Los tejos

—Hola, cariño —dijo su madre, incorporándose un poco en la cama, cuando Conor entró por la puerta.

Conor vio cuánto le costaba hacerlo.

—Estaré fuera. —Su abuela se levantó de la silla y pasó a su lado sin mirarlo.

—Voy a por algo a la máquina, colega —dijo su padre desde la puerta—. ¿Quieres algo?

—Quiero que dejes de llamarme «colega» —respondió Conor sin apartar los ojos de su madre.

Que rió.

—Vuelvo enseguida —dijo su padre, y lo dejó solo con ella.

—Ven, acércate.

Su madre dio unos golpecitos en la cama.

Él fue hasta allí y se sentó junto a ella, con cuidado de no tocar ni el tubo que le habían clavado en el brazo ni el que le enviaba aire a los pulmones ni el que sabía que le ponían a veces en el pecho, cuando le metían las sustancias químicas de color naranja brillante durante los tratamientos.

—¿Cómo está mi Conor? —preguntó levantando una mano delgada para pasársela por el pelo. Él vio que tenía una mancha amarilla en el brazo, alrededor del punto en el que le habían metido el tubo, y pequeños moratones en la parte interior del codo.

Pero sonreía. Era una sonrisa cansada, una sonrisa agotada, pero era una sonrisa.

—Sé que debo parecer un adefesio —dijo ella.

—No, no es cierto —dijo Conor.

Ella volvió a pasarle los dedos por el pelo.

—Creo que sé perdonar una mentira piadosa.

—¿Estás bien? —preguntó Conor, y aunque la pregunta era completamente absurda, ella supo lo que quería decir.

—Bueno, cariño —dijo—, han probado con dos cosas distintas y no han funcionado. Y han visto que no funcionaban bastante antes de lo que esperaban. Si es que eso tiene sentido.

Conor negó con la cabeza.

—No, para mí tampoco lo tiene, la verdad —dijo ella.

Él vio que su sonrisa se contraía, le resultaba más difícil mantenerla. Su madre respiró hondo, y el aire resonó, como si tuviera algo pesado dentro del pecho.

—Va todo un poco más rápido de lo que yo esperaba, cariño —dijo ella, y su voz era pastosa, tanto que a Conor se le estrechó el nudo que tenía en el estómago. De pronto se alegró de no haber comido nada desde el desayuno—. Aunque —dijo su madre; su voz seguía siendo pastosa, pero volvía a sonreír— van a probar con otra cosa, un medicamento que en algunos casos ha dado buenos resultados.

—¿Por qué no lo intentaron antes? —preguntó Conor.

—¿Te acuerdas de los tratamientos? —dijo ella—. ¿Lo de perder el pelo y todos esos vómitos?

—Pues claro.

—Bueno, esto es algo que tomas cuando lo otro no ha funcionado como ellos querían —dijo ella—. Siempre era una posibilidad, pero esperaban no tener que usarlo. —Bajó la mirada—. Y esperaban no tener que usarlo tan pronto.

—¿Eso quiere decir que es demasiado tarde? —le preguntó Conor antes incluso de saber lo que estaba diciendo.

—No, Conor —respondió ella enseguida—. No pienses eso. No es demasiado tarde. Nunca es demasiado tarde.

—¿Seguro?

Ella sonrió de nuevo.

—Estoy convencida de todo lo que digo —dijo, con un poco más de fuerza en la voz.

Conor recordó lo que había dicho el monstruo. «La creencia es la mitad de la curación».

Le costaba respirar, pero la tensión aflojó un poco, empezando por el estómago. Su madre vio que estaba algo más relajado, y le frotó la piel del brazo.

—Y hay algo interesante de verdad —dijo ella, y su voz sonó un poco más alegre—. ¿Te acuerdas del árbol que hay en la colina de detrás de casa?

Conor abrió unos ojos como platos.

—Bueno, aunque te cueste creerlo —siguió su madre—, ese medicamento lo extraen de los tejos.

—¿De los tejos? —preguntó Conor en voz baja.

—Sí —dijo su madre—. Había leído sobre el tema hace tiempo, cuando empezó todo esto. —Tosió tapándose la boca con la mano, luego tosió otra vez—. Esperaba que no llegáramos a este punto, pero me parecía increíble que durante todo ese tiempo viéramos un tejo desde nuestra casa. Y que justo ese árbol pudiera ser lo que me curase.

A Conor le daba vueltas la cabeza, tan rápido que casi se mareó.

—Las cosas verdes de este mundo son maravillosas, ¿verdad? —siguió diciendo su madre—. Nos empeñamos en deshacernos de ellas y resulta que muchas veces son justo lo que nos salva.

—¿Te va a salvar a ti? —preguntó Conor, casi incapaz de hablar.

Su madre sonrió otra vez.

—Espero que sí —dijo—. Creo que sí.