El resto de la cuarta historia

Ese era el momento en que solía despertarse. Cuando ella caía, gritando, alejándose de sus manos, al abismo, en los brazos de la pesadilla, perdida ya para siempre, era cuando él se incorporaba en la cama, cubierto de sudor, con el corazón latiéndole tan deprisa que creía que se iba a morir.

Pero no se despertó.

La pesadilla lo rodeaba todavía. El tejo seguía detrás de él.

—La historia todavía no ha acabado —dijo.

—Sácame de aquí —dijo Conor, poniéndose de pie, tembloroso—. Tengo que ir a ver a mi madre.

—Ya no está aquí, Conor —dijo el monstruo—. Tú la soltaste.

—Esto es solo una pesadilla —dijo Conor, jadeando—. Esto no es la verdad.

—Esto sí que es la verdad —dijo el monstruo—. Lo sabes. Tú la soltaste.

—Se cayó —dijo Conor—. No podía sujetarla más. Pesaba tanto…

—Que la soltaste.

—¡Se cayó! —gritó Conor presa casi de la desesperación.

La nube de mugre y ceniza que se había llevado a su madre volvía a subir por las paredes del precipicio en pequeños remolinos de humo, un humo que Conor no podía evitar inhalar. Se le metía por la boca y por la nariz, como el aire, lo llenaba por dentro, lo asfixiaba. Tenía que hacer un esfuerzo hasta para respirar.

—Tú la soltaste —dijo el monstruo.

—¡Yo no la solté! —gritó Conor con la voz quebrada—. ¡Se cayó!

—O dices la verdad o no saldrás nunca de esta pesadilla —dijo el monstruo, elevándose sobre él, imponente y amenazador, con la voz más terrorífica que Conor le había oído nunca—. Te quedarás aquí atrapado tú solo el resto de tu vida.

—¡Por favor, deja que me marche! —suplicó Conor intentando retroceder. Gritó aterrorizado al ver que los pequeños remolinos de humo se le habían enroscado en las piernas. Lo tiraron al suelo y empezaron a envolverle también los brazos—. ¡Ayúdame!

—¡Di la verdad! —dijo el monstruo, ahora con voz severa y terrorífica—. Di la verdad o quédate aquí para siempre.

—¿Qué verdad? —gritó Conor, luchando desesperadamente contra los remolinos—. ¡No sé a qué te refieres!

La cara del monstruo surgió de repente de entre la negrura y quedó a escasos centímetros de la de Conor.

que lo sabes —dijo en voz baja y amenazadora.

Y hubo un silencio repentino.

Porque, sí, Conor lo sabía.

Siempre lo había sabido.

La verdad.

La verdad real.

La verdad de la pesadilla.

—No —dijo, despacio, mientras la negrura empezaba a rodearle el cuello—. No, no puedo.

—Debes hacerlo.

—No puedo —repitió Conor.

—Sí puedes —dijo el monstruo, y hubo un cambio en su voz. Una nota de algo.

De amabilidad.

A Conor se le llenaron los ojos de lágrimas. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y él no podía hacer nada para detenerlas, ni siquiera podía secárselas porque ahora los remolinos de humo de la pesadilla lo cubrían y cegaban, se habían apoderado de él casi por completo.

—Por favor, no me obligues —suplicó Conor—. Por favor, no me obligues a decirlo.

—Tú la soltaste —dijo el monstruo.

Conor negó con la cabeza.

—Por favor…

—Tú la soltaste —dijo otra vez el monstruo.

Conor cerró con fuerza los ojos.

Sin embargo, luego asintió con la cabeza.

—Podrías haber aguantado más —dijo el monstruo—, pero la dejaste caer. Abriste las manos y dejaste que la pesadilla se la llevara.

Conor asintió otra vez, tenía la cara arrugada por el dolor y el llanto.

—Querías que se cayera.

—No —dijo Conor entre grandes lágrimas.

—Querías que se fuera.

—¡No!

—Tienes que decir la verdad y tienes que decirla ahora. Conor O’Malley. Dila. Debes hacerlo.

Conor negó otra vez con la cabeza, apretando con fuerza la boca, pero sintió que el pecho le quemaba, como si alguien hubiera encendido allí una hoguera, un sol en miniatura que ardía y lo quemaba por dentro.

—Decirlo me matará —jadeó.

—Lo que te matará es no decirlo —repuso el monstruo—. Tienes que decirlo.

—¡No puedo!

—La soltaste. ¿Por qué?

La negrura le envolvía los ojos, le tapaba la nariz y le sofocaba la boca. Conor jadeaba, tratando de respirar, en vano. La oscuridad lo estaba asfixiando. Lo estaba matando…

—¿Por qué, Conor? —dijo furioso el monstruo—. ¡Dime POR QUÉ! ¡Antes de que sea demasiado tarde!

Y de pronto, el fuego que Conor tenía en el pecho lo abrasó, de pronto ardió como si pretendiera devorarlo vivo. Era la verdad, él sabía que lo era. Un gemido empezó a surgir de su garganta, un gemido que se elevó hasta convertirse en grito y luego en un alarido sin palabras, y Conor abrió la boca y el fuego salió ardiendo, ardiendo para consumirlo todo, estallando contra la negrura, contra el tejo también, prendiéndole fuego junto al resto del mundo, abrasando a Conor mientras gritaba y gritaba y gritaba, de dolor y de pena…

Y dijo las palabras. Dijo la verdad.

Contó el resto de la cuarta historia.

—¡Ya no puedo soportarlo más! —gritó desesperado mientras el fuego ardía furiosamente a su alrededor—. ¡No puedo soportar saber que se va a ir! ¡Quiero que pase ya! ¡Quiero que todo esto se acabe!

Y entonces el fuego devoró el mundo, arrasándolo todo, llevándoselo también a él.

Conor lo recibió con alivio, porque era, por fin, el castigo que se merecía.