—¿La puedes curar? —preguntó Conor.
—El tejo es un árbol que cura —dijo el monstruo—. Es la forma en que elijo caminar la mayor parte de las veces.
Conor torció el gesto.
—Eso no es lo que se dice una respuesta.
El monstruo le respondió con su sonrisa malvada.
La abuela de Conor lo había llevado de vuelta a casa cuando su madre se quedó dormida sin haber probado la cena. No había hablado con él de lo del salón. Apenas le había dirigido la palabra.
—Me vuelvo al hospital —había dicho mientras Conor salía del coche—. Prepárate algo de cena. Sé que al menos eso sabes hacerlo.
—¿Crees que papá estará ya en el aeropuerto? —preguntó Conor.
Su abuela se había limitado a lanzar un suspiro de impaciencia. Él había cerrado la puerta y ella se había ido. Llevaba bastante tiempo dentro de la casa; el reloj —el reloj barato de la cocina que iba con pilas y que era todo lo que tenían ahora— se arrastraba con lentitud hacia la medianoche y su abuela ni había regresado ni había llamado. Pensó en llamarla él, pero en una ocasión ya le había gritado porque el sonido del teléfono había despertado a su madre.
Daba igual. De hecho era más fácil así. No tenía por qué fingir que se iba a la cama. Esperaría hasta que el reloj diera las 00.07. Entonces saldría fuera y diría: «¿Dónde estás?».
Y el monstruo diría: «Estoy aquí», y pasaría por encima del despacho que su abuela tenía en el jardín con un fácil movimiento.
—¿La puedes curar? —le preguntó Conor otra vez, con mayor firmeza.
El monstruo lo miró desde lo alto.
—Eso no depende de mí.
—¿Por qué no? —preguntó Conor—. Derribas casas y rescatas brujas. Dices que en cada parte de ti hay un remedio si la gente sabe cómo usarlo.
—Si a tu madre se la puede curar —dijo el monstruo—, el tejo la curará.
Conor se cruzó de brazos.
—¿Es eso un sí?
Entonces el monstruo hizo algo que no había hecho hasta ese momento.
Se sentó.
Apoyó toda la magnitud de su peso sobre el despacho de su abuela. Conor oyó cómo crujía la madera y vio que el tejado se combaba. El corazón se le salía por la garganta. Si el monstruo destruía también el despacho de su abuela, a saber lo que ella le haría a él. Quizá mandarlo derecho a la cárcel. O peor todavía, a un internado.
—Todavía no sabes por qué me llamaste, ¿verdad? —preguntó el monstruo—. Todavía no sabes por qué he venido andando. No creas que es algo que haga todos los días, Conor O’Malley.
—Yo no te llamé —dijo Conor—. A no ser que fuera en un sueño o algo. Y si lo hice, es obvio que fue por mi madre.
—Ah, ¿sí?
—Bueno, ¿y por qué si no? —dijo Conor elevando la voz—. No iba a llamarte para oír esas horribles historias que no tienen ningún sentido.
—¿Te olvidas del salón de tu abuela?
A Conor se le escapó una sonrisita.
—Ya me parecía a mí —dijo el monstruo.
—Estoy hablando en serio —dijo Conor.
—Yo también. Pero aún no estamos preparados para la tercera y última historia. Será pronto. Y después tú me contarás tu historia, Conor O’Malley. Me contarás tu verdad. —El monstruo se inclinó hacia delante—. Ya sabes de qué te hablo.
La niebla los rodeó de repente y el jardín de su abuela desapareció de la vista. El mundo se transformó en un lugar gris y vacío, y Conor supo exactamente dónde estaba, y en qué exactamente se había transformado el mundo.
Estaba dentro de la pesadilla.
Eso era lo que se sentía dentro de la pesadilla, eso era lo que se veía, los bordes del mundo desmoronándose y Conor sujetándole las manos, sintiendo cómo se le escurrían de entre los dedos, sintiendo cómo ella caía…
—¡No! —gritó—. ¡No! ¡Eso no!
La niebla escampó y Conor estaba de nuevo en el jardín de su abuela, con el monstruo todavía sentado sobre el despacho.
—Eso no es mi verdad —dijo Conor con voz temblorosa—. Eso solo es una pesadilla.
—Sin embargo —dijo el monstruo poniéndose de pie, y pareció que las vigas del tejado del despacho suspiraran de alivio—, eso es lo que pasará tras la tercera historia.
—Fantástico —dijo Conor—, otra historia cuando están pasando cosas más importantes.
—Las historias son importantes —dijo el monstruo—. Pueden ser más importantes que cualquier otra cosa. Si portan la verdad.
—Escribir la vida —dijo Conor amargamente entre dientes.
El monstruo pareció sorprendido.
—En efecto —dijo. Se dio la vuelta para marcharse, pero miró otra vez a Conor—. Búscame pronto.
—Quiero saber qué va a pasar con mi madre —dijo Conor.
El monstruo se detuvo.
—¿Es que no lo sabes ya?
—Dijiste que eras un árbol que curaba —dijo Conor—. ¡Bueno, pues yo necesito que cures!
—Y curaré —dijo el monstruo.
Y con un golpe de viento desapareció.