¿Qué sentido tienes tú?

—Me vuelvo al hospital, Conor —dijo su abuela cuando lo dejó frente a la casa—. No me gusta dejarla así. ¿Qué necesitas que es tan importante?

—Tengo que hacer una cosa —dijo Conor con la mirada clavada en el hogar en el que había pasado toda su vida. Parecía vacío y extraño, aunque no hacía mucho que se habían ido.

Se dio cuenta de que, posiblemente, ya nunca más sería su hogar.

—Volveré a recogerte dentro de una hora —dijo su abuela—. Cenaremos en el hospital.

Conor no la escuchaba. Estaba ya cerrando la puerta del coche detrás de él.

—¡Una hora! —le gritó su abuela a través de la puerta cerrada—. Esta noche querrás estar allí.

Conor empezó a subir los escalones de su casa.

—¿Conor? —lo llamó su abuela. Pero él no se dio la vuelta.

Cuando su abuela enfiló el coche hacia la calle y se alejó, él apenas la oyó.

Dentro, la casa olía a polvo y aire rancio. Ni siquiera se preocupó de cerrar la puerta detrás de él. Fue derecho a la cocina y miró por la ventana. Allí estaba la iglesia en la colina. Allí estaba el tejo vigilando su cementerio.

Conor salió al jardín de atrás. De un salto se encaramó a la mesa en la que su madre solía beber Pimm’s en verano, y se dio impulso para pasar por encima de la valla de atrás. No lo había hecho desde que era un niño muy pequeño, hacía tanto tiempo ya de eso que era su padre el que lo castigaba por ello. El boquete en el alambre de espino junto a la vía del tren seguía allí, y se coló por el agujero sin importarle rasgarse la camisa. Cruzó las vías casi sin mirar si venía un tren, sorteó otra valla, y ya estaba en la base de la colina que llevaba a la iglesia. Saltó la pared baja de piedra que la rodeaba y subió por la ladera, entre las lápidas, todo el tiempo con la vista fija en el árbol.

Y todo el tiempo, seguía siendo un árbol.

Conor echó a correr.

—¡Despierta! —gritó antes de llegar a él—. ¡DESPIERTA!

Llegó al tronco y empezó a darle patadas.

—¡Te he dicho que despiertes! ¡Me da igual la hora que sea!

Le dio otra patada.

Y otra más fuerte.

Y otra más.

Y el árbol se apartó tan rápido que Conor perdió el equilibrio y se cayó al suelo.

—Si sigues con eso te vas a hacer daño —dijo el monstruo, erguido cuan alto era.

—¡No funcionó! —gritó Conor poniéndose de pie—. Dijiste que el tejo la curaría, ¡pero no la ha curado!

—Dije que si tenía cura, el tejo la curaría —dijo el monstruo—. Al parecer no tenía cura.

La ira creció en el pecho de Conor, oprimiéndole el corazón contra las costillas. Atacó al monstruo en las piernas, golpeando la corteza con las manos, magullándoselas.

—¡Cúrala! ¡Tienes que curarla!

—Conor —dijo el monstruo.

—¿Qué sentido tienes tú si no puedes curarla? —dijo Conor, dándole puñetazos—. Solo esas estúpidas historias y los líos en los que me metes, y todo el mundo mirándome como si estuviera enfermo…

Se detuvo porque el monstruo lo levantó en el aire.

—Tú me llamaste, Conor O’Malley —dijo mirándolo muy serio—. Tú eres el que tiene las respuestas para esas preguntas.

—¡Si yo te llamé —dijo Conor con la cara roja y lágrimas que casi no sentía corriéndole por las mejillas—, fue para salvarla! ¡Para salvarla!

Un susurro recorrió las hojas del monstruo, como si se mecieran con un golpe de viento largo y lento.

—No vine para curarla a ella —dijo el monstruo—. Vine para curarte a ti.

—¿A mí? —Conor dejó de retorcerse en la mano del monstruo—. Yo no necesito que me curen. Mi madre es la que…

Pero no fue capaz de decirlo. Ni siquiera ahora era capaz de decirlo. Ni aunque hubieran hablado. Ni aunque lo hubiera sabido todo el tiempo. Porque claro que lo sabía, claro que lo había sabido, por mucho que hubiera querido creer que no era verdad, claro que lo sabía. Pero aun así no podía decirlo.

No podía decir que su madre se estaba…

Seguía gritando enfurecido y le costaba respirar. Se sentía como si lo estuvieran rajando de arriba abajo, como si el cuerpo se le descoyuntara.

Miró de nuevo al monstruo.

—Ayúdame —dijo en voz baja.

—Ha llegado el momento —dijo el monstruo— de la cuarta historia.

Conor soltó un chillido de rabia.

—¡No! ¡No me refería a eso! ¡Están pasando cosas más importantes!

—Sí —dijo el monstruo—. Es cierto.

Abrió la mano que tenía libre. La niebla los envolvió de nuevo.

Y otra vez estaban en mitad de la pesadilla.