La cuarta historia

Hasta sostenido en la gigantesca y poderosa mano del monstruo, Conor sentía que el terror se filtraba dentro de él, sentía su negrura encharcándole los pulmones, sentía que el estómago se le iba hundiendo…

—¡No! —gritó, retorciéndose un poco más, pero el monstruo lo sujetaba fuerte—. ¡No! ¡Por favor!

La colina, la iglesia, el cementerio, todo había desaparecido, hasta el sol había desaparecido, dejándolos en medio de una fría oscuridad, una oscuridad que llevaba persiguiéndolo desde que ingresaron a su madre la primera vez, desde antes de eso, cuando empezó con los tratamientos que hacían que se le cayera el pelo, desde antes de eso, cuando tuvo una gripe que no se le curaba y fue a un médico y resultó que no era gripe, desde antes de eso, cuando empezó a quejarse de lo cansada que se sentía, incluso antes de eso, incluso desde siempre, le parecía, la pesadilla estaba allí, acechándolo, rodeándolo, aislándolo del resto, haciéndole sentirse solo.

Era como si Conor nunca hubiera estado en otra parte.

—¡Sácame de aquí! —gritó—. ¡Por favor!

—Ha llegado el momento de la cuarta historia.

—¡Yo no sé ninguna historia! —dijo Conor, con la mente sacudida por el miedo.

—Si no la cuentas tú —dijo el monstruo—, tendré que contarla yo. —Acercó la cara a Conor—. Y créeme si te digo que no es eso lo que necesitas.

—Por favor. Tengo que volver con mi madre.

—Tu madre ya está aquí —dijo el monstruo girándose hacia las sombras.

El monstruo lo bajó, casi lo dejó caer, y Conor se dio de bruces.

Reconoció la tierra fría bajo las manos, reconoció el claro en el que estaba, rodeado en tres de sus lados por un bosque oscuro e impenetrable, reconoció el cuarto lado, un precipicio que caía en picado hacia las sombras, más abajo.

Y al borde del precipicio, su madre.

Estaba de espaldas, pero lo miraba por encima del hombro, sonriendo. Parecía tan débil como cuando estaba en el hospital, pero le decía adiós con una mano, en silencio.

—¡Mamá! —gritó Conor; sentía que el cuerpo le pesaba demasiado y no podía ponerse en pie, como siempre que empezaba la pesadilla—. ¡Tienes que salir de aquí!

Su madre no se movió, aunque pareció preocupada por lo que él había dicho.

Conor se arrastró hacia delante, tenso por el esfuerzo.

—¡Mamá, tienes que echar a correr!

—Estoy bien, cariño —dijo—. No hay nada de que preocuparse.

—¡Mamá, corre! ¡Por favor, corre!

—Pero, cariño, está el…

Su madre se interrumpió y se volvió hacia el borde del precipicio, como si hubiera oído algo.

—No —susurró Conor para sí mismo. Se arrastró otro poco más, pero ella estaba demasiado lejos, demasiado lejos para que él la alcanzara a tiempo, y sentía el cuerpo tan pesado…

Salió un sonido grave del fondo del precipicio. Un estruendo que retumbaba.

Como si algo grande se moviera allí abajo.

Algo más grande que el mundo.

Y estaba subiendo por la pared del precipicio.

—¿Conor? —preguntó su madre, volviéndose para mirarlo.

Pero Conor ya lo sabía. Era demasiado tarde.

Venía el monstruo de verdad.

—¡Mamá! —gritó Conor, haciendo lo que podía para ponerse de pie, luchando contra el peso invisible que tiraba de él hacia abajo—. ¡MAMÁ!

—¡Conor! —gritó su madre, retirándose del precipicio.

Pero el estruendo sonaba cada vez más alto. Y más alto. Y todavía más alto.

—¡MAMÁ!

Sabía que no llegaría a tiempo.

Porque, con un rugido, una nube de oscuridad ardiente sacó dos puños enormes por encima del borde del precipicio. Se cernieron en el aire un demorado instante, sobre su madre, mientras ella intentaba alejarse.

Pero estaba muy débil, demasiado débil…

Y los dos puños cayeron a la vez sobre ella, la agarraron y tiraron hacia el fondo del precipicio.

Y por fin Conor pudo echar a correr. Cruzó el claro gritando, corría tan rápido que estuvo a punto de caerse, y se lanzó hacia ella, hacia las manos que ella le tendía mientras los puños la arrastraban precipicio abajo.

Y sus manos tomaron las de su madre.

La pesadilla que lo despertaba gritando todas las noches estaba teniendo lugar en ese preciso instante, allí mismo.

Conor estaba al borde del precipicio, preparándose para aquel momento, aferrando con todas sus fuerzas las manos de su madre para que la negrura no se la llevara, para que la criatura no la arrastrara al fondo del precipicio.

Al fin lo veía.

El monstruo de verdad, el que de verdad le daba miedo, el que él esperaba ver la primera vez que se presentó el tejo, el de la pesadilla, hecho de nube y de ceniza y de llamas oscuras, pero con músculos reales, con fuerza real, con ojos rojos y reales que lo fulminaban con la mirada y dientes relucientes que se comerían viva a su madre. «He visto cosas peores», le había dicho Conor al monstruo la primera noche.

Y ahí estaba lo peor.

—¡Ayúdame, Conor! —gritó su madre—. ¡No me sueltes!

—¡No te soltaré! —gritó a su vez Conor—. ¡Te lo prometo!

El monstruo de la pesadilla dio un rugido y tiró más fuerte, con los puños apretados alrededor del cuerpo de su madre.

Y ella empezó a resbalar de las manos de Conor.

—¡Por favor, Conor! —gritó ella aterrorizada—. ¡No me sueltes!

—¡No te soltaré! —gritó Conor. Se volvió hacia el tejo, que seguía allí, sin moverse—. ¡Ayúdame! ¡No puedo sujetarla!

Pero el tejo se quedó allí, mirando.

Las manos de su madre se deslizaban de las suyas.

—¡Conor! —gritó ella.

—¡Mamá! —gritó él, sujetándola más fuerte.

Pero se le escapaba, cada vez pesaba más y más, el monstruo de la pesadilla cada vez tiraba más y más fuerte.

—¡Me estoy escurriendo! —gritó su madre.

—¡NO! —gritó él.

Se cayó de bruces sobre el pecho de tanto que pesaba su madre con los puños de la pesadilla tirando de ella.

Su madre gritó otra vez.

Y otra.

Y pesaba tanto, tanto que parecía imposible.

—¡Por favor! —susurró Conor para sí mismo—. ¡Por favor!

—Y aquí —dijo el tejo detrás de él— está la cuarta historia.

—¡Cállate! —gritó Conor—. ¡Ayúdame!

—Aquí está la verdad de Conor O’Malley.

Y su madre gritaba.

Y se estaba escurriendo.

Costaba tanto sujetarla…

—Es ahora o nunca —dijo el tejo—. Tienes que decir la verdad.

—¡No! —dijo Conor con voz entrecortada.

Debes hacerlo.

—¡No! —dijo Conor otra vez, mirando abajo la cara de su madre…

Y la verdad llegó de repente…

Cuando la pesadilla alcanzó su máxima perfección…

—¡No! —gritó Conor una vez más…

Y su madre cayó.