pregunta le subía a la boca como una burbuja.

—¿Por qué vienes siempre a las doce y siete? —preguntó.

Se quedó dormido antes de que el monstruo pudiera contestarle.